Supongo que la mayoría de la gente es como era yo. Va a morir sin cumplir el 90% de sus fantasías sexuales.
La culpa es de uno mismo, claro; autoimposiciones relacionadas a cosas como la heterosexualidad o la monogamia.
Tal es nuestra hipocresía, que aún presentándose una inmejorable oportunidad, la deshechamos, sosegando nuestra conciencia, aduciendole a nuestra libido (que ruge furiosa en nuestro cerebro), alguno de los motivos antes mencionados.
En un principio, para mantener ese balance, libido-conciencia, ideé un pacto tan cobarde como salomonico.
Yo no forzaría situaciones de dudosa moralidad, que derivaran por ejemplo en infidelidades, pero tampoco me resistiría a aprovecharlas, si se dieran por iniciativa entera de la contraparte.
De esta manera pude satisfacer a mi hambrienta libido, cansada ya de la rutina de pareja, de sexo esporádico y repetitivo, hasta que la libido moldeó mi conciencia hasta que ya no fue un impedimento.
Una de estas situaciones no forzadas se dio hace dos años.
Tenía yo 26 y por entonces fantaseaba con una mujer madura.
La idea de una veterana, sin conflictos con su cuerpo, amplia conocedora de su sexualidad y la de los hombres me volaba la cabeza.
Se llamaba Laura y tenía 46 años. Era la mujer de un amigo de mi tío. Este tenía 58. Era un viejo lobo que la había conquistado a base de poemas y una labia fenomenal. Seguro que el viejo también se sabría algún que otro truco bajo las sábanas.
Pero volviendo a ella, era un deleite.
De piel clara y pelo oscuro. Tenía los labios carnosos y un sutil lunar sobre la boca. Me gustaban también sus manos, de dedos finos pero no huesudos y sus uñas largas sin llegar a ser garras.
Habitualmente vestía jeans o algún pantalón negro de tela fina. Encima también le gustaba llevar la ropa al cuerpo. Estéticamente, se lo podía permitir.
Si uno se tomaba su tiempo (y yo me lo tomaba), se podía adivinar los contornos de la ropa interior. Después la imaginación se encargaba de asignarle encajes y fabricar escenas donde se la quitaba para uno.
Gracias a varios intereses en común, hice buenas migas con el viejo. Tanto así que me dejaba caer por su casa dos por tres, llevandole una botella de vino o alguna cerveza. Pasabamos hasta tarde conversando. A veces los tres.
Cuando la confianza fue suficiente, el viejo me ofreció marihuana. Acepté encantado.
Muchas veces fumamos porro y se desencadenaban situaciones desinhibidas del tipo sexual y confesional. Le contaba al viejo los gustos sexuales de mi mujer y el me contaba los de Laura. Hablabamos, sin embargo, respetuosamente, y entendí que más allá de su perversión carnal, el viejo sentía un afecto por Laura que iba más allá de con quienes se acostaran. Me sentí identificado con el viejo y me pregunté si Laura compartiría su visión, o si sería más cerrada como mi mujer.
Me fui dando cuenta de la respuesta una noche de abril, entre semana.
Estabamos fumando porro y habíamos tomado varias cervezas. Hablamos durante horas de política y arte.
A eso de la una el viejo dijo que quería fumar cigarrillos. Yo nunca lo había visto fumar. Pero no desconfié nada.
Dijo que iba a ver si encontraba algo abierto. Yo me ofrecí a acompañarlo y de paso ya me iba a mi casa. Me dijo que no. Que era temprano.
Era relativamente cierto. Generalmente me quedaba hasta las tres.
—No jodas, está re lindo el fueguito— me dijo Laura de espaldas a mi, atizando los troncos —Qué te vas a ir...—
Miré las llamas con una sonrisa de agradecimiento por la hospitalidad al tiempo que el viejo cerraba la puerta y pasaba la llave.
Me sentía relajado.
—Querés quemar otro?— me preguntó Laura.
—Si dale—le dije.
—Alcanzame las hojillas—
Estaba sentada en el suelo, mirando hacia la estufa. Salvo la tenue luz de una lámpara de pie en un rincón de la habitación, las llamas eran la única fuente de iluminación.
Le alcance las hojillas y el encendedor.
Al hacerlo noté su cuello delgado. Parecía ofrecerlo para que lo mordieran, pero era solo mi imaginación. Tenía el pelo recogido en un molinete. Desde lo alto también observé el escote de la remera que llevaba puesta. No era muy jugado, pero vi suficiente para desearlo.
Armó el porro y se sentó en el sillón junto a mi.
—nunca nos quedamos solos no?—
—creo que no—le dije
—por qué nunca la traes a tu señora — pensé que me iba a decir que le gustaría conocerla, pero no dijo más.
—Creo que se aburriría, y se levanta temprano—me incomodaba un poco la prehjnta y no sabía por qué razón.
—Ah, pero está todo bien con ella?—
—Si, claro—
Nos quedamos un rato en silencio.
Después sin mirarme a la cara me toma la mano.
No voy a decir que a esa altura no me lo vi venir, pero en la imaginación las cosas se dan de manera más elaborada.
Se llevó mi mano a la boca y la besó con suavidad. Todavía siento la tibieza de esos labios. Luego dirigió la mano hacia su pecho.
Luego de estar un instante como un idiota que asimila la teoría de la relatividad, pasé a la acción.
Nos besamos primero sin lengua. Besos de novios que no buscan nada más que besarse. Después busqué su lengua con la mía. Esto pareció causarle gracia o satisfacción porque sonrió.
Su mano bajó por mi pecho hasta la entrepierna.
Yo hice lo propio. Metí los dedos bajo la remera por la espalda y desabroché el corpiño.
Tomé bajo mi mano derecha esas tetas por primera vez. Eran consistentes. Deduje por el tacto que tenian pezones grandes. Estaban duros.
La recosté en el sofá y me deshice de la ropa
Le daba mordidas en el cuello y en los pezones. Ella me agarraba la verga y la pajeaba.
Franeleamos desnudos. Yo me endurecí por completo. Ella se mojó por completo.
Levantó las piernas para permitirme penetrarla.
Se la puse despacio y entró sin problemas. Suspiramos de placer. Empecé a darle así. Luego, acordandome del viejo le subí las piernas a los hombros y le di fuerte.
Se tapó la cara con un almohadón y gritó mientras la cogía asi. Se acabo al poco rato. Con la cara roja y despeinada se sentó y me la chupó unos minutos. Yo la agarraba del pelo y le cogía la boca.
—Te quiero llenar de leche—
Se sacó la pija de la boca y se puso en cuatro.
—En la cola— me dijo
Le di espacio para que se acomodara.
Cuando tuve ese premio ante mi, no supe que hacer primero.
Le separé bien las nalgas y le pase la lengua por la concha y el culo. Le chupé la concha y le metí un dedo por el orto. Estaba divino, apretadito, caliente, latía.
Lubriqué mis dedos con más saliva y le metí dos. Los saqué y quedó un hermoso agujero. Repetí dos veces mientras me la cogía por la concha. Ella se pajeaba y acababa y acababa, gritando sobre el almohadón.
La monté y despacio, con la verga con mucha baba se la fui poniendo.
—Dale, cogeme toda — me dijo cuando se acostumbró.
No duré ni tres minutos.
La descarga de leche fue descomunal.
Nos tiramos en el sillón.
Volvimos a encender el porro.
—El viejo fuma tabaco?—
—No— me dijo con una sonrisa.
La culpa es de uno mismo, claro; autoimposiciones relacionadas a cosas como la heterosexualidad o la monogamia.
Tal es nuestra hipocresía, que aún presentándose una inmejorable oportunidad, la deshechamos, sosegando nuestra conciencia, aduciendole a nuestra libido (que ruge furiosa en nuestro cerebro), alguno de los motivos antes mencionados.
En un principio, para mantener ese balance, libido-conciencia, ideé un pacto tan cobarde como salomonico.
Yo no forzaría situaciones de dudosa moralidad, que derivaran por ejemplo en infidelidades, pero tampoco me resistiría a aprovecharlas, si se dieran por iniciativa entera de la contraparte.
De esta manera pude satisfacer a mi hambrienta libido, cansada ya de la rutina de pareja, de sexo esporádico y repetitivo, hasta que la libido moldeó mi conciencia hasta que ya no fue un impedimento.
Una de estas situaciones no forzadas se dio hace dos años.
Tenía yo 26 y por entonces fantaseaba con una mujer madura.
La idea de una veterana, sin conflictos con su cuerpo, amplia conocedora de su sexualidad y la de los hombres me volaba la cabeza.
Se llamaba Laura y tenía 46 años. Era la mujer de un amigo de mi tío. Este tenía 58. Era un viejo lobo que la había conquistado a base de poemas y una labia fenomenal. Seguro que el viejo también se sabría algún que otro truco bajo las sábanas.
Pero volviendo a ella, era un deleite.
De piel clara y pelo oscuro. Tenía los labios carnosos y un sutil lunar sobre la boca. Me gustaban también sus manos, de dedos finos pero no huesudos y sus uñas largas sin llegar a ser garras.
Habitualmente vestía jeans o algún pantalón negro de tela fina. Encima también le gustaba llevar la ropa al cuerpo. Estéticamente, se lo podía permitir.
Si uno se tomaba su tiempo (y yo me lo tomaba), se podía adivinar los contornos de la ropa interior. Después la imaginación se encargaba de asignarle encajes y fabricar escenas donde se la quitaba para uno.
Gracias a varios intereses en común, hice buenas migas con el viejo. Tanto así que me dejaba caer por su casa dos por tres, llevandole una botella de vino o alguna cerveza. Pasabamos hasta tarde conversando. A veces los tres.
Cuando la confianza fue suficiente, el viejo me ofreció marihuana. Acepté encantado.
Muchas veces fumamos porro y se desencadenaban situaciones desinhibidas del tipo sexual y confesional. Le contaba al viejo los gustos sexuales de mi mujer y el me contaba los de Laura. Hablabamos, sin embargo, respetuosamente, y entendí que más allá de su perversión carnal, el viejo sentía un afecto por Laura que iba más allá de con quienes se acostaran. Me sentí identificado con el viejo y me pregunté si Laura compartiría su visión, o si sería más cerrada como mi mujer.
Me fui dando cuenta de la respuesta una noche de abril, entre semana.
Estabamos fumando porro y habíamos tomado varias cervezas. Hablamos durante horas de política y arte.
A eso de la una el viejo dijo que quería fumar cigarrillos. Yo nunca lo había visto fumar. Pero no desconfié nada.
Dijo que iba a ver si encontraba algo abierto. Yo me ofrecí a acompañarlo y de paso ya me iba a mi casa. Me dijo que no. Que era temprano.
Era relativamente cierto. Generalmente me quedaba hasta las tres.
—No jodas, está re lindo el fueguito— me dijo Laura de espaldas a mi, atizando los troncos —Qué te vas a ir...—
Miré las llamas con una sonrisa de agradecimiento por la hospitalidad al tiempo que el viejo cerraba la puerta y pasaba la llave.
Me sentía relajado.
—Querés quemar otro?— me preguntó Laura.
—Si dale—le dije.
—Alcanzame las hojillas—
Estaba sentada en el suelo, mirando hacia la estufa. Salvo la tenue luz de una lámpara de pie en un rincón de la habitación, las llamas eran la única fuente de iluminación.
Le alcance las hojillas y el encendedor.
Al hacerlo noté su cuello delgado. Parecía ofrecerlo para que lo mordieran, pero era solo mi imaginación. Tenía el pelo recogido en un molinete. Desde lo alto también observé el escote de la remera que llevaba puesta. No era muy jugado, pero vi suficiente para desearlo.
Armó el porro y se sentó en el sillón junto a mi.
—nunca nos quedamos solos no?—
—creo que no—le dije
—por qué nunca la traes a tu señora — pensé que me iba a decir que le gustaría conocerla, pero no dijo más.
—Creo que se aburriría, y se levanta temprano—me incomodaba un poco la prehjnta y no sabía por qué razón.
—Ah, pero está todo bien con ella?—
—Si, claro—
Nos quedamos un rato en silencio.
Después sin mirarme a la cara me toma la mano.
No voy a decir que a esa altura no me lo vi venir, pero en la imaginación las cosas se dan de manera más elaborada.
Se llevó mi mano a la boca y la besó con suavidad. Todavía siento la tibieza de esos labios. Luego dirigió la mano hacia su pecho.
Luego de estar un instante como un idiota que asimila la teoría de la relatividad, pasé a la acción.
Nos besamos primero sin lengua. Besos de novios que no buscan nada más que besarse. Después busqué su lengua con la mía. Esto pareció causarle gracia o satisfacción porque sonrió.
Su mano bajó por mi pecho hasta la entrepierna.
Yo hice lo propio. Metí los dedos bajo la remera por la espalda y desabroché el corpiño.
Tomé bajo mi mano derecha esas tetas por primera vez. Eran consistentes. Deduje por el tacto que tenian pezones grandes. Estaban duros.
La recosté en el sofá y me deshice de la ropa
Le daba mordidas en el cuello y en los pezones. Ella me agarraba la verga y la pajeaba.
Franeleamos desnudos. Yo me endurecí por completo. Ella se mojó por completo.
Levantó las piernas para permitirme penetrarla.
Se la puse despacio y entró sin problemas. Suspiramos de placer. Empecé a darle así. Luego, acordandome del viejo le subí las piernas a los hombros y le di fuerte.
Se tapó la cara con un almohadón y gritó mientras la cogía asi. Se acabo al poco rato. Con la cara roja y despeinada se sentó y me la chupó unos minutos. Yo la agarraba del pelo y le cogía la boca.
—Te quiero llenar de leche—
Se sacó la pija de la boca y se puso en cuatro.
—En la cola— me dijo
Le di espacio para que se acomodara.
Cuando tuve ese premio ante mi, no supe que hacer primero.
Le separé bien las nalgas y le pase la lengua por la concha y el culo. Le chupé la concha y le metí un dedo por el orto. Estaba divino, apretadito, caliente, latía.
Lubriqué mis dedos con más saliva y le metí dos. Los saqué y quedó un hermoso agujero. Repetí dos veces mientras me la cogía por la concha. Ella se pajeaba y acababa y acababa, gritando sobre el almohadón.
La monté y despacio, con la verga con mucha baba se la fui poniendo.
—Dale, cogeme toda — me dijo cuando se acostumbró.
No duré ni tres minutos.
La descarga de leche fue descomunal.
Nos tiramos en el sillón.
Volvimos a encender el porro.
—El viejo fuma tabaco?—
—No— me dijo con una sonrisa.
4 comentarios - La libido y la madurita