Historia ficticia, nunca real.
Septiembre de 2010. Son esos momentos de la vida en los que uno no sabe qué va a hacer luego, te agarrás la cabeza y querés putearlos a todos. En algo así andaba Ariel Robledo, un pibe de 18 años que estaba en su casa todo el día, pero hacía changas cortando el pasto por el barrio o por otros barrios. A pesar de que no era lo que sus viejos hubiesen querido, habían quedado atrás todas esas discusiones donde siempre se repetía: “necesitás tener un futuro, y por eso tenés que ir a la facultad”. Ariel acompañaba a su hermano Andrés a comprar todas las cosas que iba a necesitar para irse de viaje de egresados a Bariloche: ropa, anteojos, etc. Un día, una “nueva” le cayó como anillo al dedo: su madre iría con Andrés como supervisora y él se tendría que quedar solo. La “buena nueva” le duró lo que un pedo en un canasto. En menos de 4 días, la señora le consiguió a alguien para que se encargue de cuidarlo. No, no está leyendo mal. Le pidió a una mujer que lo cuide, y eso que es un huevón de 18 años. El problema es que Ariel no podía con todo, pero sabía hacer casi todas las tareas domésticas.
El infausto día llegó. Sábado 18. 13 horas. Estaban todas las familias reunidas en la puerta del colegio, mientras los chicos cantaban canciones, muy alegres, como por ejemplo “A ver, a ver, cómo mueve la colita, sino la mueve… la tiene paspadita” o “Sexto está… sí está”, entre otras. Silvia, la madre de Ariel, le entregó las llaves y el dinero que le tendría que alcanzar. Advirtió también que debía ser muy respetuoso con esta señora, que no se zarpe y que tenía que pagarle por cada día que fuese. Vio partir el micro y caminó despacio unas 3 cuadras hasta su casa. Se echó en la mesa para mirar la tradicional maratón de fin de semana de Los Simpson y comió un sándwich de milanesa fría. El reloj marcaba casi las 17. La hora del té, que para él sería del embuche, porque casi siempre comía más de la cuenta, pero tenía la suerte de que la genética lo ayudaba (era flaquito). Suena el timbre. Sale hacia afuera y encuentra a esa señora que su madre le mencionó. Se llamaba Marion, y no era argentina. Hablaba inglés, y un español fluido, con el tradicional acento que ellos utilizan para nuestro idioma. La recibió, colgó su abrigo en una silla y se sentó. Era una mujer muy joven, y realmente atractiva. Dictó sus reglas muy brevemente (similares a la de Silvia) y él las anotó en un pedacito de papel que tenía a mano. Como detectó su extraño acento, optó por hablarle en su idioma, y por la próxima quincena (con excepción de alguna situación), se dirigieron así. La forma de hablar de ella lo había cautivado desde entonces y no pudo dejar de fantasear con su voz.
Esa noche, a eso de las 23, Ariel va a bañarse y entra bajo la ducha. Refriega sus ojos y lava su cabello con shampoo. Al salir, la encuentra y grita. Exige que se vaya, que no lo moleste. Pero Marion parecía insistir con que no se movería de allí. Ariel ya estaba envuelto con la toalla y la ajustó a su cintura. Se afeitó la barba y el bigote delante de ella, y durante eso las palabras de la señora delataban sus intenciones. Ella pedía que se quite esa toalla y que exhiba sus “vergüenzas” (como diría Ned Flanders). Se sentó en el inodoro con la tapa baja y le habló en un tono bastante maternal. El joven se negó y repitió lo mismo que antes. Cuando él colgó una de las toallas que había dejado en el suelo para apoyar los pies, ella se la arrancó. Nunca había quedado tan humillado. Pudo cubrirse sus partes privadas con las manos, y escuchaba las risas de burla, acompañadas de insultos. Ahí es cuando decide irse, y puede ponerse la ropa tranquilamente. Se va a dormir, y se cubre el cuerpo hasta la cabeza. Dormía desnudo y tenía miedo por su integridad. Le re contra gustaba, pero al no tener experiencia, la cosa se le iba a complicar bastante.
Martes 21 de septiembre. Día de la primavera y todo el mundo en las plazas, con un día precioso y el sol brillante. El pibe no aguantaba más. Quería rajarse a lo de su abuela, doña Mabel, pero la yanqui le tenía clavada la mirada a toda hora. Ella se lo quería voltear de cualquier forma, pero no se iba a dejar. En el resto de ese fin de semana, lo sometió a sesiones de sadomasoquismo, con golpes, nalgadas, degradaciones y penetraciones (traía un strap-on en su valija). Trató de bancarse pero todo tenía un límite. Al final fue a lo de su abuelita, y le comentó lo mal que la estaba pasando. La vieja le dijo (casi con una contestación algo ofensiva para muchos): “Creo que esto es algo que no me tendrías que decir, pero si realmente querés que se corte, no te queda otra que entrarle”. Ariel rogaba que no, pero le repitió que quizás debería ser así. Volvió a su casa muy nervioso, y se relajó silbando la Marcha Peronista en el camino. Puso 5 pies y Marion apareció vestida de rojo, con portaligas y fuete. Lo amenazó por irse sin avisar y lo llevó hasta la cama, lo ató de pies y manos, dejándolo desnudo, y empezó a hacer preguntas de su paradero. El deseo crecía cuando trajo una pluma gigante y la refregó en la ingle. Cada vez que creía que era mentira lo que decía, la pasaba más rápido. Con esta sencilla boludez lo hizo acabar, y cuando acabó dijo que era un frágil tonto, pero que se iba a apoderar del cuerpo. Se retiró de a poco el corpiño y la tanga, pero decidió dejarse el portaligas para mantener el clímax. Puso su cuerpo sobre el de él y le apretó la boca para gritarle. Por unos momentos pensó que ella se convertiría en la controversial niñera británica Louise Woodward (condenada en octubre de 1997), y él en Matthew, el niño que supuestamente murió sacudido por sus manos. Temió por su vida. Marion, en definición, era bruta, agresiva, una fiera, que obviamente podría más que este debilucho. Se sentó sobre su pubis y comenzó a gritar, a gemir y siguió pegándole en el pecho, sabiendo que no tenía que hacer mucho (porque estaba atado, tenía que aguantar apenas). Esta misma secuencia se repitió por unas cuantas jornadas más, y ya casi creyéndose un experimentado, la despidió con un beso lascivo, pero con una diferencia: el último que se darían.
Septiembre de 2010. Son esos momentos de la vida en los que uno no sabe qué va a hacer luego, te agarrás la cabeza y querés putearlos a todos. En algo así andaba Ariel Robledo, un pibe de 18 años que estaba en su casa todo el día, pero hacía changas cortando el pasto por el barrio o por otros barrios. A pesar de que no era lo que sus viejos hubiesen querido, habían quedado atrás todas esas discusiones donde siempre se repetía: “necesitás tener un futuro, y por eso tenés que ir a la facultad”. Ariel acompañaba a su hermano Andrés a comprar todas las cosas que iba a necesitar para irse de viaje de egresados a Bariloche: ropa, anteojos, etc. Un día, una “nueva” le cayó como anillo al dedo: su madre iría con Andrés como supervisora y él se tendría que quedar solo. La “buena nueva” le duró lo que un pedo en un canasto. En menos de 4 días, la señora le consiguió a alguien para que se encargue de cuidarlo. No, no está leyendo mal. Le pidió a una mujer que lo cuide, y eso que es un huevón de 18 años. El problema es que Ariel no podía con todo, pero sabía hacer casi todas las tareas domésticas.
El infausto día llegó. Sábado 18. 13 horas. Estaban todas las familias reunidas en la puerta del colegio, mientras los chicos cantaban canciones, muy alegres, como por ejemplo “A ver, a ver, cómo mueve la colita, sino la mueve… la tiene paspadita” o “Sexto está… sí está”, entre otras. Silvia, la madre de Ariel, le entregó las llaves y el dinero que le tendría que alcanzar. Advirtió también que debía ser muy respetuoso con esta señora, que no se zarpe y que tenía que pagarle por cada día que fuese. Vio partir el micro y caminó despacio unas 3 cuadras hasta su casa. Se echó en la mesa para mirar la tradicional maratón de fin de semana de Los Simpson y comió un sándwich de milanesa fría. El reloj marcaba casi las 17. La hora del té, que para él sería del embuche, porque casi siempre comía más de la cuenta, pero tenía la suerte de que la genética lo ayudaba (era flaquito). Suena el timbre. Sale hacia afuera y encuentra a esa señora que su madre le mencionó. Se llamaba Marion, y no era argentina. Hablaba inglés, y un español fluido, con el tradicional acento que ellos utilizan para nuestro idioma. La recibió, colgó su abrigo en una silla y se sentó. Era una mujer muy joven, y realmente atractiva. Dictó sus reglas muy brevemente (similares a la de Silvia) y él las anotó en un pedacito de papel que tenía a mano. Como detectó su extraño acento, optó por hablarle en su idioma, y por la próxima quincena (con excepción de alguna situación), se dirigieron así. La forma de hablar de ella lo había cautivado desde entonces y no pudo dejar de fantasear con su voz.
Esa noche, a eso de las 23, Ariel va a bañarse y entra bajo la ducha. Refriega sus ojos y lava su cabello con shampoo. Al salir, la encuentra y grita. Exige que se vaya, que no lo moleste. Pero Marion parecía insistir con que no se movería de allí. Ariel ya estaba envuelto con la toalla y la ajustó a su cintura. Se afeitó la barba y el bigote delante de ella, y durante eso las palabras de la señora delataban sus intenciones. Ella pedía que se quite esa toalla y que exhiba sus “vergüenzas” (como diría Ned Flanders). Se sentó en el inodoro con la tapa baja y le habló en un tono bastante maternal. El joven se negó y repitió lo mismo que antes. Cuando él colgó una de las toallas que había dejado en el suelo para apoyar los pies, ella se la arrancó. Nunca había quedado tan humillado. Pudo cubrirse sus partes privadas con las manos, y escuchaba las risas de burla, acompañadas de insultos. Ahí es cuando decide irse, y puede ponerse la ropa tranquilamente. Se va a dormir, y se cubre el cuerpo hasta la cabeza. Dormía desnudo y tenía miedo por su integridad. Le re contra gustaba, pero al no tener experiencia, la cosa se le iba a complicar bastante.
Martes 21 de septiembre. Día de la primavera y todo el mundo en las plazas, con un día precioso y el sol brillante. El pibe no aguantaba más. Quería rajarse a lo de su abuela, doña Mabel, pero la yanqui le tenía clavada la mirada a toda hora. Ella se lo quería voltear de cualquier forma, pero no se iba a dejar. En el resto de ese fin de semana, lo sometió a sesiones de sadomasoquismo, con golpes, nalgadas, degradaciones y penetraciones (traía un strap-on en su valija). Trató de bancarse pero todo tenía un límite. Al final fue a lo de su abuelita, y le comentó lo mal que la estaba pasando. La vieja le dijo (casi con una contestación algo ofensiva para muchos): “Creo que esto es algo que no me tendrías que decir, pero si realmente querés que se corte, no te queda otra que entrarle”. Ariel rogaba que no, pero le repitió que quizás debería ser así. Volvió a su casa muy nervioso, y se relajó silbando la Marcha Peronista en el camino. Puso 5 pies y Marion apareció vestida de rojo, con portaligas y fuete. Lo amenazó por irse sin avisar y lo llevó hasta la cama, lo ató de pies y manos, dejándolo desnudo, y empezó a hacer preguntas de su paradero. El deseo crecía cuando trajo una pluma gigante y la refregó en la ingle. Cada vez que creía que era mentira lo que decía, la pasaba más rápido. Con esta sencilla boludez lo hizo acabar, y cuando acabó dijo que era un frágil tonto, pero que se iba a apoderar del cuerpo. Se retiró de a poco el corpiño y la tanga, pero decidió dejarse el portaligas para mantener el clímax. Puso su cuerpo sobre el de él y le apretó la boca para gritarle. Por unos momentos pensó que ella se convertiría en la controversial niñera británica Louise Woodward (condenada en octubre de 1997), y él en Matthew, el niño que supuestamente murió sacudido por sus manos. Temió por su vida. Marion, en definición, era bruta, agresiva, una fiera, que obviamente podría más que este debilucho. Se sentó sobre su pubis y comenzó a gritar, a gemir y siguió pegándole en el pecho, sabiendo que no tenía que hacer mucho (porque estaba atado, tenía que aguantar apenas). Esta misma secuencia se repitió por unas cuantas jornadas más, y ya casi creyéndose un experimentado, la despidió con un beso lascivo, pero con una diferencia: el último que se darían.
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