No parecía una noche oscura, sino estrellada y repleta de luces nativas que nos daban un dejo de piel azul. Como si fuéramos otros especímenes. A veces nuestros cuerpos brillaban de un amarillo casi divino. Muchos ya estaban disfrutando de los placeres con esos desconocidos, incluso en grupos, y una mujer morena esperaba allí a ser amada. Nunca había tenido la fortuna de tener el cuerpo de una mujer así. Su rostro parecía tener fauces; ojos penetrantes, casi tan oscuros como los de un animal feroz. Me acerqué a ella y la recorrí con mi mirada, ambos frente a frente, desnudos, recostados sobre un brazo en el suelo. Sin mediar palabra, ni siquiera caricias, se dio vuelta para darme su espalda, y mis ojos cayeron hacia sus nalgas tiesas y preparadas. Ya estaba listo. Ambos lo estábamos. Comencé a penetrarla. De repente ella se fue, y me quedé solo ahí tirado, esperando a quien fuese que viniese. Otra mujer, esta vez de cuerpo blanco y liso, con cabellos rubios hasta sus hombros, se acercó en silencio a recostarse directamente encima de mí y montarme con furia. Como si hubiese estado esperando a que la morena y yo terminásemos. Luego la tomé desde atrás, como lo había hecho con la morena, y ella me trató con reticencia, alejándose. No sé si era por su evidente problema al intentar comunicar lo que quería, o la autocensura que se hacía al no existir algo como la confianza entre todos los seres que había allí, pero se alejó, no sin antes haber reparado que cuando la poseía, intentaba ordenarme de un modo brusco cómo quería que se lo hicieran, de un modo que yo no entendía. Antes de irse me dijo que lo hacía mal, que cuando la tomaba de sus senos y la cabalgaba, se sentía mi pene en lo profundo, abriéndose paso en su interior, y esa penetración era excelsa. Pero luego lo hacía rápido, cuando flexionaba mis rodillas hacia arriba, y tanto a su amiga la morena como a ella no les atraía.
Intentando escuchar a las estrellas, vi a dos mujeres que parecían jugar a alguna especie de juego con unos hilos. Una de ellas estaba desnuda, la otra no. Solo podía ver a una de ellas, a quien estaba vestida, de la otra tenía su espalda y parte de su culo. A mi derecha se encontraba una especie de familia conversando. Veía a un hombre entrado en años, con un saco marrón antiguo, y un sombrero del mismo color. Sus patillas alcanzaban a asomarse, de un color gris que desentonaba con la noche. En esa conversación alcanzaba a ver a alguien más joven; parecía ser un adolescente. Tenía sus cabellos enrulados y desaliñados; al igual que su barba, que sin ser tan grande alcanzaba a cubrirle la pera.
Miré hacia ambas mujeres con un apetito lleno de lujuria, con el afán de que mi deseo fuere bien recibido. La muchacha de vestido de telas oscuras alcanzó a verme, me estudió por unos instantes, y con cierta ternura asentó con su cabeza. Fui arrastrándome por el pasto húmedo hasta llegar a ella. Tenía en sus manos unos hilos, entrelazados en sus dedos. La otra muchacha, desnuda, estaba con sus ojos cerrados, y sus piernas cruzadas, con su cuerpo apuntando hacia esos hilos. Los hilos vagaban de un lado a otro mientras sus manos ilustraban figuras irreconocibles para mí en el aire. Sus movimientos parecían ser impecables, siguiendo cierto patrón. "¿Cómo te sientes?", dijo la muchacha que aceptó mi llamado, "Cuéntame de verdad cómo te sientes, quiero saberlo". Sentí su voz suave, como un río manso recorrer mis pies hasta llegar a mis oídos. Sentí que era la única persona que existía a quien no podía decirle nada más que la verdad, y lanzarme en caída libre con un final que tan solo ella decidiría. Penetré sus ojos con todo mi cuerpo. Su mirada parecía anciana, mas su piel no lo era. En todo mi ser sentía en sus ojos una bondad que solo podía haber llegado luego de haber sentido en su vida los dolores más profundos que cualquier ser pudiese haber sentido. Imaginaba que su mirada compasiva vería así hasta a una flor en un día de tormenta, cuando el viento intenta desposeerla de lo único que tenía. Le dije la verdad. Estaba allí simplemente para vivir una experiencia, para intentar llevar mi mente y mi vida hasta las emociones más recónditas del ser humano. Era a lo único a lo que podía llamar «vivir». Buscaba esas experiencias, cualesquiera que fueren, para hacer un viaje hacia mi interior que me llevase por caminos completamente desconocidos. Quería sensaciones nuevas, sonidos nuevos a mi oído, quería ver algo nuevo, quería oler y probar otros sexos. Había conocido a un sin fin de personas. Todas diferentes; con diferentes voces; miradas; colores y pieles. Con diferentes vidas; sonrisas; caminos; y sufrimientos. Pero todas tenían algo en común: cogían igual. Lo odiaba. Y decirle a alguien que odiaba en mi vida era mostrar una desnudez que iba mucho más allá de la desnudez que había en ese mismo instante. Amaba a la vida, la adoraba. Me aceptaba y me amaba a mí mismo. Sin embargo odiaba esta humanidad. El ser humano estaba poseído por una existencia sin sentido. Semejante aberración llamada «razón». No era un don, era una maldición catastrófica que nos llevaba a conocer nuestro final sin saber de dónde proveníamos siquiera ni para qué. Una vida que era envenenada lentamente por sus propias necesidades, por su propia existencia. Si existía un Hacedor, no podía ser perfecto. Se había equivocado conmigo. Al menos había hecho algo como ella… A quien podía contemplar y no solo desear cogérmela.
Intentando escuchar a las estrellas, vi a dos mujeres que parecían jugar a alguna especie de juego con unos hilos. Una de ellas estaba desnuda, la otra no. Solo podía ver a una de ellas, a quien estaba vestida, de la otra tenía su espalda y parte de su culo. A mi derecha se encontraba una especie de familia conversando. Veía a un hombre entrado en años, con un saco marrón antiguo, y un sombrero del mismo color. Sus patillas alcanzaban a asomarse, de un color gris que desentonaba con la noche. En esa conversación alcanzaba a ver a alguien más joven; parecía ser un adolescente. Tenía sus cabellos enrulados y desaliñados; al igual que su barba, que sin ser tan grande alcanzaba a cubrirle la pera.
Miré hacia ambas mujeres con un apetito lleno de lujuria, con el afán de que mi deseo fuere bien recibido. La muchacha de vestido de telas oscuras alcanzó a verme, me estudió por unos instantes, y con cierta ternura asentó con su cabeza. Fui arrastrándome por el pasto húmedo hasta llegar a ella. Tenía en sus manos unos hilos, entrelazados en sus dedos. La otra muchacha, desnuda, estaba con sus ojos cerrados, y sus piernas cruzadas, con su cuerpo apuntando hacia esos hilos. Los hilos vagaban de un lado a otro mientras sus manos ilustraban figuras irreconocibles para mí en el aire. Sus movimientos parecían ser impecables, siguiendo cierto patrón. "¿Cómo te sientes?", dijo la muchacha que aceptó mi llamado, "Cuéntame de verdad cómo te sientes, quiero saberlo". Sentí su voz suave, como un río manso recorrer mis pies hasta llegar a mis oídos. Sentí que era la única persona que existía a quien no podía decirle nada más que la verdad, y lanzarme en caída libre con un final que tan solo ella decidiría. Penetré sus ojos con todo mi cuerpo. Su mirada parecía anciana, mas su piel no lo era. En todo mi ser sentía en sus ojos una bondad que solo podía haber llegado luego de haber sentido en su vida los dolores más profundos que cualquier ser pudiese haber sentido. Imaginaba que su mirada compasiva vería así hasta a una flor en un día de tormenta, cuando el viento intenta desposeerla de lo único que tenía. Le dije la verdad. Estaba allí simplemente para vivir una experiencia, para intentar llevar mi mente y mi vida hasta las emociones más recónditas del ser humano. Era a lo único a lo que podía llamar «vivir». Buscaba esas experiencias, cualesquiera que fueren, para hacer un viaje hacia mi interior que me llevase por caminos completamente desconocidos. Quería sensaciones nuevas, sonidos nuevos a mi oído, quería ver algo nuevo, quería oler y probar otros sexos. Había conocido a un sin fin de personas. Todas diferentes; con diferentes voces; miradas; colores y pieles. Con diferentes vidas; sonrisas; caminos; y sufrimientos. Pero todas tenían algo en común: cogían igual. Lo odiaba. Y decirle a alguien que odiaba en mi vida era mostrar una desnudez que iba mucho más allá de la desnudez que había en ese mismo instante. Amaba a la vida, la adoraba. Me aceptaba y me amaba a mí mismo. Sin embargo odiaba esta humanidad. El ser humano estaba poseído por una existencia sin sentido. Semejante aberración llamada «razón». No era un don, era una maldición catastrófica que nos llevaba a conocer nuestro final sin saber de dónde proveníamos siquiera ni para qué. Una vida que era envenenada lentamente por sus propias necesidades, por su propia existencia. Si existía un Hacedor, no podía ser perfecto. Se había equivocado conmigo. Al menos había hecho algo como ella… A quien podía contemplar y no solo desear cogérmela.
1 comentarios - Frenesí