HISTORIAS REALES - CAPÍTULO X.
(Algunos nombres han sido cambiados)
Siempre me gustó comer bien y por ende cocinar. Así fue que cuando a unas cuantas cuadras de casa se abrió un Instituto de Gastronomía no pasó mucho tiempo para que me inscriba. La modalidad de los cursos era bastante abierta: cuando te anotabas elegías qué día de la semana querías cursar y te daban un programa donde decía qué se iba a tratar en cada clase, un día carnes, otro pastas, otro wok, y así… Entonces uno podía ir a las que más le interesaban y pagar cada clase. Si tomabas el curso completo te hacían una bonificación importante, así que elegí esta modalidad, pero en este caso las clases eran indefectiblemente los miércoles. Junto con el pago de la inscripción te entregaban el uniforme: una casaca, un gorro de cocinero y una cuchilla de regalo.
Primera clase. Como acostumbro cuando tengo un compromiso fui el primero en llegar. Me invitaron a calzarme el uniforme y pasar al aula-cocina a esperar al resto del alumnado. Así me fui presentando ante cada persona que iba entrando: una pendeja que recién había terminado el secundario y quería hacer carrera, una mina que estaba por casarse y no sabía hacer ni un huevo duro, otra mujer que le sobraba la guita y el tiempo, un viejo que se la daba de chef con aires franchutes –el único hombre además de mi- y varias mujeres más entre las que quiero destacar a Virginia, a ella se refiere esta historia.
Virginia, que al principio me había pasado inadvertida, como una más del montón, era una “cuarentipico” en buen estado, rubia, delgada, ojos café y no mucho más para destacar. Por supuesto, hasta aquí éramos todos desconocidos.
Transcurría la clase y me llamaba la atención lo bien que Virginia se desempeñaba en la cocina: manejaba los cuchillos como un sushi-man, calculaba perfectamente “a ojo” las cantidades, era extremadamente ordenada y como era de esperar, al final de la clase su plato fue el mejor lejos…
Así fueron pasando algunas pocas clases más y con el tiempo todos íbamos conociéndonos mejor. Siempre Virginia se destacaba con sus platos terminados.
Hasta que llegó un miércoles en el que la clase sería de “pastas”. Alrededor de la mesada central el profe nos da la receta básica de la masa al huevo: “… por cada 100 gramos de harina cuatro ceros, un huevo y una pizca de sal…”, recuerdo.
-Disculpame, la masa no lleva sal –interrumpe Virginia al profesor muy segura-.
-Si, sólo una pizca.
-No, no lleva. Si le ponés sal al hervir la pasta se ablanda mucho.
-Mirá, -acota con soberbia el profe- hace más de 10 años que estoy en esto y creéme que es como yo te digo.
-Okey, yo a mi masa no le voy a poner sal y veremos cuál queda mejor –lo desafía-.
-Como quieras.
El plato que teníamos que preparar eran unos simples fideos largos con pesto de rúcula. El objetivo de la clase era fundamentalmente que conociéramos los “secretos” de la masa. Como podrán imaginar, los fideos de Virginia eran los mejores por varios cuerpos y el profe se tuvo que tragar una tonelada de bronca.
Terminada la clase, en la puerta del Instituto, antes de despedirnos le muestro a Virginia mi admiración:
-¡Te pasaste! Te felicito.
-Este es un pichi que cree que se las sabe todas…
-Si, pero tu plato estaba alucinante.
-Eran unos fideos de morondanga… ¿Te gustan las pastas? –me pregunta-
-Mucho.
-Cuando quieras te invito a comer una pasta en serio.
-¿Cómo no? Cuando vos digas.
-¿El viernes en casa?
-¿En tu casa? –repregunto con asombro-
-Si, ¿por qué no? Te espero a las 9, ¿está bien? Tomá nota de la dirección.
Agendé la dirección y el teléfono y nos despedimos. Era en Belgrano, en la calle Vuelta de Obligado casi Echeverría, un barrio bien pituco.
Ese viernes hacía mucho calor. A las nueve estaba a la vuelta de su casa, en Pérsico comprando helado para el postre sosteniendo bajo el brazo la caja con la botella de champán. Al llegar a la puerta del edificio casi me caigo de culo: tenía un frente de 20 metros, casi todo de vidrio, por el cual se podía ver un hall de entrada a todo trapo. Un lujete. “Con esta me caso”, pensé. Llamé al portero eléctrico:
-¿Juan? –me pregunta por el auricular-.
-Si, soy yo…
-Te vi venir por la cámara. Ya bajo.
A través del cristal de la puerta la vi salir del ascensor toda de blanco: Había cambiado el peinado haciéndose unos rulos sueltos que le quedaban muy sensuales, tenía puesta una remera de algodón básica y un pantalón muy liviano, como esos que usan las enfermeras en los sanatorios. Calzaba unas especies de suecos, también blancos. Me dio la sensación que debajo no llevaba ropa interior y lo casi confirmé al ver cómo se sacudían sus tetas debajo de la remera al caminar rápido hacia la puerta.
-¡Hola! ¡Qué puntual! –me recibió abriendo la puerta, con un beso en la mejilla-
-Es costumbre… -respondí al beso sintiendo un suave perfume importado en su cuello-.
-Me gusta la puntualidad. Vení, subí.
Entramos al ascensor y subimos tan rápido que apenas pude comprobar, cuando se ubicó de frente a la puerta dándome las espalda, que no llevaba sostén, la trasparencia de la remera indicaba que no había bretel alguno. Además, nunca antes me había percatado de la perfección de su culo, parado, terso, bien formado, destacado por los pantalones claros.
Al llegar al octavo piso me invita a pasar a un departamento con un enorme living-comedor, con amplios ventanales al balcón que daba a la calle, aunque con muebles algo antiguos para mi gusto muy finamente decorado. Por un pasillo me hace pasar a la cocina a la que se ingresaba por una puerta vaivén; era muy moderna -contrastando con el mobiliario del living- con todos los accesorios que uno puede encontrar en una cocina profesional, y a un lado un juego de comedor diario.
-¿Me ayudás? –me pide-
-Si, claro. Veo que tenés todo preparado… ¿Qué hago?
-No se puede cocinar bien sin una copa de vino blanco bien fresco a mano, ¿no?
-De ninguna manera. –confirmo-
-Sacá una botella de la heladera y poné lo que trajiste en el freezer.
Tomé una de las tres botellas de Sauvignon Blanc que estaban enfriándose, la descorché y serví en dos copones. Un pequeño brindis y me acomodé acodándome en la mesada de la isla, viendo como amasaba y sus tetas bailaban al ritmo del amasado. Iniciamos una charla con comentarios livianos sobre el curso, los participantes, familia, hijos…
-¿A qué te dedicás? –me pregunta-.
Le respondo haciendo un raconto de todas mis actividades laborales y termino preguntando lo mismo cuando nos sentábamos a cenar unos raviolones verdes de calabaza con salsa de hongos que entraban por los ojos.
-¡Qué bueno está esto! ¿Y vos qué hacés?
-Yo trabajo acá, esta es como mi casa.
-No entiendo… ¿Es ”como” tu casa?
-Si, te cuento y espero que no huyas despavorido. Trabajo acá desde hace más de 7 años cuidando una viejita que hoy tiene 86.
-Pero… ¿está acá?
-Si, claro, es su casa, acá vive. Pero no te asustes; a las 8 y media la acuesto, se toma una pastillita y duerme como un tronco hasta mañana, así que no va a molestar para nada. Además sabe de esto y me autorizó a que vengas.
Toda mi esperanza de casarme con esta mina y que tuviera mucha plata se hundieron más rápido que el Titanic. Debía apuntar los cañones a seducirla, poder ponerla en bolas y aunque más no sea acariciarle las gomas, que tanto me calentaban.
Durante la cena siguió contándome sobre cómo llegó a dedicarse a esa mujer y algunas otras cosas no mucho más trascendentes. No me importaban demasiado sus comentarios, sin embargo en ningún momento me aparté de mi posición de “galán” mostrándome muy interesado y gentil. Un trabajo fino con el único objetivo de coger. Ya habíamos terminado de cenar cuando quise llenar nuevamente las copas y me atajó:
-Esperá, no sirvas así traigo el champagne y el helado que trajiste… Yo también tengo un postre preparado para vos –me dijo abrazándome por la espalda haciéndome sentir las tetas en mi lomo para luego de dejarme un beso en el cuello llevarse los platos sucios- “Me gustás…” –me susurró al oído-.
Volvió con el espumante y dos copas, sin helado. Me paré para abrir la botella y servirlo. Le ofrecí una de las copas, que tomó acercándose a mi mucho más de lo necesario para brindar, las chocamos y apartándolas del medio me dio un beso de lengua que me dejó sin aire. La abracé fuertemente deslizando lentamente la mano hacia sus nalgas para acariciarlas suavemente comprobando que efectivamente, no llevaba ropa interior alguna.
Con un pequeño giro me dejó sentado en una de las sillas y ella hizo lo mismo sobre mis piernas abrazándome el cuello. La situación se estaba descontrolando y la aproveché para acariciar sus pechos; los sentí tibios, suaves. Fue entonces que se apartó apenas de mí para levantarse la remera presentándome desafiante dos hermosas tetas blancas como una nube. Sus pezones eran muy grandes, rosa pálido, con una aréola perfectamente definida y unos botoncitos pequeños perfectamente ubicados en el centro. Su piel era blanca, suave, sin marcas, pecas ni lunares. Tomé fuertemente un seno entre mi mano y comencé a mordisquear sus pezones sintiendo cómo se endurecían y crecían. Echó hacia atrás su cabeza en señal de placentera entrega, se quitó la remera arrojándola al piso, mientras con mi otra mano recorría por sobre el pantalón su entrepierna, que entregaba gozosa separando los muslos. Mi mano sentía ya el calor de su vagina cuyos jugos comenzaban a humedecer la tela que los absorbía.
Se dejó deslizar por mis piernas acariciando mi miembro hasta quedar arrodillada entre ambas. Desabrochó el cinturón y desprendió la bragueta para introducir la mano en los calzoncillos extrayendo mi pene erguido que sin dudar llevó a la boca. Jugaba caprichosamente con mi miembro, pasándole la lengua desde la base hasta la cabeza, introduciéndoselo por completo en la boca hasta sentir los huevos en sus labios y dibujando con él círculos sobre sus pezones. Sin dejar de mamarme me despojó de los zapatos, los pantalones y el slip.
Cuando creí que iba a acabar en su boca se puso de pie y dándome la espalda bajó sus pantalones quebrando la cintura dejando ante mi rostro su precioso culo. Le separé los muslos para acariciarle la vulva. Tenía el vello púbico prolijamente recortado, suave y rubio, sus labios vaginales muy carnosos y el ano estrecho, rosado como sus pezones. Sentí la humedad en los dedos y lubriqué su caliente vagina. Con movimientos de cadera ayudaba gustosa a mi tarea. Mi pija pedía concha… Tomé sus caderas invitándola a sentarse sobre mi miembro, separó sus piernas a los lados de las mías y acomodó mi pene en la puerta de su vagina, que con una simple agachada penetró totalmente. Dejó escapar un grito apagado de profundo placer al tiempo que acariciaba sus pechos mientras le masajeaba el húmedo clítoris.
Mi sensación de placer era máxima, esta mina sabía coger, sin dudas, pero en mi posición estaba incomodísimo con las tablas del respaldo clavadas en la espalda. La aparté y la recosté de espaldas sobre la mesa haciendo a un lado copas y botellas. Con mis manos en sus pantorrillas separé todo lo que podía sus piernas, tomé sus carnosos labios vaginales abriéndolos para deleitarme la vista con esa pulposa, profunda, dilatada vagina jugosa y caliente, roja como una manzana, mientras ella maniobraba mi pija para ponerla dentro. Mi pene chapoteaba ruidosamente en sus jugos vaginales. Una serie de contracciones en su vientre indicaban su primer orgasmo. Un par de bombeos más y la saqué para apoyarla en el ano…
-No… la cola no, me va a doler… -casi suplicó-
-Probemos…
-Nunca lo hice… no quiero lastimarme…
-Intentémoslo… Si no te gusta, suspendo. –no le creía, mostraba una vasta experiencia en las lides amatorias-.
Su culo era verdaderamente atrayente y sinceramente no quería dejar pasar esa oportunidad para penetrarlo. Giré su cuerpo suavemente hasta quedar recostada de lado y con una pierna apoyada en mi hombro comencé lentamente la tarea de penetración. Apenas había entrado la punta…
-¿Duele? –pregunté-
-No… seguí despacio… así me gusta…
Ella quería más, era evidente. Se movía y separaba con las manos sus glúteos favoreciendo la penetración. Una vez que sentí la cabeza adentro empujé y entró completamente….
-Ahhh!!! Siiii!!! Cogeme fuerte!!! –gritaba y me atemorizaba que se despertara la anciana-
Sin que se le saliera, se bajó de la mesa parándose sobre el piso con sus piernas abiertas dándome la espalda y su vientre recostado sobre la tabla. Comencé a bombear haciéndole sentir los huevos golpeando su empapadísima concha.
-Me gusta… No pares… -rogaba-
-Voy a acabar. –advertí-
-Hacelo adentro… No la saques… dejámela un ratito más… Ahhh, siiii…
Al rato sentí como un caudaloso borbotón de semen caliente inundaba su recto mejorando la lubricación. Esto ayudaba a poder seguir cogiéndola fuertemente y la fricción impedía que cayera la erección.
-Ay, qué placer, Dios mío… -susurraba entre gemidos-.
Aún en plena erección se la saqué del culo e inmediatamente la penetré por la concha. Yo casi no me movía, ella hacía todo el trabajo con rítmicos movimientos de caderas. El calor de su vagina provocó que enseguida me venga nuevamente. Se arrodilló como una fiel devota ante mi pene, entregándole a modo de ofrenda sus pechos apretados entre sus manos. Acabé sobre ellos depositando mis últimos chorros en la zanja entre las tetas.
(Algunos nombres han sido cambiados)
Siempre me gustó comer bien y por ende cocinar. Así fue que cuando a unas cuantas cuadras de casa se abrió un Instituto de Gastronomía no pasó mucho tiempo para que me inscriba. La modalidad de los cursos era bastante abierta: cuando te anotabas elegías qué día de la semana querías cursar y te daban un programa donde decía qué se iba a tratar en cada clase, un día carnes, otro pastas, otro wok, y así… Entonces uno podía ir a las que más le interesaban y pagar cada clase. Si tomabas el curso completo te hacían una bonificación importante, así que elegí esta modalidad, pero en este caso las clases eran indefectiblemente los miércoles. Junto con el pago de la inscripción te entregaban el uniforme: una casaca, un gorro de cocinero y una cuchilla de regalo.
Primera clase. Como acostumbro cuando tengo un compromiso fui el primero en llegar. Me invitaron a calzarme el uniforme y pasar al aula-cocina a esperar al resto del alumnado. Así me fui presentando ante cada persona que iba entrando: una pendeja que recién había terminado el secundario y quería hacer carrera, una mina que estaba por casarse y no sabía hacer ni un huevo duro, otra mujer que le sobraba la guita y el tiempo, un viejo que se la daba de chef con aires franchutes –el único hombre además de mi- y varias mujeres más entre las que quiero destacar a Virginia, a ella se refiere esta historia.
Virginia, que al principio me había pasado inadvertida, como una más del montón, era una “cuarentipico” en buen estado, rubia, delgada, ojos café y no mucho más para destacar. Por supuesto, hasta aquí éramos todos desconocidos.
Transcurría la clase y me llamaba la atención lo bien que Virginia se desempeñaba en la cocina: manejaba los cuchillos como un sushi-man, calculaba perfectamente “a ojo” las cantidades, era extremadamente ordenada y como era de esperar, al final de la clase su plato fue el mejor lejos…
Así fueron pasando algunas pocas clases más y con el tiempo todos íbamos conociéndonos mejor. Siempre Virginia se destacaba con sus platos terminados.
Hasta que llegó un miércoles en el que la clase sería de “pastas”. Alrededor de la mesada central el profe nos da la receta básica de la masa al huevo: “… por cada 100 gramos de harina cuatro ceros, un huevo y una pizca de sal…”, recuerdo.
-Disculpame, la masa no lleva sal –interrumpe Virginia al profesor muy segura-.
-Si, sólo una pizca.
-No, no lleva. Si le ponés sal al hervir la pasta se ablanda mucho.
-Mirá, -acota con soberbia el profe- hace más de 10 años que estoy en esto y creéme que es como yo te digo.
-Okey, yo a mi masa no le voy a poner sal y veremos cuál queda mejor –lo desafía-.
-Como quieras.
El plato que teníamos que preparar eran unos simples fideos largos con pesto de rúcula. El objetivo de la clase era fundamentalmente que conociéramos los “secretos” de la masa. Como podrán imaginar, los fideos de Virginia eran los mejores por varios cuerpos y el profe se tuvo que tragar una tonelada de bronca.
Terminada la clase, en la puerta del Instituto, antes de despedirnos le muestro a Virginia mi admiración:
-¡Te pasaste! Te felicito.
-Este es un pichi que cree que se las sabe todas…
-Si, pero tu plato estaba alucinante.
-Eran unos fideos de morondanga… ¿Te gustan las pastas? –me pregunta-
-Mucho.
-Cuando quieras te invito a comer una pasta en serio.
-¿Cómo no? Cuando vos digas.
-¿El viernes en casa?
-¿En tu casa? –repregunto con asombro-
-Si, ¿por qué no? Te espero a las 9, ¿está bien? Tomá nota de la dirección.
Agendé la dirección y el teléfono y nos despedimos. Era en Belgrano, en la calle Vuelta de Obligado casi Echeverría, un barrio bien pituco.
Ese viernes hacía mucho calor. A las nueve estaba a la vuelta de su casa, en Pérsico comprando helado para el postre sosteniendo bajo el brazo la caja con la botella de champán. Al llegar a la puerta del edificio casi me caigo de culo: tenía un frente de 20 metros, casi todo de vidrio, por el cual se podía ver un hall de entrada a todo trapo. Un lujete. “Con esta me caso”, pensé. Llamé al portero eléctrico:
-¿Juan? –me pregunta por el auricular-.
-Si, soy yo…
-Te vi venir por la cámara. Ya bajo.
A través del cristal de la puerta la vi salir del ascensor toda de blanco: Había cambiado el peinado haciéndose unos rulos sueltos que le quedaban muy sensuales, tenía puesta una remera de algodón básica y un pantalón muy liviano, como esos que usan las enfermeras en los sanatorios. Calzaba unas especies de suecos, también blancos. Me dio la sensación que debajo no llevaba ropa interior y lo casi confirmé al ver cómo se sacudían sus tetas debajo de la remera al caminar rápido hacia la puerta.
-¡Hola! ¡Qué puntual! –me recibió abriendo la puerta, con un beso en la mejilla-
-Es costumbre… -respondí al beso sintiendo un suave perfume importado en su cuello-.
-Me gusta la puntualidad. Vení, subí.
Entramos al ascensor y subimos tan rápido que apenas pude comprobar, cuando se ubicó de frente a la puerta dándome las espalda, que no llevaba sostén, la trasparencia de la remera indicaba que no había bretel alguno. Además, nunca antes me había percatado de la perfección de su culo, parado, terso, bien formado, destacado por los pantalones claros.
Al llegar al octavo piso me invita a pasar a un departamento con un enorme living-comedor, con amplios ventanales al balcón que daba a la calle, aunque con muebles algo antiguos para mi gusto muy finamente decorado. Por un pasillo me hace pasar a la cocina a la que se ingresaba por una puerta vaivén; era muy moderna -contrastando con el mobiliario del living- con todos los accesorios que uno puede encontrar en una cocina profesional, y a un lado un juego de comedor diario.
-¿Me ayudás? –me pide-
-Si, claro. Veo que tenés todo preparado… ¿Qué hago?
-No se puede cocinar bien sin una copa de vino blanco bien fresco a mano, ¿no?
-De ninguna manera. –confirmo-
-Sacá una botella de la heladera y poné lo que trajiste en el freezer.
Tomé una de las tres botellas de Sauvignon Blanc que estaban enfriándose, la descorché y serví en dos copones. Un pequeño brindis y me acomodé acodándome en la mesada de la isla, viendo como amasaba y sus tetas bailaban al ritmo del amasado. Iniciamos una charla con comentarios livianos sobre el curso, los participantes, familia, hijos…
-¿A qué te dedicás? –me pregunta-.
Le respondo haciendo un raconto de todas mis actividades laborales y termino preguntando lo mismo cuando nos sentábamos a cenar unos raviolones verdes de calabaza con salsa de hongos que entraban por los ojos.
-¡Qué bueno está esto! ¿Y vos qué hacés?
-Yo trabajo acá, esta es como mi casa.
-No entiendo… ¿Es ”como” tu casa?
-Si, te cuento y espero que no huyas despavorido. Trabajo acá desde hace más de 7 años cuidando una viejita que hoy tiene 86.
-Pero… ¿está acá?
-Si, claro, es su casa, acá vive. Pero no te asustes; a las 8 y media la acuesto, se toma una pastillita y duerme como un tronco hasta mañana, así que no va a molestar para nada. Además sabe de esto y me autorizó a que vengas.
Toda mi esperanza de casarme con esta mina y que tuviera mucha plata se hundieron más rápido que el Titanic. Debía apuntar los cañones a seducirla, poder ponerla en bolas y aunque más no sea acariciarle las gomas, que tanto me calentaban.
Durante la cena siguió contándome sobre cómo llegó a dedicarse a esa mujer y algunas otras cosas no mucho más trascendentes. No me importaban demasiado sus comentarios, sin embargo en ningún momento me aparté de mi posición de “galán” mostrándome muy interesado y gentil. Un trabajo fino con el único objetivo de coger. Ya habíamos terminado de cenar cuando quise llenar nuevamente las copas y me atajó:
-Esperá, no sirvas así traigo el champagne y el helado que trajiste… Yo también tengo un postre preparado para vos –me dijo abrazándome por la espalda haciéndome sentir las tetas en mi lomo para luego de dejarme un beso en el cuello llevarse los platos sucios- “Me gustás…” –me susurró al oído-.
Volvió con el espumante y dos copas, sin helado. Me paré para abrir la botella y servirlo. Le ofrecí una de las copas, que tomó acercándose a mi mucho más de lo necesario para brindar, las chocamos y apartándolas del medio me dio un beso de lengua que me dejó sin aire. La abracé fuertemente deslizando lentamente la mano hacia sus nalgas para acariciarlas suavemente comprobando que efectivamente, no llevaba ropa interior alguna.
Con un pequeño giro me dejó sentado en una de las sillas y ella hizo lo mismo sobre mis piernas abrazándome el cuello. La situación se estaba descontrolando y la aproveché para acariciar sus pechos; los sentí tibios, suaves. Fue entonces que se apartó apenas de mí para levantarse la remera presentándome desafiante dos hermosas tetas blancas como una nube. Sus pezones eran muy grandes, rosa pálido, con una aréola perfectamente definida y unos botoncitos pequeños perfectamente ubicados en el centro. Su piel era blanca, suave, sin marcas, pecas ni lunares. Tomé fuertemente un seno entre mi mano y comencé a mordisquear sus pezones sintiendo cómo se endurecían y crecían. Echó hacia atrás su cabeza en señal de placentera entrega, se quitó la remera arrojándola al piso, mientras con mi otra mano recorría por sobre el pantalón su entrepierna, que entregaba gozosa separando los muslos. Mi mano sentía ya el calor de su vagina cuyos jugos comenzaban a humedecer la tela que los absorbía.
Se dejó deslizar por mis piernas acariciando mi miembro hasta quedar arrodillada entre ambas. Desabrochó el cinturón y desprendió la bragueta para introducir la mano en los calzoncillos extrayendo mi pene erguido que sin dudar llevó a la boca. Jugaba caprichosamente con mi miembro, pasándole la lengua desde la base hasta la cabeza, introduciéndoselo por completo en la boca hasta sentir los huevos en sus labios y dibujando con él círculos sobre sus pezones. Sin dejar de mamarme me despojó de los zapatos, los pantalones y el slip.
Cuando creí que iba a acabar en su boca se puso de pie y dándome la espalda bajó sus pantalones quebrando la cintura dejando ante mi rostro su precioso culo. Le separé los muslos para acariciarle la vulva. Tenía el vello púbico prolijamente recortado, suave y rubio, sus labios vaginales muy carnosos y el ano estrecho, rosado como sus pezones. Sentí la humedad en los dedos y lubriqué su caliente vagina. Con movimientos de cadera ayudaba gustosa a mi tarea. Mi pija pedía concha… Tomé sus caderas invitándola a sentarse sobre mi miembro, separó sus piernas a los lados de las mías y acomodó mi pene en la puerta de su vagina, que con una simple agachada penetró totalmente. Dejó escapar un grito apagado de profundo placer al tiempo que acariciaba sus pechos mientras le masajeaba el húmedo clítoris.
Mi sensación de placer era máxima, esta mina sabía coger, sin dudas, pero en mi posición estaba incomodísimo con las tablas del respaldo clavadas en la espalda. La aparté y la recosté de espaldas sobre la mesa haciendo a un lado copas y botellas. Con mis manos en sus pantorrillas separé todo lo que podía sus piernas, tomé sus carnosos labios vaginales abriéndolos para deleitarme la vista con esa pulposa, profunda, dilatada vagina jugosa y caliente, roja como una manzana, mientras ella maniobraba mi pija para ponerla dentro. Mi pene chapoteaba ruidosamente en sus jugos vaginales. Una serie de contracciones en su vientre indicaban su primer orgasmo. Un par de bombeos más y la saqué para apoyarla en el ano…
-No… la cola no, me va a doler… -casi suplicó-
-Probemos…
-Nunca lo hice… no quiero lastimarme…
-Intentémoslo… Si no te gusta, suspendo. –no le creía, mostraba una vasta experiencia en las lides amatorias-.
Su culo era verdaderamente atrayente y sinceramente no quería dejar pasar esa oportunidad para penetrarlo. Giré su cuerpo suavemente hasta quedar recostada de lado y con una pierna apoyada en mi hombro comencé lentamente la tarea de penetración. Apenas había entrado la punta…
-¿Duele? –pregunté-
-No… seguí despacio… así me gusta…
Ella quería más, era evidente. Se movía y separaba con las manos sus glúteos favoreciendo la penetración. Una vez que sentí la cabeza adentro empujé y entró completamente….
-Ahhh!!! Siiii!!! Cogeme fuerte!!! –gritaba y me atemorizaba que se despertara la anciana-
Sin que se le saliera, se bajó de la mesa parándose sobre el piso con sus piernas abiertas dándome la espalda y su vientre recostado sobre la tabla. Comencé a bombear haciéndole sentir los huevos golpeando su empapadísima concha.
-Me gusta… No pares… -rogaba-
-Voy a acabar. –advertí-
-Hacelo adentro… No la saques… dejámela un ratito más… Ahhh, siiii…
Al rato sentí como un caudaloso borbotón de semen caliente inundaba su recto mejorando la lubricación. Esto ayudaba a poder seguir cogiéndola fuertemente y la fricción impedía que cayera la erección.
-Ay, qué placer, Dios mío… -susurraba entre gemidos-.
Aún en plena erección se la saqué del culo e inmediatamente la penetré por la concha. Yo casi no me movía, ella hacía todo el trabajo con rítmicos movimientos de caderas. El calor de su vagina provocó que enseguida me venga nuevamente. Se arrodilló como una fiel devota ante mi pene, entregándole a modo de ofrenda sus pechos apretados entre sus manos. Acabé sobre ellos depositando mis últimos chorros en la zanja entre las tetas.
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