Esta historia es ficticia, y nunca ocurrió.
Octubre de 2006. Un agradable día de semana, de temperaturas medias, pero no cálidas, con nubes y algo de humedad. Las personas se desplazaban por centenares en el centro de esta gran ciudad, vaya a saber hacia dónde irán. A atenderse en un hospital, a sus empleos, a pasear, a la escuela, a cualquier parte. En un sencillo bar, se encuentran Pedro Mirandela y su amigo Javier Poggio, hablando de sus vidas, cosas incoherentes, del trabajo, de todo un poco.
P: - ¿Cómo anda todo?
J: - Por suerte, de 10, viejo. Debo estar en una de mis mejores épocas. Llego a fin de mes sin mendigar. No era tan terrible laburar, antes era una tortura escuchar esa palabra.
P: - Lo que pasa es que siempre fuimos vaguitos, por eso. Yo me cagaba también, pero esto no está tan mal. Debería pedir café para celebrar.
J: - Dale, para eso vine. No se te ve como siempre, ¿te pasó algo?
P: - Anoche tuve un sueño muy raro, pero no sé si es más gracioso que raro.
J: - No me quieras joder, eh! Decís eso y me asustás, y después resulta ser una huevada. Te conozco demasiado. ¿Qué pasó?
P: - Soñé que estaba el viejo Ruckauf revoleando el ojete, bailando la “gasolina”. La verdad es que el tipo tenía un vigor, que me caigo y me levanto.
J: - ¿Te empastillaste? ¿No habrá sido don Raimundo, el de la vuelta de tu casa, que siempre sacaba a todos a bailar en fin de año?
P: - No me empastillo, y sí, era el viejo Ruckauf, el gobernador. No sabés cómo movía el culo, qué hijo de puta. Bailaba mejor que muchos jóvenes. Era muy parecido todo a la última vez que fue el chiquitín este a lo de Susana, hace como dos años atrás.
J: - Ah, Nelson. Sí, que se murió hace poco. Por ahí te acordaste de esa vez, y te causó tanta gracia imaginar a un choto haciendo eso, y tu cerebro aceptó.
P: - Puede ser. Lo envidio a Nelson, se mueve mejor que yo, mejor dicho, se movía.
J: - Fuiste un palo no danzante. Estabas más duro que una madera. Tus sueños son raros. ¿No soñás con mujeres?
P: - No. Si te tengo que ser sincero, no.
J: - Sos raro. Te volviste raro. Y digamos que no te ha ido bien en encarar.
P: - ¿Qué querés que haga? No me fue bien. Y vos te quisiste voltear a todas, y no te dieron ni la hora, boludo.
J: - Por lo menos lo intenté. Me cortaron la jeta, pero bueno.
P: - Mi vieja siempre dice que toda situación se da en la vida.
J: - ¡Tu vieja es lo más! Tiene muchos motivos para decirlo: una vida resuelta, no como la nuestra, que va sin rumbo. Apenas somos unos pendejos de 23 años, y vimos de todo.
P: - Recién ahora estamos viendo lo mejor, hace un par de años no dábamos ni 5 pesos. Tengo muchas ganas de vivir, de salir, de seguir laburando.
J: - ¡Así se habla! Y para ir de joda, también. Si salgo, ¿me acompañás?
P: - Andate a cagar. Dame un abrazo.
Ambos: - ¡Vale la pena estar vivos!
Javier y Pedro salen del bar, caminan unas tres cuadras y luego cada uno se dirigirá a iniciar su jornada de empleo activo. Pero concentraremos la historia en Pedro de aquí en más. Como anteriormente fue mencionado por Javier, su amigo no era un “don Juan”, sino todo lo opuesto. Sus proposiciones nunca fueron grotescas, pero llevaba haciendo cuentas. En el 2000, una compañera le pegó 2 cachetadas para que no lo molestase y le dijo que era un tarado. Quedó desanimado después de esa ocasión, ya que le gustaba mucho, pero no se transformó en un obsesivo. Por un tiempo se había olvidado de las salidas, de las citas (que llegaron a su vida gracias al “pirata” de Javier) y del alcohol, que lo llegó a embriagar una vez, causando que sus padres le prohibieran ir a un boliche por tres meses.
Eran las 10, y había arribado a su puesto. Sentarse en una oficina era una bendición, sobre todo para quien se le otorgó el primer empleo. Recordaba en su mente cómo lo educó su mamá. Le enseñó varias cosas, pero las fundamentales eran: caminar erguido, con la frente en alto, escuchar, respetar, agradecer, y pedir perdón CUANDO SEA NECESARIO. En marzo del año pasado le aprobaron la solicitud de ingreso, y desde entonces gozaba del beneficio digno de poder trabajar. Su sueldo de 900 pesos lo dejaba dormir tranquilo, y complementaba el dinero que cada mes ingresaba a la casa. Sus compañeros eran educados y lo invitaban a cenas donde todos asistían, pero la última cena, la del día 16, sacudió a todos. Domingo Einaudi, el jefe y presidente de la empresa, se retiraba. Con sus 70 años, quería ir al mundo común, lejos de los números y de las órdenes, de lo que un poco lo había perjudicado. El estar 14 horas dentro de la corporación le provocó una subida de presión, que hizo que rodara un par de escalones y terminara en el hospital internado por un mes, en el diciembre anterior. Rezaron, pidieron, y el jefe volvió. Pero su despedida escribió un nuevo capítulo en la historia de esa compañía familiar, que por primera vez le cedería el mando a alguien no vinculado al entorno. Domingo y su esposa, Silvita, además del comité ejecutivo, decidieron que la persona que tenía que sucederlo sea joven, potente, capaz, y comprometida, que tenga una idea para quién iba a mandar. El cargo le fue entregado a Mercedes da Silva, que llevaba 10 años ininterrumpidos, y era muy respetada entre sus pares. Ella no lo imaginó nunca, y pidió que Domingo sea “presidente honorífico” hasta su deceso. Entraría en funciones el lunes siguiente.
Cerca de la “transición”, Pedro no dejaba de pensar en dos cosas: la primera era sobre la jefa nueva, con la cual no había dialogado nunca, y el miedo estaba, porque uno siempre tiene miedo a quien no conoce. La segunda cosa, mucho menor que la primera, era “¿Por qué “Madonna” hizo eso?”, se decía a sí mismo. Dejando de lado al absurdo pistolero de San Vicente, el 23 de octubre sería un nuevo amanecer, y todos se remordían los labios de intriga. Hubo una recepción con desayuno, invitados especiales y un agasajo que los empleados más cercanos a Mecha, como le decían, quisieron organizarle por ser promovida. Corridas, cantitos, serpentinas, cornetas, globos, de todo. Cada una de las oficinas se decoró para el evento. Con nervios, Pedro fue y le deseó suerte. Ella le agradeció, a pesar de no conocerlo. Se retiró a su nuevo ámbito, mientras los cantitos seguían, y la música de reggaetón, la salsa y la cumbia sonaban en un volumen muy bajo, que no le impidiese a ninguno proseguir.
Las tareas no se modificaron en nada durante el primer mes, pero promediando noviembre, una llamada le cayó como un piedrazo en la cabeza.
Secretario: - Mirandela, ya lo esperan. Pase. Señora, aquí está el joven al que mandó a llamar.
Mercedes: - Gracias, puede retirarse, Manolo. Bueno, usted me había venido a saludar cuando recién asumí este cargo, y creo que ha sido muy grato de su parte que lo haya hecho.
Pedro: - Gracias, señora. ¿Ha sucedido algo?
Mercedes: - No tiene por qué pasar algo para que quiera conversar con mis empleados (eleva un poco el tono de voz). Discúlpeme, pero uno tiene que conocer con quién va a llevar a cabo este gran proyecto.
Pedro: - Está en lo cierto.
Mercedes: - Siempre estuve en lo cierto (enfatiza), por eso me ascendieron. Y me alegra que el esfuerzo valga.
Pedro: - Es muy bueno esforzarse. Es el origen de cada uno de nuestros éxitos personales.
Mercedes: - Creo que usted tiene el mismo concepto que me inculcaron. Mis abuelos emigraron a este país desde Aveiro (Portugal), y siempre hicieron hincapié con lo bello de trabajar, de que sólo así uno tiene lo que se merece, y cuando lo tiene, la satisfacción es indescriptible.
Pedro: - Por supuesto, señora.
Mercedes: - ¿Es usted débil, Mirandela? (desafiante)
Pedro: - (titubea) No… No… No… No, señora.
Mercedes: - Entonces, no baje la mirada, hombre. Hay que mirar siempre hacia arriba.
Pedro: - Perdóneme, no sucederá de nuevo.
Mercedes: - Eso espero, y espero que no se le revuelva el estómago.
Pedro: - Ando muy bien de salud. No he faltado nunca desde que comencé aquí.
Mercedes: - OK, eso es lo que debería ocurrir con cada uno de ustedes. Vuelva ahora a sus tareas.
Pedro: - Hasta luego, y que tenga un buen día.
Salió de esa oficina con el corazón volcado, a 100 por minuto, y con una sensación de nerviosismo, pero también del miedo inicial que tenía. Se consideraba fuerte, pero para quedarse tendría que serlo más. No le podía temer, sino, afuera. Su jefa era agraciada, pero no puso atención a eso cuando la tuvo en frente. No la quiso ver y la evitó por un par de semanas, y antes de fin de mes, Manolo pegó el grito y el joven debió asistir al lugar más tenso de la empresa, donde cada decisión era gestada, donde cada céntimo tendría un valor, y esas ideas debían pasar por la cabeza y la autorización de esa mujer.
Pedro: - Buenos días, señora.
Mercedes: - Buenos días, señor. Parece que tomó en cuenta lo que le dije hace una quincena.
Pedro: - ¿Qué?
Mercedes: - Está mirándome a los ojos, como corresponde. Así veré que está decidido.
Pedro: - Siempre estoy decidido.
Mercedes: - Que así sea. He recibido sus trabajos y no están nada mal. ¿En qué se basa para que sean eficientes?
Pedro: - Creo que me baso en entender que hay una cantidad de dinero disponible e inamovible para cada mes, y que hay que hacer que cada cosa sea posible…
Mercedes: - (lo interrumpe) Ya veo, pero puede seguir diciéndomelo más tarde.
Pedro: - ¿Sucedió algo?
Mercedes: - Nada; bueno, sí. ¡Otra vez bajó los ojos, hombre! ¡Súbalos! (eleva el tono de voz)
Pedro: - Le pido mil disculpas, no volverá a suceder. Lo prometo.
Mercedes: - ¿Tiene algún problema que no puede mirarme?
Pedro: - (titubea) No… No… No… Claro que no, señora.
Mercedes: - Entonces, ¡míreme, carajo!
Pedro: - Perdone, por favor. Sepa disculpar… Sepa disculpar… (temblando)
Mercedes: - Usted me teme… Se quería disfrazar de fuerte y no le salió. No le salió… (va hacia la puerta y traba la cerradura)
Pedro: - ¿Por qué cierra la puerta? ¿Por qué la…?
Mercedes: - (lo interrumpe) Usted me tiene miedo porque lo desvelo, ¿verdad? ¿O me equivoco? (firme, va de una esquina hacia otra)
Pedro: - Usted nunca se equivoca, señora.
Mercedes: - Eso es lo que quería oír. (golpea la mesa) De alguna manera lo sabía, sabía que te desvelo, si me permitís tutearte.
Pedro: - Se lo permito, señora.
Mercedes: - No tendrás ningún lugar de privilegio en esta empresa. Seguirás siendo un trabajador promedio, te lo advierto. (la jefa porta una camisa blanca y una pollera negra, zapatos de taco alto y medias antideslizantes, desprende los botones de dicha camisa)
Pedro: - ¿Qué está haciendo?
Mercedes: - Estarás interesado en que haga esto. Te gusto, pero no me lo querés decir. Sos demasiado ético, querido, ese es tu problema. (se saca la camisa y muestra un corpiño blanco de encaje) Vas a hacer lo que te diga, y es una orden. ¿Escuchaste?
Pedro: - Sí, señora.
Situación límite. Sin palabras se quedó, y lo hizo para conservar el trabajo. Pedro le tenía miedo a su mirada jodida y lasciva, y lo dejaba confuso el hecho de estar con quien lo mandaba. Ella lo agarró del cuello y lo obligaba a mirarla, y a probar su piel.
Los besos primordiales fueron en todo el cuerpo, lo que cada vez la enloquecía más. Ese cutis era maravilloso, y el hecho de que sea tangible era como una fantasía prohibida. “Ella es tu jefa, moderate, pibe” resonaba en la mente de él, pero la etapa de formación del huracán estaba en su fase final de preparación. Lo peor iba a venir ahora. Con ambos envueltos en unas suaves y simples sábanas (dentro de la oficina había una habitación oculta, con cama, escritorio, computadoras, Internet, etcétera), ella seguía precisando de él para cumplir sus deseos más profundos. Lo tenía dominado, solamente para sí, y él comenzó a despejar la mente, olvidándose por unos momentos de esa distante relación laboral que tenían. Le hablaba casi como a un bebé, pidiéndole que le succione y le lama los pechos, y en esa intención, se le prohibía hablar, tan sólo hacía gestos. Si quería más placer, le presionaba más la cabeza para que desplace la lengua a mayor velocidad. Lo hizo ponerse de pie, y tomó un látigo. Fue hasta la puerta y lo arrinconó. Presionó su cuello y le dijo:
Mercedes: - Pendejo, sabés usar bien esa boquita que Dios te dio, pero la cosa esa de abajo es inutilizable. Fijate si podés hacer algo para mejorar.
Pedro: - Investigaré, señora, lo haré.
Mercedes: - Me parece que voy a necesitar bastante de vos a partir de ahora. Nos veremos muy seguido, ¿verdad? (agresiva, y presionando más la nuez de Adán)
Pedro: - Le pertenezco, señora. Estaré a su disposición. (esboza por falta de aire)
Mercedes: - Eso quería oír. Podés tomar tu ropa y volver a laburar, querido.
Pedro: Sí, señora.
Mercedes: - RÁPIDO! Que nadie te vea.
El joven salió aceleradamente hasta su oficina propia y continuó con sus labores hasta las 10 de la noche, y retornó a su casa. De allí en más, haría varias visitas a la sala de la señora Da Silva. Seguro que los otros empleados pensarían dos cosas de él: que lo viven loando o regañando. Definitivamente, eran ambas, pero cada una en su debido momento.
Octubre de 2006. Un agradable día de semana, de temperaturas medias, pero no cálidas, con nubes y algo de humedad. Las personas se desplazaban por centenares en el centro de esta gran ciudad, vaya a saber hacia dónde irán. A atenderse en un hospital, a sus empleos, a pasear, a la escuela, a cualquier parte. En un sencillo bar, se encuentran Pedro Mirandela y su amigo Javier Poggio, hablando de sus vidas, cosas incoherentes, del trabajo, de todo un poco.
P: - ¿Cómo anda todo?
J: - Por suerte, de 10, viejo. Debo estar en una de mis mejores épocas. Llego a fin de mes sin mendigar. No era tan terrible laburar, antes era una tortura escuchar esa palabra.
P: - Lo que pasa es que siempre fuimos vaguitos, por eso. Yo me cagaba también, pero esto no está tan mal. Debería pedir café para celebrar.
J: - Dale, para eso vine. No se te ve como siempre, ¿te pasó algo?
P: - Anoche tuve un sueño muy raro, pero no sé si es más gracioso que raro.
J: - No me quieras joder, eh! Decís eso y me asustás, y después resulta ser una huevada. Te conozco demasiado. ¿Qué pasó?
P: - Soñé que estaba el viejo Ruckauf revoleando el ojete, bailando la “gasolina”. La verdad es que el tipo tenía un vigor, que me caigo y me levanto.
J: - ¿Te empastillaste? ¿No habrá sido don Raimundo, el de la vuelta de tu casa, que siempre sacaba a todos a bailar en fin de año?
P: - No me empastillo, y sí, era el viejo Ruckauf, el gobernador. No sabés cómo movía el culo, qué hijo de puta. Bailaba mejor que muchos jóvenes. Era muy parecido todo a la última vez que fue el chiquitín este a lo de Susana, hace como dos años atrás.
J: - Ah, Nelson. Sí, que se murió hace poco. Por ahí te acordaste de esa vez, y te causó tanta gracia imaginar a un choto haciendo eso, y tu cerebro aceptó.
P: - Puede ser. Lo envidio a Nelson, se mueve mejor que yo, mejor dicho, se movía.
J: - Fuiste un palo no danzante. Estabas más duro que una madera. Tus sueños son raros. ¿No soñás con mujeres?
P: - No. Si te tengo que ser sincero, no.
J: - Sos raro. Te volviste raro. Y digamos que no te ha ido bien en encarar.
P: - ¿Qué querés que haga? No me fue bien. Y vos te quisiste voltear a todas, y no te dieron ni la hora, boludo.
J: - Por lo menos lo intenté. Me cortaron la jeta, pero bueno.
P: - Mi vieja siempre dice que toda situación se da en la vida.
J: - ¡Tu vieja es lo más! Tiene muchos motivos para decirlo: una vida resuelta, no como la nuestra, que va sin rumbo. Apenas somos unos pendejos de 23 años, y vimos de todo.
P: - Recién ahora estamos viendo lo mejor, hace un par de años no dábamos ni 5 pesos. Tengo muchas ganas de vivir, de salir, de seguir laburando.
J: - ¡Así se habla! Y para ir de joda, también. Si salgo, ¿me acompañás?
P: - Andate a cagar. Dame un abrazo.
Ambos: - ¡Vale la pena estar vivos!
Javier y Pedro salen del bar, caminan unas tres cuadras y luego cada uno se dirigirá a iniciar su jornada de empleo activo. Pero concentraremos la historia en Pedro de aquí en más. Como anteriormente fue mencionado por Javier, su amigo no era un “don Juan”, sino todo lo opuesto. Sus proposiciones nunca fueron grotescas, pero llevaba haciendo cuentas. En el 2000, una compañera le pegó 2 cachetadas para que no lo molestase y le dijo que era un tarado. Quedó desanimado después de esa ocasión, ya que le gustaba mucho, pero no se transformó en un obsesivo. Por un tiempo se había olvidado de las salidas, de las citas (que llegaron a su vida gracias al “pirata” de Javier) y del alcohol, que lo llegó a embriagar una vez, causando que sus padres le prohibieran ir a un boliche por tres meses.
Eran las 10, y había arribado a su puesto. Sentarse en una oficina era una bendición, sobre todo para quien se le otorgó el primer empleo. Recordaba en su mente cómo lo educó su mamá. Le enseñó varias cosas, pero las fundamentales eran: caminar erguido, con la frente en alto, escuchar, respetar, agradecer, y pedir perdón CUANDO SEA NECESARIO. En marzo del año pasado le aprobaron la solicitud de ingreso, y desde entonces gozaba del beneficio digno de poder trabajar. Su sueldo de 900 pesos lo dejaba dormir tranquilo, y complementaba el dinero que cada mes ingresaba a la casa. Sus compañeros eran educados y lo invitaban a cenas donde todos asistían, pero la última cena, la del día 16, sacudió a todos. Domingo Einaudi, el jefe y presidente de la empresa, se retiraba. Con sus 70 años, quería ir al mundo común, lejos de los números y de las órdenes, de lo que un poco lo había perjudicado. El estar 14 horas dentro de la corporación le provocó una subida de presión, que hizo que rodara un par de escalones y terminara en el hospital internado por un mes, en el diciembre anterior. Rezaron, pidieron, y el jefe volvió. Pero su despedida escribió un nuevo capítulo en la historia de esa compañía familiar, que por primera vez le cedería el mando a alguien no vinculado al entorno. Domingo y su esposa, Silvita, además del comité ejecutivo, decidieron que la persona que tenía que sucederlo sea joven, potente, capaz, y comprometida, que tenga una idea para quién iba a mandar. El cargo le fue entregado a Mercedes da Silva, que llevaba 10 años ininterrumpidos, y era muy respetada entre sus pares. Ella no lo imaginó nunca, y pidió que Domingo sea “presidente honorífico” hasta su deceso. Entraría en funciones el lunes siguiente.
Cerca de la “transición”, Pedro no dejaba de pensar en dos cosas: la primera era sobre la jefa nueva, con la cual no había dialogado nunca, y el miedo estaba, porque uno siempre tiene miedo a quien no conoce. La segunda cosa, mucho menor que la primera, era “¿Por qué “Madonna” hizo eso?”, se decía a sí mismo. Dejando de lado al absurdo pistolero de San Vicente, el 23 de octubre sería un nuevo amanecer, y todos se remordían los labios de intriga. Hubo una recepción con desayuno, invitados especiales y un agasajo que los empleados más cercanos a Mecha, como le decían, quisieron organizarle por ser promovida. Corridas, cantitos, serpentinas, cornetas, globos, de todo. Cada una de las oficinas se decoró para el evento. Con nervios, Pedro fue y le deseó suerte. Ella le agradeció, a pesar de no conocerlo. Se retiró a su nuevo ámbito, mientras los cantitos seguían, y la música de reggaetón, la salsa y la cumbia sonaban en un volumen muy bajo, que no le impidiese a ninguno proseguir.
Las tareas no se modificaron en nada durante el primer mes, pero promediando noviembre, una llamada le cayó como un piedrazo en la cabeza.
Secretario: - Mirandela, ya lo esperan. Pase. Señora, aquí está el joven al que mandó a llamar.
Mercedes: - Gracias, puede retirarse, Manolo. Bueno, usted me había venido a saludar cuando recién asumí este cargo, y creo que ha sido muy grato de su parte que lo haya hecho.
Pedro: - Gracias, señora. ¿Ha sucedido algo?
Mercedes: - No tiene por qué pasar algo para que quiera conversar con mis empleados (eleva un poco el tono de voz). Discúlpeme, pero uno tiene que conocer con quién va a llevar a cabo este gran proyecto.
Pedro: - Está en lo cierto.
Mercedes: - Siempre estuve en lo cierto (enfatiza), por eso me ascendieron. Y me alegra que el esfuerzo valga.
Pedro: - Es muy bueno esforzarse. Es el origen de cada uno de nuestros éxitos personales.
Mercedes: - Creo que usted tiene el mismo concepto que me inculcaron. Mis abuelos emigraron a este país desde Aveiro (Portugal), y siempre hicieron hincapié con lo bello de trabajar, de que sólo así uno tiene lo que se merece, y cuando lo tiene, la satisfacción es indescriptible.
Pedro: - Por supuesto, señora.
Mercedes: - ¿Es usted débil, Mirandela? (desafiante)
Pedro: - (titubea) No… No… No… No, señora.
Mercedes: - Entonces, no baje la mirada, hombre. Hay que mirar siempre hacia arriba.
Pedro: - Perdóneme, no sucederá de nuevo.
Mercedes: - Eso espero, y espero que no se le revuelva el estómago.
Pedro: - Ando muy bien de salud. No he faltado nunca desde que comencé aquí.
Mercedes: - OK, eso es lo que debería ocurrir con cada uno de ustedes. Vuelva ahora a sus tareas.
Pedro: - Hasta luego, y que tenga un buen día.
Salió de esa oficina con el corazón volcado, a 100 por minuto, y con una sensación de nerviosismo, pero también del miedo inicial que tenía. Se consideraba fuerte, pero para quedarse tendría que serlo más. No le podía temer, sino, afuera. Su jefa era agraciada, pero no puso atención a eso cuando la tuvo en frente. No la quiso ver y la evitó por un par de semanas, y antes de fin de mes, Manolo pegó el grito y el joven debió asistir al lugar más tenso de la empresa, donde cada decisión era gestada, donde cada céntimo tendría un valor, y esas ideas debían pasar por la cabeza y la autorización de esa mujer.
Pedro: - Buenos días, señora.
Mercedes: - Buenos días, señor. Parece que tomó en cuenta lo que le dije hace una quincena.
Pedro: - ¿Qué?
Mercedes: - Está mirándome a los ojos, como corresponde. Así veré que está decidido.
Pedro: - Siempre estoy decidido.
Mercedes: - Que así sea. He recibido sus trabajos y no están nada mal. ¿En qué se basa para que sean eficientes?
Pedro: - Creo que me baso en entender que hay una cantidad de dinero disponible e inamovible para cada mes, y que hay que hacer que cada cosa sea posible…
Mercedes: - (lo interrumpe) Ya veo, pero puede seguir diciéndomelo más tarde.
Pedro: - ¿Sucedió algo?
Mercedes: - Nada; bueno, sí. ¡Otra vez bajó los ojos, hombre! ¡Súbalos! (eleva el tono de voz)
Pedro: - Le pido mil disculpas, no volverá a suceder. Lo prometo.
Mercedes: - ¿Tiene algún problema que no puede mirarme?
Pedro: - (titubea) No… No… No… Claro que no, señora.
Mercedes: - Entonces, ¡míreme, carajo!
Pedro: - Perdone, por favor. Sepa disculpar… Sepa disculpar… (temblando)
Mercedes: - Usted me teme… Se quería disfrazar de fuerte y no le salió. No le salió… (va hacia la puerta y traba la cerradura)
Pedro: - ¿Por qué cierra la puerta? ¿Por qué la…?
Mercedes: - (lo interrumpe) Usted me tiene miedo porque lo desvelo, ¿verdad? ¿O me equivoco? (firme, va de una esquina hacia otra)
Pedro: - Usted nunca se equivoca, señora.
Mercedes: - Eso es lo que quería oír. (golpea la mesa) De alguna manera lo sabía, sabía que te desvelo, si me permitís tutearte.
Pedro: - Se lo permito, señora.
Mercedes: - No tendrás ningún lugar de privilegio en esta empresa. Seguirás siendo un trabajador promedio, te lo advierto. (la jefa porta una camisa blanca y una pollera negra, zapatos de taco alto y medias antideslizantes, desprende los botones de dicha camisa)
Pedro: - ¿Qué está haciendo?
Mercedes: - Estarás interesado en que haga esto. Te gusto, pero no me lo querés decir. Sos demasiado ético, querido, ese es tu problema. (se saca la camisa y muestra un corpiño blanco de encaje) Vas a hacer lo que te diga, y es una orden. ¿Escuchaste?
Pedro: - Sí, señora.
Situación límite. Sin palabras se quedó, y lo hizo para conservar el trabajo. Pedro le tenía miedo a su mirada jodida y lasciva, y lo dejaba confuso el hecho de estar con quien lo mandaba. Ella lo agarró del cuello y lo obligaba a mirarla, y a probar su piel.
Los besos primordiales fueron en todo el cuerpo, lo que cada vez la enloquecía más. Ese cutis era maravilloso, y el hecho de que sea tangible era como una fantasía prohibida. “Ella es tu jefa, moderate, pibe” resonaba en la mente de él, pero la etapa de formación del huracán estaba en su fase final de preparación. Lo peor iba a venir ahora. Con ambos envueltos en unas suaves y simples sábanas (dentro de la oficina había una habitación oculta, con cama, escritorio, computadoras, Internet, etcétera), ella seguía precisando de él para cumplir sus deseos más profundos. Lo tenía dominado, solamente para sí, y él comenzó a despejar la mente, olvidándose por unos momentos de esa distante relación laboral que tenían. Le hablaba casi como a un bebé, pidiéndole que le succione y le lama los pechos, y en esa intención, se le prohibía hablar, tan sólo hacía gestos. Si quería más placer, le presionaba más la cabeza para que desplace la lengua a mayor velocidad. Lo hizo ponerse de pie, y tomó un látigo. Fue hasta la puerta y lo arrinconó. Presionó su cuello y le dijo:
Mercedes: - Pendejo, sabés usar bien esa boquita que Dios te dio, pero la cosa esa de abajo es inutilizable. Fijate si podés hacer algo para mejorar.
Pedro: - Investigaré, señora, lo haré.
Mercedes: - Me parece que voy a necesitar bastante de vos a partir de ahora. Nos veremos muy seguido, ¿verdad? (agresiva, y presionando más la nuez de Adán)
Pedro: - Le pertenezco, señora. Estaré a su disposición. (esboza por falta de aire)
Mercedes: - Eso quería oír. Podés tomar tu ropa y volver a laburar, querido.
Pedro: Sí, señora.
Mercedes: - RÁPIDO! Que nadie te vea.
El joven salió aceleradamente hasta su oficina propia y continuó con sus labores hasta las 10 de la noche, y retornó a su casa. De allí en más, haría varias visitas a la sala de la señora Da Silva. Seguro que los otros empleados pensarían dos cosas de él: que lo viven loando o regañando. Definitivamente, eran ambas, pero cada una en su debido momento.
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