1991 fue un año movido; EEUU sacudía a Irak en la Guerra del Golfo; el comunismo se venía abajo; moría Freddie Mercury al que le había coreado “amor de mi vida” en la cancha de River Plate; no había internet; Menem empezaba a perfilar lo que sería el plan uno a uno… Y yo invadía Chile.
Con los chilenos hay una relación especial en la Patagonia; nos amamos y nos odiamos. Hay demasiadas broncas acumuladas en la historia; lo que no evita que nos relacionemos, hagamos turismo y hasta algunos tengan parientes de los dos lados de la frontera.
Ese año las cosas fueron relativamente buenas; el cambio nos favorecía mucho, para mi sorpresa con cien dólares me daban el equivalente a tres salarios mínimos. Y como tenía unos buenos ahorros, decidí que era hora de conocer esos lares.
Ser joven y con plata es una mala combinación; también dicen que el ocio es la madre de todos los vicios; pues yo era joven, tenía plata para gastar y estaba absolutamente ocioso. Entonces, pueden sacar conclusiones.
Mi puerta de entrada fue Coyaike, una ciudad en el centro sur; a parte de estar bordeada por el río Simpson, no tiene nada de extraordinario. Entonces, mi primera preocupación fue encontrar un alojamiento que me permitiera reponer fuerzas. Un amigo me recomendó preferir las pensiones a los hoteles; te trataban mejor, era más familiar y no te asaltaban, amén de ser atendido por sus propios dueños y no tener muchas plazas. Para encontrar un alojamiento tuve que bancarme varias tomadas de pelo y sobradas, dos carabineros ordinarios y una empleada de SERNATUR bastante maleducada. Estaba por demás enojado y cabrón; en ese momento me sentía el enemigo. Pensando palabrotas a toda la nacionalidad chilena, llegué a una pensión en la calle Carreras.
Recuerdo que cuando toqué timbre, salió un señor que me atendió con una cortesía y amabilidad que me desarmó; por un momento olvidé los sin sabores del mal rato. Para mi sorpresa se trataba de un matrimonio de colegas educadores; detrás de su casa habían acondicionado dos departamentos, con baño y cocina compartidos, que alquilaban en temporada. Calculaba que Oscar, el dueño, era unos quince años mayor que Elena, su esposa.
Elena era una profesional bastante agradable, de buen porte, aunque en las charlas retrocedía sumisamente dejando a su esposo la conversación. Por mi parte la notaba locuaz, simpática y extrovertida cuando no estaba el marido.
Había decidido quedarme un par de días, con el solo afán de conocer lo poco que pudiera ofrecer el pueblo. La primera mañana desperté tarde y fui directo a ducharme; apenas había terminado y salía solo con una toalla a la cintura cuando Elena abrió la puerta de la cocina. Los dos nos congelamos un instante, aunque ella reaccionó más rápido, entró y me dijo que venía a prepararme el desayuno que estaba incluido.
Corrí a vestirme, aunque sin darme cuenta dejé entornada la puerta; máxime fue mi sorpresa cundo sorprendí a mi anfitriona observándome sin ningún disimulo. Agradeciendo las atenciones comencé a desayunar, aunque mi interlocutora no hizo nada por irse; al contrario se sentó en el lado opuesto de la mesa y entablamos una interesante conversación. En principio solo hablamos de los lugares de interés, el clima, los mejores restaurants, etc; después profundizamos en las mutuas ocupaciones, la familia y las historias que pudieron resultar comunes.
Lo interesante surgió cuando comenzó a quejarse de su aburrimiento, de lo mucho que la pasaba sola atendiendo la pensión; su marido estaba a cargo del Liceo ese verano y en chile los liceos públicos funcionan como albergues estudiantiles. En mi cabeza resonó el clarín de Maipú y, como fiel granadero, escuchaba al sargento Cabral susurrándome “¡cuando una mujer se queja de su marido con un desconocido, es que quiere guerra!”. Y ateniéndome a esa alarma seguí el juego lo mejor que pude; y no se me ocurrió mejor cosa que averiguar el horario que no estaba e invitarla a tomar unos mates y charlar.
No sé qué pensé; un juego de seducción, un coqueteo; pero eso demuestra qué equivocados podemos estar. Por la mañana me levanté a ducharme más temprano, para prepararme a su llegada. La ducha estuvo muy relajante, me sequé, envolví en la toalla… y salí del baño.
Casi no logro cruzar el vano de la puerta. Un cuerpo se abalanzó sobre mí; antes de darme cuenta me habían empujado hacia la habitación y arrancado la toalla. Elena se mostraba sumamente osada; la cuarentona había tirado al suelo su vestido, de la misma manera que mis planes. La sorpresa y el susto inicial, no estaba acostumbrado a que intentaran violarme, hicieron que mi amigo se mostrara renuente. Pero la edad y la experiencia tiene sus méritos; unos dedos vigorosos comenzaron a frotarlo hasta que quedó medio empinado; y sin pausa se arrodilló metiéndoselo en la boca. Creí que pretendía atragantarse.
Ese manipuleo bucal logró su objetivo; poco a poco lo sintió hincharse en su boca, con el líquido pre seminal descargando gotitas en su lengua. Aparentemente satisfecha, me da soberbio empujón hacia la cama; y sin pausa se ensartó de un salto. Me sorprendió sentir que esa funda era bastante ajustada para una mujer que ya era mamá; parecía que el patrón no andaba cumpliendo con sus deberes. Por lo que la primera sensación, a pesar de la lubricación, que me lo estrujaban y raspaban.
Pronto la elástica carne comenzó a amoldarse al palo en el que se ensartaba. La mujer jadeaba, se meneaba frenéticamente; sus pechos saltaban laxos y apetecibles. Ni sé cuánto duró esa cabalgata, pero sí recuerdo que me lo ordeñó cual ubre de vaca. Y ahí llegó la segunda sorpresa; mientras me extraía una cantidad de leche que yo no sabía que tenía; Elena acabó profusamente, en medio de gritos histriónicos…y comenzó a bañarme con abundante orina. Si, se meó como una loca encima del palo, se sacudía prolongando el orgasmo, y mientras tanto su vagina chorreaba orina empapando la cama.
Elena se levantó a regañadientes; puede ver deslizarse en su entrepierna una mezcla de semen y orina. Mientras me miraba pensativamente se deslizó el vestido y salió de la habitación mientras me decía. –Chiquillo, ya vuelvo a cambiar las sábanas y arreglar el colchón. Y sin más se fue.
Quedé pensando ¿me usaron?, ¡Siiiii, me habían usado cual servilleta de papel! Y no pude evitar estallar en carcajadas; la viejarda se había sacado las ganas y punto. Pero, recordando una máxima que escuché por ahí, “para entender a tu enemigo tenés que comer su comida, saber que los alegra o los entristece…y amar a sus mujeres”; cuando salí de ese cuarto, estaba convencido que los objetivos del viaje habían cambiado.
Continuará
Con los chilenos hay una relación especial en la Patagonia; nos amamos y nos odiamos. Hay demasiadas broncas acumuladas en la historia; lo que no evita que nos relacionemos, hagamos turismo y hasta algunos tengan parientes de los dos lados de la frontera.
Ese año las cosas fueron relativamente buenas; el cambio nos favorecía mucho, para mi sorpresa con cien dólares me daban el equivalente a tres salarios mínimos. Y como tenía unos buenos ahorros, decidí que era hora de conocer esos lares.
Ser joven y con plata es una mala combinación; también dicen que el ocio es la madre de todos los vicios; pues yo era joven, tenía plata para gastar y estaba absolutamente ocioso. Entonces, pueden sacar conclusiones.
Mi puerta de entrada fue Coyaike, una ciudad en el centro sur; a parte de estar bordeada por el río Simpson, no tiene nada de extraordinario. Entonces, mi primera preocupación fue encontrar un alojamiento que me permitiera reponer fuerzas. Un amigo me recomendó preferir las pensiones a los hoteles; te trataban mejor, era más familiar y no te asaltaban, amén de ser atendido por sus propios dueños y no tener muchas plazas. Para encontrar un alojamiento tuve que bancarme varias tomadas de pelo y sobradas, dos carabineros ordinarios y una empleada de SERNATUR bastante maleducada. Estaba por demás enojado y cabrón; en ese momento me sentía el enemigo. Pensando palabrotas a toda la nacionalidad chilena, llegué a una pensión en la calle Carreras.
Recuerdo que cuando toqué timbre, salió un señor que me atendió con una cortesía y amabilidad que me desarmó; por un momento olvidé los sin sabores del mal rato. Para mi sorpresa se trataba de un matrimonio de colegas educadores; detrás de su casa habían acondicionado dos departamentos, con baño y cocina compartidos, que alquilaban en temporada. Calculaba que Oscar, el dueño, era unos quince años mayor que Elena, su esposa.
Elena era una profesional bastante agradable, de buen porte, aunque en las charlas retrocedía sumisamente dejando a su esposo la conversación. Por mi parte la notaba locuaz, simpática y extrovertida cuando no estaba el marido.
Había decidido quedarme un par de días, con el solo afán de conocer lo poco que pudiera ofrecer el pueblo. La primera mañana desperté tarde y fui directo a ducharme; apenas había terminado y salía solo con una toalla a la cintura cuando Elena abrió la puerta de la cocina. Los dos nos congelamos un instante, aunque ella reaccionó más rápido, entró y me dijo que venía a prepararme el desayuno que estaba incluido.
Corrí a vestirme, aunque sin darme cuenta dejé entornada la puerta; máxime fue mi sorpresa cundo sorprendí a mi anfitriona observándome sin ningún disimulo. Agradeciendo las atenciones comencé a desayunar, aunque mi interlocutora no hizo nada por irse; al contrario se sentó en el lado opuesto de la mesa y entablamos una interesante conversación. En principio solo hablamos de los lugares de interés, el clima, los mejores restaurants, etc; después profundizamos en las mutuas ocupaciones, la familia y las historias que pudieron resultar comunes.
Lo interesante surgió cuando comenzó a quejarse de su aburrimiento, de lo mucho que la pasaba sola atendiendo la pensión; su marido estaba a cargo del Liceo ese verano y en chile los liceos públicos funcionan como albergues estudiantiles. En mi cabeza resonó el clarín de Maipú y, como fiel granadero, escuchaba al sargento Cabral susurrándome “¡cuando una mujer se queja de su marido con un desconocido, es que quiere guerra!”. Y ateniéndome a esa alarma seguí el juego lo mejor que pude; y no se me ocurrió mejor cosa que averiguar el horario que no estaba e invitarla a tomar unos mates y charlar.
No sé qué pensé; un juego de seducción, un coqueteo; pero eso demuestra qué equivocados podemos estar. Por la mañana me levanté a ducharme más temprano, para prepararme a su llegada. La ducha estuvo muy relajante, me sequé, envolví en la toalla… y salí del baño.
Casi no logro cruzar el vano de la puerta. Un cuerpo se abalanzó sobre mí; antes de darme cuenta me habían empujado hacia la habitación y arrancado la toalla. Elena se mostraba sumamente osada; la cuarentona había tirado al suelo su vestido, de la misma manera que mis planes. La sorpresa y el susto inicial, no estaba acostumbrado a que intentaran violarme, hicieron que mi amigo se mostrara renuente. Pero la edad y la experiencia tiene sus méritos; unos dedos vigorosos comenzaron a frotarlo hasta que quedó medio empinado; y sin pausa se arrodilló metiéndoselo en la boca. Creí que pretendía atragantarse.
Ese manipuleo bucal logró su objetivo; poco a poco lo sintió hincharse en su boca, con el líquido pre seminal descargando gotitas en su lengua. Aparentemente satisfecha, me da soberbio empujón hacia la cama; y sin pausa se ensartó de un salto. Me sorprendió sentir que esa funda era bastante ajustada para una mujer que ya era mamá; parecía que el patrón no andaba cumpliendo con sus deberes. Por lo que la primera sensación, a pesar de la lubricación, que me lo estrujaban y raspaban.
Pronto la elástica carne comenzó a amoldarse al palo en el que se ensartaba. La mujer jadeaba, se meneaba frenéticamente; sus pechos saltaban laxos y apetecibles. Ni sé cuánto duró esa cabalgata, pero sí recuerdo que me lo ordeñó cual ubre de vaca. Y ahí llegó la segunda sorpresa; mientras me extraía una cantidad de leche que yo no sabía que tenía; Elena acabó profusamente, en medio de gritos histriónicos…y comenzó a bañarme con abundante orina. Si, se meó como una loca encima del palo, se sacudía prolongando el orgasmo, y mientras tanto su vagina chorreaba orina empapando la cama.
Elena se levantó a regañadientes; puede ver deslizarse en su entrepierna una mezcla de semen y orina. Mientras me miraba pensativamente se deslizó el vestido y salió de la habitación mientras me decía. –Chiquillo, ya vuelvo a cambiar las sábanas y arreglar el colchón. Y sin más se fue.
Quedé pensando ¿me usaron?, ¡Siiiii, me habían usado cual servilleta de papel! Y no pude evitar estallar en carcajadas; la viejarda se había sacado las ganas y punto. Pero, recordando una máxima que escuché por ahí, “para entender a tu enemigo tenés que comer su comida, saber que los alegra o los entristece…y amar a sus mujeres”; cuando salí de ese cuarto, estaba convencido que los objetivos del viaje habían cambiado.
Continuará
9 comentarios - Historia de un viaje
Muy bueno, espero ansioso la segunda parte.
Volveré con puntos...