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Compendio I
La noche del domingo, le avisé a Hannah que saldría en la camioneta luego de cenar.
No me creyó cuando le dije que saldría a ver las estrellas y se enojó. Ni siquiera encendía el motor, cuando ella ya estaba dentro de la camioneta, con el cinturón de seguridad.
Mientras me miraba con sus lindísimos ojos celestes, ardiendo en flamas, yo sonreía, ya que nunca pensé que una chica tan bonita como ella podría llegar a tener celos de mí. Pero su incredulidad era esperable, ya que de los 250 hombres que trabajan en el campamento minero, soy uno de los pocos que no van a ver prostitutas por la noche.
Necesitaba despejarme. Cuando estaba soltero, iba con mis padres a la casa en la playa y visitaba el “rompeolas”. O cuando me hospedaba con mis suegros y estaba complicado con mi trabajo o con los problemas de familia, iba al vergel que conocía mi cuñada.
Solamente, cuando apagué el motor, tras haber seguido el sendero que llega a los patios de descarga, en vez del que lleva a la salida del complejo, ella cambió su temperamento.
Y con la misma impetuosidad de mi ruiseñor, temblaba de frio al no llevar una chaqueta.
“¿Qué hacemos acá? ¿Qué sucede?” preguntó, aun tiritando y encogiendo las piernas, cuando le pasé la mía.
“Un problema en casa.” Respondí, levemente molesto.
“¿Es Marisol? ¿Son tus pequeñas?” Me interrogaba, con su nariz sonrosada y con el vapor llevándose sus palabras.
“¡Si, pero no es nada grave!”
“Si no es grave, ¿Qué haces acá?”
Estaba impaciente e irritada, ya que no tolera demasiado el frio.
Le conté que Marisol se había besado con alguien más. Eso hizo su mirada brillar un poquito más y prestarme mayor interés, probablemente, porque dejaría a su marido en caso que yo me divorciara.
Pero cuando le expliqué que le había besado otra chica, su mirada cambió radicalmente.
“¿Y cómo te sientes?” preguntó, con una expresión llena de asombro.
“¡No me siento mal!” respondí con sinceridad. “Verás, Marisol no es una chica mala. Probablemente es una de las más dulces y generosas que puedas conocer. Pero para nosotros, es extraño que pase algo así y ella me está pidiendo una explicación y no puedo dársela. Por eso he querido venir hasta acá, para aclarar mis ideas.”
“¡Ya entiendo!” dijo con una voz de arrepentimiento. “¡No imaginé que fuese algo así! ¡Discúlpame por no creerte!”
“¡Está bien!” le dije, amparándola bajo mi brazo. “¡No eres mala compañía!”
Y bajo la inmensidad de las estrellas, mis pensamientos, entremezclados con mis recuerdos, volaban hacía Marisol.
Recuerdo que durante esos días de vacaciones que Marisol nos acompañó a la playa con mis padres, le encantaba salir conmigo, para “cazar satélites”.
Con mucha paciencia, se sentaba al lado mío, mirando atentamente el cielo, en lo que ella llamaba “entrenamiento ninja para agudizar la visión”, lo que me hacía reír y querer más a la mujer que posteriormente se convirtió en mi esposa.
Para mí, en cambio, servía para poner en perspectiva mis problemas. Porque ¿Qué tan grande puede ser una complicación, ante la eternidad y tamaño de una estrella?
“Júpiter se ve brillante esta noche…” comentó repentinamente ella, identificando correctamente el astro.
La contemplé sorprendido.
Se avergonzó al romper el silencio de esa manera, pero era la primera vez que alguien más hablaba de astronomía conmigo.
Fue siempre una pasión para mí e incluso, fue mi primera opción para estudiar en la universidad. Pero los puntajes no me favorecieron y el destino obró a mi favor para sacar la carrera de Ingeniería en Minas, logro que me ha traído muchas felicidades.
Y la escuché explayarse sobre las constelaciones, con la misma sonrisa que tenía yo. A diferencia de mi infancia, Hannah tuvo acceso a un telescopio personal, en casa de su tío Herb, el mismo que le inculcó la pasión por la maquinaria.
Y ella cautivaba mi atención completamente. Sabía de galaxias y de cuerpos celestes, pero nunca pude apreciar las constelaciones que griegos y romanos imaginaron en los cielos.
Nos reímos de Plutón y la molestia que nos causó que perdiera su título de planeta. También conversamos del planeta nuevo, similar a la Tierra y de un montón de trivialidades espaciales, que nos apartaban del día a día de la mina.
Fue una noche muy romántica, ya que mientras ella me enseñaba a contemplar las estrellas, yo le enseñaba de la historia de esos dioses.
Y en ese entorno silencioso, solitario y relativamente nuestro, la oscuridad nos iba uniendo nuevamente de una manera afectiva y tierna.
Inesperadamente, un aerolito cruzó la atmosfera por breves segundos, consumiéndose en una luz verde.
Los 2 lo contemplamos y hubo un breve silencio entre medio.
“Marco… si vieras una estrella fugaz, ¿Qué pedirías?” preguntó dulcemente.
“¡La verdad, no lo sé!” Le respondí, todavía pensando en el aerolito. “Probablemente, debió ser metálico. Recuerdo haber leído que cuando brillan así, es porque tienen metal y como estamos en las montañas, algunos de ellos alcanzan la superficie.”
Ella me miró bastante molesta.
“¡Saber demasiado mata la magia!” me recriminó.
“¡Lo siento! ¡Es que hacen años que paré de pedirles deseos!”
“¡Qué mal! Yo todavía lo hago… pero si supieras que esa estrella es capaz de cumplirte lo que desees, ¿Qué pedirías?”
Por unos momentos, estuve bajo el escrutinio incesante de su mirada y por más que lo pensé, llegaba a la misma respuesta.
“Creo que nada…”
No era la respuesta que ella quería oír...
“Por Marisol y tus hijas…” sentenció ella, muy sentida.
“¡Así es!... ¡Y también, por ti!” agregué, al leer sus sentimientos.
“¿Por mí?” Preguntó, con ligera vergüenza.
“¡Por supuesto! ¡Mírate, Hannah! ¡Eres hermosa e inteligente! ¡No habían posibilidades que te conociera y eres más que mi amiga! ¡Yo te amo y tú me amas también! ¿Cómo no me vas a hacer feliz?”
Sus ojitos brillaron de alegría y con lágrimas, al escuchar mi efusividad. Me dio un fuerte abrazo y nos besamos y lentamente, me la fui llevando al interior de la camioneta.
Ella me desvestía con impaciencia, sin parar de besarme. Me quería una vez más en ella.
Cuando abrí la puerta de la cabina trasera, sentí remordimientos. Sin parar de sonreírme, ella se acostaba en el sillón, esperando con impaciencia a que depositara mi humanidad sobre ella y meditaba lo injusto que era eso.
“¡Siento hacerlo de esta manera todo el tiempo!” me disculpé, cuando me sacaba la camisa. “¡Mereces que te hagan el amor en una cama suave y cómoda y no el asiento trasero de una camioneta!”
Los zafiros en sus ojos brillaban en alegría.
“¡Calla! Cuando estoy contigo, ¿Piensas que eso me importa?” Preguntó, acariciando mis labios para que guardara silencio.
Nuevamente, ella iba abajo y suspiraba a medida que la iba metiendo.
Hannah debe pesar alrededor de unos 60 kg. , contra los 90 de mi cuerpo.
A ella le encanta y no se cansa de la misma posición: siempre, debajo de mí.
Su rajita es estrecha, húmeda y ardiente. El poco espacio del asiento trasero hace que mis movimientos sean más intensos y lentos, desde un principio.
Ni siquiera tiene espacio para abrir mucho las piernas, pero aun así, goza de mis torpes embestidas.
En cambio yo, debo hacer equilibrio con mi brazo izquierdo, que roza con el respaldo del asiento delantero.
Pero lo que probablemente lo hace más intenso para ella es que mi mismo peso hace que avance en ella con mucha profundidad.
Me ha contado que hacen el amor 3 veces con su marido a la semana (algo que para nosotros, representa un Lunes apasionado) y que él le hace gozar y sentirse bien.
Sin embargo, sé que prefiere más hacer el amor conmigo y es que yo me doy cuenta por la estrechez de su cuerpo que su marido no la llena tanto como yo.
En esa incómoda posición para mí, mi gran beneficio es que ella se queja dulcemente, a medida que la gravedad va haciendo lo suyo y voy estirándola plenamente, al punto de alcanzar su matriz, con relativa facilidad.
Todavía intenta contenerse, porque al igual que yo, sabe que no está bien que disfrutemos tanto con la persona a quien aceptamos para pasar el resto de la vida. Más nos es inevitable: simplemente, la conozco mejor que su marido y le gusta.
Y es cuando paro de avanzar que recién intento moverme, de una manera torpe, lenta y acompasada.
Siempre me ha sido difícil narrarle estas cosas a mi ruiseñor, puesto que sigo pensando que lo que hago está mal. No obstante, a ella le encanta escucharlo, porque cada mujer tiene zonas erógenas distintas.
En el caso de Hannah, están los lóbulos de su oreja, los cuales pruebo suavemente. Marisol, en cambio, es sensible si lamo su cuello y al igual que mi suegra y mi cuñada, es sensible en los pezones.
Pero lo que más me gusta de Marisol es que ella me entiende con comparaciones que difícilmente alguien más comprenderá. Para mí, ellas son como libros, que lees una y otra vez, porque buscas grabar la historia en los recuerdos.
Y es que curiosamente, con Marisol comparto la belleza de cada una de ellas: los encantos de sus cuerpos, sus deseos, sus pasiones. Y a ella le gusta oír eso, porque me acuerdo de detalles que probablemente otros no prestaran atención.
Por eso, lo ocurrido con su amiga ha sido providencial en cierta medida. Me ha confesado que ese beso le sigue dando vueltas en la cabeza, no porque le agrade su compañera, sino porque nunca ha sentido un beso tan suave, genuino y afectuoso, de parte de alguien que no sea de su familia ni yo y que no tenga ningún otro interés afectivo de estar conmigo.
Pero estoy desvariando y perdiendo el enfoque de la historia.
La camioneta comenzaba a sacudirse una vez más en su lenta y torpe marcha, mientras que Hannah se seguía quejando, a medida que la penetraba.
Me abrazaba el cuello, suspirando a mis oídos, en los momentos que mi pelvis la iba martillando. Lanzaba gemidos muy curiosos, mientras que la punta de mi glande rozaba una vez más las carnosidades de su útero.
Pensaba en la facilidad que sería para mí embarazarla, porque al igual que Marisol, ya no lo hacemos con preservativos y debo ser yo el que se preocupa que tome sus pastillas de manera diaria.
“¡Tan adentro!... ¡Taan adentro!...” alcanza a susurrar, en un gemido entremezclado en suspenso, dolor y placer.
Pero Hannah me vuelve loco. Le he podido hacer cosas que su marido ni siquiera imagina y es ella la que me termina buscando constantemente, cada día, para que hagamos el amor, una y otra vez.
En la mina, soy yo el único dueño de ese maravilloso trasero, cubierto por esos apretados bermudas. El único que lo ha probado y el primero que aquel rostro angelical ve por las mañanas y la abraza, mientras que sin parar de sonreírme, baja a la altura de mi cintura y libera mi erección, deseosa de probar mis jugos en sus labios.
“¡Hannah, ya no aguanto más!” le digo, tras casi una hora de bombeo incesante. Mi brazo me duele horriblemente y mi pelvis vibra en anticipación, antes de soltar mi descarga.
“¡Siii!... ¡Espera un poco más!... ¡Un poco más!... ¡Ahí!... ¡Ahiii!... ¡Ahora!... ¡Ahhhhhhh!”
Y suelto toda mi descarga, dentro de ella. Ella lanza un fuerte alarido, que va menguando a medida que su matriz se va llenando con mi líquido candente.
Puedo sentir cómo sus tejidos van besando lentamente la punta de mi glande, mientras que restos de mi semen y de sus jugos comienzan a escurrir desde su interior.
La mirada de Hannah es diáfana. Me besa satisfecha y contenta. Siento como ella vibra de dicha, porque una vez más, he quedado cautivo dentro de ella y eso le encanta.
Durante esos momentos, ni las estrellas ni los engranajes ni su marido existen para ella. Solamente, estamos juntos y nos repetimos que nos amamos, con besos cariñosos.
Nos abrigamos rápidamente, ya que el aire que entra por la puerta a medio cerrar está bastante helado. Sin embargo, nuestro calor nos ha mantenido abrigados y con una gran sonrisa, ella me devuelve mi chaqueta.
Cuando la saco, parte de nuestros jugos se siguen escurriendo entre sus piernas, pero a ella poco le importa. Se acomoda el calzón y se abrocha el pantalón, como si no tuviese deseo de dejarlos escapar.
“¿Y tú, Hannah? Si vieras una estrella fugaz, ¿Qué le pedirías?” le preguntó, cuando enciendo el motor para volver al campamento.
“¡No seas bobo!” me responde. “¡Si te lo cuento, no se hará realidad!”
Sin embargo, luego de arrimarse cariñosamente a mi lado, añade:
“Pero esto es lo más parecido a mi deseo que puedo esperar…”
Y volvemos a la cabaña, para dar un par de rondas adicionales, antes de volver a nuestras respectivas casas y parejas.
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2 comentarios - Siete por siete (106): Estrella fugaz