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Siete por siete (121): El mismo discurso de siempre




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Compendio I


Sé que para ti, mi linda gatita, mi trabajo no es excusa para que no escriba. Mucho menos, cuando se trata de tu hermana y por eso me disculpo. Pero tampoco ha sido tan fácil.
Ese lunes, desperté asustado, por el silencio en la casa.
Ya me he acostumbrado a los sonidos propios de la vida del casado: las voces indiferentes del televisor, el canto de Marisol cuando escucha Anime, música de la radio o el balbucear de las pequeñas.
Me vestí rápidamente y salí del dormitorio a indagar. Era tarde, porque el sol alcanzaba la altura y brillo del mediodía y la casa parecía desierta: las puertas abiertas de los dormitorios y del baño, pero un silencio sepulcral.
Solamente, al llegar al living encontré alivio: Verónica desayunaba muy tranquila.
Se veía bonita y arreglada para salir: una falda color crema, una blusa con botones y cuello, pero para ella, es imposible esconder su generoso busto.
“¿Y Marisol?”
“¡Recién despiertas!” respondió mi suegra, como si fuera una tremenda gracia. “¡Relájate! Ella y las pequeñas salieron con tus padres. ¿No lo recuerdas?”
Sentí un tremendo pesar. El día anterior, durante el asado les había pedido a mis padres si nos podían llevar a mí y a mi familia a un pueblo rural, para comprar recuerdos.
Tras lo ocurrido la noche anterior con Verónica y María en la pastelería, ni siquiera las sentí marcharse.
“¡Tranquilízate! Les dijo que tuviste que trabajar hasta tarde en el computador y que te sentías muy cansado.” Intentó calmarme Verónica.
Me sentía culpable, pero nada podía hacer en esos momentos.
Además, Verónica me hizo olvidarlo rápidamente.
“¡Oye!... ¿Cómo lo pasaste anoche?” preguntó, con una sonrisa radiante, libidinosa y coqueta, que le quitaba años de encima.
Pasé del arrepentimiento a la vergüenza en un santiamén. Intercambiamos miradas cómplices, porque así como ella había disfrutado de mí y de Miguel, yo había disfrutado de ella y de María.
“¡Lo disfruté bastante!” confesé, mirándola a los ojos, que por reflejo trataron de esquivarme.
Verónica sabía que más que disfrutar de las cosas que hice con María, mi respuesta se basaba por lo que había hecho con ella y la tensión sexual entre nosotros no sólo seguía vigente, pero latente en esos mismos instantes: la casa era para nosotros solos y podíamos retomar lo del día anterior con completa tranquilidad.
Pero una de las cosas que más me gusta de Verónica (y también, de Marisol) es que ubica sus prioridades por encima del placer, sin importar la tentación.
“¡Qué bueno! ¡Valió la pena!” dijo, tomando su taza presurosa y dejándola en el lavaplatos, huyendo de mí. “¡Tengo que irme! ¡Iré con Violetita a ver su vestido para el baile!”
En muchas escuelas, es costumbre que los niños se disfracen y bailen danzas típicas durante las celebraciones de fiestas patrias. Violeta no era la excepción y su disfraz era un poco más elaborado, por ser del altiplano nortino.
“¿No quieres que te acompañe?” pregunté.
Hubo un silencio de 10 segundos.
“¡No es necesario!” respondió con nerviosismo y forzando una sonrisa. “Soy su madre y Violeta es mi hija… y tú debes estar cansado.”
Con eso, me puso de vuelta en mi lugar.
Siempre he visto a Violetita como una hermana menor o una hija y fue con ella que empecé a saciar mis ansias de ser padre, dado el nulo interés de Sergio.
Jugaba con ella, conversábamos y le prestaba atención, le leía historias para dormir y ocasionalmente le traía regalitos, peluches o golosinas.
Cuando Verónica se divorció de Sergio, Violeta apenas se dio cuenta, ya que se fue a vivir conmigo y con Marisol y pude suplir el rol de figura paternal.
Y en esos cortos meses, mi relación con Verónica se asemejaba a un matrimonio, puesto que hacíamos las compras, nos encargábamos de la comida y nos tratábamos como marido y mujer, a pesar de estar comprometido con su hija mayor.
Por ese motivo, las palabras de Verónica me devolvían a mi lugar: esos tiempos habían pasado y yo ya tenía mi propia familia.
Es cierto que seguimos siendo amantes y que ocasionalmente hacemos el amor. Pero los 2 sabemos que aspirar a más es imposible.
“¡Podrías ayudarme con Amelia! ¡No he preparado el almuerzo y estaré afuera por horas!” Sugirió, con una mirada triste. “¡Sé que a ella le encantaría que la fueras a buscar!”
Nuevamente, Verónica sacrificaba sus propios deseos por el bien de sus hijas y este ha sido uno de los motivos por lo que escribir se me ha hecho tan difícil.
Rápidamente, me bañé y me vestí. Cuando salí del baño, Verónica se había marchado.
Mientras viajaba en el bus, recordaba las veces que me tocó ir a buscar a Marisol a la escuela y cuando llegué al portalón, todos esos sentimientos revivieron… con la diferencia que buscaba a mi cuñada.
Muchos jóvenes de ambos sexos esperaban impacientes la salida de los alumnos de la secundaria. Algunos me contemplaban con extrañeza, cuestionándose qué hacía en aquel lugar un hombre como yo.
En cambio otras, más coquetas, me regalaban sonrisas amistosas y miradas indiscretas.
Todo cambió cuando las puertas se abrieron. Poco a poco, se empezaron a formar parejas y grupos.
No pasó mucho tiempo hasta que divisé a Amelia. Se veía tan bella como siempre: Sus ojitos verdes risueños y vivaces; sus lisos cabellos negros, tomados en cola de caballo; su piel blanquecina y tierna; sus mejillas rosadas, repletas de jovialidad y sus labios carnosos e inocentes.
Comparada con sus compañeras de curso, era lejos la más bonita y desarrollada y muchos chicos contemplaban a esa inocente niña con cuerpo de mujer.
Su prominente busto no tenía comparación con el de sus amigas, a pesar del disimulo que el sostén, la camisa y el jumper le proporcionaban.
Sin olvidar que, aunque el jumper era de su talla, la carnosidad de sus muslos y el ciño de la tela remarcaban bastante su figura deportiva, la cual ella, con su carisma y pudor propio, intentaba que no revelara demasiado.
Salió conversando con un grupo de amigas, pero al divisar a un joven alto, delgado y de cabello corto, su rostro se iluminó y muy sonriente, se excusó de sus amigas y le dio un tierno beso en los labios.
El joven no dudó en reciprocar el saludo, abrazándola por la cintura, rozando el inicio de su perfecto trasero, mientras ella enterraba su prominente y blando busto en su pecho con mucha discreción.
Sentí un tremendo pesar al presenciar aquello, comprendiendo que el joven debía ser Roberto. Intenté marcharme rápidamente, sin que me viera, pero grupos de jóvenes obstaculizaban mi camino.
Finalmente, llegando a la mampara y a segundos de perderme de vista, la celestial e inconfundible voz de Amelia me detuvo en mis pasos.
“¡Marco!”
Al voltear, su mirada estaba perpleja y sus mejillas abochornadas. Roberto me contemplaba bastante confundido.
Se veía un chico decente, de unos 20 años. Delgado, tez morena, ojos pardos, maceteado, de hombros anchos y brazos bien formados, del mismo porte de Marisol más o menos.
Pero a pesar de parecer tan inocente como Amelia, podía intuir su experiencia con las mujeres, porque era un chico atractivo, me miraba con hostilidad y porque el abrazo que le daba a Amelia dejaba su mano bastante cerca de sus pechos.
“Marco, ¿Qué… haces tú…aquí?” preguntó mi nerviosa niña, indecisa de quién mirar.
“Tu madre me mandó a buscarte, porque tenía que salir y no dejó almuerzo” respondí, sintiendo como Roberto me medía con la mirada.
Amelia volteó para ver a Roberto. Intentó musitar algo, pero le fue imposible.
“¡Hola, soy Marco! ¡Cuñado de Amelia!” me presenté, de manera cordial.
Roberto, bien educado, apretó mi mano con firmeza.
“¡Ah, sí! ¡Amelia me habló bastante de usted!” respondió el muchacho, con una sonrisa más amistosa. “¡Soy Roberto, su pololo!”
Al decir eso, Amelia miró el suelo, avergonzada.
“Me dijo que usted trabaja en el extranjero… en Australia, me parece…” me conversaba el muchacho, sin preocuparse del repentino enmudecimiento de su pareja.
“¡Así es! Aproveché de venir de visita con mi señora por las fiestas y para que mis padres conocieran a mis nietas.”
Pero eso no le interesaba. Similar a mí, quería estar con Amelia a solas y el tiempo no le jugaba a su favor.
“¡Qué bueno!” dijo Roberto, sin romper su cortesía. “¡No tiene que preocuparse por Amelia! La invité a almorzar a mi casa, para después estudiar un rato…”
Se notaba por el poco disimulo de su mano que estudiarían la “Anatomía pectoral de la mujer”...
No obstante, nada podía hacer: Amelia es una adulta y bellísima.
“¡No tienes que preocuparte!” le dije, extendiendo mi mano para despedirme. “A Verónica le preocupaba que no iba a almorzar y por eso vine. Pero les entiendo: Son jóvenes y quieren privacidad.”
Y nos despedimos. Amelia seguía muda, pero no se rehusó a mi beso en la mejilla, mientras que Roberto apretó mi mano con alegría, al ver que nadie más les interrumpiría.
Pero a los pocos pasos de viajar al paradero, para tomar el bus de regreso, escuché la voz desesperada de Amelia.
“¡Marco!... ¡Marco!... ¡Espérame, por favor!”
Me alegré al verla. No obstante, igual pregunté.
“Amelia… ¿Qué haces acá?”
Ella simplemente rió como los ángeles.
“¿Cómo… preguntas eso? ¡Tonto!” exclamó, apoyándose en las rodillas para recuperar el aliento.
“¿Y Roberto?”
Al escucharme preguntar por él, su luminosa sonrisa volvió a aparecer.
“Le dije… que estabas solo… y que querías compañía.” Se rió. “¡Se fue molesto… porque dijo que tenía la casa para él solo!… pero yo quería estar más contigo.”
Y nos dimos un beso suave. De esos que sabe dar mi cuñada: besos de un primer amor de verano.
“¿De verdad… me viniste a buscar?” preguntó con la misma mirada ilusionada que tenía en el norte, cuando salíamos a trotar.
“¡Por supuesto! ¿A quién más conozco en esta escuela?”
Y fuimos tomados de la mano, a almorzar en una fuente de soda.
Estaba emocionada, porque parecía una primera cita y sentí el juicio en la mirada del mesero, al verla tan bonita.
“¿Qué se van a servir?”
“¡Marco, los completos que venden aquí son enormes y muy ricos! ¡Comamos eso! ¡Por favor!” rogó con impaciencia, parecida a la de mi esposa.
Las suplicas de Amelia llamaron la atención de otros comensales y meseros, que desvestían a mi niña con la mirada y no me quedó más opción que aceptar.
Tuvimos que sentarnos en la barra, lo que me incomodó más, ya que su jumper se recogía y debía arreglar su falda constantemente.
Las cosas empeoraron cuando trajeron nuestra orden: Amelia parecía famélica y dio un mordisco violento, desparramando parte del tomate y la mayonesa sobre su mano.
En lugar de usar una servilleta como corresponde, lamió traviesamente con la punta de su lengua los trocitos de tomate y los restos de mayonesa y jugo, literalmente besando la salchicha de una manera explícita, viéndome a los ojos y sonriendo.
Y por si fuera poco, una vez acabado su almuerzo, me dio un sonoro beso en la mejilla.
“¡Gracias, Marco! ¡Siempre quise hacer esto contigo!” me dijo, jugueteando con su índice en los labios.
Pagué la cuenta y tras tomar el autobús, tardamos 10 eternos minutos en llegar a nuestro vecindario. Quería tomarla y hacerla mía, al igual que ella, con su sonrisa tierna y su sumisa mirada, lo aceptaba.
Pero a medida que pasábamos por fuera de mi antigua casa, le pedí a Amelia que me acompañara. La casa estaba vacía, ya que apenas eran las 2 y la llevé directamente hasta mi antiguo dormitorio.
“¡Vaya! ¡Aquí dormías!” exclamó, mientras revisaba mis libros y mis antiguos juguetes.
“¡Sí! Y eres la primera mujer que entra acá…” le confesé, sentado en mi cama.
Ella sonrió perpleja.
“¡Mientes!”
Marisol lo sabe: su suegra fue bastante estricta conmigo, cuando estábamos solteros. Nos tenía prohibidos a mi hermano y a mí traer una mujer a la casa, porque “no era un motel” y en varias ocasiones, tuve problemas porque algunas primas iban a mi habitación a solas conmigo.
Pero ella no estaba y mi antigua cama permanecía.
Miré a Amelia con ternura y la besé suavemente.
“¡Supieras cuántas noches pasé solo en este dormitorio, Amelia!” le decía, metiendo mis manos bajo su faldita y rozando sus tesoros.
Ella suspiraba, mientras la llevaba a mi cama.
“¡No!... ¡Yo te entiendo!” respondía ella, besándome a su manera con sus dulces labios. “Cuando tú y Marisol salían en bicicleta… yo aprovechaba de tocarme… pensando en ti.”
Y empezamos a revivir nuestros sueños frustrados: Ella desabrochó mi pantalón, mis calzoncillos y empezó a darme la primera mamada en mi dormitorio.
Recordaba todas esas noches, pensando en Marisol, en Verónica, en Pamela e incluso en ella y las infinitas pajas que me corrí en su nombre.
Amelia, con el mismo talento que su hermana, su madre y su prima, se encargaba de succionar mi falo con devoción y avidez.
“¡Esta es la que me gusta más!” me decía, sonriendo con sus lindos ojos brillando con ilusión. “¡La que más quería probar!”
Y retomaba su infatigable y experimentada labor. Podía sentir cómo se atragantaba a ratos, pero no paraba de subir y bajar con mucha rapidez, envolviendo con su maravillosa boca mi miembro, mientras que su lengua jugueteaba de una manera increíble.
No contenta con eso, cuando estaba a punto de acabar, la metió tan profunda en su garganta, de la misma manera que lo hace su hermana. Pero el tamaño de sus bocas es diferente y sin importar la falta de aire y las arcadas, la bebió toda, como si fuera leche condensada, dejándola impecable.
Como me miraba contenta y deliciosa, quise devolverle el favor, levantando su sensual falda del jumper.
Mi niña estaba muy mojada y su matita peluda e inocente me recordaba la ternura de aquel bocado. Su botoncito, hinchado, brillante y rosado, demandaba con urgencia una boca que lo succionara sin parar.
Lanzó tremendos suspiros al sentir mi lengua y su primer orgasmo fue casi al instante, ya que hacían casi 2 años que no recibía placer oral de mi parte.
Sus pechos empezaban a endurecer y ella a sudar y a morderse los dedos, para no gemir tanto. Su carita, colorada como un tomate y su sonrisa me motivaba a seguir complaciéndola.
Cuando tuve suficiente, le pedí que se diera vuelta. Pensó que le haría la colita (algo que le gusta incluso más que hacer el amor), pero quería hacérselo a lo perrito.
Le levanté la falda y se la fui metiendo bien despacio.
Mi niña sigue siendo extremadamente estrecha y podía sentir la succión de su entrepierna, ansiando una penetración más fuerte y desesperada. Su ardor juvenil y su humedad me revitalizaban.
Sus lindas caderas empezaban a moverse y yo recordaba las veces que fantaseé hacer algo así con una escolar como ella.
Sus pechos, por supuesto, seguían intactos bajo su camiseta y el sostén y ella lo disfrutaba, porque sabe que yo veo más allá del tamaño de sus pechos.
Fui entrando y saliendo despacio, disfrutando como la extendía por abajo una vez más.
Palpaba su cintura, más gruesa que la de mi esposa y ella se quejaba con gemidos placenteros. Lentamente, iba subiendo el paso y ella suspiraba, a medida que iba entrando más y más.
“¡Eso!... ¡Así, Marquito!... ¡Se siente… rico!...” gimoteaba ella, encantada con el movimiento.
Hasta que repentinamente, empezó a sonar su teléfono.
La melodía perturbaba nuestra atmosfera y aunque lo mandó al buzón de voz, no pasaron 2 minutos antes que volviera a repicar.
“¿Qué?” contestó molesta, tratando de no gemir. “¡No!... ¡No puedo ir!... ¡Te dije que estoy con mi cuñado!...”
Sonreí, al pensar que era Roberto.
“¡Estoy ocupada… ahhhora!... ¡Noo!... ¡No me importa que… estés solo!... ¡Teee dije…. Que estoy… coon mi cuñado!...” se volteó para sonreírme, mientras se seguía meneando maravillosamente. “¡Estoy… repasando ejercicios!... unos…. Ahhh… que no hacía… hace mucho… tiempo… ¡Te hablo después!... ¡Chau!”
Y empezamos a movernos más rápido. Me sentí contento que me siguiera prefiriendo y el vaivén se hacía más intenso.
Sus quejidos iban creciendo en intensidad, pero ella los disfrutaba y se confundían en maravillosos suspiros.
“¡Sigue Marco!... ¡Ahh!... ¡Sigue Marco!... ¡Por favor!... ¡No vayas a parar!” suplicaba ella.
Acabé en ella hasta rebalsar. Colapsé sobre ella, con la respiración entrecortada. La acaricié los cabellos y solamente rocé su busto, hasta que pude despegarme.
Se volteó lentamente y me acarició el vientre.
“¡Extrañaba mucho esto!” exclamó, con una mirada tierna.
Nos besamos una vez más y empecé a sobar sus pechos.
Amelia suspiraba. Es cierto que sus pechos son sensibles y llamativos. Pero la extrañaba más a ella completa.
“¡Quiero hacerte el amor en la cama!” le propuse y nos fuimos desnudando.
Sería la primera mujer en mi delgada cama de media plaza. En esa, que nunca pensé que compartiría con una mujer.
Y ella se veía simplemente hermosa: sus pechos blanquitos y suaves, con sus pezones paraditos e hinchados, como chupetes, sus nalgas musculosas y suculentas y su rostro inocente, de enamorada, que ama por primera vez.
“¿Cierto que te correrás dentro otra vez? ¿Cierto que sí?” preguntaba, con ansiedad.
Pero no quise responderle. Empecé a besarla y a acariciar sus pechos, pero más quería verla a ella.
Si bien, Marisol también parece inocente y virginal, cuando hacemos el amor, ella está consciente que es mi esposa y nos conocemos bastante bien.
Pero hacer el amor con Amelia es una experiencia completamente distinta: es tan sumisa e inocente, que muchas veces creí que me aprovechaba de ella.
Su manera de besar, de abrazar y de mirarme tiene un toquecito rico de pudor y nerviosismo, de alguien que no ha tenido muchas experiencias sexuales y que simplemente, se dejan guiar por otro que si se maneja.
Y lo hace más bonito: entrecerraba sus ojos, abrazándome fuertemente para que no me fuera a escapar, mientras que yo me meneaba sobre ella, irrumpiendo con delicadeza y respeto.
Entró con mayor facilidad esta vez y ella lo disfrutaba.
No me cabía en la cabeza cómo Roberto se quedaba solamente embobado con sus pechos, habiendo tantas otras cosas ricas.
Pero al ver sus ojos entrecerrados, gozando de mi penetración, entendí que para ella, no estoy en la misma categoría que Roberto y que yo sí puedo acceder a su templo del placer con libertad.
Me encargaba de leer sus sentimientos y deseos y ella solamente lo disfrutaba. Eso la diferencia de Marisol, que tiene mayor personalidad y sabe qué cosas y de qué manera le gusta.
“¡Es tan rico!... ¡Es tan rico!” me decía, mirándome con sus ojitos brillantes.
Incluso la mirada, a pesar de tener el mismo par de ojos que los de Marisol y de su madre, se diferencian de ellas: Amelia me mira con más ilusión y deseo, mientras que mi esposa y mi suegra tienen mayor resolución en su mirada.
La cama crujía y se azotaba en la pared. Incluso, algunos objetos empezaron a caer de la repisa sobre mi espalda, pero eso no me detenía y nos causaba risa.
Estaba dentro de ella y nos mirábamos a los ojos, disfrutando de nosotros mismos. No teníamos lujuria ni había fantasías de por medio. Hacíamos el amor en su más humilde expresión.
Amelia me envolvía y apretaba con sus piernas, para que ingresara más y más adentro, mientras que sus mejillas se fundían con las mías y sus pechos se sacudían en completa libertad.
Los chupaba con respeto y mi dulce cuñadita lanzaba gemiditos tiernos, mientras los besaba y amasaba suavemente, sintiendo cómo se mojaba entre las piernas
“¡Te amo!... ¡Te amo!... ¡Te amo, Marco!” dijo, cuando finalmente alcanzamos el orgasmo.
Me quedo en ella y acomodo mi cara en sus pechos, escuchando su respiración. Amelia me hace caricias en el pelo.
Al poco rato, suena mi teléfono. Es un mensaje de texto.
“¡Vamos en camino… así que arréglate!” de Marisol.
Calculo que tenemos una media hora. Hacemos la cama, limpiamos, juntamos nuestra ropa, enciendo el calentador y nos bañamos juntos. Más besos y caricias en la ducha.
Cuando mis padres y mi familia llegan, Amelia y yo estamos en el living, hojeando un libro antiguo que tiene material que puede ayudarle a estudiar.
Finalmente, tras ayudarles a descargar el vehículo, mi madre me manda a llamar a la cocina.
Que no está bien que me quede a solas tanto rato con la hermana de Marisol y que si los vecinos nos ven, pueden pensar mal de mí.
Hay discursos que nunca cambian, incluso si uno está casado.


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1 comentarios - Siete por siete (121): El mismo discurso de siempre

pepeluchelopez
Jajaja algunas mamás tan preocupadas como siempre y uno con ganas de decirle si vieras que nomas hicimos tantito ruido jaja q locura q bien y marisol siempre al cuidado para alertar. Un abrazo
metalchono
A pesar de eso, no me quejo de mi mamá. Al día siguiente (y lo iré a contar dentro de la semana, supongo), me prestó su auto para ir a la playa. Saludos y cuídate.