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cascabel

CASCABEL

1. Clerkenwell

El barrio de Clerkenwell fue, a principios del siglo pasado, uno de los más pobres de Londres. La enfermedad y la miseria asomaban en cada esquina, y no había persona que no tuviera un enfermo en la familia o conociera a alguien que lo estuviera. En aquellos tiempos de hambre y penuria, los llantos y lamentos se convirtieron en la música de fondo de un escenario oscurecido por la sombra de la muerte. Fácil era encontrarse por las calles del barrio con un grupo de personas que sacaba a hombros de su casa un féretro con los restos mortales de algún familiar, que era, por lo general, niño o anciano. Aquel que hubiera pasado con cierta frecuencia por el barrio, habría visto una escena parecida casi todos los días; fue por ello que, de tanto verla, muchos se volvieron insensibles a ella.

Por la noche se oía el llanto de un niño; a la mañana siguiente, el mismo llanto era sustituido por otro: el llanto de una madre que recorría las calles con el rostro mortecino y los ojos inflamados.

Hay personas que, sin merecerlo, consiguen burlar a la muerte. Otras, en cambio, tienen menos suerte y ni siquiera la ven llegar. Se les instala en casa, en un rincón oscuro, en donde aguarda en silencio la hora señalada para salir al encuentro del moribundo.

En la fachada de la iglesia, junto a una de las pilastras que flanquean el portón de la entrada, el cura colgó un cartel cuyas letras rezaban la siguiente oración:

"Si con tu boca reconoces

a Jesús como Señor,

y con tu corazón crees

que Dios lo resucitó,

alcanzarás la salvación."



El corazón de Claudine se encogía cada vez que pasaba por allí con las precarias medicinas que el medico le daba para su hija. "Yo creo, Señor, yo creo; pero sálvala, por favor te lo ruego, sálvala" decía para sus adentros, como si en lo más profundo de su alma fueran a ser atendidas sus súplicas. Sin embargo, pese a todos sus ruegos y lamentos, la niña, que con apenas seis años se aferraba a la vida con todas sus fuerzas, parecía debilitarse día tras día.

Claudine la vigilaba día y noche, esperando como un rayo de luz divina un pequeño indicio de mejoría que despertara sus esperanzas y aflojara la angustia que le oprimía el pecho.

A lo largo de todos estos días, la joven madre perdió mucho peso, y con ello, parte de la belleza que tuviera no mucho tiempo atrás. Claudine, que siempre paseaba por la calle con una sonrisa en la cara, saludando amablemente a todos sus vecinos, caminaba ahora encorvada, arrastrando por el suelo la mirada y con la boca entreabierta.

2. Claudine

La vida de Claudine fue siempre una mancha borrosa en la obra del Señor. Pasó la mayor parte de su infancia en un orfanato situado a las afueras de Londres. Allí aprendió dos cosas muy importantes; dos cosas que, sin ella saberlo, le serían de gran utilidad a lo largo de su vida: una, coser, y la otra, recibir golpes. Estos golpes, propinados en la mayoría de ocasiones de manera injusta por las monjas encargadas del orfanato, hicieron de Claudine una niña miedosa y retraída, una niña silenciosa, encerrada en sí misma, que parecía vivir en un mundo ajeno al que había en aquellos muros. Se relacionaba muy poco con sus compañeras, y en todo el tiempo que permaneció en el orfanato no tuvo más amistad que la de un gato hambriento que cada día, a la misma hora de la mañana, se colaba en el jardín para recibir un poco de comida, sobras que Claudine recogía de su plato y se guardaba especialmente para él.

Cierto día fue descubierta por una de las monjas dando de comer al gato. Como castigo recibió 25 fustazos en la palma de las manos y la dejaron sin comer y sin cenar. Al día siguiente por la mañana no tuvo nada que llevar a su amigo, y se limitó a acariciarle la cabeza. Ese mismo día, a la hora de comer, se guardó ración doble para compensarlo al día siguiente.

Era el fondo de Claudine el más noble de cuantos habían en el orfanato. Si Dios hubiera reparado en aquel lugar, habría descubierto entre sus siervas a la mejor de sus representantes.

La pobre, puesto que no conocía otro modo de vida que no fuera aquél, veía todo cuanto le sucedía como algo normal, y cada día, cuando rezaba, daba gracias por la suerte que las monjas le habían hecho creer que tenía.

Cuando cumplió los dieciséis, coincidiendo con una masiva llegada de niños al orfanato, le buscaron trabajo en un taller de costura y un techo donde dormir.



En el centro de Londres, no muy lejos del barrio de Clerkenwell, existió un viejo y cochambroso edificio llamado “atalaya”, bautizado así por su altura. Sus propietarios, el señor y la señora Pikets, alquilaban sus viviendas a un bajo precio, pues éstas, debido al paso del tiempo y al escaso mantenimiento que recibían, se hallaban en unas condiciones deplorables. Tales condiciones atrajeron a todo tipo y genero de personas, venidas en su mayoría de las capas más bajas de la sociedad. Entre ellas, Claudine, quien, por la mitad de su sueldo, fue a ocupar una de las tres habitaciones que formaban el altillo.

Aunque muy reducida, con el techo inclinado, formado a base de tablones de madera, y las paredes en muy mal estado, estaba provista de cama, mesa, dos sillas, un armario, horno de leña y una diminuta ventana con forma ovalada que ofrecía una vista privilegiada de la parte baja de la ciudad. Era un escenario húmedo y gris, el cual intimidaba a Claudine.

Su sueño, desde muy temprana edad, fue tener una casa y formar una familia. Aquel cuarto era, en sus 16 años de vida, lo que más se acercaba a su ideal de vida.

A los pocos días de su llegada, haciendo uso del poco dinero que le habían adelantado en el trabajo, decidió dar a su cuarto un poco de calor, algo que lo hiciera más acogedor. Un día, al salir del trabajo, compró un cuadro en el mercado. Al llegar a casa, se tumbó en la cama y visualizó el cuadro colgado en la pared que tenía enfrente. Era una pared pequeña, cortada en diagonal por el techo, y con un pequeño claro que dejaba al descubierto el enladrillado. Vio buena idea tapar aquel defecto con el cuadro, y sacarle así un doble partido a su inversión.

Recordó haber visto, dos pisos más abajo, atravesando el ajado papel que revestía la pared del pasillo, un clavo bastante oxidado.

Bajó en su búsqueda, y una vez localizado, comenzó a tirar de él. Viendo su nulo resultado, se detuvo un instante, se frotó la yema de los dedos en el vestido y volvió a intentarlo, en esta ocasión, con las manos. Ni empleando todas sus fuerzas consiguió mover el clavo. Puso tanto empeño en su pequeña empresa que no se dio cuanta de que alguien, justo detrás de ella, la observaba con curiosidad. Del esfuerzo, Claudine comenzaba a sudar. Dando por imposible su empeño, y enojada por ver aplazado su proyecto decorativo, soltó el clavo, y al tiempo que se giraba, soltó una expresión malsonante que aprendiera en el orfanato, una expresión vulgar e indecente, impropia de una joven de su edad. Justo en ese instante descubría detrás suyo a un joven. Era un joven apuesto, de cabello castaño y rostro sereno. Claudine se tapó la boca, avergonzada por lo que acababa de decir, y se puso colorada.

—¿Te ayudo? —le preguntó el joven. (-¿Qué hace?)

Claudine asintió con la cabeza. El joven se acercó al clavo, lo agarró con fuerza, lo zarandeó a un lado y a otro y luego estiró de él. No sin esfuerzo, el clavo salió.

—Aquí tiene.

—Gracias —dijo Claudine, cogiendo el clavo.

Se sonrieron y el joven prosiguió su camino. Mientras bajaba la escalera, Claudine se asomó a la barandilla y le dijo:

—Espera…

El joven se detuvo y miró hacia arriba.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Claudine.

—Roger; me llamo Roger.

—Yo me llamo Claudine.

—Mucho gusto, Claudine —dijo Roger, sonriente—. Nos vemos pronto…

Y el joven siguió su camino.





Al día siguiente, mientras Claudine volvía del trabajo, fue observando las piedras que hallaba por el camino. Buscaba una que fuera consistente, y, a ser posible, tuviera liso alguno de sus cantos. La encontró poco antes de llegar al edificio. La escondió bajo la ropa y subió a su habitación. Cogió el clavo, el cual había sido guardado en un cajón, el mismo donde guardaba los platos y cubiertos, lo apoyó en la pared, sobre la zona desconchada, y lo golpeó con la piedra. El clavo se hundió en el yeso hasta llegar al ladrillo, lo cual era insuficiente para soportar el peso del cuadro. Claudine arremetió contra el clavo con fuerza; pero tanta empleó, que, debido al mal estado de la pared, una parte se desprendió, yendo a caer al suelo del cuarto vecino. Un agujero tan grande como la piedra que Claudine tenía en la mano se había formado en la pared.

Asustada, dejó la piedra en suelo y miró por el hueco. No vio a nadie en el cuarto. En las pocas semanas que la joven llevaba viviendo allí, no se había cruzado aún con su vecino; sin embargo sabía de su existencia, pues cada tarde, p oco antes del anochecer, escuchaba el portazo que daba al entrar.

Durante un rato, Claudine caviló las distintas consecuencias del accidente. La primera, la que más le preocupaba, era la de ser expulsada de la vivienda; y la otra, menos grave que la primera, el enfado de su vecino.

Angustiada con estos pensamientos, se tumbó en la cama, a la espera de su vecino. Pasado un rato pensó que mejor sería esperarlo fuera, en el vestíbulo al que daban las tres habitaciones y ponía fin la escalera, para contarle lo sucedido antes de que lo viera.

Claudine se sentó en el suelo y esperó. Estaba ya quedándose dormida cuando escuchó unos pasos. Claudine se levantó rápidamente al distinguir la figura de un hombre, y sintió un gran alivio al reconocer al joven que le ayudara a sacar el clavo de la pared. Roger levantó la vista y vió a Claudine, quien desde arriba lo miraba y sonreía. Antes de que al joven le diera tiempo a saludar, dijo Claudine:

—Vives ahí, ¿no es cierto?

El joven llegó a la altura de Claudine.

—¿Si yo vivo ahí? —dijo Roger, señalando la puerta que había entre las otras dos.

—Ajá —dijo Claudine, afirmando con la cabeza.

—No. Yo vivo en esa de ahí.

Claudine se volvió a sentar en el suelo, se tapó la cara con las manos y comenzó a llorar. Roger se agachó, sorprendido por aquella súbita reacción, apoyó la mano en el hombro de Claudine y le preguntó:

—¿Qué te ocurre?

Entre sollozos, con la voz entrecortada, Claudine contestó:

—Me van a echar.

—¿De dónde?

—De aquí.

—¿De tu casa? ¿no puedes pagar?

Claudine se secó las lágrimas con la manga del vestido, cogió a Roger de la mano y lo llevó al interior de su habitación.

—Por eso —dijo Claudine, señalando el agujero de la pared—. En cuanto el señor Pikets lo sepa pondrá el grito en el cielo; me echará, estoy segura, y no tengo a donde ir. No sé que hacer. Solo me queda confiar en nuestro vecino, en que no diga nada y me ayude a esconder el destrozo hasta que tenga dinero para repararlo.

Roger miraba el agujero, pensativo.

—Butler es un viejo malhumorado que anda enojado con todo el mundo. Butler es nuestro vecino.

—¿Qué voy a hacer, entonces? En cuanto llegue ese viejo y descubra el agujero…

—Y no creo que tarde; suele llegar a esta hora.

Claudine se sentó en la cama, cabizbaja, y suspiró.

Roger, mientras tanto, cogió la piedra del suelo y golpeó la pared. Claudine, al escuchar el golpe, se sobresaltó.

—¡Pero…! ¿Qué haces?

Roger miró a Claudine, y mientras tomaba impulso para volver a golpear la pared, dijo:

—Un agujero más grande.

Y volvió a golpear la pared. Fragmentos de ladrillos cayeron al otro lado del tabique.

Claudine estaba completamente paralizada.

—¿Cabes por aquí? —preguntó Roger tras varios golpes—. Debemos ir rápido. El viejo Butler no tardará en llegar. Es necesario que pases al otro cuarto y tires los escombros a éste.

—¿Para qué hacer eso, Roger?

—Confía en mí. Vamos, yo te ayudo a pasar.

Claudine metió los brazos y la cabeza por el agujero, y con la ayuda de su amigo fue pasando al otro lado.

Durante esta operación, Roger hizo cuanto pudo para no tacar más que la cintura de la joven y, a más a más, que la falda de su vestido no se levantara, pues ante todo, por extrema que fuera la situación, no quería faltarle al respeto.

En la caída, Claudine se golpeó la frente con los escombros y se hizo un rasguño.

—¿Estás bien? —le preguntó Roger.

La joven se levantó del suelo. Tenía en la frente un poco de sangre, pero estaba tan nerviosa que ni se percató del daño. Afirmó con la cabeza, y sin perder un solo segundo comenzó a recoger los escombros.

Roger, mientras tanto, se arrastró la cama hasta la pared, dejando el cabezal muy cerca del agujero, y pidió a Claudine que le pasara primero los fragmentos más grandes, y dejara para lo último los más pequeños. Cada resto de pared que Claudine le daba, Roger lo fue colocando encima la cama.

De vez en cuando, Roger se asomaba por la puerta y paraba el oído por si llegaba el señor Butler.

Pasaba Claudine los últimos restos del desastre cuando Roger creyó escuchar unos pasos. Pensó que bien podría tratarse de cualquier otro vecino, pero que no valía la pena arriesgarse.

—Déjalo ya, Claudine. Vamos, te ayudaré a pasar.

Roger cogió las manos de Claudine, quien había pasado ya los brazos y la cabeza por el agujero, y tiró de ella hasta traerla de vuelta.

—Hemos de ser rápidos. Mueve la cama y ponla debajo del agujero.

Roger se acercó al mueble que había junto al horno, abrió el cajón y sacó de éste un paño de color tierra y un cuchillo que parecía estar afilado. Claudine acabó de mover la cama y se giró justo cuando Roger cerraba los ojos, agarraba con el puño la hoja del cuchillo y con un rápido movimiento lo sacaba. Claudine se tapó la boca con la mano y ahogó un grito.

Roger, sin prestar atención a Claudine, limpió con el trapo la sangre del cuchillo y luego con el mismo trapo se tapó la herida de la mano.

—Será mejor que hable yo, ¿de acuerdo? Desde ahora no digas nada.

Se acercó a Claudine, le colocó el trapo empapado de sangre en la frente, y sin soltarlo, la rodeó con el brazo y la sacó del cuarto. Afuera, buscando la llave para entrar a su cuarto, estaba el señor Butler. Éste, al ver la sangre que salía de la cabeza de la joven, frunció el ceño y exclamó:

—¡Santo cielo bendito! ¿qué le ha pasado?

—Le cayó la pared encima mientras dormía —contestó Roger—. Vamos, ayúdeme a bajarla.

—¡Maldito edificio! —gritó el viejo— ¿Está usted bien?

—No es nada —dijo Roger—, pero deberá verla un médico.

Los tres bajaron hasta la primera planta. Butler golpeó varías veces la puerta de los Pikets.

Abrió la puerta un viejo miope. Era el señor Pikets.

—¡Fíjese lo que hizo su ruinoso edificio con esa pobre chica!

El señor Pikets quedó enmudecido y boquiabierto al ver la sangre. Le temblaban las manos y brillaban los ojos.

—¡Ahora mismo vamos a la policía! —continuó colérico el señor Butler.

—Pero… ¿me pueden explicar qué ha pasado? —logró preguntar el señor Pikets.

—¿Pues no ve? Le cayó una pared de sus paredes encima mientras la pobre dormía —dijo Butler.

—Por suerte yo estaba en mi cuarto y lo escuché todo, y pude ayudarla —intervino Roger.

—Pero… —dijo Pikets— ¿a la policía? a esta joven debería verla un médico.

—¡Y la policía también! —dijo el viejo.

—Bueno, bueno, pero antes debe verla un médico —dijo Pikets—. No se preocupen por los gastos del médico. Yo me ocupo de eso, y… bueno, tendrá un cuarto mejor, y… por el mismo precio, claro está.

—¡Por supuesto que lo hará! —vociferó Butler.

—Pero… no será necesario acudir a la policía.

—Háblenlo ustedes —interrumpió Roger—; yo la llevaré a que la vea un médico, y acudir o no a la policía será decisión de ella.

Roger salió del edificio con Claudine, dejando solos a los dos ancianos. Ya fuera, y solucionado el problema, Claudine se atrevió a hablar.

—¿No iremos a un médico, verdad? —preguntó.

Roger sonrió.

—Claro que no. Iremos a casa de un amigo, si te parece bien. Él nos prestará lo necesario para curar estas heridas y ocultar tu rasguño. Luego, si te apetece, podemos dar un paseo por el parque.





3. Marie

Nadie faltó a la fiesta. Amigos y familiares quisieron estar presentes en un día tan especial para Marie. Cumplía quince años.

Hija única de Eduard y Margaret Connell, Marie tenía unos padres que eran la envidia de todas sus amigas, las cuales, en multitud de ocasiones, le habían manifestado: “ojala mis padres fueran como los tuyos”. Para el matrimonio Connell, su hija lo era todo. A pesar de que había sido una niña a la que nunca había faltado de nada, de buena hija que era, con nada se conformaba y de nada se quejaba.

Aquella mañana, viendo salir el sol, los padres de Marie decidieron celebrar la fiesta en el jardín. Había amanecido despejado, lo cual, sumado a la suave temperatura, hacía presagiar un bonito día de primavera.

A primera hora de la tarde las mesas se encontraban perfectamente distribuidas por el patio, provistas de bebidas y aperitivos que los invitados iban seleccionando y depositando en sus platos. Las hojas de los setos que bordeaban el patio relucían mansas bajo el sol, y ni una tímida ráfaga de viento se atrevía a importunarlas.

Un gramófono, situado sobre una mesa bajo el porche, animaba la fiesta con un nuevo estilo de música llamado fox—trot. El vinilo, regalo de tía Rose, había sido adquirido a un grupo de soldados norteamericanos a cambio de unas cuantas monedas y de cierta información acerca de dónde poder gastarlo de manera ociosa, o dicho de otra forma: en mujeres, acuerdo al que Rose accedió con agrado.

Pero este regalo, al igual que todos los demás, no llegó a despertar mayor interés en Marie, pues se vio eclipsado por otro mucho más especial: un cachorro grisáceo de pelaje lanoso, ojos pequeños y orejas caídas: se trataba de un cachorro de raza barbet. Y aunque se mostró igualmente agradecida con el resto de regalos, apenas les prestó atención, no solo por la enorme ilusión que le había hecho el cachorro, sino porque dicho regalo venía de alguien muy especial para ella: su amigo Darrell, de quien, importante es decirlo, estaba enamorada en secreto; tan en secreto lo llevaba, que ni siquiera él lo sabía.

Darrell, que por entonces tenía veintiún años, era un joven guapo, educado y culto; virtudes que llevaba con mucha humildad. Recién ascendido a sargento del ejército británico, Darrell tenía un futuro brillante por delante.

Con el cachorro en brazos, Marie escudriñó el patio con la vista en busca de su amigo. Lo divisó rápidamente charlando con sus padres, el señor y la señora Tilman, junto a los padres de él, el señor y la señora Connell. Se alegró de la buena relación que había entre ellos, y se ruborizó al pensar que, en un futuro, pudieran estrecharse los vínculos.

Decidió acercarse a ellos cuando una mano, agarrándola del brazo, la detuvo.

—Por fin te encuentro. Dime, cariño: ¿te gusta la música?

—Mucho, tía Rose; muchas gracias.

—Te veo cambiada. Te estás convirtiendo en toda una mujer.

Marie se ruborizo.

—No sé, tía Rose. No creo…

—Es cierto.

Su prima Shelly, hija de Rose, se unió a ellas.

—Ya casi tienes la edad suficiente para tener un novio —prosiguió tía Rose—, aunque eso no es algo que deba preocuparte por ahora; como dices, aún sigues siendo una niña. Shelly a tu edad no tenía novio, y eso que ella, por entonces, pasaba por una joven de veinte años ¿verdad, Shelly? Pero eso sí: no le faltaban pretendientes; por cierto, Marie, ¿sabías que Darrell ha invitado a Shelly a salir?

El color de Marie pasó del rosado al blanco, y una terrible angustia se apoderó de ella.

—Hacen una pareja estupenda —continuó tía Rose—, ¿no crees?

Marie no pudo contener el dolor, y notando que los ojos se le anegaban, bajó la cabeza y dijo:

—Sí la hacen, tía…

Y antes de que brotaran las primeras lágrimas, se fue al interior de la casa, dejando allí plantadas a madre e hija.

Subió a su cuarto, se tumbó en la cama, abrazó al perro y lloró como no recordaba haberlo hecho en mucho tiempo.

Pasado un rato entró su madre en el cuarto, y viendo que su niña lloraba, se sentó en la cama, extrañada, y le preguntó qué le pasaba. Marie, sin dejar de llorar, apartó la cabeza de la almohada, miró a su madre y comenzó a sonreír.

—Nada, mamá; es sólo que estoy muy contenta de que haya venido tanta gente.

—¡Ay, mi vida! Todo el mundo te quiere mucho.

—Lo sé, mamá; por eso estoy contenta.

—¿Y qué dice éste? —preguntó, acariciando la cabeza del cachorro.

—Se pregunta si lo dejarás dormir conmigo, en mi cama…

—Ya veremos; se lo preguntaremos a papá. Dime, ¿le pusiste ya un nombre?

—No, todavía no.

—¿Y le has dado las gracias a Darrell? Fue idea suya regalártelo.

Marie, que hasta el momento había sonreído para no disgustar a su madre, se puso seria.

—No, mamá.

—Pues deberías hacerlo.

—Lo sé… pero…

—Vamos, Marie; es tu amigo, y me consta que se tomó muchas molestias para poder regalártelo.

La señora Connell cogió de la mano a su hija, y sin que ésta soltara al perro, la llevó de nuevo al jardín.

Pronto encontraron a Darrel hablando con el señor Conell.

—Te he estado buscando por toda la casa, cariño —dijo la señora Connell a su esposo—. Ven; he de mostrarte una cosa…

Y los dos se alejaron, dejando solos a la pareja.

—Hola, Marie —dijo Darrell.

Marie desvió la mirada. A pesar de los años que hacía que se conocían y la buena relación que había entre ambos, lo sintió muy lejos de ella, casi como un extraño.

—¿Le pusiste ya un nombre? —preguntó Darrell.

—Todavía no.

No sabiendo que más decir, ambos quedaron un rato en silencio.

—¿Qué tal va la fiesta? —preguntó Darrell, al fin.

—Bien, supongo… ¿Cómo la ves tú?

—¡Bien! Vino mucha gente. Y esa música que suena es… es genial.

—Es un regalo de tía Rose; y bueno, de Shelly también, supongo. Fox-trot.

—¿Cómo?

—Así se llama: fox-trot.

—Ah; suena realmente bien.

—Oye, Darrell…

—¿Sí?

—Quería decirte una cosa...

Se acercaron a un banco de piedra, situado en frente de unos rosales, y se sentaron. Marie recordó las palabras de su tía, haciéndola sentir más niña de lo que realmente era, y se sintió estúpida.

—Mi prima Shelly es una chica muy guapa.

Darrell pareció incomodarse.

—Cierto; Shelly es una chica muy guapa.

—Y ya es una mujer… —Marie pasó de sentirse estúpida a ridícula, y viendo que no se atrevía a decir lo que pensaba, continuó:— De verdad, muchas gracias; ha sido el mejor regalo de todos. Prométeme una cosa, Darrel.

—Te noto extraña, Marie; ¿te ocurre algo?

—Sólo quiero que me prometas una cosa.

—Lo que me pidas.

—Prométeme que siempre serás mi amigo, que jamás perderemos la confianza que nos tenemos.

Darrell la miró extrañado, y antes de que le diera tiempo a contestarle, Marie le dio un beso en la mejilla y se fue.





4. Una petición desesperada.

Una noche, cenando Claudine con su marido, ocurrió lo siguiente:

—Roger... —dijo ella. Silencio. Roger hacía girar la sopa con la cuchara sin retirar la vista del plato—. Roger —repitió Claudine a su marido con el mismo tono de voz afligido—. Has de hacer algo.

Roger no dijo nada; se levantó de la silla y se dirigió al cuarto donde dormía su hija. Se arrodilló junto a ella, y cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, la observó con atención. Al respirar, ésta emitía un silbido afónico que oprimía el alma del padre. La besó en la mejilla y se retiró a la cama, meditabundo.

Al día siguiente, como cada mañana, Roger acudió a su trabajo: una fábrica para la que trabajaba desde poco antes de conocer a su esposa en aquel destartalado edificio. Durante las dos primeras horas de su jornada, desde su puesto, estuvo vigilando las idas y venidas del supervisor de zona. En una de éstas, Roger abandonó su puesto y se acercó a él.

—Discúlpeme, señor; quería preguntarle... bueno, quería saber si necesitan hombres para el turno de noche.

—No. Vuelve a tu puesto.

—Aunque sea...

—No lo hay, Roger; vuelve a tu puesto.

Derrumbado ante la negativa, se atrevió a pedirle una entrevista con el señor Wallace, dueño del negocio y jefe de los ciento cuarenta y tres trabajadores que habían en la fábrica, pero éste se negó con rotundidad, sin darle opción a insistir. Conocía la situación de Roger e intuía sus intenciones, por lo que prefirió no molestar al jefe con temas tan incómodos, pues sabía lo mucho que le irritaban.

A media mañana, abandonando su rutina, el señor Wallace abandonó el despacho para dar una vuelta por las distintas plantas de su floreciente industria. No era algo que hiciera habitualmente, aunque sí de vez en cuando para dejarse ver por sus trabajadores y que estos tuvieran presente la figura de quien pagaba el pan que alimentaba a sus hijos.

Si profundizáramos en la personalidad del señor Wallace, veríamos que se trataba de un ser mezquino, al que la vida sonreía sin merecerlo, al que la suerte, el destino, la providencia, el capricho de un ser divino, todas juntas o ninguna, había enriquecido y al que la sociedad respetaba.

El señor Wallace, hombre de baja estatura, sin apenas cuello, rubicundo, y con unos cuantos kilos de más, pasó muy cerca de Roger con la cabeza erguida y los brazos cruzados. Roger, al verlo, dejó su puesto de trabajo y lo abordó.

—Señor, necesito hablar con usted —dijo, intentando mantener la compostura—. Mi hija se... se muere. Por favor, señor, si usted me lo permitiera… yo podría trabajar por las noches en la fábrica. Por favor, señor, necesi to...

El señor Wallace se detuvo y, sin mirarlo a la cara, le dijo:

—¿Pretende usted trabajar día y noche? Si así fuera, su rendimiento sería tan bajo que tendría que despedirle. Siga con el trabajo que tiene, que no es poco.

Y, dándole la espalda, siguió su recorrido por la planta.

Roger se quedó allí plantado, viendo como su única esperanza se alejaba de la mano del señor Wallace. Segundos más tarde volvía desolado a su puesto. Aunque pueda parecer extraño, no sentía odio, ni rencor, ni nada malo hacia su jefe; eso hubiera ido en contra de su naturaleza, y por otro lado, la preocupación que sentía era tan grande que no dejaba lugar a otro tipo de sentimientos.

El día se hacía eterno. Roger ejercía su trabajo como un autómata, ajeno a cuanto le rodeaba.

No comió. Ni siquiera abandonó su puesto de trabajo cuando al mediodía sonó la sirena que anunciaba la hora de comer. Allí se quedó con su dolor, traspuesto.

Parecía que la fortuna le mostraba su cara más amarga y lo dejaba caer en el pozo de la desesperación; pero, como es sabido, no hay pozo sin fondo, y aquella misma tarde, para su sorpresa, se le acercó el supervisor y le pidió que lo acompañara, pues el jefe quería verlo. La esperanza iluminaba por primera vez en mucho tiempo su camino.

Roger siguió al supervisor hasta el despacho del jefe. Después de llamar a la puerta, entró. El señor Wallace, reclinado en su butaca de cuero, detrás de un gran escritorio, le ofreció asiento. Fumaba puro con solemnidad, levantado la cabeza en cada exhalación de humo.

—He sacrificado parte de mi vida en esta empresa —dijo el señor Wallace—. Tener lo que tengo me ha costado mucho. No crea que no sé lo que es pasar hambre. ¿Ve este cigarro? ¿Sabe cuánto cuesta? ¡Oh, claro que no! ¡qué tonterías digo! Es un H. Hupmann, ¿le suena de algo? Le suena, ¿verdad? Escuche… si hubiera sido una persona permisiva, tal y como usted me está pidiendo que sea, ahora no tendría nada. ¿Sabe a lo que me refiero? Ahora mismo no podría fumarme este puro, ni podría pagar los caprichos de mi esposa, que no son pocos ni baratos, ni los de mi adorable hija, que no son menos costosos que los de mi mujer. Sé lo que le pasa; el señor Frost me ha informado de todo, y no crea que me siento indiferente ante una situación como la suya. En el fondo estas cosas me afectan más de lo que usted cree. Verá… voy a proponerle algo: necesito una sirvienta en casa; una sirvienta que esté dispuesto a… ¿cómo decirlo?… que esté dispuesta a todo. — Roger miraba confuso a su jefe.— Seré claro; quiero la vida de su esposa a cambio de la de su hija. Le pagaré los mejores médicos, le costearé las mejores medicinas, y todo a cambio de su esposa por un tiempo no superior a tres meses.

—¿La vida de mi esposa? ¿Cómo, señor? No… no entiendo bien…

—Ya veo que no entiende bien; lo que le pido a cambio de la vida de su hija, es el cuerpo de su esposa. Es bastante sencillo de entender…

—¡Pero señor!...

—Costearé al mejor médico de toda Inglaterra; medicinas, y dos enfermeras que se ocupen día y noche de su hija. Si existe una sola posibilidad de que su hija se salve, pasa por esta solución. Váyase a casa. Tómese la tarde libre. Háblelo con su esposa; medítenlo; ya me dirá algo cuando hayan tomado una decisión. Yo no tengo prisa.

Estas palabras desequilibraron el estado anímico de Roger. Había una persona que le tendía la mano, que frenaba su caída a lo largo de aquel pozo, pero que, para hacerlo, estiraba de la soga que tenía ceñida al cuello.

Abandonó el despacho y regresó a casa dándole vueltas a la propuesta del señor Wallace. Cuando llegó, él y su esposa discutieron el tema hasta muy entrada la noche. “Pero... ¿qué es todo, Roger?” preguntaba Claudine, turbada, sin obtener una respuesta clara de su marido. En realidad, ambos tenían sus dudas respecto a la proposición del señor Wallace —ella más que él—; pero ambos estuvieron de acuerdo en que aceptarían.



5. La buena noticia.

Marie apenas comía, dormía poco y pasaba la mayor parte del tiempo ausente, con la mente vaga y soñadora. En ocasiones dejaba pasar el tiempo sentada en la banqueta de su tocador, mirando la calle a través de la ventana de su habitación y jugando con los rizos de su cabello. Por momentos despertaba de su sueño, cogía en brazos al perro, aplastaba su mejilla en la de él, y entre suspiros lo estrujaba sin piedad contra su pecho.

A la hora de la comida se mostraba igualmente ausente. Su padre, que llevaba observando el extraño comportamiento de su hija desde hacía varios días, comenzó a mostrarse preocupado, y no cesó de preguntarle por su falta de apetito. Marie, con algunos segundos de retraso, siempre contestaba “es por el verano, ¡dichosa calor!”.

Un día, cuando Marie se levantó de la mesa y se fue a su cuarto, Howard le dijo a su esposa:

—A esta niña le pasa algo. Soy su padre y lo noto.

—Eres su padre y lo notas, y si fueras su madre como yo sabrías además lo que le pasa.

—¿Y qué es lo que le pasa, si se puede saber?

—Pues que está enamorada.

Por las mañanas, cuando no tenía clases, Marie bajaba al jardín, y en él pasaba el tiempo contemplando el revolotear de las mariposas entre los lirios, las mimosas y los alhelíes que lo adornaban, con una melancolía tan profunda que a menudo pensaba en el poco sentido que tendría su vida si no podía compartirla con Darrell, y que, de ser así, más valdría dejar de vivir. En ocasiones se decía: “Shelly es más guapa que yo; y además, Darrell me ve aún como una chiquilla”, y al rato se recriminaba: “Has sido una tonta al pensar que algún día podrías… “, creyendo que, pensando de aquel modo pesimista, enterraría todas las ilusiones que había tenido hasta entonces y, por lo tanto, el dolor desaparecería.

Pero la verdad, la que ella desconocía, era que Darrell tenía una cita con Shelly sin querer tenerla, y sí queriéndola tener con Marie, aun siendo esta última menos hermosa que la primera. Darrell veía en Marie la ternura, la bondad y la inocencia; en Shelly veía todo lo contrario, hecho que le desagradaba en exceso.

Una noche, dos días antes de su cita con Shelly, Darrell entró en el despacho de su padre y mantuvo una interesante conversación con él.

—Esa muchacha… Shelly, ¿no os parece un tanto extraña?

Sin dejar de mirar los papeles que tenía sobre la mesa y llevándolos de un lado a otro, el padre de Darrell contestó:

—¿Extraña?

—Sí. Quiero decir que… vamos, no es como las demás chicas.

—Ajá; ¿y?

—Pues que me incomoda. No quiero salir con ella.

Moviendo aún los papeles:

—Díselo a tu madre; fue ella quien lo acordó todo con la madre de esa chica… ¿cómo se llama? Eso, Shelly; pero si no quieres quedar con ella no tienes porqué hacerlo. Cancelas la cita mandando tus disculpas con un ramo de flores y ya está. Pero, hijo, no veo que mal te puede hacer una cita con ella.

—Lo sé, padre, pero es que… hay algo más.

—Ajá…

—Quisiera pedir permiso a los padres de otra chica para salir con ella.

—Pues adelante, hijo. Confío en que…

—Se trata de los Connell —interrumpió Darrell a su padre, quien de golpe dejó de marear los papeles para fijar la vista en su hijo.

—¿Los Connell? ¿Hablas de la pequeña Marie?

—Sí, padre.

—Eso es... ¡eso es fantástico!— El padre de Darrell se levantó de la silla y se acercó a su hijo.— Los Connell son una familia excepcional, y Marie se ve que es una muchacha excelente. Me parece una decisión acertadísima. De veras me alegro, hijo.

Ambos, satisfechos, se abrazaron.





6. El acuerdo.





Dos días más tarde, llegada la noche, Elisabeth y Joseph —los señores Wallace— presidían la mesa en el amplio comedor de su casa. Sus dos invitados, Roger y su esposa, sentados el uno enfrente del otro, apenas levantaban la cabeza del plato, mientras Emily, hija de los Wallace, cenaba sentada junto a su padre.

Poco se dijo durante la cena; cualquier intento de conversación se desvanecía en sus inicios. La tensión de Roger y su esposa, por mucho que intentaban encubrirla, fue notoria desde su llegada a la casa.

Finalmente, mientras uno de los mayordomos servía el postre, el señor Wallace abordó el tema que les había llevado a reunirse:

—Relájense; piensen en su hija. Háganse a la idea de que dentro de poco estarán disfrutando de su felicidad.

Roger levantó la vista del plato y miró a su esposa. En la mirada de él se podía ver su inquietud; en la de ella, la incertidumbre del necio que intuye una situación de peligro pero ignora la auténtica gravedad del mismo.

Volviéndose hacia el señor Wallace, Roger contestó:

—Sí, señor, pero no estamos seguros de que ésta sea…

—¡Tonterías! —interrumpió el señor Wallace, alzando la voz—, no debe preocuparse por nada; pienso traer al mejor médico del país. No sé si debería decirles esto... no me gusta adelantar acontecimientos... pero en fin: ayer hablé con el doctor Herbert Khol; por si no lo saben, el doctor Khol es uno de los más prestigiosos médicos de toda Europa. Le pregunté si, como un favor personal, por supuesto, podría hacerse cargo del caso de su hija, y he de informales que accedió de buen grado; es más: se mostró favorablemente optimista e interesado.

—Pero Señor, lo que usted nos pide a cambio es…

—Un pequeño sacrificio, querido amigo, nada más que eso: un pequeño sacrificio. ¿O acaso tienen algo mejor que ofrecernos?

Roger quedó en silencio. El señor Wallace prosiguió:

—La vida de su hija está en sus manos. Ustedes deciden.

—De acuerdo —dijo Claudine—. Acepto. No sé muy bien lo que quieren de mí, pero acepto.

—Basta de tonterías y misterios —intervino la señora Wallace, con desaire—. Te queremos a ti, querida, queremos una esclava. Tu vida a cambio de la de tu hija. Si aceptas, te quedas; si no, Eugene os llevará de vuelta a casa.

Claudine los miró uno a uno, aterrada, y volvió a reafirmar su decisión:

—Acepto, señora.

—Bien, querida; veámoslo.

Toda esta escena, amparada por la cruel circunstancia que conlleva la necesidad, era seguida con atención por los dos mayordomos que servían en la casa, ambos de pie junto a la puerta de acceso al comedor. El uno se llamaba Eugene; el otro, Fabián. El primero era un hombre de mediana edad, más bien robusto, de facciones suaves y atractivas, con una de esas fisonomías que transmiten tranquilidad y despiertan confianza. El segundo, a diferencia del primero, era un hombre delgado, de cara estrecha, ojos hundidos, feo como lo es un lagarto, cuyo semblante serio y oscuro era fiel reflejo de su alma.

La señora Wallace hizo un gesto con la cabeza a Eugene, quien viendo la señal de su señora se colocó detrás de Claudine, la cogió del brazo y la obligó a levantarse. Claudine miró a su marido, y éste, no pudiendo mantener la mirada, agachó la cabeza. La situación le parecía de lo más inverosímil; tanto, que llegó a pensar que nada de todo aquello le estaba sucediendo en realidad.

—Bájale el vestido hasta la cintura —ordenó la señora Wallace.

Claudine cruzó los brazos a la altura del pecho.

—Así no vamos bien —dijo la señora Wallace—. Será mejor que regreséis a vuestra casa y dejéis a vuestra niña en manos de Dios. Es menos fiable que un médico, pero mucho más barato.

Claudine dejó caer los brazos. Eugene miró a la señora Wallace, y al ver que ésta asentía con la cabeza, desató el lazo que cerraba el vestido de la joven madre y lo bajó hasta la cintura.

—El sostén; quítaselo también.

El mayordomo desabrochó la pieza de ropa y se la quitó. No hubo resistencia, pero Claudine tuvo que hacer un gran esfuerzo para no cubrir sus pechos con los brazos. Era tal la vergüenza y humillación que sentía, que deseó morir. Mientras, su esposo la miraba de manera intermitente, debatiéndose entre la curiosidad morbosa, de la cual se sentiría culpable el resto de su vida, y el dolor que le provocaba.

Emily, mientras tanto, había dejado los cubiertos sobre la mesa y alternaba la mirada entre Claudine y su marido, disfrutando como ninguno de los presentes podría disfrutar jamás del horror y sufrimiento que reflejaban sus rostros.

—Átala —ordenó Elisabeth.

Eugene le ató las manos a la espalda con una cuerda que sacó del bolsillo, dándole varias vueltas alrededor de las muñecas, sin apretar demasiado, y se apartó.

Todos, en especial Elisabeth, apreciaron la hermosura de sus pechos, blancos como la leche, y la extrema delgadez de su vientre, fruto de una mala nutrición. Tenía las costillas suavemente marcadas en la piel. Esto resultaba muy poco atractivo, pero no a ojos de los Wallece, que veían con agrado y regocijo los estragos de la indigencia y la desgracia.

—Fabián —dijo la señora Wallece—. Acércate.

El otro mayordomo, el que tenía un aspecto más terrible, se colocó detrás de Claudine.

—Tócala —siguió diciendo la señora Wallace.

Fabián la rodeo con los brazos y le agarró los pechos, pellizcándole los pezones, que eran pequeños y rosados.

—Más fuerte.

Claudine cerró los ojos y contrajo el rostro de dolor.

—Más.

El dolor, esa extraña y molesta percepción de la que casi todo ser humano huye, se hizo más insoportable.

—Ya basta —dijo la señora Wallace—. Súbele el vestido hasta la cintura y bájale las bragas hasta las rodillas para que podamos verla de cuerpo entero.

Roger, que hasta entonces había observado la escena de modo furtivo, manteniendo una lucha interna para controlarse y no detener aquella aberración, desvió definitivamente la mirada hacia la ventana, vencido por el dolor.

—Eugene —dijo la señora Wallace, dirigiéndose al mayordomo—, nuestro invitado desea marcharse. Llévalo a su casa.

Por un lado, Claudine deseó con todas sus fuerzas que su marido no presenciara tan lamentable humillación, pero, por el otro, quedarse sola le aterraba.

Con las manos atadas a la espalda, el vestido arrugado en la cintura como el fuelle de un acordeón, y las bragas enrolladas a la altura de las rodillas, Claudine vio alejarse a su esposo.

—Roger, por favor… —logró decir, casi sin aliento.

Antes de que saliera del comedor, en el preciso instante en que Fabián doblaba el cuerpo de Claudine sobre la mesa, Roger se giró para contemplar por última vez a su esposa, y la imagen que vio causó tal impacto en él, que así la recordaría durante mucho tiempo. Y no solo aquella imagen lo torturaría, pues poco después, cuando atravesaba el jardín en dirección a la calle, oyó algo que lo paralizó y que también recordaría durante todo ese tiempo y mucho más, si es que alguna vez llegó a olvidarlo.



6. Un grito vale más que una imagen.







Mientras Roger salía de la casa, Claudine se convencía a sí misma de que algo ocurriría en aquel preciso instante que la salvaría de toda aquella depravación; pero a medida que pasaba el tiempo y, sobretodo, vio que la sonrisa de la señora Wallace adquiría un cariz malicioso, sus esperanzas se fueron derritiendo como un trozo de hielo en la palma de la mano. Sólo cuando por debajo de sus piernas desnudas vio a Fabián bajarse los pantalones y sintió el roce de su miembro en la entrada de su sexo, se dijo a si misma: "¡Oh, Dios mío! ¿Qué me va a hacer?". La respuesta, si alguien hubiera oído su pregunta y le hubiera contestado con sinceridad, hubiera sido que la iban a violar.

Nada podía detener lo que estaba a punto de suceder. El mayordomo la sujetó por las caderas y se precipitó sobre ella. Claudine, que sintió como su cuerpo se abría de golpe, no pudo reprimir un grito que se oyó más allá de los límites de la finca de los Wallace, y que, como ya se ha visto, escuchó su esposo mientras se alejaba por el jardín.

Superado el primer obstáculo, Fabián comenzó moverse, encontrando un inmenso placer en la resistencia que ofrecía la sequedad del conducto forzado.

Claudine comenzó entonces a llorar, y poco después a suplicar que parara. Pero Fabián, lejos de parar, aceleró el ritmo, y para mayor tortura de su victima, le alzó la cabeza por el pelo, de manera que todos pudieran contemplar el sufrimiento en su rostro.

La serenidad de quienes disfrutaban de aquella escena resultaba estremecedora. La miraban con atención, pero con una pasividad pasmosa, como quien está mira la carta de un buen restaurante.

Fabián endureció sus embestidas; tanto que, cuando el cuerpo de la joven quedó bañado por el fluido de aquel desconocido, la desgraciada sintió que de un momento a otro desvanecería.

La señora Wallace se levantó de la silla, se acercó a ella y, agarrándola del pelo, la separó de la mesa. A Claudine le temblaban las piernas y le dolía el sexo.

—Ponte de rodillas.

Claudine, con la ayuda de Fabián, que se encontraba a su lado con el miembro manchado de semen, se puso de rodillas.

—Abre la boca y no te atrevas a cerrarla.

Dicho esto, su mano fue a impactar con violencia en la mejilla de Claudine, quien cerró la boca tras el impacto. Seguidamente volvió a recibir un guantazo en la misma mejilla, con la misma fuerza que el anterior.

—¡He dicho que no cierres la boca! —gritó la señora Wallace.

Claudine comenzó de nuevo a llorar, resistiéndose a obedecer. Aún le parecía imposible estar viviendo todo aquello, que realmente le estuviera sucediendo a ella. La señora Wallace levantó el brazo con un gesto implacable y severo; sólo entonces obedeció. La señora Wallace acercó su boca a la de Claudine, se detuvo a muy poca distancia y escupió dentro de ella. La saliva se deslizó por su interior, algo que provocó en ella un profundo asco, una desagradable sensación de repugnancia. La señora Wallace se apartó para que Fabián pudiera introducirle en la boca su miembro manchado. Claudine, sintiendo su boca también ultrajada, cerró los ojos con fuerza y dejó que también la violaran por ese lado sin ofrecer resistencia.

Mientras el miembro entraba y salía, el mismo miembro que había separado sus carnes, la señora Wallace comenzó a caminar por el salón con paso lento pero firme, con los brazos cruzados y el semblante serio. Después continuó hablando con un tono de voz que cortaba el aire:

—Tu vida no vale ni una décima parte del dinero que vais a recibir. Por mucho que sufras, y por muy doloroso y degradante que sea lo que vas a vivir en esta casa y fuera de ella, deberás mostrarte agradecida. ¿No sabes cómo? no te preocupes; yo te enseñaré, no sólo a mostrarte, sino a serlo. También te enseñaré otras muchas cosas que por tu bien será mejor que recuerdes. Nada de lo que sientas o pienses importa ya. Tu vida ahora mismo carece de valor. De un modo u otro serás sometida a mi voluntad y a la de mi familia, ya sea por las buenas o por las malas. Tres meses; después serás libre. Recuerda esto: cualquier persona puede hacer uso de tu cuerpo, a menos que yo no quiera, y nunca dirás no a las peticiones de las personas con las que trates, ya sea dentro de esta casa, ya sea fuera de ella. Haz las cosas mal, y serás duramente castigada. Sigue haciendo las cosas mal, y serás entregada a Lord Keyworth.

—Si no sabe quien es Lord Keyworth, mamá —intervino la pequeña Emily—. Si lo supiera, no se habría quedado

—Calla, Emily. Y tú, Fabián, ya basta; deja que respire.

Fabián retiró su miembro de la boca de Claudine, le desató las manos y la ayudó a sentarse en la silla.

Encogida de hombros, apretando las manos entre las piernas, y ocultando su recién profanado y dolorido sexo, Claudine no dejaba de llorar. Le temblaba todo el cuerpo. La señora Wallace le rodeó la cabeza con los brazos y la estrechó con dulzura contra su vientre.

—Vamos, tranquilízate; poco a poco te irás acostumbrando —dijo mientras le acariciaba el pelo—. Todo irá bien si te portas como es debido. Lo peor que puedes hacer es pensar; cuanto menos pienses, menos sufrirás. Obedece y haz las cosas bien; te ahorrarás muchos problemas.

Pasado un rato, cuando Claudine dejó de llorar, la señora Wallace la separó de ella. Llevaba en la mano un collar de cuero negro con varias anillas, de una de las cuales colgaba un pequeño cascabel plateado. Después sacó del bolsillo unas cuantas correas más, de cuero negro también, con cascabeles todas ellas, aunque algo más pequeñas que la primera.

Mientras le colocaba el collar en el cuello, pidió a Emily que le colocara el resto de pulseras por el cuerpo, cosa que hizo en muñecas y tobillos. Luego Eugene la cubrió con una capa de color verde.

—Durante tu estancia las llevarás siempre puestas —dijo la señora Wallace, refiriéndose a las correas—. No te las quitarás bajo ningún concepto. El sonido de los cascabeles nos avisará de tu presencia estés donde estés. —La señora Wallace comenzó a pasear la mano por los pechos de Claudine.— Desde hoy dejarás de llamarte Claudine; Ahora eres Cascabel.

—Elisabeth —interrumpió el marido—; no te encapriches con ella; sólo estará con nosotros tres meses.

La señora Wallace lo miró con dureza, algo que su marido interpretó como un reproche por haber adquirido a una mujer tan bella y sufridora para tan corto plazo de tiempo.

—Emily —dijo la Señora Wallace, dirigiéndose a su hija—. Llévatela esta noche. Es tuya. Pásalo bien con ella, pero sin hacerle daño; nada de golpes ni sodomía. Usa su boca para lo que quieras, y si no obedece, házmelo saber.

Claudine se estremeció, y el tintineo de los cascabeles, que no cesó desde que le fueran puestos, se hizo más audible en toda la sala.





8. Una velada perfecta.

Unos días después de que Darrell anunciara su intención de pedir permiso a los Conell para salir con Marie, y antes de llevarla a cabo, sus padres se citaron con los de ella para cenar en el Rules, prestigioso restaurante de la ciudad, situado en el distrito de Covent Garden. Aprovechando la confianza y la gran amistad que ambos matrimonios se profesaban, el señor Tillman desveló entre copa y copa de vino la intención de su hijo. Todos se mostraron entusiasmados con la idea, y por ella brindaron.

Después de la cena fueron al Royal Princess’s Theatre, situado en el número 73 de Oxfort Street, a ver una obra muy popular de la época: The Fatal Wedding.

De regreso a casa, el Chevrolet en el que viajaban se averió entre los barrios de Holborn y Clerckenwell, lugar que anunciaba su hostilidad con la falta de luz.

Howard se apeó del automóvil rascándose la barba.

—Howard, querido —dijo la señora Conell—, regresemos andando al teatro; allí encontraremos un taxi.

Una mujer de la calle, también llamada pública o de vida alegre, a la que Howard, por llevar debajo del brazo un ramo de rosas muy pochas, tomó por una florista ambulante, se detuvo a contemplar la escena.

—Vamos, Howard —insistió su esposa—; vayámonos de aquí.

En ese momento, desprendiéndose de la suave neblina que la envolvía, la joven prostituta se acercó.

—¿Quiere una rosa, señor?

—¿Puede una rosa llevarme a casa?

—No creo, pero si me compra el ramo entero, tal vez sí...

Howard contempló a la muchacha. Era hermosa a los ojos de un ciego, cuyas manos hubieran sido incapaces de ver la suciedad de su cuello, las manchas lívidas de su rostro y el oscuro deseo de lo inalcanzable en su mirada. Era aquella figura desgarbada un alma que había renunciado a su cuerpo y un cuerpo que había olvidado la existencia de su alma. Tenía la voz dulce, casi cálida, la boca bonita y los dientes, en su mayor parte, podridos.

—Les puedo llevar a casa de un cochero —continuó la joven—. Vive cerca de aquí.

—¿Cuánto quieres por el ramo?

—50 peniques.

—Son tuyos; llévanos.

La señora Connell se acercó a su marido y lo agarró del brazo. Siguieron a la joven por una calle angosta y llena de charcos que bien pudieran haber sido de orín, lo cual hubiera explicado el fuerte olor que flotaba en el ambiente.

La joven se detuvo junto a una fachada de triste porte ladrillado, como el de una fábrica en ruinas, figura recta, con tres ventanas desnudas, una de ellas, la que estaba situada en la parte triangular que formaba el tejado, ovalada, y una vieja puerta de madera sin cerradura.

—¿Me dará unos peniques más, señor? Ayudarán a despertar a ese holgazán.

Howard rebuscó en sus bolsillos. En uno de ellos encontró unas monedas que dio en seguida a la joven. Ésta, de espaldas a la puerta, las contó una a una con el dedo y se las guardó en el bolsillo de la falda. Satisfecha con la cantidad, sonrió a Howard, y al tiempo que hacía una elegante reverencia al matrimonio, empujó suavemente la puerta, de espaldas a ésta, con la planta del pie, y desapareció en menos de lo que se tarda en decir amén.

El matrimonio esperó en silencio frente a la puerta. Cinco minutos, diez, quince… Pasado ese tiempo, Helen dijo: “Howard: no querrá llevarnos, o puede que esa joven nos haya engañado”. Howard se aventuró a empujar la puerta, esperando adentrarse en el interior de una vivienda, y no halló más que un callejón largo y estrecho, formado por dos paredes de ladrillo, lleno de recovecos, puertas y entradas a otros callejones.

—¡Esa sinvergüenza nos ha robado! —gruñó el señor Connell, con indignación.

—No te sulfures, cariño. Volvamos al teatro. Encontraremos un taxi que nos lleve. Este sitio no me gusta. Vayámonos, por favor.

Emprendieron, pues, el camino de regreso; un camino silencioso entre charcos de agua y cubos de basura. Sólo a lo lejos se oía un ruido parecido a un llanto, pero que era en realidad el maullido de un gato en celo.

Pasaba el matrimonio por la calle más oscura y estrecha de cuantas habían pasado con la prostituta, cuando una figura, salida de no se sabe donde, se les acercó por detrás.

Howard notó de pronto su presencia y se detuvo. Su esposa, que agarraba con fuerza su brazo, se giró hacia él.

—¿Vamos, cari…— dijo la señora Howard en el preciso instante que un brazo rodeaba el cuello de su esposo y la hoja de un cuchillo lo degollaba.

La señora Howard no creyó ver lo que sus ojos le mostraban. Se llevó las manos a la boca, retrocedió unos pasos y comenzó a temblar, aterrada. No pensó en gritar, pues su mente se había colapsado por el shock, y por el mismo motivo tampoco pensó en huir. Un momento después, viendo brotar la sangre del cuello de su esposo ya sin vida, se desmayó.

De pronto despertó. Cobró la conciencia tumbada boca abajo en el frío suelo de algún lugar desconocido. Era un lugar oscuro y estrecho, con olor a rancio. Intentó darse la vuelta, pero un gran peso colocado sobre su espalda, más o menos a la altura del cóccix, se lo impedía. Intentó pedir auxilio, pero un pañuelo metido en la boca y sujeto con una cuerda se lo negaba. Intentó girar la cabeza, y no hallando un obstáculo que se lo dificultara, lo hizo, yendo a encontrarse cara a cara con el rostro de su marido, quien tenía los ojos abiertos, la mirada vacía y sin aliento la boca. La señora Connell cerró los ojos con fuerza y giró de nuevo la cabeza.

Aquella sombra salida de la nada los había arrastrado de la calle al interior de un portal y los había escondido en el hueco de la escalera. Había amordazado a la mujer con un pañuelo sucio y raído, y como le había parecido una mujer atractiva, elegante y bien perfumada, se había sentado sobre ella para divertirse un rato. En ese momento despertaba la señora Connell y veía a su marido.

—No te muevas, puta —dijo una voz maltratada por el alcohol.

La mano fría de aquel asesino le subió la falda hasta la cintura. Luego se tumbó sobre su victima y ésta comenzó a retorcerse como un pez en la cubierta de un barco. Vio el pez frente a él un cuchillo, el mismo que había quitado la vida a su marido, y yendo a encontrarse con su cuello, escuchó la voz que le decía:

—Si te mueves te hago un fular, ¿lo entiendes, puta?

La señora Connell se detuvo. Nada podía hacer. Su vida estaba en manos de aquel desecho de la naturaleza, y sabía que no cumplir lo que decía era acortar el camino que la separaba de la muerte. Debía hacer cuanto le pedía, pensó, no por ella, ni por su vida, sino por su hija, pues dejarla sola en este mundo de miseria y desgracia le aterraba más que su propia muerte.

El cuchillo dejó de presionar su garganta para ir a cortar su ropa interior. De un tirón la prenda se despegó de su cuerpo y acabó tendida en el suelo.

Trató de suplicar clemencia. Para entonces, el hombre estaba preparado para contaminar su cuerpo, y con la misma firmeza que había usado para cortar el cuello a su marido le clavó la verga por el conducto más estrecho del que podía hacer uso.

La señora Connell, sintiendo el mismo dolor que si le hubieran clavado el cuchillo, tensó los músculos de su cuerpo y mordió el pañuelo.

A los cinco minutos le vinieron al salvaje las ganas de acabar, y tirando del pelo a su víctima con una mano y tapándole la nariz con la otra, aceleró sus embestidas. La madre de Marie, no pudiendo respirar, comenzó a moverse de un lado a otro con desesperación. Esta resistencia irritó al hombre, por lo que tiró con mayor dureza del cabello y endureció sus vaivenes. Segundos más tarde el hombre veía saciada su excitación en el preciso instante que su víctima se desplomaba contra el suelo, ya sin vida.

El desecho desapareció de la escena y volvió transcurrido un tiempo con una carretilla. Registró el bolso de la mujer, del que sacó una pequeña suma de dinero, y le arrancó del cuello un colgante de oro cuyo centro tenía el dibujo de un pájaro toh, de bonito plumaje con visos azules, verdes y canelas. Luego cargó el cuerpo en la carretilla, lo tapó con una manta y se dirigió al muelle del Támesis, en donde, después de asegurarse de que nadie lo veía, lo arrojó semidesnudo. Volvió al portal, registró al marido, de quien sacó más dinero aún, lo cargó en la carretilla y se lo llevó a un punto del río no muy lejos de donde había lanzado a su esposa, y allí, sin más, lanzó también al marido. Luego, con todo el dinero en el bolsillo, se fue a la taberna. Allí contó, para justificar la sangre de su ropa, que un perro lo había atacado, y que para defenderse lo había atravesado con un cuchillo. Bebió hasta emborracharse, entonando canciones con el resto de bebedores a los que había invitado, y de regreso a casa, poco antes de llegar, perdió el equilibrio, cayó al suelo, dio un último trago a su botella de whisky “The Macallan” y se durmió.

1 comentarios - cascabel

mau_v8
muy buena historia