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Compendio I
Desperté sobresaltado.
Todavía me retumba el golpe en la oreja.
La veo dormir a mi lado y la misma pesada mano se transforma en una caricia, que busca abrazarme.
Es una ironía que mi sueño sea más ligero en el hogar que en la cabaña.
Hannah duerme abrazada a mí, como si fuera un peluche y se acomoda en mi pecho, para que la defienda.
Pero ver dormir a Marisol, indefensa y con su rostro de niña inocente despierta mi ternura.
Ya me he acostumbrado a despertarme por la noche con manotazos, patadas o ruidos y lo mejor que se me ocurre es meterme a la computadora.
A veces, son los quejidos de las pequeñas, que rara vez despiertan con ganas de biberón o porque quieren que las mude.
En otras ocasiones, aprovecho de patrullar la casa o ir al cuarto de Liz, quien duerme plácidamente, pero me preocupo solamente de arroparla, ya que ella es mía durante el día.
Marisol y Liz siguen siendo niñas en cuerpo de adultas y varias veces me siento padre de ellas, con el giro que les hago el amor cuando puedo.
Pero quiero aprovechar mi insomnio para contar de Marisol, que curiosamente se molesta cuando hablo sobre ella.
Siempre se queja que la hago ver “infantil” e “inmadura”, pero no se da cuenta que eso es lo que más me gusta de ella.
No necesito que se vuelva una intelectual como Hannah o Sonia, una diva como lo era Pamela o que tenga pechos más grandes como los de su mamá y su hermana.
Si bien es cierto que me gustaba ver a mi suegra cuando le hacía clases, me alegraba más apreciar el rostro sonriente de Marisol.
Ella es tan agradecida que sonríe hasta con sus ojos y su disposición es tan alegre y esforzada, que nunca pude ver lo mucho que yo le gustaba.
Hace un par de meses atrás, se miraba ante el espejo de la habitación antes de acostarse a dormir.
“Amor, ¿Me encuentras gorda?”
“No sé. ¿Te sientes gorda?”
Se indignó e hinchó inmediatamente sus mejillas con un color rosado.
“¿Cómo que no sabes? ¿Acaso no me ves?”
Pero soy una persona pragmática.
“Es que te veo igual. ¿Te sientes gorda?”
Me pongo a su lado y ella suspira, desvalida.
“No… pero mira este rollito. ¿Piensas que estoy comiendo mucho dulce?”
La envuelvo en mis brazos y agarro con ternura su carnosidad. Ella simplemente me deja tocarla.
“Tal vez, un poco… pero pienso que es normal. ¡Estás amamantando!”
Me mira con sus ojitos traviesos.
“¡Pero el que toma más leche eres tú!” me dice, dándome un suave besito.
La llevé a la cama. Simplemente, ella me encanta.
Sus enormes ojos verdes, que siempre me han gustado por la honestidad que ella refleja, más que la tonalidad; sus mejillas esponjosas y rosadas; su nariz pequeñita y respingada y sus labios delgados y tiernos.
Nunca creyó que su rostro me gustaba más que el de Pamela, sin importar mi afinidad por los pechos. Mas el rostro de mi ruiseñor es tierno e inocente.
Con ella, pude vivir todas mis frustraciones que en 28 años no pude encontrar: tener una polola escolar, una polola universitaria y ahora, una esposa como ella.
Y la seguía besando, mirándola a los ojos.
“Pero… si yo engordara… ¿Tú me querrías?” me preguntó, como si dudara de mi amor.
Sin embargo, la conozco bastante bien. De vez en cuando, me pide halagos antes de hacer el amor, aunque hay otras quiere que vayamos directamente al grano.
Yo la acaricio, porque sigue siendo mi amiga otaku.
“¡Marisol, te he visto embarazada de mellizas y aun así, no he parado de quererte!”
Sus ojos tomaron un fulgor enérgico.
Nos empezamos a besar más y más calurosamente.
La volteé suavemente en la cama, besándola en el cuello y desnudando los colgantes de su camisón.
“¡Te gustan mucho mis pechos, picarón!” me decía, mientras me sofocaba en el delicioso intersticio de sus senos.
“¡Es que los encuentro deliciosos!” le dije, besándola en los labios, repentinamente.
Simplemente, me encantan. Son esponjosos, con unos pezones bien parados y desafiantes, con fresitas rosadas en las puntas y tienen un sabor maravilloso.
Además, ella misma reconoce que le gusta darme leche, porque la saco a borbotones. Y es que su mirada se torna tan sensual, con ojitos entrecerrados y sus labios conteniéndose en dicha, que me incitan a acariciarlos.
Con el solo objeto de extender su placer, mordisqueo los alrededores de sus areolas, lo que le hace estremecerse maravillosamente.
Y conozco tan bien los gustos de Marisol, que deslizo mi lengua por su vientre, hasta la entrada de su templo de placer.
Para esas alturas, su mirada me da autorización completa para lo que yo quiera hacerle y empiezo degustando su fémina hendidura.
Sus manos se obsesionan en enterrarme en su vulva, la que lamo complacientemente. Lamo sus muslos, su clítoris y su rajita, porque su calentura me intoxica.
“¡Ahh! ¡Ahí!... ¡Ahí!... ¡Ahhh!... ¡Por favor!... ¡No vayas a parar!” medio susurra, para no despertar a las pequeñas.
Pero no tengo intenciones, porque ese manjar rosado es solamente mío.
Levanto sus piernas suavemente, contemplando el contorno perfecto de su trasero. Mi pene palpita de solo saber que puedo metérselo si quiero y el número de veces que yo lo deseé.
Pero es mi esposa y quiero hacerle el amor.
Abro sus piernas y ella está sumisa. Ya la quiere.
Aprovecho de coquetear con ella, rozando el contorno de su rajita para rebalsarla con anticipación. Me mira con una combinación entre frustración y deseo, con ese rostro tan lindo que me encanta.
Finalmente, la empiezo a meter suavemente.
Si ella me siente grueso, yo le siento apretada, húmeda y ardiente.
Cada vez que lo hemos hecho, pone la misma cara: como si quisiera quejarse porque le doliera, pero más que por dolor, lo quiere hacer por placer.
Sus ojos se dilatan, sus labios se entrecierran y contiene la respiración hasta que avanzo al final.
Tal vez, por eso hagamos el amor tan seguido, porque me recuerda su primera vez.
Y empecé lento, con sus rodillas apretándome en las costillas.
Me abrazaba por encima de los hombros, para que mantuviéramos constante nuestro beso y yo le apretaba sus pechos y se los sobaba, estrujándolos y amasándolos.
Sus pechos me tienen obsesionado: cuando la conocí, ella era planita, pero ahora, con el embarazo y las pequeñas, parecen verdaderos flanes.
Incluso, podría dormir sobre ellos, como si fueran una almohada, sino fuera por la tremenda pérdida de tiempo que eso sería.
Y por ese motivo, tengo que contener mis celos cuando va a la universidad.
Porque no es difícil fantasear con una chica como ella, de piel blanca, ojitos verdes y una cara con una expresión virginal e inocente, desnuda de sus pechos, mientras que alguno de sus compañeros o profesores “le enseña” a mamar su verga o un paizuri entre sus blanquecinos y opulentos pechos.
Se llevarían una gran sorpresa, por su maestría en estas disciplinas, sin mencionar que ninguno de sus agujeros es virgen y que en estos momentos, ella puede ser capaz de satisfacer a 3 o 4 hombres a la vez.
Cuando se lo cuento, muere de la risa, recalcándome que me es fiel y que “No dejará que otro pene más se meta en ella, aparte del mío.”
Pero en ella, yo confío.
En sus profes y compañeros, no tanto.
Y voy entrando cada vez, más adentro, más adentro y su cintura se empieza a erguir.
Dormir con las pequeñas lo hace mucho más excitante, porque tiene que contener sus gemidos con todas sus fuerzas.
Sus piernas empiezan a bajar, a medida que el vaivén se hace más intenso.
Sus pechos se sacuden y están tan excitados, que algunas gotitas de leche siguen manando. Sus suspiros son incesantes y sus ojitos se llenan de lágrimas de felicidad.
Yo también estoy que no me aguanto y concentro la fuerza en mi vientre, tratando de enfocar mi resistencia.
Sus ojitos suplicantes y sus besos en mi cuello piden que me corra, pero es mi mujer y tengo que hacerla gozar hasta el final.
Aguanto y aguanto, hasta que no puedo más.
Marisol busca desesperadamente mis labios, para ahogar su gemido y siento su respiración jadeante, tocándome con su lengua.
Su expresión es relajada y tranquila. Seco la senda que sus lágrimas trazaron y nos volvemos a besar.
Pasamos un rato abrazados y cuando me despego, le pregunto si puedo hacerle la cola.
“¡Puedes!” me responde y animosa, se pone en posición.
Su trasero perfecto parece un durazno o una manzana. Echo saliva en un par de dedos, aunque poca lubricación necesita.
No me pierdo ese salto inesperado al sentir la punta de mi glande en su ano.
Conozco muy bien sus suspiros y sé lo mucho que le gusta.
Voy entrando y saliendo suavemente. Sus gemidos son un poco más fuertes que antes y dejan salir “¡Uh!” intensos y de satisfacción, bastante bajos.
Con la aceleración de mis embistes, sus gemidos empiezan a cambiar a “¡Ah!”, más excitantes.
Me afirmo de su cintura y la meto hasta el fondo, mientras que sus deliciosos pechos cuelgan en libertad y ella empieza a bajar la cabeza, para ahogar sus gemidos en crescendo.
El trasero de Marisol lo acepta todo y sus cabellos empiezan a perder el orden. Sus gemidos son incesantes, al igual que sus jadeos.
Deslizo mis manos entre sus piernas y sus jugos fluyen como una vertiente a través de sus muslos.
“¿Eres mi putita, cierto? ¿Eres mi putita?”
Responde solamente con un quejido.
Se empieza a agotar y me contengo por un par de segundos. Con mi pene metido dentro de ella, suavemente doblo sus piernas, hasta que quede acostada.
Marisol solamente suspira.
La sabana se siente húmeda, por nuestros jugos y por su leche, pero la nueva posición es mucho mejor: puedo besarla en la mejilla y la amortiguación de la cama incrementa la efectividad.
Se la entierro con lascivia. Es que su trasero sigue siendo uno de los mejores, sin olvidar lo mucho que lo disfruta ella.
Literalmente, rebota con mis embestidas y mis manos en su cintura agarran ese rollito.
Recuerdo los de mi suegra y como le incomodaba que se los tomara.
Mi vigor se incrementa y Marisol se da cuenta.
Mi pelvis estampa su cola en el colchón, con intención de meterlo más y más adentro.
Beso la espalda y el cuello de Marisol, para que no parezca tan violento. Pero mi viciosa esposa lo disfruta tanto como yo.
Una vez más, la vuelvo a rellenar y nos acomodamos lado a lado, para descansar.
He sido sorprendido infraganti por mi ruiseñor, que me ha notado escribiendo.
“¿Qué estás haciendo?” pregunta, tomando el portátil.
Lejos de enojarse, me sonríe un poco.
“¿Así que te desperté? ¡Pobrecito! ¡Deje que mami lo bese para que se sienta bien!”
Pero mami no quiere besar mis labios.
Marisol resalta su experticia al momento de la felación, lamiendo maravillosamente mi vara.
Cierra sus ojitos, disfrutando del manjar que le concedo todas las semanas libres por las mañanas.
La amo, porque la encuentro la mujer perfecta y acabo en su boca.
Toma su ropa y marcha para el baño, sin saber si su rubor se debe a la vergüenza de sus acciones o al sabor de mi semen.
Pero mientras ella se ducha, aprovecho de relatar los últimos detalles y espero ansiosamente para que salga del baño y nos besemos otro poco, antes que traiga a Lizzie y le deje acompañándome en nuestra cama, mientras se va a clases a la universidad.
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1 comentarios - Siete por siete (112): Manotazo en la oscuridad