Trataba de escribir una breve reseña de lo que sería un informe universitario, sentado en la mesa de trabajo casi resignado (decían mis hombros cansados) frente al ordenador pero con esperanza (lo decían mis ganas de escribir, casi omnipresentes) de romper de una vez con la intermitencia del cursor. Había elegido para reproducir una selección de música en inglés, en ese momento sonaba “Lost in the light”, el primer tema de una sesión del grupo Bahamas, dándome una tranquilidad inspiradora…
De fondo se escuchaba algún que otro leve sonido, cuando ella tosía o se movía entre las sábanas.
Concentrado en ese delicioso momento en el que las líneas comenzaron a surgir (a un ritmo que no era constante pero bastante aceptable) no noté que se había levantado, abierto la ventana de la habitación, puesto a calentar agua para el café y lavado su cara hasta que con sus labios fríos me dio un beso el hombro, sin decir palabra.
Seguí escribiendo.
Cuando se apoyó sobre la mesada para batir su café instantáneo (tal y como lo hago yo, y me encanta hacerlo) le pregunté si había descansado. Como estaba de espaldas a ella, la miraba por el reflejo de la ventana apenas levantando la vista del procesador de texto. Sonrió y dijo: Estoy como nueva.
Y eso veía yo. Sus pelos negros despeinados ocupando con toda libertad las cercanías de su rostro, la camisa azul a rayas y mi bóxer (preferido) rojo la vestían (y perdón por la cursilería) como si hubieran sido impresos sobre su delicado cuerpo.
Inmerso en un dinámico “zapping” entre la reseña (que ya era una media página) y algunos textos de Umberto Eco y Clement Greenberg, apenas noté que mientas tomaba su café, sentada a la mesa frente a mí, permanecía sumamente quieta. Hasta que carraspeó su garganta no me había dado cuenta de que su inmovilidad se debía a que me miraba fijamente.
Volví la vista al ordenador. Se incorporó incando las rodillas en la silla y los codos en la mesa, como si fuera a confesarle sus pecados a su taza de café. Yo la vi, la admiré en secreto por el rabillo del ojo pero seguí a lo mío. Cuando sorbió ruidosamente el café entendí que quería mi atención.
Un poco como parte del juego y otro poco por la escasez de tiempo con la que contaba para terminar las obligaciones académicas, no me giré a mirarla en ese instante. Repitió la sonora acción un par de veces más hasta que le dediqué una atenta mirada: Sus ojos claros, lascivos. Sus labios, un poco más rojos de lo habitual (¿en qué momento se los pintó?) resaltaban esos rasgos italianos que tanto me gustaban. Había dejado abrochados sólo dos botones de la camisa que ofrecía sus pechos como una tentación ineludible. Y a pesar de que eso fue lo que me dije en ese momento, inmediatamente pensé que yo era más fuerte que mis pasiones.
Casi siempre ella le ganaba mis impulsos. O más bien podría decirse que los suyos eran salvajes. Pero ese día la intención de jugar la dotó de una paciencia como para aguantar los veinte minutos que pasamos mirándonos fugazmente mientras yo seguía leyendo e intentaba con todas mis fuerzas escribir algo.
Ella sabía cómo es el juego de los tímidos, sabía que yo disfrutaba de eso, gozar con serenidad mientras una situación se desarrolla segundo a segundo. Seguramente por eso apartó la taza vacía, estiró los brazos quedando los codos hacia la mitad de la mesa, sus manos en línea con los hombros llegaban al borde, con las palmas hacia abajo. Dejó su espalda lo más recta posible (eso hizo que su cola resaltara aún más de lo que el bóxer rojo le permitía), su mirada ya no me perseguía pero seguía fija, ahora mirando hacia la sección de mesa que había entre sus manos mientras se mordía el labio inferior y sus pechos respiraban apenas rozados por la tela de mi camisa.
Claro que con la mirada fija en el ordenador, lo único más o menos distinguible para mí era la hermosa curva de su cintura dando paso a sus caderas. Y una voluntad desafiante.
Hacía rato que no podía escribir y ya ni siquiera leer.
En ese momento escuchaba la canción “Mother” de un concierto en vivo de Edward Sharpe & the Magnetic Zeros. Yo miraba a la pantalla y de vez en cuando hacia la ventana, con la atención concentrada en el juego (para el que dispuse todo mi tiempo y tranquilidad) cuando vi la señal. No esperaba ver nada, pero cuando escuché que suspiraba y al mirarla sus ojos se habían cerrado brevemente, caí en la cuenta de que esa fortaleza que mostraba estaba a punto de ser quebrantada…
Me levanté de la silla. Ella volvió la vista al frente. Me paré a su lado y apoyando mis manos en la mesa me acerqué hasta quedar a pocos centímetros de su oído izquierdo. Inspiré hondo, exhalé despacio, unas cuantas veces. Al alejarme noté que habíamos sincronizado respiraciones.
Moría de ganas de tocar su cintura por dentro de la camisa, acariciar su espalda. No lo hice. Acerqué mi rostro nuevamente, esta vez para que me viera comerle la boca con mi mirada. Sólo eso, sin decir nada, por unos treinta o cuarenta segundos que se hicieron eternos.
Ella quieta, ardiendo. Se contenía.
Me incorporé, rodeé la mesa y me puse detrás para ver sus piernas, que se enterraban en la excitada irrigación del bóxer. Posé mi mano derecha sobre su cintura, la izquierda en la cadera como anticipando una lujuriosa embestida, pero no. Disfruté del tacto perdiéndome en todo lo que sentía… Cuando volví en mí pude ver cómo su humedad seguía expandiéndose por el rojo.
Tomé la prenda por los costados y de un tirón se la bajé hasta las rodillas.
Gimió.
Era hermoso y tentador ser testigo de cómo me regalaba su vulnerabilidad. Disfruté, saboreé el momento, grabando en mi mente lo que estaba viendo.
Volví a sentarme, respiré hondo y me abalancé a la tarea como si hubiera nacido sólo para escribir ese informe.
De fondo se escuchaba algún que otro leve sonido, cuando ella tosía o se movía entre las sábanas.
Concentrado en ese delicioso momento en el que las líneas comenzaron a surgir (a un ritmo que no era constante pero bastante aceptable) no noté que se había levantado, abierto la ventana de la habitación, puesto a calentar agua para el café y lavado su cara hasta que con sus labios fríos me dio un beso el hombro, sin decir palabra.
Seguí escribiendo.
Cuando se apoyó sobre la mesada para batir su café instantáneo (tal y como lo hago yo, y me encanta hacerlo) le pregunté si había descansado. Como estaba de espaldas a ella, la miraba por el reflejo de la ventana apenas levantando la vista del procesador de texto. Sonrió y dijo: Estoy como nueva.
Y eso veía yo. Sus pelos negros despeinados ocupando con toda libertad las cercanías de su rostro, la camisa azul a rayas y mi bóxer (preferido) rojo la vestían (y perdón por la cursilería) como si hubieran sido impresos sobre su delicado cuerpo.
Inmerso en un dinámico “zapping” entre la reseña (que ya era una media página) y algunos textos de Umberto Eco y Clement Greenberg, apenas noté que mientas tomaba su café, sentada a la mesa frente a mí, permanecía sumamente quieta. Hasta que carraspeó su garganta no me había dado cuenta de que su inmovilidad se debía a que me miraba fijamente.
Volví la vista al ordenador. Se incorporó incando las rodillas en la silla y los codos en la mesa, como si fuera a confesarle sus pecados a su taza de café. Yo la vi, la admiré en secreto por el rabillo del ojo pero seguí a lo mío. Cuando sorbió ruidosamente el café entendí que quería mi atención.
Un poco como parte del juego y otro poco por la escasez de tiempo con la que contaba para terminar las obligaciones académicas, no me giré a mirarla en ese instante. Repitió la sonora acción un par de veces más hasta que le dediqué una atenta mirada: Sus ojos claros, lascivos. Sus labios, un poco más rojos de lo habitual (¿en qué momento se los pintó?) resaltaban esos rasgos italianos que tanto me gustaban. Había dejado abrochados sólo dos botones de la camisa que ofrecía sus pechos como una tentación ineludible. Y a pesar de que eso fue lo que me dije en ese momento, inmediatamente pensé que yo era más fuerte que mis pasiones.
Casi siempre ella le ganaba mis impulsos. O más bien podría decirse que los suyos eran salvajes. Pero ese día la intención de jugar la dotó de una paciencia como para aguantar los veinte minutos que pasamos mirándonos fugazmente mientras yo seguía leyendo e intentaba con todas mis fuerzas escribir algo.
Ella sabía cómo es el juego de los tímidos, sabía que yo disfrutaba de eso, gozar con serenidad mientras una situación se desarrolla segundo a segundo. Seguramente por eso apartó la taza vacía, estiró los brazos quedando los codos hacia la mitad de la mesa, sus manos en línea con los hombros llegaban al borde, con las palmas hacia abajo. Dejó su espalda lo más recta posible (eso hizo que su cola resaltara aún más de lo que el bóxer rojo le permitía), su mirada ya no me perseguía pero seguía fija, ahora mirando hacia la sección de mesa que había entre sus manos mientras se mordía el labio inferior y sus pechos respiraban apenas rozados por la tela de mi camisa.
Claro que con la mirada fija en el ordenador, lo único más o menos distinguible para mí era la hermosa curva de su cintura dando paso a sus caderas. Y una voluntad desafiante.
Hacía rato que no podía escribir y ya ni siquiera leer.
En ese momento escuchaba la canción “Mother” de un concierto en vivo de Edward Sharpe & the Magnetic Zeros. Yo miraba a la pantalla y de vez en cuando hacia la ventana, con la atención concentrada en el juego (para el que dispuse todo mi tiempo y tranquilidad) cuando vi la señal. No esperaba ver nada, pero cuando escuché que suspiraba y al mirarla sus ojos se habían cerrado brevemente, caí en la cuenta de que esa fortaleza que mostraba estaba a punto de ser quebrantada…
Me levanté de la silla. Ella volvió la vista al frente. Me paré a su lado y apoyando mis manos en la mesa me acerqué hasta quedar a pocos centímetros de su oído izquierdo. Inspiré hondo, exhalé despacio, unas cuantas veces. Al alejarme noté que habíamos sincronizado respiraciones.
Moría de ganas de tocar su cintura por dentro de la camisa, acariciar su espalda. No lo hice. Acerqué mi rostro nuevamente, esta vez para que me viera comerle la boca con mi mirada. Sólo eso, sin decir nada, por unos treinta o cuarenta segundos que se hicieron eternos.
Ella quieta, ardiendo. Se contenía.
Me incorporé, rodeé la mesa y me puse detrás para ver sus piernas, que se enterraban en la excitada irrigación del bóxer. Posé mi mano derecha sobre su cintura, la izquierda en la cadera como anticipando una lujuriosa embestida, pero no. Disfruté del tacto perdiéndome en todo lo que sentía… Cuando volví en mí pude ver cómo su humedad seguía expandiéndose por el rojo.
Tomé la prenda por los costados y de un tirón se la bajé hasta las rodillas.
Gimió.
Era hermoso y tentador ser testigo de cómo me regalaba su vulnerabilidad. Disfruté, saboreé el momento, grabando en mi mente lo que estaba viendo.
Volví a sentarme, respiré hondo y me abalancé a la tarea como si hubiera nacido sólo para escribir ese informe.
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