Hola amig@s esta es una historia real y muy fuerte quiero compartirla para que todos tengamos mas conciencia de como esta el mundo. La verdad esta historia me lleno de rabia, morbo y tristeza.
A Magaly Peña la violaron no menos de quince pandilleros
durante más de tres horas, pero eso quizá sea lo menos importante de
esta historia.
La conocí hace más de un año, cuando ella acababa de
cumplir diecinueve. Vivía —aún vive— en una ciudad del área
metropolitana de San Salvador llamada Ilopango, en una colonia
periférica con fuerte presencia de maras —del Barrio 18, en concreto—.
Con el paso del tiempo comprendí que situaciones como
qué pandilla lo hizo, si fueron seis, doce o veinticuatro los violadores,
o en qué municipio sucedió, son hechos circunstanciales;
comprendí que lo que ella vivió tiene muy poco de extraordinario
en un país como El Salvador. Comprendí que incluso podría considerarse
afortunada.
«De la escuela me fueron a sacar los pandilleros y me violaron»,
me soltó Magaly una mañana de julio de 2010, cuando
chateábamos en el messenger. «Pero mi familia no sabe nada por
que amenazaron con acerles daño si decia algo», escribió. «Se supone
que uno de ellos estaba cumpliendo años y me querian de
regalo», dijo. «Se imagina mas de dieciocho hombres con una sola
mujer??????? Eso solo demuestra que son y seran unos perros
muertos de hambre para toda su maldita vida», sentenció*
.
Todavía no logro entender por qué me lo contó. No éramos
amigos, apenas conocidos. Quizá solo quería desahogarse. De
hecho, transcurrido ya más de un año de la violación, lo que le
ocurrió aún no lo saben ni su madre ni su padrastro ni sus hermanos
mayores. Tampoco la Policía Nacional Civil ni la Fiscalía General
de la República ni la Procuraduría para la Defensa de los
Derechos Humanos ni el Ministerio de Salud. Cuando me lo dijo
habían pasado tres semanas, y las secuelas estaban en plena ebullición.
Quizá por eso me sorprendió la frialdad con la que se expresó
en aquel chat: «Ya cerre eso como un capitulo de mi vida que se
fue y paso».
Nos vimos en repetidas ocasiones en los meses siguientes,
y cada vez la hallé más atrincherada en la idea de que es mejor no
remover lo pasado. «Mire —me dijo en una ocasión que quedamos
para almorzar— no sé cómo decirle… Tal vez usted me comprende,
porque a mí nadie me entiende. Digamos que le pasa algo que
a usted no le gusta, pero hay personas que se encierran en eso, personas
que… que “me pasó esto” y solo quejándose pasan. Vaya, yo
no. A mí me pasó esto y va, amanece, amanece y ahora ya no es
ayer. No me entiende, ¿va?»
Cuesta siquiera intentar entenderla. A Magaly la violaron
no menos de quince pandilleros durante más de tres horas y tuvo
que callar, pero en vidas como la suya no es algo tan estridente.
En otra ocasión fuimos ella, su hermano menor y yo al
zoológico, a pasar la mañana sin mayores pretensiones. Me dijo
que, dos meses atrás, una tía del padrastro había ido como penitente
al cerro Las Pavas para agradecerle a la virgen de Fátima que la
sacara de la cárcel, pues había pasado unos días recluida por consentir
las continuas violaciones de su marido hacia su nieta, una niña
de catorce años con discapacidad intelectual. Magaly me lo contó
como quien recita la lista del supermercado, sin la más mínima expresión
de extrañeza en su rostro; tampoco en el de su hermano, a
quien a cada rato le pedía que corroborara su relato. «¿Va, Guille?
—le decía— ¿va, Guille?».
—¿Hay en el mundo algún lugar que te gustaría visitar?
—pregunté a Magaly en otro de nuestros encuentros.
—Donde sí quisiera ir, aunque ya no se puede porque lo
cerraron, es al teleférico del cerro San Jacinto. Fui una sola vez de
pequeña, con mi abuela y mi tía; yo tenía como siete años. Y ¿sabe
qué nos pasó? que se fue la luz y quedamos en la góndola a mitad
de camino —Magaly sonreía mientras me contaba que su mundo
termina en el cerro San Jacinto, a pocos kilómetros de la colonia
donde vive—. Fíjese que yo desde que tengo como seis años sueño
que me estoy quemando en mi casa—, dijo inmediatamente después
de recordar su viaje en el teleférico. Siempre sonreía.
***
—Magaly, ¿por qué creés que ocurrió?
—Lo de violar bichas es un regalo que los muchachos le
hacen a uno de ellos, pero, como se supone que es una fiesta, todos
tienen que disfrutarlo.
—Pero, ¿por qué a vos?
—Mi pecado supuestamente era que yo, como quince días
antes, cuando estaban violando a otra…
—Esperá, esperá, repetime eso…
—Sí, como dos semanas antes habían violado a otra bicha
en la colonia. La cuestión es que… yo no sé cómo supieron, pero la
Policía hizo un operativo y, aunque nunca dieron con la casa, creyeron
que yo les había avisado. Eso porque dos días antes, en la escuela,
iba pasando cuando escuché, ¿va? porque usted sabe que a veces uno
sin querer escucha cosas, y yo iba saliendo…
—Dentro de tu escuela…
—Ajá, estaban hablando en una esquinita, y no recuerdo
qué estaba haciendo yo, barriendo creo, y lo que oí fue que iban a
hacer eso a una bicha que se lo merecía…
—¿A alguna de tu grado?
—No sé si de mi grado, pero de la escuela. Yo iba pasando…
Ni atención… Lo escuché porque estaba ahí. Y pasó que el
día que la violaron la andaba buscando la Policía…
***
La mañana del día de la violación, Magaly salió a comprar
algo en la tienda. Era miércoles. Unos pandilleros se le acercaron,
la rodearon y le dijeron que se preparara, que en la tarde la llamarían.
Ese coro de voces infanto-adolescentes, casi todas conocidas,
algunas de compañeros de aula, representaba la máxima autoridad
en la colonia, el Barrio 18, y ella mejor que nadie sabía que, escuchada
la sentencia, poco o nada se podía hacer. En las horas siguientes
actuó como un condenado a muerte que asume resignadamente
su condición.
Magaly es una joven bien parecida. Salvo por su estatura
—apenas supera el metro y medio—, está en las antípodas del estereotipo
de una mujer salvadoreña. Su piel es lechosa; su cara, de
facciones angulosas, con una nariz respingona pero bien combinada
con el rostro; su pelo, oscuro, largo y liso, le cubre una cicatriz en el
cuero cabelludo del tamaño de un centavo que le dejó un ácido que
le cayó cuando niña. Está muy delgada, apenas supera las noventa
libras, y no es para nada voluptuosa. La primera vez que la vi fue a
mediados de marzo de 2010, durante una actividad del Ministerio de
Educación que me llevó a Ilopango. Tenía que amarrar un contacto
en la zona para el seguimiento de tal actividad, y ella fue la elegida.
Nunca sospeché que esa joven menuda y dicharachera tuviera diecinueve
años, condicionado quizá por el hecho de que estábamos en
una escuela en la que solo se estudia hasta noveno grado.
La tarde del día de la violación Magaly llegó a esa escuela,
como todos los días. Lo hizo poco antes de la una de la tarde, acompañada
por Vanessa, su hermana pequeña. Se despidieron y cada
quien entró en su aula. Estaba hablando con una amiga cuando un
compañero de clases —un pandillero— se le acercó para entregarle
un celular. «Te llaman», le dijo.
—Ajá, ¿conque vos sos la puta que nos puso el dedo? —preguntó
una voz sonora y amenazante—. Mirá, pues ahorita los homeboys
se quieren dar el taco.
—¿Conmigo? ¿Y por qué?
—No te hagás la maje, que bien sabés. Vos los pateaste
cuando se llevaron a la morrita aquella. Ellos te van a decir...
—Pero no tengo nada que hablar con ellos.
No dudó de que se trataba de la persona que desde la cárcel
lleva palabra sobre los pandilleros de su colonia, de su escuela, pero se
atrevió a interrumpir la llamada. El teléfono volvió a sonar de nuevo.
—¡No me volvás a colgar, peeeerra! Vos sabés lo que te va a
pasar si no...
—Fíjese, pero yo no tengo nada que ver con ustedes —consumió
Magaly su último suspiro de valentía—, así que deje de molestarme.
—Es que aquí no es lo que vos decís, sino lo que los homeboys
dicen. Ahora mismo vas a ir a donde te lleven y vas a pasar una
hora con cinco de ellos.
—Pero yo no puedo hacer eso, ando con mi hermana pequeña.
—Es que no es lo que vos querrás, es que lo tenés que hacer.
Si no vas, van a ir a sacarte de la escuela —y colgó.
Magaly y su hermana Vanessa tienen una relación especial.
Se llevan diez años, pero es evidente su complicidad cuando están
juntas. En una ocasión Magaly me contó un incidente que tuvo con
su pelo. Se lo quería alisar y, como a falta de dinero toca improvisar,
pidió a Vanessa que usara una plancha para ropa y una toalla, sentada
ella de espaldas a una mesa y con la cabellera extendida. No midieron
bien los tiempos, y el pelo resintió ligeramente el exceso de
calor. No paraba de sonreír mientras me lo contaba.
Pese a esta relación, Magaly y los suyos no son el mejor
ejemplo de una familia integrada. Cuando la violaron vivía en una
casa diminuta con Vanessa, Guille —el hermano, de doce años—,
su madre y el novio de esta, quienes salen al amanecer y regresan al
anochecer. Cuando le pregunté cuántos hermanos tenía, respondió
que eran nueve en total, menores que ella la mayoría, de diferentes
padres y repartidos en distintas casas, incluido uno que, recién nacido,
su madre se lo regaló a un hermano para que lo asentara como propio, y que ahora vive en Estados Unidos. «Es la suerte que hubiese
querido tener yo», me dijo un día Magaly. En otra ocasión le
pregunté por su padre biológico. «Creo que vive en San Martín,
pero a él no lo veo», me respondió.
Magaly es casi como una madre para sus dos hermanos menores,
sobre todo para Vanessa, y no parece sentirse incómoda con ese
rol. Quizá por eso, cuando el día de la violación la voz amenazante le
ordenó salir de la escuela, lo primero que hizo fue pensar en ella. No
podía dejarla sola. Salieron las dos de la escuela, y afuera había un
grupito de pandilleros que comenzó a caminar delante. Al llegar al
pasaje donde estaba la destroyer, la casa que usan como punto de reunión,
le dijeron que Vanessa no podía llegar y que la cuidaría la
hermana de uno de los pandilleros. Magaly le entregó su celular, y ahí
se separaron. No tuvo que recorrer mucho más para llegar a la casa.
Eran pocos los pandilleros cuando entró, cuatro o cinco; casi todos
rostros conocidos; casi todos más jóvenes, compañeros de la escuela
algunos. Le señalaron un cuarto: «Metete ahí y quitate la ropa, que ya
vamos a llegar».
En la habitación no había nadie, solo un gran XV3 pintado
en la pared y un colchón grande tirado en el suelo, sin sábanas. Ella
misma se desvistió. Se quitó los tenis blancos con dibujitos de calaveras
que calzaba, los calcetines, la blusa verde, la camiseta de algodón,
los jeans y el calzón. Todo lo amontonó en una esquina. Se sentó en
el colchón y se acurrucó.
Magaly no es de las que se congrega con asiduidad pero sí es
creyente, lee la Biblia con sus hermanos antes de dormir, y quizás en
ese momento pensó en su dios. «Yo seguido hablo con Él, porque sé
que me oye y me entiende», me dijo en otra ocasión. Al menos esta
vez a su dios le valió madre su suerte. Al poco entró el primero de sus
violadores.
***
Mauricio Quirós es el nombre que daré a la persona que
desde hace nueve años es el director de la escuela en la que estudiaba
Magaly. Me costó semanas que se sentara a platicar sobre lo que
sucedía —sobre lo que aún sucede— en el centro educativo que
dirige; al final aceptó hacerlo sin grabadora, bajo estricta condición
de confidencialidad y en un lugar público y alejado de Ilopango. Su
vida no debe ser fácil: trabaja en una zona controlada por el Barrio
18 y vive en una colonia asediada por la Mara Salvatrucha —MS-
13— a dos rutas de buses de distancia. Sin embargo, cuando se
convenció de que yo conocía a detalle el caso de Magaly, fue como
un libro abierto, como si con esa plática quisiera de alguna manera
compensar su silencio cómplice.
—Siempre me ha gustado tener buena relación con los
alumnos, solo así uno se da cuenta de tantas cosas, pero lo único que
uno puede hacer aquí es callar —me dijo Mauricio, quien supo de la
violación a los pocos días. Ella dejó de asistir a clases, su profesora de
noveno grado lo reportó y, primero por teléfono y después en el despacho,
Magaly confirmó a Mauricio lo sucedido.
—Es una indignación… saber que le han hecho eso a una
joven que he visto crecer… pero… ¿qué puede hacer uno? —me
dijo. Las respuestas se me amontonan, quizá porque responder resulta
sencillo cuando se desconoce qué implica vivir bajo el yugo de
las pandillas.
El Salvador es un país muy violento: somos poco más de
seis millones de personas y en 2010 hubo cuatro mil asesinatos, de
los que la Policía Nacional Civil atribuye al menos la mitad a las
maras. Naciones Unidas habla de «epidemia de violencia» si en un
año se superan los diez homicidios por cada cien mil habitantes,
siendo siete el promedio mundial. Marruecos, Noruega y Japón
están abajo de uno; España y Chile, en torno a dos; Argentina y
Estados Unidos rondan los seis; y el México de cárteles y narcos se
dispara hasta los dieciocho. En El Salvador, la tasa en 2010 fue de
sesenta y cinco.
Pero la violencia que caracteriza a la sociedad salvadoreña
no es solo una cuestión de números. El Salvador es un país en el
que en las tiendas te sirven a través de una reja, te cachean al entrar
a un banco, te disparan por negarte a entregar un teléfono celular
en un robo; un país en el que te recomiendan, sin rubor, que si
atropellas a alguien lo mejor es huir; un país en el que hay más
guardias de seguridad privados que policías; en el que se denuncia
solo una fracción de lo que sucede y se judicializa solo una fracción
de lo que se denuncia; un país en el que los profesores saben que sus
alumnas son violadas salvajemente y lo más que las ayudan es a pasar
el grado.
—Pero usted tiene que conocer a los pandilleros que violaron
a Magaly —le dije a Mauricio.
—Claro, a casi todos, y créame que me repugna cuando los
veo.
Mauricio confirmó la violación de Magaly y me habló de
otras, antes y después. Todos los maestros saben o intuyen lo que sucede.
Todos callan. Todos temen. En escuelas como la que él dirige,
los pandilleros violan sistemáticamente. La excusa de turno aparece
más temprano que tarde. Tampoco importa si se es gorda, flaca, alta o
baja. En el cuadro que me pintó solo se libran las protegidas del Barrio
18: la hermana de, la novia de, la hija de. Esto ocurre y no es algo
que se intenta siquiera ocultar. Durante la plática, me contó que havisto a pandilleros que en los pasillos o en el patio señalan a niñas de
nueve o diez años y comentan obscenidades.
—Desde el momento en que van teniendo curvas, ya puede
ser que las violen —me dijo.
En las reuniones de directores convocadas por el Ministerio
de Educación, Mauricio no reporta nada de esto. En nueve años
no ha sabido de nadie que denuncie lo que él cree que es, con mayor
o menor intensidad, algo habitual en todas las escuelas ubicadas
en zonas con fuerte presencia de maras. Pero tiene su propia teoría
para explicar ese silencio: «Cada director tendrá su escenario, seguro,
pero harán lo mismo que yo: callar».
***
Entró el primero de sus violadores. Nunca supo si era el
palabrero o el cumpleañero. Se quitó la calzoneta, le ordenó a ella
tumbarse boca arriba y abrirse de piernas, y comenzó a violarla, a
pelo, y Magaly lloró, con la cabeza volteada hasta casi desencajarla
del cuello para intentar evitar los besos y las lengüetadas. Quizá pensó
en la hora eterna y maldita que tenía por delante; una hora de
dolor rabia sangre impotencia saliva asco tortura vergas resignación…
resignación infinita ante lo que se asume como inevitable,
cuando se ha conocido tanta mierda que una violación tumultuaria
forma parte del guion, algo que puede pasar, que de hecho estuvo a
punto de pasarle cuando tenía diez años, la edad de Vanessa, cuando
vivían en un mesón en Mejicanos, y un hombre aprovechaba las
ausencias de su madre para tocarla y obligarla a tocarlo a él. Hasta
que un día le mordió la mano, se defendió. Pero hacer algo así en la
violación no era siquiera opción; moriría ahí mismo, la destazarían,
porque el Barrio 18 viola, mata, destaza, descuartiza… y por eso no
gritó. Aunque sabía que estaba en una colonia populosa, a primera
hora de la tarde, mientras los vecinos veían HBO o telenovelas o
National Geographic, y Magaly lloraba, y solo cuando se disparaban
los decibeles de su llanto, el violador le decía que callara, puta, que
callara… Hasta que él se fue y se fue, pero al poco vino uno; no,
dos, y la violaron a la vez, sin importarles la sangre, y le decían: ponete
así, hacele así… y entró un tercero con un teléfono, lo puso
cerca de la boca de Magaly, y le dijo: ahora chillá, gemí, perra, que te
oiga, y quizá en una cárcel salvadoreña alguien tirado sobre un catre
se masturbaba con ese dolor, ese dolor interminable, porque al terminar
uno, empezaba otro, y luego el otro, y luego el otro…
—Mirá —se encaró con el que creyó que era el sexto—, el
que habló por teléfono dijo que solo iban a ser cinco y una hora.
—Pero él no está aquí ahorita —le respondió—, así que no
estés pidiendo gustos. Abrite, pues.
Más llanto, más semen juvenil, y el dolor cada vez más agudo,
y uno y otro y otro más, y dos al mismo tiempo, y tres, y vuelta,
y vuelta, y hasta un grupito que se sentó en el suelo de la habitación,
mirando, riendo, grabando y tomando fotos con el celular, jugando,
violadores mareros pandilleros de doce años —doce—, de catorce,
de dieciocho… Hasta que apareció uno al que le dio asco el sudor
ajeno, la sangre, y pidió a Magaly que se fuera a bañar rápido, que
bebiera un poco de agua, que dejara de llorar. Uno que le preguntó
si le estaba gustando la fiesta, y luego a empezar de nuevo, y a llorar
de nuevo, el undécimo, o el octavo, o el decimocuarto... ¿cómo saberlo?
Más de uno repitió, porque tiempo hubo para humillar un
cuerpo hasta la saciedad, sodomizarlo, vejarlo, ultrajarlo, malograrlo,
envejecerlo, marcarlo de por vida… y el hilito de sangre que no
cesaba, y las lágrimas y los ojos rojos siempre acuosos, hinchados,
resignados… hasta que al fin terminó, cuando todos, donde todos
incluye a pandilleros y a aspirantes, se cansaron de penetrarla, de
darle nalgadas, de montarla, y su dios, el dios al que reza cada noche
con sus hermanos, a saber dónde putas estaba ese día.
—Puya, mirá esta maldita cómo está sangrando —le dijo
un pandillero a otro, riendo, mientras Magaly intentaba recomponerse—.
Ganas dan de picarla, vos.
—Callate, vos, que nos vamos a echar un huevo encima.
Además, ¿que no mirás que estaba virga la bicha?
Como pudo, Magaly se vistió y salió de la habitación. Eran
las cuatro treinta de la tarde. La despedida fue una frase: «Si abrís la
boca, iremos a tirar una granada en tu casa».
Cojeaba y los ojos siempre acuosos, hinchados, resignados.
Así la vio su hermana cuando salió del pasaje. Pero Vanessa es niña
todavía, diez años, se ve niña. Le reclamó de forma airada la interminable
espera, sin sospechar siquiera, y Magaly prefirió no decirle
nada. Ahorita no me hablés que me duele mucho la cabeza, respondió.
También le dijo que se había torcido un tobillo. Caminaron
hasta la casa. Guille abrió la puerta. También él preguntó, más
consciente a sus doce años de lo que podía haber pasado, pero respetó
las ganas de silencio de Magaly. Fue al baño. Se duchó largo, se
restregó bien por el asco. Tomó un par de diazepam y se encerró en
su cuarto, que no era suyo sino de los tres hermanos.
—Díganle a mi mamá que estoy enferma, que no vaya a
molestar —fue lo último que dijo el día de la violación.
Le costó, pero al rato cayó profundamente dormida.
***
La psicología forense es la herramienta que permite traducir
una evaluación psicológica al lenguaje legal que se maneja en los juzgados. El trabajo de un psicólogo forense consiste en tratar tanto
con víctimas como con victimarios; los escucha, los analiza, los evalúa
y los interpreta. Marcelino Díaz es psicólogo forense en El Salvador.
Trabaja desde 1993 en el Instituto de Medicina Legal, institución
adscrita a la Corte Suprema de Justicia. Por su despacho de dos por
dos metros han pasado violadas y violadores, incontables ya. La segunda
vez que me recibió, cuando le saqué el tema, alzó de detrás de
la mesa una gran bolsa blanca llena de peluches. Me explicó que se los
pide a sus alumnos de la universidad, para romper el hielo cuando
evalúa a niñas violadas; algo que ocurre con demasiada frecuencia.
—Una de las cosas que he logrado entender de las pandillas
—me dijo Marcelino, también un convencido de que las maras son
responsables directas de buena parte de la violencia que embadurna
al país— es que se creen diferentes; a los demás nos dicen civiles. Se
consideran con derecho a hacer lo que les da la gana y, por la impunidad
que hay, pueden tomar a la mujer que se les antoja.
La historia de Magaly era ya un drama infinito, pero en
singular. Fue hasta que hablé con Marcelino que comprendí que es
algo generalizado, que no es exclusivo del Barrio 18 o de la Mara
Salvatrucha; que las violaciones tumultuosas no son algo extraordinario
en El Salvador.
—Con los años —me dijo—, las violaciones de los pandilleros
han ido cambiando, especialmente en cuanto a conductas
sádicas. Lo último de lo que he tenido conocimiento es que toman
a una joven, la desnudan, alguno se pone entre las piernas
para violarla, otros la levantan, le agarran las piernas y, cuando la
están violando, uno más le clava un puñal en la espalda, para que
ella se mueva. Es una conducta totalmente sádica, bestial… no
tiene nombre.
Las pláticas con Marcelino resultaron una sucesión de titulares,
cada cual más cruel y desesperanzador: «Los pandilleros tienen un
odio tremendo a la mujer, por la destrucción de cuerpos que hacen»;
«las denuncias son solo la punta del iceberg de todas las violaciones
que hay»; «hay niños de doce y trece años que ya son violadores»; «las
están prefiriendo de catorce o quince años; son las que más aparecen
muertas»; «el sistema educativo es un fracaso, pero parece que nadie
quiere señalarlo»; «no le veo solución al problema de las pandillas».
Le esbocé lo vivido por Magaly y mencioné su aparente fortaleza
emocional. Marcelino respondió que cuando se crece en un
ambiente de amenaza constante, como lo es una colonia dominada
por pandilleros, una violación no genera tanto trauma porque se
asume que la alternativa es la muerte. Es cuestión de sobrevivencia,
me dijo.
—¿Y cómo calificaría la actitud de la sociedad salvadoreña
ante lo que ocurre en el país? —pregunté.
A Magaly Peña la violaron no menos de quince pandilleros
durante más de tres horas, pero eso quizá sea lo menos importante de
esta historia.
La conocí hace más de un año, cuando ella acababa de
cumplir diecinueve. Vivía —aún vive— en una ciudad del área
metropolitana de San Salvador llamada Ilopango, en una colonia
periférica con fuerte presencia de maras —del Barrio 18, en concreto—.
Con el paso del tiempo comprendí que situaciones como
qué pandilla lo hizo, si fueron seis, doce o veinticuatro los violadores,
o en qué municipio sucedió, son hechos circunstanciales;
comprendí que lo que ella vivió tiene muy poco de extraordinario
en un país como El Salvador. Comprendí que incluso podría considerarse
afortunada.
«De la escuela me fueron a sacar los pandilleros y me violaron»,
me soltó Magaly una mañana de julio de 2010, cuando
chateábamos en el messenger. «Pero mi familia no sabe nada por
que amenazaron con acerles daño si decia algo», escribió. «Se supone
que uno de ellos estaba cumpliendo años y me querian de
regalo», dijo. «Se imagina mas de dieciocho hombres con una sola
mujer??????? Eso solo demuestra que son y seran unos perros
muertos de hambre para toda su maldita vida», sentenció*
.
Todavía no logro entender por qué me lo contó. No éramos
amigos, apenas conocidos. Quizá solo quería desahogarse. De
hecho, transcurrido ya más de un año de la violación, lo que le
ocurrió aún no lo saben ni su madre ni su padrastro ni sus hermanos
mayores. Tampoco la Policía Nacional Civil ni la Fiscalía General
de la República ni la Procuraduría para la Defensa de los
Derechos Humanos ni el Ministerio de Salud. Cuando me lo dijo
habían pasado tres semanas, y las secuelas estaban en plena ebullición.
Quizá por eso me sorprendió la frialdad con la que se expresó
en aquel chat: «Ya cerre eso como un capitulo de mi vida que se
fue y paso».
Nos vimos en repetidas ocasiones en los meses siguientes,
y cada vez la hallé más atrincherada en la idea de que es mejor no
remover lo pasado. «Mire —me dijo en una ocasión que quedamos
para almorzar— no sé cómo decirle… Tal vez usted me comprende,
porque a mí nadie me entiende. Digamos que le pasa algo que
a usted no le gusta, pero hay personas que se encierran en eso, personas
que… que “me pasó esto” y solo quejándose pasan. Vaya, yo
no. A mí me pasó esto y va, amanece, amanece y ahora ya no es
ayer. No me entiende, ¿va?»
Cuesta siquiera intentar entenderla. A Magaly la violaron
no menos de quince pandilleros durante más de tres horas y tuvo
que callar, pero en vidas como la suya no es algo tan estridente.
En otra ocasión fuimos ella, su hermano menor y yo al
zoológico, a pasar la mañana sin mayores pretensiones. Me dijo
que, dos meses atrás, una tía del padrastro había ido como penitente
al cerro Las Pavas para agradecerle a la virgen de Fátima que la
sacara de la cárcel, pues había pasado unos días recluida por consentir
las continuas violaciones de su marido hacia su nieta, una niña
de catorce años con discapacidad intelectual. Magaly me lo contó
como quien recita la lista del supermercado, sin la más mínima expresión
de extrañeza en su rostro; tampoco en el de su hermano, a
quien a cada rato le pedía que corroborara su relato. «¿Va, Guille?
—le decía— ¿va, Guille?».
—¿Hay en el mundo algún lugar que te gustaría visitar?
—pregunté a Magaly en otro de nuestros encuentros.
—Donde sí quisiera ir, aunque ya no se puede porque lo
cerraron, es al teleférico del cerro San Jacinto. Fui una sola vez de
pequeña, con mi abuela y mi tía; yo tenía como siete años. Y ¿sabe
qué nos pasó? que se fue la luz y quedamos en la góndola a mitad
de camino —Magaly sonreía mientras me contaba que su mundo
termina en el cerro San Jacinto, a pocos kilómetros de la colonia
donde vive—. Fíjese que yo desde que tengo como seis años sueño
que me estoy quemando en mi casa—, dijo inmediatamente después
de recordar su viaje en el teleférico. Siempre sonreía.
***
—Magaly, ¿por qué creés que ocurrió?
—Lo de violar bichas es un regalo que los muchachos le
hacen a uno de ellos, pero, como se supone que es una fiesta, todos
tienen que disfrutarlo.
—Pero, ¿por qué a vos?
—Mi pecado supuestamente era que yo, como quince días
antes, cuando estaban violando a otra…
—Esperá, esperá, repetime eso…
—Sí, como dos semanas antes habían violado a otra bicha
en la colonia. La cuestión es que… yo no sé cómo supieron, pero la
Policía hizo un operativo y, aunque nunca dieron con la casa, creyeron
que yo les había avisado. Eso porque dos días antes, en la escuela,
iba pasando cuando escuché, ¿va? porque usted sabe que a veces uno
sin querer escucha cosas, y yo iba saliendo…
—Dentro de tu escuela…
—Ajá, estaban hablando en una esquinita, y no recuerdo
qué estaba haciendo yo, barriendo creo, y lo que oí fue que iban a
hacer eso a una bicha que se lo merecía…
—¿A alguna de tu grado?
—No sé si de mi grado, pero de la escuela. Yo iba pasando…
Ni atención… Lo escuché porque estaba ahí. Y pasó que el
día que la violaron la andaba buscando la Policía…
***
La mañana del día de la violación, Magaly salió a comprar
algo en la tienda. Era miércoles. Unos pandilleros se le acercaron,
la rodearon y le dijeron que se preparara, que en la tarde la llamarían.
Ese coro de voces infanto-adolescentes, casi todas conocidas,
algunas de compañeros de aula, representaba la máxima autoridad
en la colonia, el Barrio 18, y ella mejor que nadie sabía que, escuchada
la sentencia, poco o nada se podía hacer. En las horas siguientes
actuó como un condenado a muerte que asume resignadamente
su condición.
Magaly es una joven bien parecida. Salvo por su estatura
—apenas supera el metro y medio—, está en las antípodas del estereotipo
de una mujer salvadoreña. Su piel es lechosa; su cara, de
facciones angulosas, con una nariz respingona pero bien combinada
con el rostro; su pelo, oscuro, largo y liso, le cubre una cicatriz en el
cuero cabelludo del tamaño de un centavo que le dejó un ácido que
le cayó cuando niña. Está muy delgada, apenas supera las noventa
libras, y no es para nada voluptuosa. La primera vez que la vi fue a
mediados de marzo de 2010, durante una actividad del Ministerio de
Educación que me llevó a Ilopango. Tenía que amarrar un contacto
en la zona para el seguimiento de tal actividad, y ella fue la elegida.
Nunca sospeché que esa joven menuda y dicharachera tuviera diecinueve
años, condicionado quizá por el hecho de que estábamos en
una escuela en la que solo se estudia hasta noveno grado.
La tarde del día de la violación Magaly llegó a esa escuela,
como todos los días. Lo hizo poco antes de la una de la tarde, acompañada
por Vanessa, su hermana pequeña. Se despidieron y cada
quien entró en su aula. Estaba hablando con una amiga cuando un
compañero de clases —un pandillero— se le acercó para entregarle
un celular. «Te llaman», le dijo.
—Ajá, ¿conque vos sos la puta que nos puso el dedo? —preguntó
una voz sonora y amenazante—. Mirá, pues ahorita los homeboys
se quieren dar el taco.
—¿Conmigo? ¿Y por qué?
—No te hagás la maje, que bien sabés. Vos los pateaste
cuando se llevaron a la morrita aquella. Ellos te van a decir...
—Pero no tengo nada que hablar con ellos.
No dudó de que se trataba de la persona que desde la cárcel
lleva palabra sobre los pandilleros de su colonia, de su escuela, pero se
atrevió a interrumpir la llamada. El teléfono volvió a sonar de nuevo.
—¡No me volvás a colgar, peeeerra! Vos sabés lo que te va a
pasar si no...
—Fíjese, pero yo no tengo nada que ver con ustedes —consumió
Magaly su último suspiro de valentía—, así que deje de molestarme.
—Es que aquí no es lo que vos decís, sino lo que los homeboys
dicen. Ahora mismo vas a ir a donde te lleven y vas a pasar una
hora con cinco de ellos.
—Pero yo no puedo hacer eso, ando con mi hermana pequeña.
—Es que no es lo que vos querrás, es que lo tenés que hacer.
Si no vas, van a ir a sacarte de la escuela —y colgó.
Magaly y su hermana Vanessa tienen una relación especial.
Se llevan diez años, pero es evidente su complicidad cuando están
juntas. En una ocasión Magaly me contó un incidente que tuvo con
su pelo. Se lo quería alisar y, como a falta de dinero toca improvisar,
pidió a Vanessa que usara una plancha para ropa y una toalla, sentada
ella de espaldas a una mesa y con la cabellera extendida. No midieron
bien los tiempos, y el pelo resintió ligeramente el exceso de
calor. No paraba de sonreír mientras me lo contaba.
Pese a esta relación, Magaly y los suyos no son el mejor
ejemplo de una familia integrada. Cuando la violaron vivía en una
casa diminuta con Vanessa, Guille —el hermano, de doce años—,
su madre y el novio de esta, quienes salen al amanecer y regresan al
anochecer. Cuando le pregunté cuántos hermanos tenía, respondió
que eran nueve en total, menores que ella la mayoría, de diferentes
padres y repartidos en distintas casas, incluido uno que, recién nacido,
su madre se lo regaló a un hermano para que lo asentara como propio, y que ahora vive en Estados Unidos. «Es la suerte que hubiese
querido tener yo», me dijo un día Magaly. En otra ocasión le
pregunté por su padre biológico. «Creo que vive en San Martín,
pero a él no lo veo», me respondió.
Magaly es casi como una madre para sus dos hermanos menores,
sobre todo para Vanessa, y no parece sentirse incómoda con ese
rol. Quizá por eso, cuando el día de la violación la voz amenazante le
ordenó salir de la escuela, lo primero que hizo fue pensar en ella. No
podía dejarla sola. Salieron las dos de la escuela, y afuera había un
grupito de pandilleros que comenzó a caminar delante. Al llegar al
pasaje donde estaba la destroyer, la casa que usan como punto de reunión,
le dijeron que Vanessa no podía llegar y que la cuidaría la
hermana de uno de los pandilleros. Magaly le entregó su celular, y ahí
se separaron. No tuvo que recorrer mucho más para llegar a la casa.
Eran pocos los pandilleros cuando entró, cuatro o cinco; casi todos
rostros conocidos; casi todos más jóvenes, compañeros de la escuela
algunos. Le señalaron un cuarto: «Metete ahí y quitate la ropa, que ya
vamos a llegar».
En la habitación no había nadie, solo un gran XV3 pintado
en la pared y un colchón grande tirado en el suelo, sin sábanas. Ella
misma se desvistió. Se quitó los tenis blancos con dibujitos de calaveras
que calzaba, los calcetines, la blusa verde, la camiseta de algodón,
los jeans y el calzón. Todo lo amontonó en una esquina. Se sentó en
el colchón y se acurrucó.
Magaly no es de las que se congrega con asiduidad pero sí es
creyente, lee la Biblia con sus hermanos antes de dormir, y quizás en
ese momento pensó en su dios. «Yo seguido hablo con Él, porque sé
que me oye y me entiende», me dijo en otra ocasión. Al menos esta
vez a su dios le valió madre su suerte. Al poco entró el primero de sus
violadores.
***
Mauricio Quirós es el nombre que daré a la persona que
desde hace nueve años es el director de la escuela en la que estudiaba
Magaly. Me costó semanas que se sentara a platicar sobre lo que
sucedía —sobre lo que aún sucede— en el centro educativo que
dirige; al final aceptó hacerlo sin grabadora, bajo estricta condición
de confidencialidad y en un lugar público y alejado de Ilopango. Su
vida no debe ser fácil: trabaja en una zona controlada por el Barrio
18 y vive en una colonia asediada por la Mara Salvatrucha —MS-
13— a dos rutas de buses de distancia. Sin embargo, cuando se
convenció de que yo conocía a detalle el caso de Magaly, fue como
un libro abierto, como si con esa plática quisiera de alguna manera
compensar su silencio cómplice.
—Siempre me ha gustado tener buena relación con los
alumnos, solo así uno se da cuenta de tantas cosas, pero lo único que
uno puede hacer aquí es callar —me dijo Mauricio, quien supo de la
violación a los pocos días. Ella dejó de asistir a clases, su profesora de
noveno grado lo reportó y, primero por teléfono y después en el despacho,
Magaly confirmó a Mauricio lo sucedido.
—Es una indignación… saber que le han hecho eso a una
joven que he visto crecer… pero… ¿qué puede hacer uno? —me
dijo. Las respuestas se me amontonan, quizá porque responder resulta
sencillo cuando se desconoce qué implica vivir bajo el yugo de
las pandillas.
El Salvador es un país muy violento: somos poco más de
seis millones de personas y en 2010 hubo cuatro mil asesinatos, de
los que la Policía Nacional Civil atribuye al menos la mitad a las
maras. Naciones Unidas habla de «epidemia de violencia» si en un
año se superan los diez homicidios por cada cien mil habitantes,
siendo siete el promedio mundial. Marruecos, Noruega y Japón
están abajo de uno; España y Chile, en torno a dos; Argentina y
Estados Unidos rondan los seis; y el México de cárteles y narcos se
dispara hasta los dieciocho. En El Salvador, la tasa en 2010 fue de
sesenta y cinco.
Pero la violencia que caracteriza a la sociedad salvadoreña
no es solo una cuestión de números. El Salvador es un país en el
que en las tiendas te sirven a través de una reja, te cachean al entrar
a un banco, te disparan por negarte a entregar un teléfono celular
en un robo; un país en el que te recomiendan, sin rubor, que si
atropellas a alguien lo mejor es huir; un país en el que hay más
guardias de seguridad privados que policías; en el que se denuncia
solo una fracción de lo que sucede y se judicializa solo una fracción
de lo que se denuncia; un país en el que los profesores saben que sus
alumnas son violadas salvajemente y lo más que las ayudan es a pasar
el grado.
—Pero usted tiene que conocer a los pandilleros que violaron
a Magaly —le dije a Mauricio.
—Claro, a casi todos, y créame que me repugna cuando los
veo.
Mauricio confirmó la violación de Magaly y me habló de
otras, antes y después. Todos los maestros saben o intuyen lo que sucede.
Todos callan. Todos temen. En escuelas como la que él dirige,
los pandilleros violan sistemáticamente. La excusa de turno aparece
más temprano que tarde. Tampoco importa si se es gorda, flaca, alta o
baja. En el cuadro que me pintó solo se libran las protegidas del Barrio
18: la hermana de, la novia de, la hija de. Esto ocurre y no es algo
que se intenta siquiera ocultar. Durante la plática, me contó que havisto a pandilleros que en los pasillos o en el patio señalan a niñas de
nueve o diez años y comentan obscenidades.
—Desde el momento en que van teniendo curvas, ya puede
ser que las violen —me dijo.
En las reuniones de directores convocadas por el Ministerio
de Educación, Mauricio no reporta nada de esto. En nueve años
no ha sabido de nadie que denuncie lo que él cree que es, con mayor
o menor intensidad, algo habitual en todas las escuelas ubicadas
en zonas con fuerte presencia de maras. Pero tiene su propia teoría
para explicar ese silencio: «Cada director tendrá su escenario, seguro,
pero harán lo mismo que yo: callar».
***
Entró el primero de sus violadores. Nunca supo si era el
palabrero o el cumpleañero. Se quitó la calzoneta, le ordenó a ella
tumbarse boca arriba y abrirse de piernas, y comenzó a violarla, a
pelo, y Magaly lloró, con la cabeza volteada hasta casi desencajarla
del cuello para intentar evitar los besos y las lengüetadas. Quizá pensó
en la hora eterna y maldita que tenía por delante; una hora de
dolor rabia sangre impotencia saliva asco tortura vergas resignación…
resignación infinita ante lo que se asume como inevitable,
cuando se ha conocido tanta mierda que una violación tumultuaria
forma parte del guion, algo que puede pasar, que de hecho estuvo a
punto de pasarle cuando tenía diez años, la edad de Vanessa, cuando
vivían en un mesón en Mejicanos, y un hombre aprovechaba las
ausencias de su madre para tocarla y obligarla a tocarlo a él. Hasta
que un día le mordió la mano, se defendió. Pero hacer algo así en la
violación no era siquiera opción; moriría ahí mismo, la destazarían,
porque el Barrio 18 viola, mata, destaza, descuartiza… y por eso no
gritó. Aunque sabía que estaba en una colonia populosa, a primera
hora de la tarde, mientras los vecinos veían HBO o telenovelas o
National Geographic, y Magaly lloraba, y solo cuando se disparaban
los decibeles de su llanto, el violador le decía que callara, puta, que
callara… Hasta que él se fue y se fue, pero al poco vino uno; no,
dos, y la violaron a la vez, sin importarles la sangre, y le decían: ponete
así, hacele así… y entró un tercero con un teléfono, lo puso
cerca de la boca de Magaly, y le dijo: ahora chillá, gemí, perra, que te
oiga, y quizá en una cárcel salvadoreña alguien tirado sobre un catre
se masturbaba con ese dolor, ese dolor interminable, porque al terminar
uno, empezaba otro, y luego el otro, y luego el otro…
—Mirá —se encaró con el que creyó que era el sexto—, el
que habló por teléfono dijo que solo iban a ser cinco y una hora.
—Pero él no está aquí ahorita —le respondió—, así que no
estés pidiendo gustos. Abrite, pues.
Más llanto, más semen juvenil, y el dolor cada vez más agudo,
y uno y otro y otro más, y dos al mismo tiempo, y tres, y vuelta,
y vuelta, y hasta un grupito que se sentó en el suelo de la habitación,
mirando, riendo, grabando y tomando fotos con el celular, jugando,
violadores mareros pandilleros de doce años —doce—, de catorce,
de dieciocho… Hasta que apareció uno al que le dio asco el sudor
ajeno, la sangre, y pidió a Magaly que se fuera a bañar rápido, que
bebiera un poco de agua, que dejara de llorar. Uno que le preguntó
si le estaba gustando la fiesta, y luego a empezar de nuevo, y a llorar
de nuevo, el undécimo, o el octavo, o el decimocuarto... ¿cómo saberlo?
Más de uno repitió, porque tiempo hubo para humillar un
cuerpo hasta la saciedad, sodomizarlo, vejarlo, ultrajarlo, malograrlo,
envejecerlo, marcarlo de por vida… y el hilito de sangre que no
cesaba, y las lágrimas y los ojos rojos siempre acuosos, hinchados,
resignados… hasta que al fin terminó, cuando todos, donde todos
incluye a pandilleros y a aspirantes, se cansaron de penetrarla, de
darle nalgadas, de montarla, y su dios, el dios al que reza cada noche
con sus hermanos, a saber dónde putas estaba ese día.
—Puya, mirá esta maldita cómo está sangrando —le dijo
un pandillero a otro, riendo, mientras Magaly intentaba recomponerse—.
Ganas dan de picarla, vos.
—Callate, vos, que nos vamos a echar un huevo encima.
Además, ¿que no mirás que estaba virga la bicha?
Como pudo, Magaly se vistió y salió de la habitación. Eran
las cuatro treinta de la tarde. La despedida fue una frase: «Si abrís la
boca, iremos a tirar una granada en tu casa».
Cojeaba y los ojos siempre acuosos, hinchados, resignados.
Así la vio su hermana cuando salió del pasaje. Pero Vanessa es niña
todavía, diez años, se ve niña. Le reclamó de forma airada la interminable
espera, sin sospechar siquiera, y Magaly prefirió no decirle
nada. Ahorita no me hablés que me duele mucho la cabeza, respondió.
También le dijo que se había torcido un tobillo. Caminaron
hasta la casa. Guille abrió la puerta. También él preguntó, más
consciente a sus doce años de lo que podía haber pasado, pero respetó
las ganas de silencio de Magaly. Fue al baño. Se duchó largo, se
restregó bien por el asco. Tomó un par de diazepam y se encerró en
su cuarto, que no era suyo sino de los tres hermanos.
—Díganle a mi mamá que estoy enferma, que no vaya a
molestar —fue lo último que dijo el día de la violación.
Le costó, pero al rato cayó profundamente dormida.
***
La psicología forense es la herramienta que permite traducir
una evaluación psicológica al lenguaje legal que se maneja en los juzgados. El trabajo de un psicólogo forense consiste en tratar tanto
con víctimas como con victimarios; los escucha, los analiza, los evalúa
y los interpreta. Marcelino Díaz es psicólogo forense en El Salvador.
Trabaja desde 1993 en el Instituto de Medicina Legal, institución
adscrita a la Corte Suprema de Justicia. Por su despacho de dos por
dos metros han pasado violadas y violadores, incontables ya. La segunda
vez que me recibió, cuando le saqué el tema, alzó de detrás de
la mesa una gran bolsa blanca llena de peluches. Me explicó que se los
pide a sus alumnos de la universidad, para romper el hielo cuando
evalúa a niñas violadas; algo que ocurre con demasiada frecuencia.
—Una de las cosas que he logrado entender de las pandillas
—me dijo Marcelino, también un convencido de que las maras son
responsables directas de buena parte de la violencia que embadurna
al país— es que se creen diferentes; a los demás nos dicen civiles. Se
consideran con derecho a hacer lo que les da la gana y, por la impunidad
que hay, pueden tomar a la mujer que se les antoja.
La historia de Magaly era ya un drama infinito, pero en
singular. Fue hasta que hablé con Marcelino que comprendí que es
algo generalizado, que no es exclusivo del Barrio 18 o de la Mara
Salvatrucha; que las violaciones tumultuosas no son algo extraordinario
en El Salvador.
—Con los años —me dijo—, las violaciones de los pandilleros
han ido cambiando, especialmente en cuanto a conductas
sádicas. Lo último de lo que he tenido conocimiento es que toman
a una joven, la desnudan, alguno se pone entre las piernas
para violarla, otros la levantan, le agarran las piernas y, cuando la
están violando, uno más le clava un puñal en la espalda, para que
ella se mueva. Es una conducta totalmente sádica, bestial… no
tiene nombre.
Las pláticas con Marcelino resultaron una sucesión de titulares,
cada cual más cruel y desesperanzador: «Los pandilleros tienen un
odio tremendo a la mujer, por la destrucción de cuerpos que hacen»;
«las denuncias son solo la punta del iceberg de todas las violaciones
que hay»; «hay niños de doce y trece años que ya son violadores»; «las
están prefiriendo de catorce o quince años; son las que más aparecen
muertas»; «el sistema educativo es un fracaso, pero parece que nadie
quiere señalarlo»; «no le veo solución al problema de las pandillas».
Le esbocé lo vivido por Magaly y mencioné su aparente fortaleza
emocional. Marcelino respondió que cuando se crece en un
ambiente de amenaza constante, como lo es una colonia dominada
por pandilleros, una violación no genera tanto trauma porque se
asume que la alternativa es la muerte. Es cuestión de sobrevivencia,
me dijo.
—¿Y cómo calificaría la actitud de la sociedad salvadoreña
ante lo que ocurre en el país? —pregunté.
8 comentarios - yo violada
Saludos, y si fui extenso mis disculpas pero la realidad de aqui a cualquiera le hace estar cansado de escuchar tantas cosas y no poder haer nada. Solo ver oir y callar. Si ustedes les interesa saber de estas organizacionea criminales ybsu modo de actuar hay dos documentales hechos aqui uno por un español q despues lo mataron y su documental se llama la vida loca, y otro de un gringo.
Lo más lamentable es que organizaciónes internacionales que se la pasan dando golpes de pecho como buenos saritanos lo saben y no hacen nada. saludos
Creó que las autoridades internacionales sólo ven, se ríen y se da n la vuelta