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Compendio I
Es la misma historia de todos los lunes.
Hannah y yo nos despertamos temprano.
Aunque hicimos el amor varias veces la noche anterior, no tenemos suficiente y nos besamos y jugueteamos un poco bajo las frazadas.
Me mira con sus tristes ojos celestinos, acariciándome la barbilla sin afeitar, como si intentara grabar mi cara en sus recuerdos.
Sé que no quiere que marcharse. Este mundo es el lugar donde encajamos y se siente como mi esposa.
Entramos a la ducha, besándonos y abrazándonos fuertemente y es en ese lugar donde volvemos a hacer el amor una vez más.
El agua, bañando nuestros cuerpos, purifica nuestra unión y renueva nuestros votos, escurriéndose por el desagüe, entremezclados con el jabón y mi semen que brota de su interior.
Sigue sonriendo con tristeza, pero se conforma con saber que sigue siendo mi chica.
En la terminal, nos damos un par de besos más. Nos cuesta dejarnos, pero es algo que debemos hacer.
Casi 4 horas de viaje, con un paisaje distinto y buena música de fondo.
Estaciono en la entrada y la puerta de la casa del lado se abre casi al instante. Como si me estuviera esperando.
“¡Marco, volviste!” me saluda Fio, mostrando la mitad superior de un camisón blanco y su poderoso escote. “¿Puedes venir un rato?”
Aun me perturba la situación con Kevin. Pero cada uno es responsable de sus decisiones…
“¡Estoy cansado!” le sonrío con aflicción. “¡Estoy recién llegando!”
“Entiendo.” Responde decepcionada.
“¡Tal vez, mañana te vea!” Le digo, para consolarla.
Ella sonríe con ternura.
“¡Adiós!” se despide y cierra la puerta, tomando mi palabra mucho más alegre.
Tomo el bolso con mi equipaje y abro la puerta con mucho sigilo.
Escucho el ruido de la televisión encendida y veo a las pequeñas, charlando entre ellas en su tierno lenguaje especial, mientras que a 2 pasos está Liz, pintando un lienzo.
Mis retoños empiezan a saltar, excitadas al reconocerme y llaman la atención de la niñera.
“¡Marco!” exclama ella, dejando impetuosamente su trabajo y se abalanza sobre mí, para darme un beso apasionado.
Las pequeñas me esperan, sin entender que esos tipos de besos debo darlos solamente a mami y que no es bueno que la encargada de su seguridad me abrace de la cintura, afirmándose de mi trasero y una nuestras pelvis, con otras intenciones.
Se recupera, me sonríe y se disculpa.
“¡Es que han sido muchos días sin verte!”
Pero más que a ella, me interesa ver a las pequeñas. Mi gordita le sigue el paso a su hermana, pero cae sentada y muerta de la risa.
Tomo en brazos a ambas y me quedo un rato con ellas, jugando, mientras Liz se queda mirándome muy entusiasmada.
Pesco una vez más mi bolso y cargo la lavadora, para echarla a andar. Liz me sigue, ansiosa como una colegiala.
“¡Te he extrañado!” me dice, pero sé lo que ella realmente quiere…
Hasta que conocí a Marisol, yo no creía en el amor verdadero.
Las matemáticas y las estadísticas mostraban la improbabilidad de que existiera una sola persona idónea para cada uno.
Una sola, entre un universo actual de +/- 6.000 millones de personas, eran probabilidades bajísimas. Por lo tanto, todo lo que creía del amor era un coctel neuro-hormonal.
“De ser así, nos habríamos extinguido hace tiempo.” Concluía en ese tiempo.
Pero estaba equivocado.
Pude haber conocido a otra mujer (Hannah, por ejemplo) y haber tenido otros hijos. Pero lo que siento por Marisol no habría sido lo mismo… o tal vez sí, pero eso queda a la especulación.
Teniendo a una mujer tan sensual como Fio o una tan linda como Liz, más que dispuesta entregarse a mis deseos, la única que deseo penetrar ese día es a Marisol.
Preparo el almuerzo (Soy el que mejor cocina de los 3) y mientras las pequeñas juegan inocentemente en el living, aprovecho de devorar la entrepierna de la niñera, sentada en el mueble de la cocina, con sus piernas abiertas y la falda levantada.
“¡Sí!... ¡Siii!...” exclama ella al atenderla, mientras dejo el arroz hervir en la olla.
Su cuerpo se estremece y sus pechos están en punta, mientras que recibe el placer que la distancia le ha negado una semana.
“¡No!... ¡No te vayas!” ruega ella por más, pero debo dejarla.
De lo contrario, el arroz se quemará o quedará demasiado grumoso.
Frio la carne y la cebolla y el aroma abre el apetito estomacal, pero no sacia el corporal.
Nos besamos una vez más y ella me envuelve con sus brazos y sus piernas, deseando que mi bastón invada su templo de placer, mientras que sus pechos parados demandan atención y me tientan para probarlos.
“¡No puedo!” le digo, resistiendo su boca y el apriete de sus piernas. “¡Estoy esperando a Marisol!”
Gime frustrada, pero exclama mucho más aliviada al sentir mis dedos en su interior y mis labios besando sus tibias mamas.
Estimule su botón y exploré su húmedo interior, mientras probaba una vez más sus suculentos pezones.
Sus piernas no querían dejarme escapar.
Estaba templado y más que tentado a complacerla. Pero solamente 20 minutos me separaban para ver a mi ruiseñor.
Nos arreglamos y acostamos a las pequeñas, que ya estaban cabeceando cuando les dimos los biberones.
A los pocos minutos, aparece finalmente mi mujer.
“¡Amor! ¡Has vuelto!” dice ella y me abraza, con todo derecho. “¡Tengo muchas cosas que contarte!”
Me toma de la mano y me lleva a nuestro dormitorio. Me da un sorpresivo beso y desabrocha mi pantalón.
Es un alivio sentir sus labios en mi pene. Lo chupa con ansiedad.
Se nota que lo ha extrañado.
No me dice lo que quería contarme y me pide que no le hable. Está muy ocupada, subiendo y bajando intensamente, lamiendo con verdadera desesperación, mientras yo me apoyo en la pared, acariciando deleitado sus cabellos, con la habilidad que tiene su boca y su lengua.
Siento que viene mi carga y debo tomar su cabeza, porque ella lo quiere recibir todo en su ardiente e incansable boca.
Da un gemido de sorpresa y medio ahogado, porque nunca lo hago. Pero cierra sus ojos, esperando deseosa.
Es refrescante sentir su lengua estrujarme y succionar ansiosa los restos de mi corrida. Se los traga con elegancia, de una sola vez y me mira sonriente, mientras que su lengua coqueta lame la puntita de mi falo.
Luego de limpiar sus labios y los últimos remanentes que quedan en mi pene, le da un cariñoso beso y luego besa mis labios.
“¡Quería mostrarte lo mucho que te extrañaba!” me sonríe, con cara de traviesa.
Liz intuye la razón de mi demora. Me siento más calmado y nos sentamos a la mesa, a almorzar.
“¡Me serviste mucho!” exclama Marisol, mirando en complicidad a Liz. “Ya me comí un bocadillo que me quitó un poco el hambre.”
Liz también sonríe.
Llega la hora de marcharse y se va, dejando la casa para nosotros 2.
Mi esposa y yo cargamos los cacharros a la cocina. Pero mientras se pone a fregar, desabrocho su pantalón.
Se queda tranquila, mientras suavemente lo voy bajando y doy suaves lamidas sobre sus blanquecinas nalgas.
Bajo su calzón, que huele deliciosamente a mujer y ella se estremece dulcemente al sentir mi nariz incrustarse entre sus cachetes y mi lengua probar su húmeda hendidura.
Se abre de piernas y me desea, desabrochando los botones superiores de su camisa. Me bajo los pantalones y libero a mi herramienta, sintiendo la felicidad de estar definitivamente en casa.
Ella se queja, conteniendo sus labios, mientras la meto suavemente en su estrecho interior y húmedo interior.
Empiezo a embestirla y apoya sus brazos en el fregadero, mientras que mis manos exploran su cintura y masajean sus ricos pechos.
“¡Marisol!” susurro su nombre suavemente, mientras absorbo el aroma a sus cabellos y ella gime, complacida.
Juego con sus pechos, acariciándolos y sopesándolos. Son hermosos, voluminosos y suavecitos y sus tiernas fresitas ya están en punta.
Me muevo más fuerte, afirmándome de esa sensual cintura, mientras que su hermoso y blanquito trasero me recuerda a una luna enorme, con una tremenda fisura en la mitad.
“¡Te amo!” me dice, extasiada y busca mis labios, que también desean sentir los suyos.
Nuestras caricias se vuelven más y más ardientes y eventualmente, llega lo que ambos hemos esperado por una semana.
Siento como colapsan sus rodillas por el placer y la punta de sus pechos alcanza a mojarse con el agua del fregadero.
Me apoyo en su espalda, acariciándola suavemente y le doy besos esporádicos, mientras que mi cuerpo sigue explorando el cuerpo de mi mujer que tanto ha extrañado.
Lavamos la loza y todo vuelve a la normalidad, por el momento, porque ella sabe que no es suficiente con eso.
Alrededor de las 6 y media, escuchamos a las pequeñas despertar.
Las tomamos en brazos y ellas están muy contentas que papi y mami vuelvan a estar juntitos. Jugamos con ellas otro rato y me concentro en mi gordita que aprenda a caminar.
Su hermanita juega con mami, pero a ella la ve todos los días y me viene a dar un abrazo.
Les damos un baño y atiendo a mi flaquita, mientras que mami le da pecho a la más gordita. Mi esposa y yo nos miramos con ternura, sabiendo lo mucho que nos queremos y arrullo a mi gordita, mientras que la flaquita recibe su ración de leche.
Con entusiasmo nos ponemos el pijama. Va al baño y se toma sus cabellos, haciendo una cola de caballo, mientras que viste su camisón semi- transparente más bonito.
Me besa y ella quiere ir arriba y yo la dejo, porque la vista desde abajo no tiene igual.
Esos masivos y blanquitos pechos se sacuden de manera impresionante, pidiendo que los afirme, mientras que el movimiento de sus caderas es una de las sensaciones más asombrosas que he sentido.
Siento que ella se lo entierra casi con perfidia en su interior. Me quiere adentro, me quiere adentro y las sacudidas de la cama son fieles testimonios de su deseo.
Sus movimientos cada vez son más fuertes y la succión entre sus piernas me vuelve loco. Suelto mi descarga y ella esboza un rostro de felicidad y satisfacción, mientras se acuesta en mi pecho para besarme.
La doy vuelta y ella sonríe. Sabe que el primer round no me hace nada y aunque le gustaría más que yo estuviera tan cansado como ella, no deja de sonreír de oreja a oreja, sabiendo lo que le espera.
La entierro hasta el fondo, sacando gemidos deliciosos de sus labios, mientras que su boquita frenéticamente busca la mía para contenerlos. Agarro sus pechos y ella cierra los ojos, mientras beso su cuello, suspirando agitadamente.
Mis manos recorren desde sus lindos pechos hasta sus apetitosas nalgas, que de solo pensar que podré metérsela, me ponen más duro y su cintura, sudorosa y suavecita, me atrae cada vez más.
Le doy cada vez más fuerte y el tono de sus gemidos se pone más agudo, al sentir que mi lado salvaje comienza a rozarla.
“¡Eres mi putita! ¡Mi putita hermosa!” le digo, para hacerla más feliz. Aunque en esos momentos, ella no es eso.
Es la mujer que amo.
Cuando la cama se sacude de una forma infernal y el ardor en la punta de mi pene no lo puedo tolerar, suelto una vez más mi carga.
Ella da un gemido, pero lo contiene mordiéndose los labios y me abraza fuertemente, para sentirme más cercano.
No puedo dejar de pensar en que esos enormes senos están enterrados y presionados sobre mi pecho y que esos ojos verdes me miran tan contentos, al saber que la he hecho nuevamente mi mujer.
“¿Puedo hacerte la colita?” le preguntó, con timidez.
Es mi esposa y ya la he tomado 3 veces ese día. Sé que está tan cansada como yo y la respeto. Pero mi cuerpo no tiene suficiente de ella.
“¡Casi creí que no me lo pedirías!” me responde, muy alegre.
Y se pone en 4. Ese enorme trasero, blanco como la leche, me espera ansioso una vez más para que lo meta.
No puedo entender cómo puede estar siempre tan estrecho, si lo he disfrutado tantas veces. Los gemidos de Marisol varían de intensidad cuando la recibe por detrás.
Pienso que debe ser la sorpresa de no poder verla cuando entra. Pero lo disfruta más que por delante.
Y empezó a menearme suavemente, al igual que ella. Su respiración se ve agitada y puedo distinguir por su sudorosa espalda la expansión y compresión de sus pulmones.
Su cola de caballo me calienta y me afirmo más fuerte de su cintura, saboreando con mi lengua la suerte de probar ese delicioso y amplio trasero.
Empiezo a sentir sus fluidos caer sobre mis piernas. También a ella le excita que vaya deformando su interior con mayor brusquedad.
No puedo contenerme, porque es como un mensaje subliminal: esa espalda blanquita, envuelta en tal delgada y transparente tela, esos enormes pechos sacudiéndose y sus gemidos me hacen invitaciones cada vez más pervertidas.
Tomo sus pechos y ella da otro suspiro, como si contuviera la satisfacción. Al poco rato, otras nuevas gotas de amor fluyen entre la unión de nuestras piernas.
La empiezo a bombear con mayor intensidad. Como si se rindiera ante mí, apoya su cara en el colchón, dándome completa libertad para mis arremetidas.
Veo su tierna carita, conteniendo sus labios, para no despertar a nuestras pequeñas y lágrimas de placer emergen de sus ojitos, mientras que le sigo dando cada vez más fuerte.
La sensación de su agujero es excelente. Para esas alturas, la entierro hasta el fondo y los 2 gemimos a la par, disfrutando de nuestra cercanía.
Trato de contenerme lo más que puedo, pero ya no doy más. Acabo y me quedo acostado en su espalda.
“¡Estoy feliz… que hayas vuelto… a mi lado!” me dice con un tono muy alegre y con algo de fatiga.
Yo también estoy cansado. Quisiera hacerle más, pero ha sido un día largo.
Me acuesto a su lado y le abrazo por los pechos, meditando la conclusión a la que he llegado: Que el amor no es matemático y es una verdadera suerte que nos hayamos encontrado.
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