15. El grupo
Al día siguiente, desde la ventana de su nuevo cuarto, envuelta con la capa, Claudine observó la llegada de varios coches que iban aparcando en frente de la entrada. Las personas que de ellos bajaban fueron entrando en la casa. Aquel movimiento inquietó a Claudine.
Eugene entró en el cuarto de Claudine y dejó sobre la cama unas prendas de ropa, muy parecidas a las que trajo por la mañana.
—Buenos días —dijo con serenidad—. Vístase, por favor. Debe acompañarme.
Eugene se dio la vuelta para darle un poco de intimidad, pero no salió del cuarto
De todos los habitantes de la casa, aquél era el único que inspiraba un poco de confianza a Claudine. No era un depravado como los demás, y se dirigía a ella con amabilidad.
Mientras Claudine se acaba de poner el vestido, se atrevió a preguntarle:
—¿No me harán daño, verdad?
—Dese la vuelta, por favor; voy a vendarle los ojos.
Después de vendarle los ojos, Eugene la cogió suavemente del brazo y la sacó de la habitación.
Cuando llegaron a la escalera que llevaba al piso inferior, Eugene le dijo:
—Tenga cuidado con los escalones. Vamos a bajar.
A mitad de camino Eugene detuvo a Claudine.
—Hágame un favor, Claudine: cuando llegue el momento, procure no pensar en nada; deje la mente en blanco. Relájese. Será lo mejor ¿entiende?
Si lo que Claudine sintió en ese instante lo hubiera experimentado Eugene, es posible que éste la hubiera intentado convencer para que rompiera el trato y volviera a su casa, asumiendo las consecuencias a su deslealtad.
La señora Wallace, cogida del brazo del último de sus invitados, entró en el salón. El hombre que la acompañaba se llamaba Omar Binns, y era el propietario de varios hoteles de la ciudad. Omar Binns se hizo conocido en los círculos sociales más selectos cuando una de sus amates, esposa de un alto cargo del gobierno, se quitó la vida. Ésta, antes de hacerlo, dejó escrita una nota en la que lo acusaba de ser el causante de sus desgracias. Su madre, de origen árabe, fue la culpable de su atractivo; de ella heredó su piel morena, la boca ancha y la mirada profunda. De su padre, en cambio, heredó su porte distinguido y una gran fortuna. Lo que nadie sabe, lo que por entonces se desconocía, era de dónde le venían sus sádicas tendencias sexuales.
Con la intención de saludar al resto de los invitados, ambos hicieron un protocolario recorrido por el salón.
A su paso por el sofá se levantaron de sus sillones la señorita Madeline Galloway y su esclava Chloe. En el mundo perverso que las unía, ambas mujeres constituían dos partes opuestas de una misma razón. Madeline era una mujer hermosa, de suaves facciones; tenía el pelo rubio; un pelo que, por lo general, solía llevar recogido de un modo asimétrico. Su boca alargada, formada por unos labios muy finos, guardaba una dentadura casi perfecta. Era toda ella una imagen limpia, segura de sí misma e incorrupta; todo lo contrario a su esclava, que era sucia, dejada y corrupta; un animal que arreglado hubiera ensombrecido la belleza de su ama y de cuantas mujeres se le acercaran. Entre mujeres hermosas, la belleza de la morena es a la rubia lo que, en inteligencia y en la mayoría de los aspectos, es la mujer al hombre: superior en todas sus dimensiones.
Casi al mismo tiempo se levantaron del sofá el joven matrimonio formado por Aidan y Carol. Ambos, jóvenes y adinerados, representaban un matrimonio ejemplar. Eran una de esas parejas que, al igual que Madeline y Chloe, se complementaban a la perfección. Tenía ella la punta de la nariz altiva, con cierto aire de superioridad, lo que, sumado a su grácil y permanente sonrisa, la obligaba a mostrar con frecuencia sus dientes incisivos superiores, dándole a su rostro el aspecto de un simpático ratoncillo que olfatea un trozo de queso. Vestía ese día una camisa floreada de color marrón a juego con la falda, larga y lisa. A Elisabeth le pareció que vestía como una vulgar secretaria, muy de moda en las jóvenes de aquella época. Su marido, un joven alto, de cabello rubio y profundas entradas, poseía un rostro adorable, simpático y bonachón.
Carol miró con pícara sonrisa al hombre tan apuesto y elegante que tenía delante. Era guapo y atractivo, y tenía algo que, aun siendo ella una mujer de principios dominantes, hizo que sintiera el deseo de ser dominada por él.
Un poco más allá, mirando la vitrina que protegía del polvo todo un dechado de látigos, se hallaba un hombre menudo, raquítico, de semblante sereno y mirada inteligente. Destacaba en él su capacidad oratoria, de la que hacía gala durante sus intervenciones en la cámara de los Lores. Este hombre se llamaba Robert Boldt, y tenía por vicio la estrangulación. Lo acompañaba Rose, una mujer de mediana edad, adicta al engaño y amante de la disciplina.
Al fondo de la sala, junto a la chimenea, con la cabeza gacha a fin de ocultar su rostro y con los brazos cruzados, un hombre que destacaba por su corpulencia permanecía separado de los demás. Omar Binns saludó a todos los presento a excepción de este personaje al que todos conocían pero nadie hablaba; luego centró su atención a la anfitriona, a la que dedicó todo tipo de halagos y buenas palabras.
En todas estas personas existía un denominador común: la perversión, capacidad de la que también gozaba la pequeña Emily. Pero entre todos aquellos invitados y la pequeña existía la diferencia de que, los unos, en un momento dado, podían ver modificados o afectados sus actos por un sentimiento de compasión; esto, en nuestro pequeño diablo, era imposible.
Pasado un rato, Elisabeth, después de disculparse a su invitado, se acercó a Eugene y le indicó que ya podía preparar a Claudine y bajarla.
Claudine penetró en el salón con la cabeza gacha, arrastrando sus pies descalzos. Todos los presentes advirtieron su llegada, pero nadie, a excepción de su dueña y una invitada, mostró mayor interés en ella, por lo que las conversaciones que se mantenían en poco o nada se vieron afectadas. Éstas, aun llevadas sin mucho alboroto, formaban tal efecto en el salón, que Claudiné creyó estar delante de una veintena de personas, todas ellas, tal vez, dispuestas a disfrutar de su cuerpo, conclusión a la que llegaba tras haber sido llevada al salón con los ojos vendados y sin una sola prenda de ropa bajo la capa que cubría su cuerpo.
—Quédese quieta —le dijo Eugene, con indolencia—. No se mueva.
Entre las miradas intermitentes que Claudine recibía, una se mantenía fiel a ella y la observaba con detenimiento. Esta mirada pertenecía a una persona que había sabido apreciar la diferencia entre aquella esclava y las demás. Había reconocido en ella el terror verdadero, la angustia, y vislumbrado las dos manchas húmedas que se habían formado en la venda que cubría sus ojos. Aquella esclava sufría antes de haber sido torturada; eso le gustaba. La persona que así la examinaba era Madeline, y lo hacía sin darse cuenta de que, a su vez, ella era observada por Chloe, su amante y esclava, la cual, viendo el interés que aquella sucia perra despertaba en su ama, ardía en celos.
A todo esto, Fabián paseaba entre los invitados cambiando sus copas vacías y ofreciendo aperitivos.
Eugene soltó el brazo de Claudine y se apartó, dejando su puesto a Elisabeth, quien asió del brazo a su esclava, tal y como había estado haciendo su mayordomo.
—Señores… —dijo—, presten atención, por favor. —Cuando vio que todos la escuchaban, prosiguió con suma elocuencia—. En el tiempo que venimos realizando estas reuniones, nos hemos visto con la obligación de respetar los acuerdos pactados con las distintas mujeres contratadas; esto es, para nosotros, obrar con las manos atadas. Por ahora no ha sido azotada ni golpeada en modo alguno; tampoco sodomizada. Cascabel tiene una virtud que a buen seguro será del agrado de todos ustedes: sufre cuando alguien la posee. Es por ello que voy a dejarla a disposición de todos. Cada cual será libre de hacer uso de ella por donde más le plazca. Por otra parte, las Señoras podrán azotarla y penetrarla con los distintos objetos que encontraran en el lugar correspondiente. La noche es larga, por lo que recomiendo hacer uso de Cascabel poco a poco, dejando para el final todo aquello que pueda producirle mayores daño—y con la misma solemnidad con la que un vanidoso alcalde destaparía en la plaza de su pueblo una estatua con su propia imagen el día de su inauguración, Elisabeth descubrió a su esclava, dejándola desnuda frente a sus invitados— Señores, les presento a Cascabel.
En esta ocasión, todas las miradas recayeron al mismo tiempo sobre la pobre miserable. Elisabeth experimentó un sentimiento de orgullo del que pocas veces había gozado antes. Consideraba a su esposo un zopenco, y a su hija un demonio díscolo, incapaz de controlar sus impulsos. No se podría decir que se sintiera muy orgullosa de ellos, pero sí se sintió de su esclava. Ella era suya de verdad; su cuerpo, su miedo, su vergüenza, su pudor…; toda ella, hasta lo más profundo de su persona, le pertenecía, y lo mejor de todo es que sus invitados lo sabían. ¡Qué placer tan inmenso sentía! «Lo que daría por que fuera mía para siempre…» se dijo a sí misma.
—Cascabel: ve a la vitrina y elije un látigo, el que más te guste.
Eugene le quitó la venda de los ojos. Hecho esto, Claudine se acercó a la vitrina, alzó la vista y examinó los distintos instrumentos de tortura que habían expuestos. De entre todos ellos se fijó en una de esas varas que usan los maestros de escuela para señalar un punto concreto de la pizarra y, en algunos casos, enderezar la actitud descarrilada de los alumnos más rebeldes.
Claudine se decantó por este objeto; tal vez influenciada por aquella relación con la escuela, y creyendo que, si era usada con los niños, sería menos doloso. Abrió las puertas de la vitrina, descolgó la fina tabla de madera y volvió junto a su Ama, quien se encontraba dando indicaciones a Eugene. Mirando al suelo, alargó la mano para hacer entrega del objeto a su dueña.
—No es para mí; baja la mano. Elije a la persona que prefieres que te azote, Cascabel. Vamos, Cascabel, ¿quién quieres que te golpee primero?
Claudine, haciendo un esfuerzo por no llorar, levantó la vista y miró vagamente, así por encima, a las personas que allí se congregaban.
—Ya, Cascabel; entrega la vara —dijo Elisabeth.
En ese momento, Eugene y Fabián entraron con un potro de madera bastante arcaico al que habían clavado en la parte inferior de cada una de sus patas unas argollas de hierro, algo desproporcionadas para el tamaño del instrumento de tortura. Lo dejaron en el suelo y se retiraron. Claudine estaba tan ofuscada que ni se dio cuenta de la entrada en escena de aquel artilugio. Avanzó unos pasos y, echando de nuevo una ojeada furtiva al pequeño grupo formado por cuatro personas que habían sentadas frente a ella, hizo entrega de la vara a la que más cerca le quedaba y que, a su vez, en contra de su naturaleza, más deseaba ser elegida. Antes de aceptar la entrega, la elegida esperó la aprobación de su Ama.
—Adelante, Chloe —dijo ésta, sonriente—, cógelo.
Claudine se giró, y al hacerlo, como si lo viera en un sueño, descubrió el potro. Desnuda como iba, observada por aquellos desconocidos, no dejó de sobrecogerse con el nuevo hallazgo.
Se acercó a su Ama y aguardó en silencio mientras seguía escuchando la voz recia de la supervisora.
Elisabeth cogió del brazo a Claudine y la llevó junto al potro. Chloe las siguió sin soltar la vara. Elisabeth separó las piernas de Claudine con las manos y la inclinó sobre el potro.
—Fabián —dijo, señalando a su esclava—: las manos y los pies.
Con esta orden, Elisabeth indicaba a su mayordomo que amarrara los pies y las manos de la esclava a las argollas del potro. Claudine, como si fuera un muñeco, se dejó hacer.
—¿Sabes cómo funciona? —preguntó Elisabeth a Chloe, bromeando, lo que despertó algunas risas entre el grupo.
Chloe ni se inmutó. Pocas veces lo hacía, incluso cuando era golpeada. Los extremos de su boca, por naturaleza caídos, daban a su rostro un aire serio y adusto, como de continuo enfado. De pronto fijó la vista en el trasero de Claudine, y sin decir nada, levantó el brazo con la vara y azotó sus nalgas; lo hizo con tanta violencia que dejó sorprendidos a todos los presentes y sin apenas aliento a las dos o tres risas que se habían despertado con la broma. Un par de segundos después, tiempo durante el cual reinó un silencio sepulcral, Claudine soltó un chillido que a más de uno puso el vello de punta. Fue un chillado tan agonizante, tan desgarrador, que incluso el hombre fornido que se mantenía aislado en un rincón del salón, aprovechando que Claudine, por la posición en la que estaba, no podía verlo, se acercó para contemplar de cerca los estragos producidos por el golpe. Ya de lejos pudo ver una línea roja dibujada en las nalgas de Claudine; una línea que fue cambiando de la intensidad de su color hasta volverse granate y morado.
Confusa por la ira de su esclava, y reconociendo una expresión de disgusto en el rostro de su anfitriona, Madeline se levantó del sillón y, antes de que Chloe volviera a hacer gala de su violencia, se acercó a ella y la detuvo.
—Con calma, querida; debes controlar tu fuerza. Dos golpes más como éste y nos desmontas a la pobre criatura. Queremos que nos aguante un poco más…
Claudine lloraba con desesperación. Agitaba los pies y las manos con la intención de salir huyendo de allí, cosa por completo imposible.
Los celos de Chloe habían ofuscado la posibilidad de ser castigada si no seguía las instrucciones de su Ama, pero reprimir su ira le resultaba tanto o más doloroso que recibir un castigo, por lo que, cogiendo desprevenidos a todos los presentes, lanzó dos nuevos golpes, uno tras otro, con la misma ferocidad con la que lanzara el primero. En esta ocasión, al fruncir el ceño y presionar con fuerza la mandíbula, dejó visible su ira. Claudine comenzó a gritar, y entre sus gritos desesperados a decir que no repetidas veces, que por favor no le hicieran más daño. Y Elisabeth, que se alarmó con el primer azote, sintió con los dos siguientes un calambre en la boca del estómago. La rebeldía de la esclava de Madeline y el sufrimiento de la suya la excitó como hacía tiempo que no se excitaba.
—¡Chloe! —gritó Madeline con enfado —¡dije que te controlaras! Suelta eso ahora mismo. ¡Ya!
—Deja que siga —dijo Elisabeth con suavidad.
—La dejará marcada si continúa pegándole así —le contestó Madeline.
Elisabeth amordazó a su esclava con un trozo de tela.
—Será un bonito recuerdo del día de hoy, ¿no crees?. Vamos, Chloe, adelante…
A los tres azotes le siguieron diecinueve más, los cuales, para deleite de los presentes, fueron ejecutados casi con la misma intensidad que los primeros. Esto provocó que Claudine perdiera el conocimiento.
Nunca antes Madeline había visto a su esclava obrar con tanto sadismo. Se había quedado sorprendida, y mientras los mayordomos intentaban reanimar a Claudine, quiso saber el porqué de su comportamiento.
—¿Lo has pasado bien?
—No, Ama.
Madeline la miró fijamente; la otra bajó la vista.
—Yo diría que sí, Chloe.
—Sí, Ama.
—¿Entonces?
—Es extraño, Ama.
—No hay nada extraño, Chloe. Lo que hiciste y el cómo lo hiciste tiene un por qué. Si no lo aclaras, dejaré que la esclava de los cascabeles te devuelva los golpes hasta que deje de parecerte extraño. ¿Es eso lo que quieres?
—No, Ama.
—Pues haz un esfuerzo por explicarlo.
Embargada por la vergüenza, Chloe bajó la cabeza y dijo:
—Vi que usted se fijaba en ella y sentí celos.
En cierto modo, la confesión de su esclava la llenó de satisfacción, mas no podía dejar que se notara, y decidió castigarla. Le ordenó que se arrodillara detrás de la esclava de cascabeles y calmara con su lengua las heridas que le había producido. En contra de lo que realmente quería, Chloe se arrodilló, sujetó las caderas de Claudine y le lamió las heridas trazadas por ella misma.
—Eso es —dijo Madeline, separando las nalgas de Cascabel—. Y mientras tú le curas las heridas, yo disfrutaré de su precioso cuerpo y, de paso, le daré el placer que se merece.
Y subiéndose a lomos de Claudine, se inclinó sobre ella y, sin dejar que sus nalgas se cerraran, comenzó a lamerle lo que éstas en reposo guardaban con tanto pudor.
Si bien Claudine seguía un poco aturdida, fue capaz de agradecer que hubieran dejado de golpearla; y aunque le parecía repugnante lo que ahora hacían con ella, lo prefería a ser azotada. Lo que ignoraba, lo que ni se imaginaba, era que preferiría los golpes a lo que aún estaba por llegar.
Elisabeth, con el trapo que había servido a Claudine de mordaza, y que uno de los mayordomos le había retirado para reanimarla, le vendó los ojos. Luego hizo un gesto al hombre alto y robusto que durante la presentación se había mantenido en la sombra.
No hizo falta decir más; el hombre se acercó, se desabrochó el pantalón y sacó su flácido sexo de la ropa, el cual, tras la orden que dio Elisabeth a su esclava para que abriera la boca, introdujo dentro de ella. Ya dentro, poco a poco, fue tomando forma.
El resto del grupo se reunió en torno a Claudine. A quien más y quien menos la escena le había despertado la libido y querían ser participes de la misma. Madeline apartó la cara del trasero de Claudine, indicó a su esclava que dejara de chupar las heridas y, tras acariciar con la palma de la mano las nalgas maltratadas y notar el relieve de las heridas, ambas se colocaron en un segundo plano, dejando más espacio al resto de torturadores.
—Quisiera, si se me permite, proponer algo —dijo el señor Boldt.
—Adelante —dijo Elisabeth.
—Antes de hacer uso de ella, qué les parece si la obligamos a caminar por la cuerda.
—Me parece bien, Robert —dijo Elisabeth—. Eugene: trae la cuerda.
—Genial idea —añadió Carol, como casi siempre, con su sonrisa de ratón—. Y… ¿qué tal si le atamos las manos a la espalda?
—Bien —dijo Omar—, y dejémosle la venda en los ojos. Propongo también que se le pongan pinzas en todo el cuerpo, y un ancla metida en su orificio trasero para tirar de ella.
—¡Sí! —exclamó Carol — eso estaría muy bien.
Antes de que eyaculara, el hombre que forzaba la boca de Claudine se detuvo y se apartó, momento que aprovechó Fabián para liberar a Claudine del potro y atarle las manos a la espalda.
Poco después, mientras el grupo hablaba de la forma de torturar a Claudine, regresó Eugene con la cuerda y, con la ayuda de Fabián, la tensó de una punta a otra del salón, atando los extremos a poco más de un metro de altura, de manera que, si alguien caminaba con ella entre las piernas, se viera obligada, si quería andar, a hacerlo de puntillas, pues de lo contrario se quemaría.
Dicha cuerda era de cáñamo, o tal vez fuera de esparto, bastante gruesa, y tenía muchos nudos a lo largo de la misma, a un palmo más o menos de distancia los unos de los otros. Alguien pensó que sería más divertido si en algunas partes de la cuerda se untaba un poco de salsa picante, e incluso hubo quien propuso restregarle unas hojas de ortiga; pero por suerte para Claudine, el terreno que rodeaba la casa carecía de dicha vegetación, y la idea fue descartada.
Con la ayuda del hombre fornido, Eugene levantó a Claudine y la colocó sobre la cuerda, la cual encajó en la hendidura de su sexo. Elisabeth la inclinó hacia abajo, empujándola por la nuca, para que le introdujeran “el ancla” en la cavidad trasera. Éste consistía en un objeto metálico con forma de flecha, cuyas puntas estaban plegadas hacia adentro para facilitar la penetración, y que, mediante un sencillo mecanismo interno, diseñado por el propio señor Wallace en su tiempo libre, y hecho construir en su fábrica, se abrían una vez dentro. Si alguien desde fuera estiraba de la cuerda que tenía el objeto atada en su extremo, las puntas se clavaban en las paredes internas de la cavidad.
Madeline fue la encargada de introducirle el objeto, no sin antes chupar el agujero por donde debía introducirlo, a fin de seguir excitando los celos de su esclava. Una vez introducido, accionó el mecanismo que lo abría y se apartó. Claudine, más por la sensación que por dolor, soltó un grito, Elisabeth dejó entonces que su esclava se volviera a incorporar. Carol y su pareja fueron los encargados de colocando las pinzas por el cuerpo de Claudine, arrancando de su rostro muecas de dolor.
Ahora consistía en hacerla caminar con la intención de que la cuerda quemara su sexo y los nudos chocaran contra su clítoris. Para ello, cada uno de los invitados, exceptuando a Chloe y al joven Aidan, se hicieron con uno de los látigos que habían expuestos en la vitrina. La primera en lanzar el primer azote fue la señora Rose. Lo hizo acompañado de un “¡andando, zorra!” que humilló más si cabe a Claudine, y que, por supuesto, hizo que avanzara un paso más. Y casi al instante, la pobre Claudine recibió la orden de no detenerse y acto seguido recibió un terrible latigazo que marcó sus brazos y espalda. Claudine comenzó a caminar muy despacio para menguar los efectos del roce, pero de repente recayeron sobre ella toda una retahíla de azotes, y desesperada, en un estado casi de histeria, aceleró en vano sus pasos. Cuando el dolor de su sexo fue mayor que el de los golpes, paró. Se curvó hacia delante y así se quedó, sin importarle ya lo que hicieran con ella. Los azotes cesaron. Hubo un rato de silencio. Tan solo se oía la respiración entrecortada de Claudine. Al fin, pensó, se han apiadado de mí. Un pensamiento que duró hasta el momento que sintió un pinchazo y una presión en su interior. Alguien comenzaba a tirar del ancla y la obligaba a retroceder.
Cuando, pasado un rato, Claudine pareció perder el conocimiento, la sacaron de la cuerda y la llevaron semiinconsciente al potro. Allí la colocaron e hicieron uso de todas sus entradas: ellas, las mujeres, con objetos diversos, mientras que ellos, los varones, con sus miembros. Así la tuvieron cerca de dos horas; luego la cosa decayó, y poco a poco la fueron abandonando.
Jamás una mujer fue tan brutalmente tratada en aquella casa. El aspecto de Claudine, una vez hubieron acabado con ella, era tan deplorable, que la propia Elisabeth se apiadó de ella, así que ordenó a Eugene y Fabían que la desataran y entre ambos la subieran a su cuarto. De esta forma terminó la primera sesión en grupo de Claudine.
16. Injusticia
Marie terminó de cenar y se retiró a su cuarto, como de costumbre, para evadirse con la lectura de sus libros. Terminado “cumbres borrascosas”, retiró de la estantería el que llevaba por título “El conde de Monte Cristo”, siguiendo el orden preferencial de su lista mental. Después, acabado este último, le seguiría “Las aventuras de Tom Sawyer”, y luego —aquí había un pequeño enfrentamiento—, le vendría el turno a “El maravilloso mago de Oz” o “Alicia en el país de las maravillas”. Al dejar el libro sobre la mesita de noche se dio cuenta de que la foto de su madre no estaba. Miró por el suelo, pensando que tal vez una corriente de aire la hubiera hecho caer, pero ni por debajo de la cama ni en ningún otro lado apareció.
Como en varias ocasiones había visto a sus dos primos pequeños revolotear por allí, sospechó de ellos al instante. Salió de su cuarto, nerviosa, y entró en el de sus primos. Echó un vistazo por encima, y no hallando lo que buscaba, registró los cajones y miró por debajo de las dos camas, pero nada encontró. Desalentada, cuando estaba apunto de irse, un impulso la llevó a levantar el colchón. Justo allí debajo la encontró, tal y como los niños la dejaran. Marie la cogió con suavidad. El rostro de su madre había desaparecido, aunque por un momento le parió estar viéndolo sobre el papel, más vivo que nunca. Al poco rato se desvaneció. Marie se tapó la boca con la foto, como si la estuviera besando, y comenzó a llorar.
A empujones entraron los dos niños pequeños. Se detuvieron de golpe al ver a su prima en el cuarto, con lágrimas en los ojos y la prueba del crimen en la mano. Incapaces de controlar la risa, se taparon la boca. Uno de ellos salió corriendo por la puerta, y cuando el otro intentó seguir sus pasos, el brazo de Marie le dio alcance por el cuello del jersey. Con una risa nerviosa, algo histérica, el niño aseguraba que él no había sido, y antes de que le diera tiempo a terminar de acusar a su hermano, Marie le dio un bofetón en la cara. El niño pasó de las risitas a la incredulidad, e incrédulo se puso a llorar. Su mejilla, blanca hacía unos instantes, fue volviéndose roja. Al instante, asustada y arrepentida por lo que acababa de hacer, Marie liberó al niño y le pidió perdón, pero, sin tan siquiera escucharla, salió corriendo del cuarto. Marie fue tras él, pero nada más salir al pasillo se detuvo, pues al fondo del mismo, abrazando a sus dos cachorros, se hallaba tía Rose con evidentes signos de estar muy enfadada. Marie se acercó a ella y le mostró la foto.
—Mira lo que hicieron con la foto de mi…
—¡¿Pegaste a mi hijo?!
Rose hizo un esfuerzo por controlar su ira.
—Lo siento, tía Rose. Esque…
Pero antes de que pudiera excusarse, Rose le dio la espalda y se marchó.
Durante la cena, dijo Rose a Marie.
—No puedo afirmar que mi relación con tu padre fuera especialmente cercana, pues no sería cierto, pero aún así lo amaba como hermano mío que era. Ahora, desgraciadamente, tú eres lo único que me queda de él. Sin embargo, creo que me precipité al tomar la decisión de que vinieras a vivir con nosotros. Pensé que te adaptarías; tenía la esperanza de que lo hicieras, pero hoy me has demostrado que no. Después de mucho pensarlo, creo que será mejor para todos que, hasta que seas mayor de edad, vivas con otra familia.
Nada podía hacer más ilusión a Marie que salir de aquella casa. Inmediatamente pensó en los padres de Darrell, pues eran éstos los más próximos a la familia, y quienes se mostraron más interesados en acogerla en un primer momento. A punto estuvo Marie de dar muestras de alegría al pensar en ellos, pero se contuvo. Hacerlo hubiera sido una desconsideración y falta de resto hacia su tía, así que fingió sentirse entristecida.
—Puesto que, siendo la hija de mi hermano, me siento con el deber moral de cuidar de ti y de tu futuro, voy a dejarte al cargo de una familia muy respetada en este país, en los que puedo confiar para
—¡Pero, tía Rose, yo no quiero ir a casa de unos desconocidos! Por favor, tía, los Tillman…
—¿Cómo te atreves a cuestionar mi decisión? ¿Acaso piensas que no sé lo que es mejor para ti? Sigo siendo responsable de ti, y no pienso permitir que tu educación quede en manos de una familia a la que apenas conozco.
17. Emily
Alguien dijo de Emily que era un ser abominable. Ciertamente lo fue, aunque no a todos nos lo pareciera.
Emily reencarnaba el vicio, la depravación, la injusticia, la perversión; Emily era lo desmedido, lo antinatural, lo imprevisible; un ser maravilloso que hallaba su libertad coaccionando la de los demás.
Con permiso, me adelantaré en el tiempo para contar un breve capítulo de la vida de Emily, que poco tiene que ver con esta historia, pero que nos viene muy bien para profundizar un poco más en su bella forma de ser.
Hace ya tiempo, en el seno de una prospera familia londinense, nació, para desgracia de algunos y goce de pocos, una criatura de naturaleza extraordinaria y monstruosa a la que sus padres, el Señor y la Señora Wallece, bautizaron con el nombre de Emily. Estos, que con el paso del tiempo fueron advirtiendo la torcida naturaleza de su hija, lejos de enderezarla, la fueron alimentando con una educación basada en la supremacía —a través de la degradación, la tortura y el dolor— de algunas personas sobre otras, especialmente la de aquellos que, en la escala social, pertenecían a los eslabones más bajos.
Ésta educación, junto al estilo de vida que durante años llevó, allanó los pasos de la pequeña hacia el oscuro mundo de lo prohibido y la perversión.
Se abrieron las cortinas, y la luz del sol, radiante como pocas veces se podía disfrutar en las mañanas londinenses, coloreó los ya de por si apagados muebles de la habitación.
—Buenos días. Permítame.
Lord Richter, abriendo apenas sus pesados parpados, dejó que su esposa, que tras descorrer las cortinas se había sentado en el borde de la cama junto a él, le colocara las gafas, y agradeció a Dios, un día más, seguir vivo junto a ella.
La conoció en una fiesta; por entonces, cuatro años atrás, ella había sido una niña más bien fea, no muy alta, demasiado delgada, con la piel muy blanca, salpicada en los pómulos y la nariz por una difuminada estela de pequeñas pecas, lo que le daba un aspecto inocente y pueril, y de mirada inquieta. Él, con setenta y nueve años de edad, y siendo uno de los hombres más ricos de Londres, se fijó en ella cuando, en la fiesta, la niña se le acercó, sin más, y le ofreció una esfera de cristal al tiempo que le dijo: “Se la regalo. Era de mi madre. Siempre decía que si la mirabas fijamente durante mucho tiempo podrías ver el futuro; pero mi madre decía muchas mentiras”.
Y aunque en sus años de matrimonio jamás dedicaron un solo minuto a los asuntos carnales, el anciano fue obsequiado con un gran número de besos, abrazos y caricias.
Durante un año, la joven estuvo frecuentando la casa del anciano, tiempo durante el cual se forjó una relación muy estrecha entre los dos. Ella le hacía compañía, le contaba historias que había leído en libros o que, simplemente, se inventaba —con una madurez impropia de su edad—, le daba muestras de afecto, compartía sus confidencias...; en resumen: le devolvía la juventud que él tanto añoraba. Durante ese tiempo, la joven fue experimentando un cambió progresivo: físicamente creció (poco, pero creció) y perdió peso, su expresión se volvió menos inocente, más seria y adusta; y en cuanto a su carácter, se volvió más templado, menos impulsivo y ansioso, más calculador, cualidades nefastas para un ser carente de empatía.
Transcurrido el año, y desoyendo las peticiones de los familiares más allegados, se casaron.
Lord Richter admiró la belleza de su mujer. Tenía la piel tan blanca como negro tenía el cabello, y sus ojos, de un azul pálido y apagado, parecían dos escarchas de hielo.
—Hoy le traerán el desayuno a la cama —anunció la joven, peinando con los dedos la rala cabellera de su esposo—. ¿Cómo se encuentra hoy, Frank?
No hubo respuesta, pues al anciano, desde hacía ya tiempo, el simple hecho de pronunciar una palabra le suponía un esfuerzo extraordinario; pese a ello lo intentó.
—Shhh... no diga nada —dijo la joven, inclinándose para besarle la frente—, ya veo que hoy se levanta con mucha energía. Hace buena cara.
Pese a que ella se había vuelto más distante desde que se casaran, él estaba seguro de que lo amaba casi tanto como él a ella.
—Emi...
—Shhh…
En ese momento llamaron a la puerta y entró una sirvienta bandeja en mano. Se trataba de Chloe, joven contratada por Emily dos años atrás y cuya presencia desagradaba profundamente al anciano. Tenía la piel morena, los ojos grandes y redondos como los de un gran búho, y una peculiar sombra alrededor de la boca, efecto de unos labios prominentes.
—Buenos días. Con permiso...
—Buenos días, Chloe. Deja por ahí encima la bandeja y cierra la puerta.
¿Por qué, sabiendo lo mucho que aquella gitana le disgustaba, permitía su joven esposa que le sirviera el desayuno en la cama? se preguntaba ceñudo el anciano. ¡Qué se vaya y cierre la puerta! hubiera exclamado de haber podido hacerlo. Pero Chloe no solo encajó la puerta, sino que se tomó la libertad de cerrarla con llave, hecho que irritó y desconcertó al viejo octogenario. Chloe, consciente del rechazo que provocaba en él, le guiñó desvergonzada el ojo. Aquel pícaro gesto despertó la risa de Emily, y esto, a su vez, la confusión de su esposo.
—Chloe no es mala, amado esposo—dijo Emily, indicando a Chloe, dando suavemente con la mano unos golpecitos sobre el colchón, que se sentara a su lado—. Ella sólo obedece, y de manera muy eficiente, se lo puedo asegurar. No entiendo por qué motivo le desagrada tanto. Debería saber… ¿no se lo ha dicho nadie? no importa, yo se lo cuento… debería saber que, de no ser por ella, mis noches en esta casa hubieran sido desesperadamente largas y desoladoras. ¿Por qué pone esa cara? Ya veo... no sabe de lo que estoy hablando.
Chloe se sentó en la cama, junto a Emily, y el blando colchón reaccionó al peso con una suave ondulación que hizo balancear el cuerpo inerte de Lord Richter.
—Me refiero a que, cuando estoy aburrida, llamo a Chloe y jugamos. A ella le gusta obedecer a todo cuanto le pido. Por ejemplo, si le digo que me chupe un pie, ella lo hace; y si le digo que me chupe aquí (abriendo las piernas y tocándose por encima de la ropa), pues también lo hace.
Chloe tomó la mano que le ofrecía su Señora y chupó los dedos con expresión libidinosa. El anciano quedó perplejo ante la actitud descarada y desconocida de su esposa, y su ira se fue mezclando con otras sensaciones, como el miedo o la excitación. Comenzaba así su corazón una carrera irrefrenable.
Con un tono firme, seguro, que salió de Emily de forma natural, sin esfuerzos, dijo:
—Querido Frank: detesto que mire a Chloe de esa manera. Voy a tener que castigarle. El castigo es el único método factible para corregir la conducta humana. Yo conozco muchos métodos, los conozco a miles, uno para cada persona y situación. Haciendo uso de ellos, hasta podría conseguir que cantara. Para lo bueno y para lo malo, nos juramos el día de nuestra boda. Ha llegado el momento de lo malo, my dear Lord Ridiculouster. Chloe: cuando te mire así, abofetéale.
Emily retiró la mano de la boca de Chloe, quien, sin previa orden, se levantó, se desprendió de cuanta ropa llevaba —cofia, delantal, sujetador, bragas—, se postró de rodillas frente a su señora, metió las manos por debajo de su vestido, le retiró las bragas y las besó. La respiración del anciano se hizo perceptible en toda la habitación. Incluso se pudo escuchar el ruido de la saliva atravesando su apergaminada garganta.
Consciente del dolor que estaba causando, Emily abrió las piernas y dejó que la sirvienta introdujera la cabeza entre ellas. Se apoyó con un brazo en la cama y condujo con la otra mano la cabeza de Chloe hacia su sexo.
Ni los cálidos rayos del sol fueron capaces de dar un poco de color al lívido rostro del viejo, quien miraba la escena descompuesto mientras la sucia sirvienta de piel gitana buceaba entre los cálidos mares que le ofrecía su irreconocible esposa. Qué vulgaridad, qué desfachatez, qué indecencia la de aquellas dos rameras de suburbio, y qué excitante a la vez, de no tratarse, una de ellas, de su amada esposa.
Y si algo estaba disfrutando Emily, no era por el húmedo masaje del que estaba siendo objeto, sino por el dolor que ello producía en su acaudalado esposo. Eso sí la excitaba, pero no mucho, ya que, todo aquello, no dejaba de ser un travieso juego de niños en comparación con lo que realmente desearía hacer.
Esta se giró hacia su esposo y palpó su miembro por encima del pantalón.
—Detente, Chloe. No estamos aquí para eso. Acerca el desayuno.
Secándose la boca con el antebrazo, Chloe fue a buscar la bandeja y la dejó sobre la cama.
—Veamos que tenemos por aquí… —dijo Emily, levantando la tapa brillante y ovalada que cubría el contenido de un plato— Vaya, fíjese en esto (levantó un objeto de color marfil y forma fálica); es un… un instrumento para aliviar la tensión y calmar la ansiedad de la mujer mal follada, como es el caso de la pobre Chloe, que no encuentra hombre bien dotado que la consuele. En cambio, y auque no se lo crea, mi amado Lord Richter, es ella quien me consigue los varones con los que paso la mayoría de las noches. ¡Claro que sí! Haciendo eso que está pensando y otras muchas cosas más que nunca imaginaría. Es hora de pensar en la pobre Chloe, así que dejaremos que hoy disfrute. Chloe: desde ahora, mi esposo es tuyo.
La sirvienta, que estaba desnuda y olía igual que un perro mojado, se puso de cuclillas sobre las piernas del viejo y le bajó los pantalones y la ropa interior. El miembro del acongojado anciano tenía un aspecto deprimente, y sus ojos, abiertos de par en par, brillaban de espanto. Chloe se sentó sobre él y movió las caderas, masajeándolo con la superficie húmeda de su entrepierna. Por momentos, el miembro aumentaba levemente de tamaño, sólo cuando su desbocado corazón se dignaba a expulsar la sangre hacia ese lugar. Mientras, Emily agarró la mano de su esposo y la llevó al voluminoso pecho de su sirvienta.
—Tóquelos; tienen la piel joven y suave. ¿O prefiere probarlos?
Emily no se desnuda.
—Abra la boca.
El anciano miraba a su joven esposa con los ojos desorbitados, llenos de espanto.
—Chloe: haz que la abra.
Chloe alzó la cara del anciano por el mentón, y con la otra mano le atizó tan fuerte en la mejilla que apunto estuvo de saltarle uno de los pocos dientes que le quedaban. Pero el anciano, asustado, presionaba las labios con todas sus fuerzas.
Emily, sosegadamente, pero sin perder la dureza en el tono, ordenó a Chloe que sujetara la cara al anciano, y mientras esto hacía, le cerró con los dedos las fosas nasales, obligándole a abrir la boca para respirar, y aprovechó para introducirle el objeto por la base.
—Si no quiere que le atraviese la garganta, agárrelo fuerte con la boca.
Y mientras el viejo escuchaba las dolorosas palabras que su esposa le dirigía, observaba con resignación como la exuberante gitana de cabello tupido y rizado giraba sobre si misma y acercaba su redondo trasero al consolador. Desde esa distancia pudo percibir el fuerte olor de su entrepierna, especialmente cuando, con las manos, se abrió las nalgas para facilitar la entrada del objeto. Desde tal perspectiva, la visión resultaba sobrecogedora: un alargado objeto se erguía hacia arriba desde su boca hasta la entrada de un sexo maloliente, cuyos pliegues de carne morena, flanqueados por un vello oscuro y denso que se extendía más allá del ano, brillaban a causa de los fluidos que manaban desde su interior. Y tan desagradable era todo aquello para él como el hecho de que su esposa, artífice de semejante escena, permaneciera sentada a su lado, inmovilizándole la cabeza con las manos y esbozando una sonrisa. Acto seguido, los mismos pliegues que lo mantenían turbado, comenzaron a devorar el objeto, acercándose sin pausa hacia su rostro hasta que, finalmente, chocaron contra él. Tomó contacto con su boca, y su ano con la nariz, impidiéndole respierarMientras, con el torso inclinado hacia delante, agarró su flácido miembro y se lo metió en la boca.
Debatiendo entre el placer y el dolor, Lord Richter sintió que su miembro se tensaba.
—Los fluidos de Chloe tienen un sabor diferente. Crean adicción. Vamos, chupe.
Después le dio la vuelta y le obligó a morder el objeto por la base. Chloe, guiada por Emily, bajó las caderas hasta volver a meterse el objeto; esta vez, sujetado por la boca del anciano, quien sentía que de un momento a otro, si el corazón se lo permitía, derramaría sus últimas reservas de semen. (Chloe se corrió, y una sustancia espumosa, entre blanca y traslúcida, parecida a la saliva, salió de su vagina y se deslizó por el objeto, penetrando por las comisuras de la boca del anciano. La respiración se hizo más difícil. Cuando el objeto se introducía en su totalidad, el ano de Chloe se encargaba de aplastar la nariz del anciano, a quien la falta de aire le provocaba violentas vibraciones en el miembro y más violentos espasmos en el corazón.
Ya se iba...
Al anciano se le hincharon los testículos, y gotas de líquido preseminal salieron de su miembro mientras su cuerpo reaccionaba con violentos espasmos.
—Para —ordenó Emily—; no quiero que se corra. Sería un regalo muy dulce para un final tan glorioso. Que sufra.
Chloe se detuvo al instante, y viendo que al pobre anciano le costaba respirar, decidió aumentar su tormento posando la lengua donde había tenido la mano, y seguir con ésta la masturbación, presionando hábilmente la zona del glande
El anciano entornó los ojos, volviéndose blancos, y exhaló.
18. Un paseo por la ciudad.
Emily, cogida del brazo de Eugene, paseaba por una calle del centro de Londres. Habían recorrido los varios kilómetros que separaban la residencia Wallace de la ciudad para realizar unas compras. A su paso por la verja de un colegio se detuvo a contemplar unos niños que corrían y jugaban por el patio. En una esquina descubrió a tres jovencitas que cerraban el paso a un chiquillo de corta estatura, piel terrosa y ojos asustados. Una de ellas, la más alta, lo empujaba contra la pared. El niño intentó zafarse, pero una de ellas lo agarró del pelo y lo precipitó contra el suelo. Entonces, otra de las jóvenes, la más pequeñita de todas, se sentó sobre él y lo inmovilizó por los brazos. En ese instante, Emily sintió un regocijo en su interior, una excitación que abrasó su estomago.
—Eugene —dijo Emily, admirando la perversidad natural de los niños—: llévame a Clerkenwell.
Eugene, taimado como era, reconoció la mirada de su Ama, llena de aquella perspicacia tan espantosa, e intuyó los motivos de su inesperado cambio de rumbo hacia los bajos fondo de la ciudad.
—No es el sitio más apropiado para ir, Emily. Es peligroso.
La joven estrechó con fuerza el brazo de su mayordomo y le dio un beso en la mejilla.
—Y es por eso que vienes conmigo —le respondió con una gélida sonrisa.
De todos los seres vivos que poblaban la tierra, era Eugene el único por el que sentía una especie de cariño, un cariño que, por otro lado, muy rara vez manifestaba.
—Aún así, Emily, sigue siendo peligroso.
Volvieron al coche, estacionado a pocos metros de allí, y se dirigieron al barrio de Clerkenwell. Emily, sentada como de costumbre en el asiento trasero del vehículo, contemplaba el paisaje urbano sin prestarle atención. Pensaba en la escena que había visto poco antes, con los niños, y en un final para la misma que ni de lejos se acercaba al desenlace real.
—Hemos llegado —dijo Eugene, despertando a Emily de su letargo.
—Bien, Eugene. Ve más despacio.
Eugene aminoró la marcha y agudizó sus sentidos. Circular por aquel barrio le inquietaba. Emily, en cambio, disfrutaba del paisaje, pobre y decadente, repleto de miseria. Bajó la ventanilla y percibió el aroma putrefacto que le llegaba de las calles.
—Si la señora descubre que la traje aquí, me matará.
—Es posible.
—¿Qué lo descubra?
—No; lo otro.
Varias calles después, al pasar frente a un callejón, Emily ordenó a Eugene que se detuviera, pues creyó distinguir en la oscuridad, tirado en el suelo, a un pobre desvaído. Emily se bajó del coche, desoyendo la petición de su mayordomo, quien le aconsejaba no salir del vehículo, y caminó hasta la entra del callejón. Eugene se bajó del coche, se colocó detrás de ella, y ambos pudieron vislumbrar, casi al fondo del callejón, lo que Emily había creído ver y buscaba.
—Convence a ese hombre para que se venga con nosotros —dijo Emily—. Dale unas monedas, y dile que si hace cuanto yo le pida recibirá mucho más.
—Ese hombre podría estar enfermo.
—No pienso tocarlo. Ve.
—Aun así, Emily.
— Vamos, ve.
Eugene frunció el entrecejo y se adentró en el callejón. Llegó a la altura del hombre, lo miró fríamente y le dio un puntapié en el costado. Éste despertó, golpeando con la mano la botella de güisqui The Macallan que había de pie junto a él; y al tiempo que intentaba levantarse con escaso éxito, comenzó a rezongar todo tipo de insultos y maldiciones.
Eugene sacó varias libras de una pequeña bolsa de color negro y se las echó por encima. Las monedas chocaron con el torso del hombre y cayeron al suelo con su consiguiente tintineo. Durante unos segundos, aquel borracho miró las monedas con incredulidad; luego las recogió, una a una.
—¿Quieres más? Te daré muchas más si me acompañas; treinta veces lo que tienes en las manos.
El hombre lo miró con desconfianza.
Mi Señora desea hacer uso de ti —prosiguió Eugene, señalando a Emily con la cabeza—. Consiente sus caprichos y el dinero será tuyo.
El hombre miró a Emily, que aguardaba en la boca del callejón. En un brote de lucidez, aquel infeliz se preguntó por qué una joven como aquella podría estar interesada en alguien como él. Pero la idea desvaneció poco después, desbancada por una más poderosa: la del dinero.
Eugene ayudó al hombre a levantarse del suelo. Apenas se sostenía en pie. Eugene se fijó en la mancha de sangre que tenía en la ropa.
—Eso, ¿de qué es? —le preguntó.
El borracho, a quien le costaba mantener los ojos abiertos, tardó unos segundos en responder.
—Me atacó un perro.
Eugene meditó un momento y concluyó llevárselo con él. Al cruzarse con Emily, el hombre, de tan ebrio que iba, no le vio más que los pies. Entraron al coche y, tras un trayecto de más de dos horas a través de caminos que cruzaban pueblos y bosques, llegaron a casa.
Antes de salir del coche, Emily se aseguró de que nadie anduviera por los alrededores de la casa, y dio instrucciones a Eugene para que llevara a su invitado al sótano. Para bajar las escaleras, Eugene tuvo que coger en brazos al hombre, pues de bajar con su propio pie, corría el riesgo de abrirse la cabeza en la caída.
—¿Y mi dinero? —balbuceó el borracho cuando Eugene lo dejó en el suelo, e inmediatamente cerró los ojos. Se había dormido.
—Despiértalo, Eugene, y átalo —dijo Emily.
A base de unas cuantas sacudidas, el borracho fue despertado, y como si de un muñeco se tratara, Eugene lo manejó hasta dejarlo inmovilizado, de rodillas cara a la pared, mediante unas cuerdas que colgaban de una argolla. Le destripó la ropa, dejando su espalda desnuda, y le bajó el pantalón hasta las rodillas. Al hacerlo, vio que tenía algo en un bolsillo y lo sacó. Era un colgante con un bonito dibujo en el centro.
—Lleva esto —dijo Eugene, mostrando el colgante a Emily.
—¿Es oro?
—Sin duda.
—¿De donde lo habrá robado? Algo me dice que la sangre de su ropa tiene algo que ver.
—Lo más seguro, Emily. No debimos traerlo.
—¿Por qué? Ayudaremos a este desgraciado a redimir sus pecados a través del sufrimiento.
Emily, como no quería llamar la a tención, decidió no arriesgarse a subir en busca de un buen látigo con el que destrozar la espalda de aquel ser inmundo, y rebuscó entre la multitud de trastos que habían guardados en estanterías y armarios o dejados por el suelo. Halló al poco rato una goma elástica, cerrada, bastante flexible y gruesa. La cogió, la pasó por debajo de los pies del hombre, le subió la ropa que vestía su torso y acomodó la goma en su abdomen. Estiró del extremo de la goma unos cuantos pasos, hasta quedar muy cerca de la pared. Hizo un esfuerzo por llegar, pero no pudo. Eugene se acercó, y no sin esfuerzo esfuerzo, estiró la goma hasta tocar la pared. En ella había un gancho de hierro, y allí lo sujetó.
—Vamos a darle un susto—dijo Emily.
Se disponía a soltar la goma cuando se le ocurrió atar a la misma unos cuantos tornillos, tres o cuatro, con un cordel. El hombre despertó. Emitió unos cuantos gruñidos, pidió vagamente que le soltaran, llamó putas a quienes lo habían atado de aquella manera y exigió su dinero.
—Haz que se calle ese imbécil —dijo Emily.
De una de las estanterías, el mayordomo cogió un rollo de cinta adhesiva y le tapó la boca.
Impaciente, en cuanto el mayordomo se hubo apartado, Emily levantó la goma del gancho.
El impacto no tuvo el efecto deseado. Llegó a su destino sin fuerza, y los clavos apenas marcaron la piel del hombre. Emily quedó desilusionada. Se hizo entonces con una cuerda bastante gruesa y comenzó a flagear con ella la espalda del borracho. Pero cuando, pasado un rato, vio que no recibía a cambio un solo grito que agradeciera su esfuerzo, se cansó y pidió a Eugene que lo desatara.
—Saquémosle de aquí. Esto es como golpear un saco de arena.
Y como un saco de arena, Eugene lo cargó al hombro y lo llevó de nuevo al coche para llevarlo de vuelta a la ciudad. A medio camino, Emily le ordenó que parara y lo abandonara allí.
Eugene lo agarró por las piernas, lo sacó del coche y lo arrastró hasta el filo de un terraplén rocoso y escarpado.
—¿Le dejo unas monedas? —le preguntó a Emily
—Mi dinero… —balbuceó el borracho con los ojos cerrados, sin fuerzas, como si hablara en sueños.
Emily lo contempló impasible. Sería difícil explicar lo que sintió en aquel momento; tal vez un odio desmesurado, la tierna compasión de una madre, mezclado todo con una descontrolada subida de adrenalina; fuera lo que fuese, llevó al pequeño diablo a sacar una moneda del bolsillo; el desgraciado abrió los ojos y miró la moneda, y cuando éste intentó alzar el brazo para cogerla, Emily la lanzó al vacío.
—Ve a buscarla —le dijo.
Y Eugene, rápido de reflejos, agarró a Emily por la cintura y la separó del desgraciado justo cuando ésta levantaba el pie para empujarlo a la suerte de las rocas blancas y afiladas.
—¡Por Dios, Emily! ¿te has vuelto loca?
—¡Suéltame! ¡Es un ladrón! Estará mejor muerto.
—Pero tú no eres una asesina.
—¡Yo hago justicia!
Eugene lanzó a Emily contra el suelo, enojado, aunque sin perder su apariencia tranquila. La caía levantó una nube de polvo que pronto se desvaneció.
—Qué sabes tú de justicia… —dijo Eugene.
Emily, embargada por el odio, se incorporó, y se quedó sentada en el suelo. Al verse las manos manchadas de tierra, se las sacudió.
—Ya sólo te falta pegarme, criado. —Emily se levantó del suelo.— Vamos, pégame, Eugene, el defensor de la chusma.
—¿Crees que tus manos están más limpias que las suyas? Mírate, Emily: no hay nada bueno en ti.
—Eres tan débil…
—Mi debilidad, Emily, es lo más abominable que ha existido jamás.
—Pégame.
—No voy a pegarte. Sube al coche; nos vamos.
—Yo no voy a ningún sitio, estúpida criada. Yo soy quien da las órdenes.
Sin hacer apenas esfuerzo, Eugene soltó un bofetón a Emily que la envió de nuevo al suelo. La joven comenzó a sangrar por la nariz. Al darse cuenta, sonrió con perfidia. Se pasó el dorso de la mano por la sangre que contrastaba con el blanco de su piel, restregándola así por sus labios y mentón.
—Te ha gustado. Puedo verlo en tus ojos —dijo Emily.
Eugene se acercó a ella y le tendió la mano.
—Ya basta, Emily. Nos vamos a casa.
Entraron al coche y regresaron. En un momento del trayecto, Emily le preguntó a Eugene:
—¿Me odias, Eugene?
Pero éste no le contestó.
19. Marie se muda con los Wallece
Al encuentro del coche salieron dos perros que, exhibiendo sus feroces dientes y expulsando por la boca una burbujeante baba blanca, mostraban su carácter hostil. Ni el viento, que de tan fuerte que soplaba levantaba minúsculas partículas de tierra que hacía chocar contra el vehículo, lograba ahuyentarlos. Marie se asustó. A cada ladrido, su cuerpo se encogía espasmódicamente, producto del miedo que le producían las bestias.
El chofer hizo sonar el claxon un par de veces.
Poco después, un mayordomo salía por la puerta principal de la casa y, protegiéndose el rostro con el brazo, se acercaba hasta el coche. Ahuyentó a los perros al grito de: “¡Vamos... largo de aquí!”, y éstos, de forma inmediata, giraron sobre sus colas y se alejaron despacio, como si el frío viento que soplaba fuera imperceptible para ellos.
Cuando vieron que los perros habían desaparecido por detrás de la casa, tía Rose y Marie se apearon del coche después de que el hombre les abriera la puerta. Tía Rose, rápida de reflejos, sujetó su sombrero antes de que el viento se lo robara.
—¡Protéjanse los ojos! —dijo el mayordomo, alzando la voz para hacerse oír—. ¡Este viento lo carga el diablo!
Dio media vuelta y regresó hacia la casa. Rose y Marie lo siguieron, cubriéndose la cara también para protegerse del viento. Ya dentro, el mayordomo cerró la puerta, impidiendo que el aire continuara agitando las hojas de la única planta que decoraba el vestíbulo.
Tía Rose se quitó el sombrero y se atusó el pelo.
—Tiempo sin verte —dijo tía Rose al mayordomo—. ¿Qué tal estás?
—Muy bien, Señora.
—Me alegro de veras. —Tía Rose examinó vagamente la estancia en busca de algún defecto al que poder recurrir para incomodar a los Wallace.— ¿Hay novedades?
—Alguna hay, Señora.
—Me alegra oír eso.
—¿Me quieren acompañar al salón? —les preguntó el mayordomo, al tiempo que abría la doble puerta que separaba el salón del vestíbulo—. Informaré a la Señora que están aquí.
Tía Rose y Marie le siguieron hasta un sofá situado enfrente de una chimenea encendida y se sentaron. El hombre se alejó por la escalera. El salón, al igual que el recibidor, era un ejemplo de armonía, elegancia y limpieza. Tenía en el centro una mesa de mármol blanco a la que bien podrían sentarse catorce personas.
—Escucha, Marie: no estoy enfadada contigo. En cierto modo, comprendo tu comportamiento. Yo tampoco acabo de acostumbrarme a la idea de no volver a ver a tu padre. Todo esto es muy difícil para todos.
—Pero tía, los padres de Darrell…
—¡Basta, Marie! Ya hemos hablado muchas veces de eso. No conozco de nada a esa familia. Yo soy responsable de tu educación, y considero que no hay nadie mejor que los Wallace para llevar a cabo esta labor… una labor que en estos momentos yo no estoy preparada para afrontar. Los Wallace son una familia de mucha reputación, que pueden…
Mientras Rose decía esto a su sobrina, una mujer bajó la escalera y se acercó a ellas. Rose se levantó, y Marie la imitó instintivamente.
—Rose… que alegría verte —dijo la mujer—. ¿Qué te trae por aquí?
Ambas se saludaron con un beso en la mejilla.
—¿Conoces a mi sobrina Marie?
La mujer echó una mirada a la joven.
—¿Esta criatura tan hermosa es la hija de tu hermano? Vaya (dirigiéndose a Marie), pobre chiquilla, siento mucho lo de tus padres.
Marie agachó la cabeza y se sonrojó.
—Necesito que me hagas un favor —dijo Rose.
Mientras en las ventanas repiqueteaban las partículas de tierra y polvo que el viento arrastraba, se oyó pasar por allí cerca un tintineo que se fue perdiendo poco a poco en las profundidades de la casa, lo cual produjo que la conversación se interrumpiera por un instante. Desaparecido el ruido, la conversación se reanudó como si tal cosa.
—¡Por supuesto, mi querida amiga! Sentémonos y me cuentas qué puedo hacer por ti. Pero antes, dime, ¿queréis tomar algo? ¿quieres tomar algo, Marie?
—No Señora, gracias.
—¿Y tú, Rose? ¿quieres tomar algo? ¿un té, tal vez?
—Sí, gracias.
— tráenos té —dijo la mujer, dirigiéndose al mayordomo—. Vamos, cuéntame, ¿qué puedo hacer por ti?
—Necesito que te hagas cargo de mi sobrina y de su educación.
Elisabeth miró muy seria a Marie.
—¿Te refieres a una educación de tipo r.s?
Marie, no conociendo el significado de aquella palabra, no vio nada raro en ella.
—No, de tipo r.i.
—Ya veo… es blanca. Pues no te preocupes; yo me encargo de ella. ¿Traes maletas?
—Sí; una. El resto de cosas las haré traer la semana que viene.
Entró en ese momento al salón una joven que, al ver a la señora Rose acompañada de una persona con más o menos su edad, se acercó a saludar.
—Emily —dijo Elisabeth—: Marie se quedará un tiempo con nosotros. Dormirá en la habitación de invitados que hay al final del pasillo. ¿Quieres acompañarla y se la enseñas?
El mayordomo llegó con el té. Después de servirlo, le dijo la mujer:
—Ve al coche de la Señora, coge la maleta y súbela al cuarto de invitados; el del final del pasillo.
—Sí, señora.
Fuera de escena las dos criaturas y el mayordomo, Elisabeth preguntó a Rose:
—¿Quién sabe que está aquí?
—Nadie. Diré que se ha escapado; mañana denunciaré su desaparición. No deberá salir de aquí jamás.
—Entiendo…
—¡La odio, Elisabeth! ¡Es una criatura repugnante!
—Es una criatura hermosa y blanca, y ahora está donde tiene que estar.
—Pues su hermosura me repugna.
—A mí me fascina.
—¡Yo la mataría!
—Y yo también, querida, pero… ¿no crees que sería un acto demasiado frívolo? una muestra de ostentación. No sé a ti, pero piezas como ésta no llueven todos los días.
—Tienes razón, Elísabeth, pero no puedo evitarlo. La odio. No importa. Al menos…
—¿Sí?
—… haz que sea la persona más desgraciada del mundo, pero no la toques, al menos, no por ahora.
—No te preocupes, que nadie la tocará. Seguirá conservando su valor.
—Gracias, Elisabeth —dijo Rose, levantándose de la silla—. Te llamaré en los próximos días.
Al día siguiente, desde la ventana de su nuevo cuarto, envuelta con la capa, Claudine observó la llegada de varios coches que iban aparcando en frente de la entrada. Las personas que de ellos bajaban fueron entrando en la casa. Aquel movimiento inquietó a Claudine.
Eugene entró en el cuarto de Claudine y dejó sobre la cama unas prendas de ropa, muy parecidas a las que trajo por la mañana.
—Buenos días —dijo con serenidad—. Vístase, por favor. Debe acompañarme.
Eugene se dio la vuelta para darle un poco de intimidad, pero no salió del cuarto
De todos los habitantes de la casa, aquél era el único que inspiraba un poco de confianza a Claudine. No era un depravado como los demás, y se dirigía a ella con amabilidad.
Mientras Claudine se acaba de poner el vestido, se atrevió a preguntarle:
—¿No me harán daño, verdad?
—Dese la vuelta, por favor; voy a vendarle los ojos.
Después de vendarle los ojos, Eugene la cogió suavemente del brazo y la sacó de la habitación.
Cuando llegaron a la escalera que llevaba al piso inferior, Eugene le dijo:
—Tenga cuidado con los escalones. Vamos a bajar.
A mitad de camino Eugene detuvo a Claudine.
—Hágame un favor, Claudine: cuando llegue el momento, procure no pensar en nada; deje la mente en blanco. Relájese. Será lo mejor ¿entiende?
Si lo que Claudine sintió en ese instante lo hubiera experimentado Eugene, es posible que éste la hubiera intentado convencer para que rompiera el trato y volviera a su casa, asumiendo las consecuencias a su deslealtad.
La señora Wallace, cogida del brazo del último de sus invitados, entró en el salón. El hombre que la acompañaba se llamaba Omar Binns, y era el propietario de varios hoteles de la ciudad. Omar Binns se hizo conocido en los círculos sociales más selectos cuando una de sus amates, esposa de un alto cargo del gobierno, se quitó la vida. Ésta, antes de hacerlo, dejó escrita una nota en la que lo acusaba de ser el causante de sus desgracias. Su madre, de origen árabe, fue la culpable de su atractivo; de ella heredó su piel morena, la boca ancha y la mirada profunda. De su padre, en cambio, heredó su porte distinguido y una gran fortuna. Lo que nadie sabe, lo que por entonces se desconocía, era de dónde le venían sus sádicas tendencias sexuales.
Con la intención de saludar al resto de los invitados, ambos hicieron un protocolario recorrido por el salón.
A su paso por el sofá se levantaron de sus sillones la señorita Madeline Galloway y su esclava Chloe. En el mundo perverso que las unía, ambas mujeres constituían dos partes opuestas de una misma razón. Madeline era una mujer hermosa, de suaves facciones; tenía el pelo rubio; un pelo que, por lo general, solía llevar recogido de un modo asimétrico. Su boca alargada, formada por unos labios muy finos, guardaba una dentadura casi perfecta. Era toda ella una imagen limpia, segura de sí misma e incorrupta; todo lo contrario a su esclava, que era sucia, dejada y corrupta; un animal que arreglado hubiera ensombrecido la belleza de su ama y de cuantas mujeres se le acercaran. Entre mujeres hermosas, la belleza de la morena es a la rubia lo que, en inteligencia y en la mayoría de los aspectos, es la mujer al hombre: superior en todas sus dimensiones.
Casi al mismo tiempo se levantaron del sofá el joven matrimonio formado por Aidan y Carol. Ambos, jóvenes y adinerados, representaban un matrimonio ejemplar. Eran una de esas parejas que, al igual que Madeline y Chloe, se complementaban a la perfección. Tenía ella la punta de la nariz altiva, con cierto aire de superioridad, lo que, sumado a su grácil y permanente sonrisa, la obligaba a mostrar con frecuencia sus dientes incisivos superiores, dándole a su rostro el aspecto de un simpático ratoncillo que olfatea un trozo de queso. Vestía ese día una camisa floreada de color marrón a juego con la falda, larga y lisa. A Elisabeth le pareció que vestía como una vulgar secretaria, muy de moda en las jóvenes de aquella época. Su marido, un joven alto, de cabello rubio y profundas entradas, poseía un rostro adorable, simpático y bonachón.
Carol miró con pícara sonrisa al hombre tan apuesto y elegante que tenía delante. Era guapo y atractivo, y tenía algo que, aun siendo ella una mujer de principios dominantes, hizo que sintiera el deseo de ser dominada por él.
Un poco más allá, mirando la vitrina que protegía del polvo todo un dechado de látigos, se hallaba un hombre menudo, raquítico, de semblante sereno y mirada inteligente. Destacaba en él su capacidad oratoria, de la que hacía gala durante sus intervenciones en la cámara de los Lores. Este hombre se llamaba Robert Boldt, y tenía por vicio la estrangulación. Lo acompañaba Rose, una mujer de mediana edad, adicta al engaño y amante de la disciplina.
Al fondo de la sala, junto a la chimenea, con la cabeza gacha a fin de ocultar su rostro y con los brazos cruzados, un hombre que destacaba por su corpulencia permanecía separado de los demás. Omar Binns saludó a todos los presento a excepción de este personaje al que todos conocían pero nadie hablaba; luego centró su atención a la anfitriona, a la que dedicó todo tipo de halagos y buenas palabras.
En todas estas personas existía un denominador común: la perversión, capacidad de la que también gozaba la pequeña Emily. Pero entre todos aquellos invitados y la pequeña existía la diferencia de que, los unos, en un momento dado, podían ver modificados o afectados sus actos por un sentimiento de compasión; esto, en nuestro pequeño diablo, era imposible.
Pasado un rato, Elisabeth, después de disculparse a su invitado, se acercó a Eugene y le indicó que ya podía preparar a Claudine y bajarla.
Claudine penetró en el salón con la cabeza gacha, arrastrando sus pies descalzos. Todos los presentes advirtieron su llegada, pero nadie, a excepción de su dueña y una invitada, mostró mayor interés en ella, por lo que las conversaciones que se mantenían en poco o nada se vieron afectadas. Éstas, aun llevadas sin mucho alboroto, formaban tal efecto en el salón, que Claudiné creyó estar delante de una veintena de personas, todas ellas, tal vez, dispuestas a disfrutar de su cuerpo, conclusión a la que llegaba tras haber sido llevada al salón con los ojos vendados y sin una sola prenda de ropa bajo la capa que cubría su cuerpo.
—Quédese quieta —le dijo Eugene, con indolencia—. No se mueva.
Entre las miradas intermitentes que Claudine recibía, una se mantenía fiel a ella y la observaba con detenimiento. Esta mirada pertenecía a una persona que había sabido apreciar la diferencia entre aquella esclava y las demás. Había reconocido en ella el terror verdadero, la angustia, y vislumbrado las dos manchas húmedas que se habían formado en la venda que cubría sus ojos. Aquella esclava sufría antes de haber sido torturada; eso le gustaba. La persona que así la examinaba era Madeline, y lo hacía sin darse cuenta de que, a su vez, ella era observada por Chloe, su amante y esclava, la cual, viendo el interés que aquella sucia perra despertaba en su ama, ardía en celos.
A todo esto, Fabián paseaba entre los invitados cambiando sus copas vacías y ofreciendo aperitivos.
Eugene soltó el brazo de Claudine y se apartó, dejando su puesto a Elisabeth, quien asió del brazo a su esclava, tal y como había estado haciendo su mayordomo.
—Señores… —dijo—, presten atención, por favor. —Cuando vio que todos la escuchaban, prosiguió con suma elocuencia—. En el tiempo que venimos realizando estas reuniones, nos hemos visto con la obligación de respetar los acuerdos pactados con las distintas mujeres contratadas; esto es, para nosotros, obrar con las manos atadas. Por ahora no ha sido azotada ni golpeada en modo alguno; tampoco sodomizada. Cascabel tiene una virtud que a buen seguro será del agrado de todos ustedes: sufre cuando alguien la posee. Es por ello que voy a dejarla a disposición de todos. Cada cual será libre de hacer uso de ella por donde más le plazca. Por otra parte, las Señoras podrán azotarla y penetrarla con los distintos objetos que encontraran en el lugar correspondiente. La noche es larga, por lo que recomiendo hacer uso de Cascabel poco a poco, dejando para el final todo aquello que pueda producirle mayores daño—y con la misma solemnidad con la que un vanidoso alcalde destaparía en la plaza de su pueblo una estatua con su propia imagen el día de su inauguración, Elisabeth descubrió a su esclava, dejándola desnuda frente a sus invitados— Señores, les presento a Cascabel.
En esta ocasión, todas las miradas recayeron al mismo tiempo sobre la pobre miserable. Elisabeth experimentó un sentimiento de orgullo del que pocas veces había gozado antes. Consideraba a su esposo un zopenco, y a su hija un demonio díscolo, incapaz de controlar sus impulsos. No se podría decir que se sintiera muy orgullosa de ellos, pero sí se sintió de su esclava. Ella era suya de verdad; su cuerpo, su miedo, su vergüenza, su pudor…; toda ella, hasta lo más profundo de su persona, le pertenecía, y lo mejor de todo es que sus invitados lo sabían. ¡Qué placer tan inmenso sentía! «Lo que daría por que fuera mía para siempre…» se dijo a sí misma.
—Cascabel: ve a la vitrina y elije un látigo, el que más te guste.
Eugene le quitó la venda de los ojos. Hecho esto, Claudine se acercó a la vitrina, alzó la vista y examinó los distintos instrumentos de tortura que habían expuestos. De entre todos ellos se fijó en una de esas varas que usan los maestros de escuela para señalar un punto concreto de la pizarra y, en algunos casos, enderezar la actitud descarrilada de los alumnos más rebeldes.
Claudine se decantó por este objeto; tal vez influenciada por aquella relación con la escuela, y creyendo que, si era usada con los niños, sería menos doloso. Abrió las puertas de la vitrina, descolgó la fina tabla de madera y volvió junto a su Ama, quien se encontraba dando indicaciones a Eugene. Mirando al suelo, alargó la mano para hacer entrega del objeto a su dueña.
—No es para mí; baja la mano. Elije a la persona que prefieres que te azote, Cascabel. Vamos, Cascabel, ¿quién quieres que te golpee primero?
Claudine, haciendo un esfuerzo por no llorar, levantó la vista y miró vagamente, así por encima, a las personas que allí se congregaban.
—Ya, Cascabel; entrega la vara —dijo Elisabeth.
En ese momento, Eugene y Fabián entraron con un potro de madera bastante arcaico al que habían clavado en la parte inferior de cada una de sus patas unas argollas de hierro, algo desproporcionadas para el tamaño del instrumento de tortura. Lo dejaron en el suelo y se retiraron. Claudine estaba tan ofuscada que ni se dio cuenta de la entrada en escena de aquel artilugio. Avanzó unos pasos y, echando de nuevo una ojeada furtiva al pequeño grupo formado por cuatro personas que habían sentadas frente a ella, hizo entrega de la vara a la que más cerca le quedaba y que, a su vez, en contra de su naturaleza, más deseaba ser elegida. Antes de aceptar la entrega, la elegida esperó la aprobación de su Ama.
—Adelante, Chloe —dijo ésta, sonriente—, cógelo.
Claudine se giró, y al hacerlo, como si lo viera en un sueño, descubrió el potro. Desnuda como iba, observada por aquellos desconocidos, no dejó de sobrecogerse con el nuevo hallazgo.
Se acercó a su Ama y aguardó en silencio mientras seguía escuchando la voz recia de la supervisora.
Elisabeth cogió del brazo a Claudine y la llevó junto al potro. Chloe las siguió sin soltar la vara. Elisabeth separó las piernas de Claudine con las manos y la inclinó sobre el potro.
—Fabián —dijo, señalando a su esclava—: las manos y los pies.
Con esta orden, Elisabeth indicaba a su mayordomo que amarrara los pies y las manos de la esclava a las argollas del potro. Claudine, como si fuera un muñeco, se dejó hacer.
—¿Sabes cómo funciona? —preguntó Elisabeth a Chloe, bromeando, lo que despertó algunas risas entre el grupo.
Chloe ni se inmutó. Pocas veces lo hacía, incluso cuando era golpeada. Los extremos de su boca, por naturaleza caídos, daban a su rostro un aire serio y adusto, como de continuo enfado. De pronto fijó la vista en el trasero de Claudine, y sin decir nada, levantó el brazo con la vara y azotó sus nalgas; lo hizo con tanta violencia que dejó sorprendidos a todos los presentes y sin apenas aliento a las dos o tres risas que se habían despertado con la broma. Un par de segundos después, tiempo durante el cual reinó un silencio sepulcral, Claudine soltó un chillido que a más de uno puso el vello de punta. Fue un chillado tan agonizante, tan desgarrador, que incluso el hombre fornido que se mantenía aislado en un rincón del salón, aprovechando que Claudine, por la posición en la que estaba, no podía verlo, se acercó para contemplar de cerca los estragos producidos por el golpe. Ya de lejos pudo ver una línea roja dibujada en las nalgas de Claudine; una línea que fue cambiando de la intensidad de su color hasta volverse granate y morado.
Confusa por la ira de su esclava, y reconociendo una expresión de disgusto en el rostro de su anfitriona, Madeline se levantó del sillón y, antes de que Chloe volviera a hacer gala de su violencia, se acercó a ella y la detuvo.
—Con calma, querida; debes controlar tu fuerza. Dos golpes más como éste y nos desmontas a la pobre criatura. Queremos que nos aguante un poco más…
Claudine lloraba con desesperación. Agitaba los pies y las manos con la intención de salir huyendo de allí, cosa por completo imposible.
Los celos de Chloe habían ofuscado la posibilidad de ser castigada si no seguía las instrucciones de su Ama, pero reprimir su ira le resultaba tanto o más doloroso que recibir un castigo, por lo que, cogiendo desprevenidos a todos los presentes, lanzó dos nuevos golpes, uno tras otro, con la misma ferocidad con la que lanzara el primero. En esta ocasión, al fruncir el ceño y presionar con fuerza la mandíbula, dejó visible su ira. Claudine comenzó a gritar, y entre sus gritos desesperados a decir que no repetidas veces, que por favor no le hicieran más daño. Y Elisabeth, que se alarmó con el primer azote, sintió con los dos siguientes un calambre en la boca del estómago. La rebeldía de la esclava de Madeline y el sufrimiento de la suya la excitó como hacía tiempo que no se excitaba.
—¡Chloe! —gritó Madeline con enfado —¡dije que te controlaras! Suelta eso ahora mismo. ¡Ya!
—Deja que siga —dijo Elisabeth con suavidad.
—La dejará marcada si continúa pegándole así —le contestó Madeline.
Elisabeth amordazó a su esclava con un trozo de tela.
—Será un bonito recuerdo del día de hoy, ¿no crees?. Vamos, Chloe, adelante…
A los tres azotes le siguieron diecinueve más, los cuales, para deleite de los presentes, fueron ejecutados casi con la misma intensidad que los primeros. Esto provocó que Claudine perdiera el conocimiento.
Nunca antes Madeline había visto a su esclava obrar con tanto sadismo. Se había quedado sorprendida, y mientras los mayordomos intentaban reanimar a Claudine, quiso saber el porqué de su comportamiento.
—¿Lo has pasado bien?
—No, Ama.
Madeline la miró fijamente; la otra bajó la vista.
—Yo diría que sí, Chloe.
—Sí, Ama.
—¿Entonces?
—Es extraño, Ama.
—No hay nada extraño, Chloe. Lo que hiciste y el cómo lo hiciste tiene un por qué. Si no lo aclaras, dejaré que la esclava de los cascabeles te devuelva los golpes hasta que deje de parecerte extraño. ¿Es eso lo que quieres?
—No, Ama.
—Pues haz un esfuerzo por explicarlo.
Embargada por la vergüenza, Chloe bajó la cabeza y dijo:
—Vi que usted se fijaba en ella y sentí celos.
En cierto modo, la confesión de su esclava la llenó de satisfacción, mas no podía dejar que se notara, y decidió castigarla. Le ordenó que se arrodillara detrás de la esclava de cascabeles y calmara con su lengua las heridas que le había producido. En contra de lo que realmente quería, Chloe se arrodilló, sujetó las caderas de Claudine y le lamió las heridas trazadas por ella misma.
—Eso es —dijo Madeline, separando las nalgas de Cascabel—. Y mientras tú le curas las heridas, yo disfrutaré de su precioso cuerpo y, de paso, le daré el placer que se merece.
Y subiéndose a lomos de Claudine, se inclinó sobre ella y, sin dejar que sus nalgas se cerraran, comenzó a lamerle lo que éstas en reposo guardaban con tanto pudor.
Si bien Claudine seguía un poco aturdida, fue capaz de agradecer que hubieran dejado de golpearla; y aunque le parecía repugnante lo que ahora hacían con ella, lo prefería a ser azotada. Lo que ignoraba, lo que ni se imaginaba, era que preferiría los golpes a lo que aún estaba por llegar.
Elisabeth, con el trapo que había servido a Claudine de mordaza, y que uno de los mayordomos le había retirado para reanimarla, le vendó los ojos. Luego hizo un gesto al hombre alto y robusto que durante la presentación se había mantenido en la sombra.
No hizo falta decir más; el hombre se acercó, se desabrochó el pantalón y sacó su flácido sexo de la ropa, el cual, tras la orden que dio Elisabeth a su esclava para que abriera la boca, introdujo dentro de ella. Ya dentro, poco a poco, fue tomando forma.
El resto del grupo se reunió en torno a Claudine. A quien más y quien menos la escena le había despertado la libido y querían ser participes de la misma. Madeline apartó la cara del trasero de Claudine, indicó a su esclava que dejara de chupar las heridas y, tras acariciar con la palma de la mano las nalgas maltratadas y notar el relieve de las heridas, ambas se colocaron en un segundo plano, dejando más espacio al resto de torturadores.
—Quisiera, si se me permite, proponer algo —dijo el señor Boldt.
—Adelante —dijo Elisabeth.
—Antes de hacer uso de ella, qué les parece si la obligamos a caminar por la cuerda.
—Me parece bien, Robert —dijo Elisabeth—. Eugene: trae la cuerda.
—Genial idea —añadió Carol, como casi siempre, con su sonrisa de ratón—. Y… ¿qué tal si le atamos las manos a la espalda?
—Bien —dijo Omar—, y dejémosle la venda en los ojos. Propongo también que se le pongan pinzas en todo el cuerpo, y un ancla metida en su orificio trasero para tirar de ella.
—¡Sí! —exclamó Carol — eso estaría muy bien.
Antes de que eyaculara, el hombre que forzaba la boca de Claudine se detuvo y se apartó, momento que aprovechó Fabián para liberar a Claudine del potro y atarle las manos a la espalda.
Poco después, mientras el grupo hablaba de la forma de torturar a Claudine, regresó Eugene con la cuerda y, con la ayuda de Fabián, la tensó de una punta a otra del salón, atando los extremos a poco más de un metro de altura, de manera que, si alguien caminaba con ella entre las piernas, se viera obligada, si quería andar, a hacerlo de puntillas, pues de lo contrario se quemaría.
Dicha cuerda era de cáñamo, o tal vez fuera de esparto, bastante gruesa, y tenía muchos nudos a lo largo de la misma, a un palmo más o menos de distancia los unos de los otros. Alguien pensó que sería más divertido si en algunas partes de la cuerda se untaba un poco de salsa picante, e incluso hubo quien propuso restregarle unas hojas de ortiga; pero por suerte para Claudine, el terreno que rodeaba la casa carecía de dicha vegetación, y la idea fue descartada.
Con la ayuda del hombre fornido, Eugene levantó a Claudine y la colocó sobre la cuerda, la cual encajó en la hendidura de su sexo. Elisabeth la inclinó hacia abajo, empujándola por la nuca, para que le introdujeran “el ancla” en la cavidad trasera. Éste consistía en un objeto metálico con forma de flecha, cuyas puntas estaban plegadas hacia adentro para facilitar la penetración, y que, mediante un sencillo mecanismo interno, diseñado por el propio señor Wallace en su tiempo libre, y hecho construir en su fábrica, se abrían una vez dentro. Si alguien desde fuera estiraba de la cuerda que tenía el objeto atada en su extremo, las puntas se clavaban en las paredes internas de la cavidad.
Madeline fue la encargada de introducirle el objeto, no sin antes chupar el agujero por donde debía introducirlo, a fin de seguir excitando los celos de su esclava. Una vez introducido, accionó el mecanismo que lo abría y se apartó. Claudine, más por la sensación que por dolor, soltó un grito, Elisabeth dejó entonces que su esclava se volviera a incorporar. Carol y su pareja fueron los encargados de colocando las pinzas por el cuerpo de Claudine, arrancando de su rostro muecas de dolor.
Ahora consistía en hacerla caminar con la intención de que la cuerda quemara su sexo y los nudos chocaran contra su clítoris. Para ello, cada uno de los invitados, exceptuando a Chloe y al joven Aidan, se hicieron con uno de los látigos que habían expuestos en la vitrina. La primera en lanzar el primer azote fue la señora Rose. Lo hizo acompañado de un “¡andando, zorra!” que humilló más si cabe a Claudine, y que, por supuesto, hizo que avanzara un paso más. Y casi al instante, la pobre Claudine recibió la orden de no detenerse y acto seguido recibió un terrible latigazo que marcó sus brazos y espalda. Claudine comenzó a caminar muy despacio para menguar los efectos del roce, pero de repente recayeron sobre ella toda una retahíla de azotes, y desesperada, en un estado casi de histeria, aceleró en vano sus pasos. Cuando el dolor de su sexo fue mayor que el de los golpes, paró. Se curvó hacia delante y así se quedó, sin importarle ya lo que hicieran con ella. Los azotes cesaron. Hubo un rato de silencio. Tan solo se oía la respiración entrecortada de Claudine. Al fin, pensó, se han apiadado de mí. Un pensamiento que duró hasta el momento que sintió un pinchazo y una presión en su interior. Alguien comenzaba a tirar del ancla y la obligaba a retroceder.
Cuando, pasado un rato, Claudine pareció perder el conocimiento, la sacaron de la cuerda y la llevaron semiinconsciente al potro. Allí la colocaron e hicieron uso de todas sus entradas: ellas, las mujeres, con objetos diversos, mientras que ellos, los varones, con sus miembros. Así la tuvieron cerca de dos horas; luego la cosa decayó, y poco a poco la fueron abandonando.
Jamás una mujer fue tan brutalmente tratada en aquella casa. El aspecto de Claudine, una vez hubieron acabado con ella, era tan deplorable, que la propia Elisabeth se apiadó de ella, así que ordenó a Eugene y Fabían que la desataran y entre ambos la subieran a su cuarto. De esta forma terminó la primera sesión en grupo de Claudine.
16. Injusticia
Marie terminó de cenar y se retiró a su cuarto, como de costumbre, para evadirse con la lectura de sus libros. Terminado “cumbres borrascosas”, retiró de la estantería el que llevaba por título “El conde de Monte Cristo”, siguiendo el orden preferencial de su lista mental. Después, acabado este último, le seguiría “Las aventuras de Tom Sawyer”, y luego —aquí había un pequeño enfrentamiento—, le vendría el turno a “El maravilloso mago de Oz” o “Alicia en el país de las maravillas”. Al dejar el libro sobre la mesita de noche se dio cuenta de que la foto de su madre no estaba. Miró por el suelo, pensando que tal vez una corriente de aire la hubiera hecho caer, pero ni por debajo de la cama ni en ningún otro lado apareció.
Como en varias ocasiones había visto a sus dos primos pequeños revolotear por allí, sospechó de ellos al instante. Salió de su cuarto, nerviosa, y entró en el de sus primos. Echó un vistazo por encima, y no hallando lo que buscaba, registró los cajones y miró por debajo de las dos camas, pero nada encontró. Desalentada, cuando estaba apunto de irse, un impulso la llevó a levantar el colchón. Justo allí debajo la encontró, tal y como los niños la dejaran. Marie la cogió con suavidad. El rostro de su madre había desaparecido, aunque por un momento le parió estar viéndolo sobre el papel, más vivo que nunca. Al poco rato se desvaneció. Marie se tapó la boca con la foto, como si la estuviera besando, y comenzó a llorar.
A empujones entraron los dos niños pequeños. Se detuvieron de golpe al ver a su prima en el cuarto, con lágrimas en los ojos y la prueba del crimen en la mano. Incapaces de controlar la risa, se taparon la boca. Uno de ellos salió corriendo por la puerta, y cuando el otro intentó seguir sus pasos, el brazo de Marie le dio alcance por el cuello del jersey. Con una risa nerviosa, algo histérica, el niño aseguraba que él no había sido, y antes de que le diera tiempo a terminar de acusar a su hermano, Marie le dio un bofetón en la cara. El niño pasó de las risitas a la incredulidad, e incrédulo se puso a llorar. Su mejilla, blanca hacía unos instantes, fue volviéndose roja. Al instante, asustada y arrepentida por lo que acababa de hacer, Marie liberó al niño y le pidió perdón, pero, sin tan siquiera escucharla, salió corriendo del cuarto. Marie fue tras él, pero nada más salir al pasillo se detuvo, pues al fondo del mismo, abrazando a sus dos cachorros, se hallaba tía Rose con evidentes signos de estar muy enfadada. Marie se acercó a ella y le mostró la foto.
—Mira lo que hicieron con la foto de mi…
—¡¿Pegaste a mi hijo?!
Rose hizo un esfuerzo por controlar su ira.
—Lo siento, tía Rose. Esque…
Pero antes de que pudiera excusarse, Rose le dio la espalda y se marchó.
Durante la cena, dijo Rose a Marie.
—No puedo afirmar que mi relación con tu padre fuera especialmente cercana, pues no sería cierto, pero aún así lo amaba como hermano mío que era. Ahora, desgraciadamente, tú eres lo único que me queda de él. Sin embargo, creo que me precipité al tomar la decisión de que vinieras a vivir con nosotros. Pensé que te adaptarías; tenía la esperanza de que lo hicieras, pero hoy me has demostrado que no. Después de mucho pensarlo, creo que será mejor para todos que, hasta que seas mayor de edad, vivas con otra familia.
Nada podía hacer más ilusión a Marie que salir de aquella casa. Inmediatamente pensó en los padres de Darrell, pues eran éstos los más próximos a la familia, y quienes se mostraron más interesados en acogerla en un primer momento. A punto estuvo Marie de dar muestras de alegría al pensar en ellos, pero se contuvo. Hacerlo hubiera sido una desconsideración y falta de resto hacia su tía, así que fingió sentirse entristecida.
—Puesto que, siendo la hija de mi hermano, me siento con el deber moral de cuidar de ti y de tu futuro, voy a dejarte al cargo de una familia muy respetada en este país, en los que puedo confiar para
—¡Pero, tía Rose, yo no quiero ir a casa de unos desconocidos! Por favor, tía, los Tillman…
—¿Cómo te atreves a cuestionar mi decisión? ¿Acaso piensas que no sé lo que es mejor para ti? Sigo siendo responsable de ti, y no pienso permitir que tu educación quede en manos de una familia a la que apenas conozco.
17. Emily
Alguien dijo de Emily que era un ser abominable. Ciertamente lo fue, aunque no a todos nos lo pareciera.
Emily reencarnaba el vicio, la depravación, la injusticia, la perversión; Emily era lo desmedido, lo antinatural, lo imprevisible; un ser maravilloso que hallaba su libertad coaccionando la de los demás.
Con permiso, me adelantaré en el tiempo para contar un breve capítulo de la vida de Emily, que poco tiene que ver con esta historia, pero que nos viene muy bien para profundizar un poco más en su bella forma de ser.
Hace ya tiempo, en el seno de una prospera familia londinense, nació, para desgracia de algunos y goce de pocos, una criatura de naturaleza extraordinaria y monstruosa a la que sus padres, el Señor y la Señora Wallece, bautizaron con el nombre de Emily. Estos, que con el paso del tiempo fueron advirtiendo la torcida naturaleza de su hija, lejos de enderezarla, la fueron alimentando con una educación basada en la supremacía —a través de la degradación, la tortura y el dolor— de algunas personas sobre otras, especialmente la de aquellos que, en la escala social, pertenecían a los eslabones más bajos.
Ésta educación, junto al estilo de vida que durante años llevó, allanó los pasos de la pequeña hacia el oscuro mundo de lo prohibido y la perversión.
Se abrieron las cortinas, y la luz del sol, radiante como pocas veces se podía disfrutar en las mañanas londinenses, coloreó los ya de por si apagados muebles de la habitación.
—Buenos días. Permítame.
Lord Richter, abriendo apenas sus pesados parpados, dejó que su esposa, que tras descorrer las cortinas se había sentado en el borde de la cama junto a él, le colocara las gafas, y agradeció a Dios, un día más, seguir vivo junto a ella.
La conoció en una fiesta; por entonces, cuatro años atrás, ella había sido una niña más bien fea, no muy alta, demasiado delgada, con la piel muy blanca, salpicada en los pómulos y la nariz por una difuminada estela de pequeñas pecas, lo que le daba un aspecto inocente y pueril, y de mirada inquieta. Él, con setenta y nueve años de edad, y siendo uno de los hombres más ricos de Londres, se fijó en ella cuando, en la fiesta, la niña se le acercó, sin más, y le ofreció una esfera de cristal al tiempo que le dijo: “Se la regalo. Era de mi madre. Siempre decía que si la mirabas fijamente durante mucho tiempo podrías ver el futuro; pero mi madre decía muchas mentiras”.
Y aunque en sus años de matrimonio jamás dedicaron un solo minuto a los asuntos carnales, el anciano fue obsequiado con un gran número de besos, abrazos y caricias.
Durante un año, la joven estuvo frecuentando la casa del anciano, tiempo durante el cual se forjó una relación muy estrecha entre los dos. Ella le hacía compañía, le contaba historias que había leído en libros o que, simplemente, se inventaba —con una madurez impropia de su edad—, le daba muestras de afecto, compartía sus confidencias...; en resumen: le devolvía la juventud que él tanto añoraba. Durante ese tiempo, la joven fue experimentando un cambió progresivo: físicamente creció (poco, pero creció) y perdió peso, su expresión se volvió menos inocente, más seria y adusta; y en cuanto a su carácter, se volvió más templado, menos impulsivo y ansioso, más calculador, cualidades nefastas para un ser carente de empatía.
Transcurrido el año, y desoyendo las peticiones de los familiares más allegados, se casaron.
Lord Richter admiró la belleza de su mujer. Tenía la piel tan blanca como negro tenía el cabello, y sus ojos, de un azul pálido y apagado, parecían dos escarchas de hielo.
—Hoy le traerán el desayuno a la cama —anunció la joven, peinando con los dedos la rala cabellera de su esposo—. ¿Cómo se encuentra hoy, Frank?
No hubo respuesta, pues al anciano, desde hacía ya tiempo, el simple hecho de pronunciar una palabra le suponía un esfuerzo extraordinario; pese a ello lo intentó.
—Shhh... no diga nada —dijo la joven, inclinándose para besarle la frente—, ya veo que hoy se levanta con mucha energía. Hace buena cara.
Pese a que ella se había vuelto más distante desde que se casaran, él estaba seguro de que lo amaba casi tanto como él a ella.
—Emi...
—Shhh…
En ese momento llamaron a la puerta y entró una sirvienta bandeja en mano. Se trataba de Chloe, joven contratada por Emily dos años atrás y cuya presencia desagradaba profundamente al anciano. Tenía la piel morena, los ojos grandes y redondos como los de un gran búho, y una peculiar sombra alrededor de la boca, efecto de unos labios prominentes.
—Buenos días. Con permiso...
—Buenos días, Chloe. Deja por ahí encima la bandeja y cierra la puerta.
¿Por qué, sabiendo lo mucho que aquella gitana le disgustaba, permitía su joven esposa que le sirviera el desayuno en la cama? se preguntaba ceñudo el anciano. ¡Qué se vaya y cierre la puerta! hubiera exclamado de haber podido hacerlo. Pero Chloe no solo encajó la puerta, sino que se tomó la libertad de cerrarla con llave, hecho que irritó y desconcertó al viejo octogenario. Chloe, consciente del rechazo que provocaba en él, le guiñó desvergonzada el ojo. Aquel pícaro gesto despertó la risa de Emily, y esto, a su vez, la confusión de su esposo.
—Chloe no es mala, amado esposo—dijo Emily, indicando a Chloe, dando suavemente con la mano unos golpecitos sobre el colchón, que se sentara a su lado—. Ella sólo obedece, y de manera muy eficiente, se lo puedo asegurar. No entiendo por qué motivo le desagrada tanto. Debería saber… ¿no se lo ha dicho nadie? no importa, yo se lo cuento… debería saber que, de no ser por ella, mis noches en esta casa hubieran sido desesperadamente largas y desoladoras. ¿Por qué pone esa cara? Ya veo... no sabe de lo que estoy hablando.
Chloe se sentó en la cama, junto a Emily, y el blando colchón reaccionó al peso con una suave ondulación que hizo balancear el cuerpo inerte de Lord Richter.
—Me refiero a que, cuando estoy aburrida, llamo a Chloe y jugamos. A ella le gusta obedecer a todo cuanto le pido. Por ejemplo, si le digo que me chupe un pie, ella lo hace; y si le digo que me chupe aquí (abriendo las piernas y tocándose por encima de la ropa), pues también lo hace.
Chloe tomó la mano que le ofrecía su Señora y chupó los dedos con expresión libidinosa. El anciano quedó perplejo ante la actitud descarada y desconocida de su esposa, y su ira se fue mezclando con otras sensaciones, como el miedo o la excitación. Comenzaba así su corazón una carrera irrefrenable.
Con un tono firme, seguro, que salió de Emily de forma natural, sin esfuerzos, dijo:
—Querido Frank: detesto que mire a Chloe de esa manera. Voy a tener que castigarle. El castigo es el único método factible para corregir la conducta humana. Yo conozco muchos métodos, los conozco a miles, uno para cada persona y situación. Haciendo uso de ellos, hasta podría conseguir que cantara. Para lo bueno y para lo malo, nos juramos el día de nuestra boda. Ha llegado el momento de lo malo, my dear Lord Ridiculouster. Chloe: cuando te mire así, abofetéale.
Emily retiró la mano de la boca de Chloe, quien, sin previa orden, se levantó, se desprendió de cuanta ropa llevaba —cofia, delantal, sujetador, bragas—, se postró de rodillas frente a su señora, metió las manos por debajo de su vestido, le retiró las bragas y las besó. La respiración del anciano se hizo perceptible en toda la habitación. Incluso se pudo escuchar el ruido de la saliva atravesando su apergaminada garganta.
Consciente del dolor que estaba causando, Emily abrió las piernas y dejó que la sirvienta introdujera la cabeza entre ellas. Se apoyó con un brazo en la cama y condujo con la otra mano la cabeza de Chloe hacia su sexo.
Ni los cálidos rayos del sol fueron capaces de dar un poco de color al lívido rostro del viejo, quien miraba la escena descompuesto mientras la sucia sirvienta de piel gitana buceaba entre los cálidos mares que le ofrecía su irreconocible esposa. Qué vulgaridad, qué desfachatez, qué indecencia la de aquellas dos rameras de suburbio, y qué excitante a la vez, de no tratarse, una de ellas, de su amada esposa.
Y si algo estaba disfrutando Emily, no era por el húmedo masaje del que estaba siendo objeto, sino por el dolor que ello producía en su acaudalado esposo. Eso sí la excitaba, pero no mucho, ya que, todo aquello, no dejaba de ser un travieso juego de niños en comparación con lo que realmente desearía hacer.
Esta se giró hacia su esposo y palpó su miembro por encima del pantalón.
—Detente, Chloe. No estamos aquí para eso. Acerca el desayuno.
Secándose la boca con el antebrazo, Chloe fue a buscar la bandeja y la dejó sobre la cama.
—Veamos que tenemos por aquí… —dijo Emily, levantando la tapa brillante y ovalada que cubría el contenido de un plato— Vaya, fíjese en esto (levantó un objeto de color marfil y forma fálica); es un… un instrumento para aliviar la tensión y calmar la ansiedad de la mujer mal follada, como es el caso de la pobre Chloe, que no encuentra hombre bien dotado que la consuele. En cambio, y auque no se lo crea, mi amado Lord Richter, es ella quien me consigue los varones con los que paso la mayoría de las noches. ¡Claro que sí! Haciendo eso que está pensando y otras muchas cosas más que nunca imaginaría. Es hora de pensar en la pobre Chloe, así que dejaremos que hoy disfrute. Chloe: desde ahora, mi esposo es tuyo.
La sirvienta, que estaba desnuda y olía igual que un perro mojado, se puso de cuclillas sobre las piernas del viejo y le bajó los pantalones y la ropa interior. El miembro del acongojado anciano tenía un aspecto deprimente, y sus ojos, abiertos de par en par, brillaban de espanto. Chloe se sentó sobre él y movió las caderas, masajeándolo con la superficie húmeda de su entrepierna. Por momentos, el miembro aumentaba levemente de tamaño, sólo cuando su desbocado corazón se dignaba a expulsar la sangre hacia ese lugar. Mientras, Emily agarró la mano de su esposo y la llevó al voluminoso pecho de su sirvienta.
—Tóquelos; tienen la piel joven y suave. ¿O prefiere probarlos?
Emily no se desnuda.
—Abra la boca.
El anciano miraba a su joven esposa con los ojos desorbitados, llenos de espanto.
—Chloe: haz que la abra.
Chloe alzó la cara del anciano por el mentón, y con la otra mano le atizó tan fuerte en la mejilla que apunto estuvo de saltarle uno de los pocos dientes que le quedaban. Pero el anciano, asustado, presionaba las labios con todas sus fuerzas.
Emily, sosegadamente, pero sin perder la dureza en el tono, ordenó a Chloe que sujetara la cara al anciano, y mientras esto hacía, le cerró con los dedos las fosas nasales, obligándole a abrir la boca para respirar, y aprovechó para introducirle el objeto por la base.
—Si no quiere que le atraviese la garganta, agárrelo fuerte con la boca.
Y mientras el viejo escuchaba las dolorosas palabras que su esposa le dirigía, observaba con resignación como la exuberante gitana de cabello tupido y rizado giraba sobre si misma y acercaba su redondo trasero al consolador. Desde esa distancia pudo percibir el fuerte olor de su entrepierna, especialmente cuando, con las manos, se abrió las nalgas para facilitar la entrada del objeto. Desde tal perspectiva, la visión resultaba sobrecogedora: un alargado objeto se erguía hacia arriba desde su boca hasta la entrada de un sexo maloliente, cuyos pliegues de carne morena, flanqueados por un vello oscuro y denso que se extendía más allá del ano, brillaban a causa de los fluidos que manaban desde su interior. Y tan desagradable era todo aquello para él como el hecho de que su esposa, artífice de semejante escena, permaneciera sentada a su lado, inmovilizándole la cabeza con las manos y esbozando una sonrisa. Acto seguido, los mismos pliegues que lo mantenían turbado, comenzaron a devorar el objeto, acercándose sin pausa hacia su rostro hasta que, finalmente, chocaron contra él. Tomó contacto con su boca, y su ano con la nariz, impidiéndole respierarMientras, con el torso inclinado hacia delante, agarró su flácido miembro y se lo metió en la boca.
Debatiendo entre el placer y el dolor, Lord Richter sintió que su miembro se tensaba.
—Los fluidos de Chloe tienen un sabor diferente. Crean adicción. Vamos, chupe.
Después le dio la vuelta y le obligó a morder el objeto por la base. Chloe, guiada por Emily, bajó las caderas hasta volver a meterse el objeto; esta vez, sujetado por la boca del anciano, quien sentía que de un momento a otro, si el corazón se lo permitía, derramaría sus últimas reservas de semen. (Chloe se corrió, y una sustancia espumosa, entre blanca y traslúcida, parecida a la saliva, salió de su vagina y se deslizó por el objeto, penetrando por las comisuras de la boca del anciano. La respiración se hizo más difícil. Cuando el objeto se introducía en su totalidad, el ano de Chloe se encargaba de aplastar la nariz del anciano, a quien la falta de aire le provocaba violentas vibraciones en el miembro y más violentos espasmos en el corazón.
Ya se iba...
Al anciano se le hincharon los testículos, y gotas de líquido preseminal salieron de su miembro mientras su cuerpo reaccionaba con violentos espasmos.
—Para —ordenó Emily—; no quiero que se corra. Sería un regalo muy dulce para un final tan glorioso. Que sufra.
Chloe se detuvo al instante, y viendo que al pobre anciano le costaba respirar, decidió aumentar su tormento posando la lengua donde había tenido la mano, y seguir con ésta la masturbación, presionando hábilmente la zona del glande
El anciano entornó los ojos, volviéndose blancos, y exhaló.
18. Un paseo por la ciudad.
Emily, cogida del brazo de Eugene, paseaba por una calle del centro de Londres. Habían recorrido los varios kilómetros que separaban la residencia Wallace de la ciudad para realizar unas compras. A su paso por la verja de un colegio se detuvo a contemplar unos niños que corrían y jugaban por el patio. En una esquina descubrió a tres jovencitas que cerraban el paso a un chiquillo de corta estatura, piel terrosa y ojos asustados. Una de ellas, la más alta, lo empujaba contra la pared. El niño intentó zafarse, pero una de ellas lo agarró del pelo y lo precipitó contra el suelo. Entonces, otra de las jóvenes, la más pequeñita de todas, se sentó sobre él y lo inmovilizó por los brazos. En ese instante, Emily sintió un regocijo en su interior, una excitación que abrasó su estomago.
—Eugene —dijo Emily, admirando la perversidad natural de los niños—: llévame a Clerkenwell.
Eugene, taimado como era, reconoció la mirada de su Ama, llena de aquella perspicacia tan espantosa, e intuyó los motivos de su inesperado cambio de rumbo hacia los bajos fondo de la ciudad.
—No es el sitio más apropiado para ir, Emily. Es peligroso.
La joven estrechó con fuerza el brazo de su mayordomo y le dio un beso en la mejilla.
—Y es por eso que vienes conmigo —le respondió con una gélida sonrisa.
De todos los seres vivos que poblaban la tierra, era Eugene el único por el que sentía una especie de cariño, un cariño que, por otro lado, muy rara vez manifestaba.
—Aún así, Emily, sigue siendo peligroso.
Volvieron al coche, estacionado a pocos metros de allí, y se dirigieron al barrio de Clerkenwell. Emily, sentada como de costumbre en el asiento trasero del vehículo, contemplaba el paisaje urbano sin prestarle atención. Pensaba en la escena que había visto poco antes, con los niños, y en un final para la misma que ni de lejos se acercaba al desenlace real.
—Hemos llegado —dijo Eugene, despertando a Emily de su letargo.
—Bien, Eugene. Ve más despacio.
Eugene aminoró la marcha y agudizó sus sentidos. Circular por aquel barrio le inquietaba. Emily, en cambio, disfrutaba del paisaje, pobre y decadente, repleto de miseria. Bajó la ventanilla y percibió el aroma putrefacto que le llegaba de las calles.
—Si la señora descubre que la traje aquí, me matará.
—Es posible.
—¿Qué lo descubra?
—No; lo otro.
Varias calles después, al pasar frente a un callejón, Emily ordenó a Eugene que se detuviera, pues creyó distinguir en la oscuridad, tirado en el suelo, a un pobre desvaído. Emily se bajó del coche, desoyendo la petición de su mayordomo, quien le aconsejaba no salir del vehículo, y caminó hasta la entra del callejón. Eugene se bajó del coche, se colocó detrás de ella, y ambos pudieron vislumbrar, casi al fondo del callejón, lo que Emily había creído ver y buscaba.
—Convence a ese hombre para que se venga con nosotros —dijo Emily—. Dale unas monedas, y dile que si hace cuanto yo le pida recibirá mucho más.
—Ese hombre podría estar enfermo.
—No pienso tocarlo. Ve.
—Aun así, Emily.
— Vamos, ve.
Eugene frunció el entrecejo y se adentró en el callejón. Llegó a la altura del hombre, lo miró fríamente y le dio un puntapié en el costado. Éste despertó, golpeando con la mano la botella de güisqui The Macallan que había de pie junto a él; y al tiempo que intentaba levantarse con escaso éxito, comenzó a rezongar todo tipo de insultos y maldiciones.
Eugene sacó varias libras de una pequeña bolsa de color negro y se las echó por encima. Las monedas chocaron con el torso del hombre y cayeron al suelo con su consiguiente tintineo. Durante unos segundos, aquel borracho miró las monedas con incredulidad; luego las recogió, una a una.
—¿Quieres más? Te daré muchas más si me acompañas; treinta veces lo que tienes en las manos.
El hombre lo miró con desconfianza.
Mi Señora desea hacer uso de ti —prosiguió Eugene, señalando a Emily con la cabeza—. Consiente sus caprichos y el dinero será tuyo.
El hombre miró a Emily, que aguardaba en la boca del callejón. En un brote de lucidez, aquel infeliz se preguntó por qué una joven como aquella podría estar interesada en alguien como él. Pero la idea desvaneció poco después, desbancada por una más poderosa: la del dinero.
Eugene ayudó al hombre a levantarse del suelo. Apenas se sostenía en pie. Eugene se fijó en la mancha de sangre que tenía en la ropa.
—Eso, ¿de qué es? —le preguntó.
El borracho, a quien le costaba mantener los ojos abiertos, tardó unos segundos en responder.
—Me atacó un perro.
Eugene meditó un momento y concluyó llevárselo con él. Al cruzarse con Emily, el hombre, de tan ebrio que iba, no le vio más que los pies. Entraron al coche y, tras un trayecto de más de dos horas a través de caminos que cruzaban pueblos y bosques, llegaron a casa.
Antes de salir del coche, Emily se aseguró de que nadie anduviera por los alrededores de la casa, y dio instrucciones a Eugene para que llevara a su invitado al sótano. Para bajar las escaleras, Eugene tuvo que coger en brazos al hombre, pues de bajar con su propio pie, corría el riesgo de abrirse la cabeza en la caída.
—¿Y mi dinero? —balbuceó el borracho cuando Eugene lo dejó en el suelo, e inmediatamente cerró los ojos. Se había dormido.
—Despiértalo, Eugene, y átalo —dijo Emily.
A base de unas cuantas sacudidas, el borracho fue despertado, y como si de un muñeco se tratara, Eugene lo manejó hasta dejarlo inmovilizado, de rodillas cara a la pared, mediante unas cuerdas que colgaban de una argolla. Le destripó la ropa, dejando su espalda desnuda, y le bajó el pantalón hasta las rodillas. Al hacerlo, vio que tenía algo en un bolsillo y lo sacó. Era un colgante con un bonito dibujo en el centro.
—Lleva esto —dijo Eugene, mostrando el colgante a Emily.
—¿Es oro?
—Sin duda.
—¿De donde lo habrá robado? Algo me dice que la sangre de su ropa tiene algo que ver.
—Lo más seguro, Emily. No debimos traerlo.
—¿Por qué? Ayudaremos a este desgraciado a redimir sus pecados a través del sufrimiento.
Emily, como no quería llamar la a tención, decidió no arriesgarse a subir en busca de un buen látigo con el que destrozar la espalda de aquel ser inmundo, y rebuscó entre la multitud de trastos que habían guardados en estanterías y armarios o dejados por el suelo. Halló al poco rato una goma elástica, cerrada, bastante flexible y gruesa. La cogió, la pasó por debajo de los pies del hombre, le subió la ropa que vestía su torso y acomodó la goma en su abdomen. Estiró del extremo de la goma unos cuantos pasos, hasta quedar muy cerca de la pared. Hizo un esfuerzo por llegar, pero no pudo. Eugene se acercó, y no sin esfuerzo esfuerzo, estiró la goma hasta tocar la pared. En ella había un gancho de hierro, y allí lo sujetó.
—Vamos a darle un susto—dijo Emily.
Se disponía a soltar la goma cuando se le ocurrió atar a la misma unos cuantos tornillos, tres o cuatro, con un cordel. El hombre despertó. Emitió unos cuantos gruñidos, pidió vagamente que le soltaran, llamó putas a quienes lo habían atado de aquella manera y exigió su dinero.
—Haz que se calle ese imbécil —dijo Emily.
De una de las estanterías, el mayordomo cogió un rollo de cinta adhesiva y le tapó la boca.
Impaciente, en cuanto el mayordomo se hubo apartado, Emily levantó la goma del gancho.
El impacto no tuvo el efecto deseado. Llegó a su destino sin fuerza, y los clavos apenas marcaron la piel del hombre. Emily quedó desilusionada. Se hizo entonces con una cuerda bastante gruesa y comenzó a flagear con ella la espalda del borracho. Pero cuando, pasado un rato, vio que no recibía a cambio un solo grito que agradeciera su esfuerzo, se cansó y pidió a Eugene que lo desatara.
—Saquémosle de aquí. Esto es como golpear un saco de arena.
Y como un saco de arena, Eugene lo cargó al hombro y lo llevó de nuevo al coche para llevarlo de vuelta a la ciudad. A medio camino, Emily le ordenó que parara y lo abandonara allí.
Eugene lo agarró por las piernas, lo sacó del coche y lo arrastró hasta el filo de un terraplén rocoso y escarpado.
—¿Le dejo unas monedas? —le preguntó a Emily
—Mi dinero… —balbuceó el borracho con los ojos cerrados, sin fuerzas, como si hablara en sueños.
Emily lo contempló impasible. Sería difícil explicar lo que sintió en aquel momento; tal vez un odio desmesurado, la tierna compasión de una madre, mezclado todo con una descontrolada subida de adrenalina; fuera lo que fuese, llevó al pequeño diablo a sacar una moneda del bolsillo; el desgraciado abrió los ojos y miró la moneda, y cuando éste intentó alzar el brazo para cogerla, Emily la lanzó al vacío.
—Ve a buscarla —le dijo.
Y Eugene, rápido de reflejos, agarró a Emily por la cintura y la separó del desgraciado justo cuando ésta levantaba el pie para empujarlo a la suerte de las rocas blancas y afiladas.
—¡Por Dios, Emily! ¿te has vuelto loca?
—¡Suéltame! ¡Es un ladrón! Estará mejor muerto.
—Pero tú no eres una asesina.
—¡Yo hago justicia!
Eugene lanzó a Emily contra el suelo, enojado, aunque sin perder su apariencia tranquila. La caía levantó una nube de polvo que pronto se desvaneció.
—Qué sabes tú de justicia… —dijo Eugene.
Emily, embargada por el odio, se incorporó, y se quedó sentada en el suelo. Al verse las manos manchadas de tierra, se las sacudió.
—Ya sólo te falta pegarme, criado. —Emily se levantó del suelo.— Vamos, pégame, Eugene, el defensor de la chusma.
—¿Crees que tus manos están más limpias que las suyas? Mírate, Emily: no hay nada bueno en ti.
—Eres tan débil…
—Mi debilidad, Emily, es lo más abominable que ha existido jamás.
—Pégame.
—No voy a pegarte. Sube al coche; nos vamos.
—Yo no voy a ningún sitio, estúpida criada. Yo soy quien da las órdenes.
Sin hacer apenas esfuerzo, Eugene soltó un bofetón a Emily que la envió de nuevo al suelo. La joven comenzó a sangrar por la nariz. Al darse cuenta, sonrió con perfidia. Se pasó el dorso de la mano por la sangre que contrastaba con el blanco de su piel, restregándola así por sus labios y mentón.
—Te ha gustado. Puedo verlo en tus ojos —dijo Emily.
Eugene se acercó a ella y le tendió la mano.
—Ya basta, Emily. Nos vamos a casa.
Entraron al coche y regresaron. En un momento del trayecto, Emily le preguntó a Eugene:
—¿Me odias, Eugene?
Pero éste no le contestó.
19. Marie se muda con los Wallece
Al encuentro del coche salieron dos perros que, exhibiendo sus feroces dientes y expulsando por la boca una burbujeante baba blanca, mostraban su carácter hostil. Ni el viento, que de tan fuerte que soplaba levantaba minúsculas partículas de tierra que hacía chocar contra el vehículo, lograba ahuyentarlos. Marie se asustó. A cada ladrido, su cuerpo se encogía espasmódicamente, producto del miedo que le producían las bestias.
El chofer hizo sonar el claxon un par de veces.
Poco después, un mayordomo salía por la puerta principal de la casa y, protegiéndose el rostro con el brazo, se acercaba hasta el coche. Ahuyentó a los perros al grito de: “¡Vamos... largo de aquí!”, y éstos, de forma inmediata, giraron sobre sus colas y se alejaron despacio, como si el frío viento que soplaba fuera imperceptible para ellos.
Cuando vieron que los perros habían desaparecido por detrás de la casa, tía Rose y Marie se apearon del coche después de que el hombre les abriera la puerta. Tía Rose, rápida de reflejos, sujetó su sombrero antes de que el viento se lo robara.
—¡Protéjanse los ojos! —dijo el mayordomo, alzando la voz para hacerse oír—. ¡Este viento lo carga el diablo!
Dio media vuelta y regresó hacia la casa. Rose y Marie lo siguieron, cubriéndose la cara también para protegerse del viento. Ya dentro, el mayordomo cerró la puerta, impidiendo que el aire continuara agitando las hojas de la única planta que decoraba el vestíbulo.
Tía Rose se quitó el sombrero y se atusó el pelo.
—Tiempo sin verte —dijo tía Rose al mayordomo—. ¿Qué tal estás?
—Muy bien, Señora.
—Me alegro de veras. —Tía Rose examinó vagamente la estancia en busca de algún defecto al que poder recurrir para incomodar a los Wallace.— ¿Hay novedades?
—Alguna hay, Señora.
—Me alegra oír eso.
—¿Me quieren acompañar al salón? —les preguntó el mayordomo, al tiempo que abría la doble puerta que separaba el salón del vestíbulo—. Informaré a la Señora que están aquí.
Tía Rose y Marie le siguieron hasta un sofá situado enfrente de una chimenea encendida y se sentaron. El hombre se alejó por la escalera. El salón, al igual que el recibidor, era un ejemplo de armonía, elegancia y limpieza. Tenía en el centro una mesa de mármol blanco a la que bien podrían sentarse catorce personas.
—Escucha, Marie: no estoy enfadada contigo. En cierto modo, comprendo tu comportamiento. Yo tampoco acabo de acostumbrarme a la idea de no volver a ver a tu padre. Todo esto es muy difícil para todos.
—Pero tía, los padres de Darrell…
—¡Basta, Marie! Ya hemos hablado muchas veces de eso. No conozco de nada a esa familia. Yo soy responsable de tu educación, y considero que no hay nadie mejor que los Wallace para llevar a cabo esta labor… una labor que en estos momentos yo no estoy preparada para afrontar. Los Wallace son una familia de mucha reputación, que pueden…
Mientras Rose decía esto a su sobrina, una mujer bajó la escalera y se acercó a ellas. Rose se levantó, y Marie la imitó instintivamente.
—Rose… que alegría verte —dijo la mujer—. ¿Qué te trae por aquí?
Ambas se saludaron con un beso en la mejilla.
—¿Conoces a mi sobrina Marie?
La mujer echó una mirada a la joven.
—¿Esta criatura tan hermosa es la hija de tu hermano? Vaya (dirigiéndose a Marie), pobre chiquilla, siento mucho lo de tus padres.
Marie agachó la cabeza y se sonrojó.
—Necesito que me hagas un favor —dijo Rose.
Mientras en las ventanas repiqueteaban las partículas de tierra y polvo que el viento arrastraba, se oyó pasar por allí cerca un tintineo que se fue perdiendo poco a poco en las profundidades de la casa, lo cual produjo que la conversación se interrumpiera por un instante. Desaparecido el ruido, la conversación se reanudó como si tal cosa.
—¡Por supuesto, mi querida amiga! Sentémonos y me cuentas qué puedo hacer por ti. Pero antes, dime, ¿queréis tomar algo? ¿quieres tomar algo, Marie?
—No Señora, gracias.
—¿Y tú, Rose? ¿quieres tomar algo? ¿un té, tal vez?
—Sí, gracias.
— tráenos té —dijo la mujer, dirigiéndose al mayordomo—. Vamos, cuéntame, ¿qué puedo hacer por ti?
—Necesito que te hagas cargo de mi sobrina y de su educación.
Elisabeth miró muy seria a Marie.
—¿Te refieres a una educación de tipo r.s?
Marie, no conociendo el significado de aquella palabra, no vio nada raro en ella.
—No, de tipo r.i.
—Ya veo… es blanca. Pues no te preocupes; yo me encargo de ella. ¿Traes maletas?
—Sí; una. El resto de cosas las haré traer la semana que viene.
Entró en ese momento al salón una joven que, al ver a la señora Rose acompañada de una persona con más o menos su edad, se acercó a saludar.
—Emily —dijo Elisabeth—: Marie se quedará un tiempo con nosotros. Dormirá en la habitación de invitados que hay al final del pasillo. ¿Quieres acompañarla y se la enseñas?
El mayordomo llegó con el té. Después de servirlo, le dijo la mujer:
—Ve al coche de la Señora, coge la maleta y súbela al cuarto de invitados; el del final del pasillo.
—Sí, señora.
Fuera de escena las dos criaturas y el mayordomo, Elisabeth preguntó a Rose:
—¿Quién sabe que está aquí?
—Nadie. Diré que se ha escapado; mañana denunciaré su desaparición. No deberá salir de aquí jamás.
—Entiendo…
—¡La odio, Elisabeth! ¡Es una criatura repugnante!
—Es una criatura hermosa y blanca, y ahora está donde tiene que estar.
—Pues su hermosura me repugna.
—A mí me fascina.
—¡Yo la mataría!
—Y yo también, querida, pero… ¿no crees que sería un acto demasiado frívolo? una muestra de ostentación. No sé a ti, pero piezas como ésta no llueven todos los días.
—Tienes razón, Elísabeth, pero no puedo evitarlo. La odio. No importa. Al menos…
—¿Sí?
—… haz que sea la persona más desgraciada del mundo, pero no la toques, al menos, no por ahora.
—No te preocupes, que nadie la tocará. Seguirá conservando su valor.
—Gracias, Elisabeth —dijo Rose, levantándose de la silla—. Te llamaré en los próximos días.
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