Hola gente de P!, les traigo la penúltima parte de este relato de la red. Espero lo disfruten.
El sobrino nerd y las apariencias que engañan 4
Tras aquella nueva revelación dormí mal aquella noche, algo raro en mí. Me desperté de madrugada y no salía de mi estupor. Nunca había desconfiado de mi mujer. Pero ahora, en aquella casa de ensueño, viviendo de las rentas acumuladas durante la burbuja inmobiliaria me empezaba a preguntar sobre el papel de mi… “inocente esposa”.
De repente, un montón de situaciones que me habían parecido fortuitas empezaban a no parecerlo tanto. Como aquel puente que pasamos en un yate en el que conseguí un contrato con unos promotores para diseñar un hotel-resort. ¿Habría sido verdad que por un estúpido error el único bikini del que había dispuesto esos día era uno de su hermana que le iba dos tallas más pequeño y del que sus pezones se escapaban una y otra vez? Incluso una vez sorprendí a los dos socios de la promotora disputándose quién le ponía crema para el sol en la espalda. Angélica en la tumbona, riendo divertida, mientras ellos agarraban a la vez el bote de protector solar. Mi llegada les sorprendió tanto, que uno de ellos dejó el bote bruscamente y el otro lo apretó con tanta fuerza que una parte de la leche dermoprotectora salpicó por sorpresa y fue a dar en el cuerpo de Angélica, en la barriga la mayoría, pero algunas gotas también en el pecho, cosa lógica porque el bikini no le tapaba casi nada y su abundantes melones se desbordaban por arriba, por abajo y por los lados. Ella dijo lo mismo que ayer con Traiter:
–¡Qué frío!
La misma frase. Pero entonces yo conseguí un contrato de 3,5 millones de euros. ¿Casualidad?
Empezaba a dudar de todo. Si había sido capaz de aquello sólo para ayudara mi sobrino a qué no se habría atrevido para apoyarme a mí, el amor de su vida. Recordé otra vez en la que me había asociado con unos constructores de Castellón pero el concejal de turno se negaba a recalificar. Todo cambió después de una fiesta. La recuerdo porque estaba el mencionado concejal pero también mi preciosa esposa que escogió para la ocasión un modelito que incluso a mí me hizo reconvenirla: era de un vestido noche negro, y con un escote tan profundo que se le veía el ombligo, sólo una tira blanca impedía que las dos franjas de tela que se unían a su cuello descubriendo la espalda y que apenas podían abarcar tanta abundancia no diesen un espectáculo sorpresa. Ella se rió ante mis reservas. Pero el concejal en cuanto se la presentó empezó a bizquear. Y era más que evidente de dónde no podía sacar sus ojos de encima, cuando hablaba con ella y Angélica fingía que aquel imbécil la hacia reír. Quizá con demasiado énfasis porque no hacía falta que echase tanto la cabeza hacia atrás, ofreciéndole a aquel político de segunda una vista de primera de aquel par de magníficos melones. Al rato mi mujer se retiró a las habitaciones de arriba alegando una inesperada jaqueca y ahora que lo pienso tampoco sé donde se metió el concejal. Sólo recuerdo que al día siguiente la concejalía cambió de postura, recalificaron y todos, todos, nos hicimos muy ricos. ¿Otra coincidencia?
El azar parecía tontear con Ángela siempre había dinero en juego. Como cuando íbamos a firmar la hipoteca de esta magnífica casa. Dos días antes cambiaron el delegado de la sucursal que nos otorgaba el préstamo. Y el nuevo tipo, un joven ejecutivo estirado tipo yuppie cretino nos quiso modificar las condiciones por otras mucho más duras, alegando que iba a cambiar el ciclo y pronto estallaría la burbuja inmobiliaria. ¡No sabía cuanta razón tenía! El caso es que todo apuntaba a que no podríamos construir la casa de nuestros sueños cuando el tipo me llamó por sorpresa y nos sólo volvió a las condiciones viejas sino que incluso las mejoró. No fue hasta dos días después cuando Angélica me confesó que se había encontrado con él cuando no pudo arrancar su coche que curiosamente había estacionado en el mismo aparcamiento descubierto que el director de la oficina. Mi ingenua esposa había intentado primero reparar la avería ella sola y luego había caído en las garras de unos grueros más bien procaces que le dijeron más de una inconveniencia. Ya se veía abocada a tener que viajar con ellos hasta el taller cuando pasó el joven director de sucursal y se ofreció a llevarla casa. “Mi salvador”, bromeó mi señora tras su regreso. No me extrañaba que se hubiera ofrecido voluntario: regresó a casa con su vestido blanco con abundantes manchas de grasa, de sus intentos de reparar ella misma el motor, incluso en el generoso escote o algún tizne en la cara, lo que le daba un irresistible aire de dama en apuros. Ahora, el cambio de actitud del joven directivo, que recordaba como atractivo y de cuerpo fibroso, me hacía albergar más que una sospecha inconfesable.
¿Tan poco conocía a mi mujer? Y, lo que me parecía más sorprendente ¿tan poco me conocía a mí mismo? Porque a más me repasaba la película menos enfadado y más excitado me sentía.
Busqué inútilmente aquel día tener sexo con Angélica en un par de ocasiones pero ella parecía más distante y teniendo en cuenta la escasa satisfacción que le proporcionaban nuestros encuentros también lo entendía. Recordaba el grado de calentura con el que se fue a llevar a Rico a la escuela y se preguntaba si en otras circunstancias ella hubiera llegado tan lejos.
–Te he comprado el nuevo camisón. Por el que te rompí.
-Gracias, eres un amor –pero su beso aterrizó en mi mejilla.
Lo peor es que ella parecía especialmente vinculada con Rico. Bromeaban juntos. A la hora de la comida incluso le introduce un bombón en la boca a mi sobrino. Por un momento, muy breve le metió un par de sus deditos en la boca. Casi se me atragantó la fruta yo estaba masticando. ¿Era una descarada o yo me lo estaba imaginando todo?
Ese martes por la tarde tenía que venir el médico de la mutua a sacarle el vendaje a Rico. Cuando llega el viejo doctor veo que sus gafas redondas están tan empañadas que es difícil que vea nada. Me pregunto si el que Angélica se haya puesto esa tarde una minifalda amarillo cadmio no mucho más larga que un cinturón ancho no tendrá nada que ver.
Desde el principio se muestra solícita con el doctor, le lleva del brazo a una habitación y allí le quitan el vendaje a Rico. Todo va bien, el brazo parece que está perfecto por fin.
El viejo médico está recogiendo, yo me he apartado en una habitación al otro lado del pasillo, pero puedo verlo todo, las dos puertas están abiertas. Pero Rico, sentado en la cama, todavía tenía una perspectiva todavía mejor que la mía.
–Doctor, ya que está, aquí, ¿le puedo hacer una consulta?
–Claro, señorita…
–Llámeme Angélica. Es que me duele aquí…–y vi como arqueaba la espalda y ponía las manos en una de sus nalgas, como si hiciera falta resaltarlas todavía más con aquella faldita que parecía de tejido elástico.
El viejo galeno se acercó. No podía decir si arrastraba los pies por la edad o porque le pesaba la lujuria.
–Y dice que hace mucho que le duele…
–Desde hoy. He debido hacer un mal gesto.. o deben ser estos tacones –y se inclinó combándose y acariciándose el tobillo de la manera más sensual. Me pregunté a quién estaba intentando ayudar esta vez: ¿a mí? ¿a Rico? ¿A sí misma?
–Ejem, señorita, si pudiese echar un vistazo.
–Bueno es que me da un poco de vergüenza –mientras lo decía le daba la espalda, movía el culito de derecha a izquierda y se bajaba inútilmente la faldita, haciéndola todavía más ceñida, si ello era posible.
–Angélica, soy médico.
–Sí, claro –y subió la faldita muy, muy lentamente. Si tenía vergüenza del facultativo setentón ya se le había pasado. Y estaba claro que la presencia de Rico en la misma habitación no la cortaba lo más mínimo.
–Ejem, lo siento, pero… debería subírsela un poquito más.
–Sí usted lo dice, doctor – y la muy fresca siguió subiendo hasta que quedó absolutamente enrollada en la cintura, con su culito absolutamente expuesto. ¿Lo tendría planeado? ¿Cómo si no se había puesto esas braguitas tan, tan minúsculas, amarillas, además, haciendo juego con la diminuta falda?
–¿Permite, señorita?
–Sí, por favor.
Joder, estaba suplicándole que le tocase. El abuelete le puso aquella mano sobre su nalga izquierda.
–¡Oh, que frío!
¡No, aquella frase otra vez! ¡Y ahora ya sabía que, no, que no era una casualidad! Y seguro que Rico también se daba cuenta de lo mismo.
–Parece un tirón sin mayor importancia. Llevó una crema relajante muscular en el maletín. Ahora se la pongo.
En ese momento recordé que el tipo llevaba un móvil y que lo había dejado en el salón. Fui hasta allí, lo cogí, me llamé a mí mismo, rechacé la llamada y ya la tenía registrada. Dejé mi móvil en la cocina y le devolví la llamada.
En un minuto aquel tipo que estaba al borde de la jubilación se estaba frotando las manos –para calentársela dijo– y aunque no le veía lo imaginaba salivando ante el muy apetecible culo de Angélica. Y un segundo después su teléfono sonaba. El tipo detuvo sus manos a unos milímetros del mejor trasero de nuestra urbanización. Y al tercer timbrazo yo entraba en la habitación y le decía:
–¡Su móvil, doctor! ¡Puede ser un emergencia!
–¡No! –rugió sordamente– ¡Seguro que no es nada grave!
–Doctor, sigue sonando.
El tipo se dio cuenta de la situación. Al fin y al cabo él era un anciano y yo el marido de aquella beldad y dueño de la casa.
–Le acompañaré al salón, doctor –dije–. Seguro que salva una vida.
–Lo dudo –replicó refunfuñando y limpiándose la mano untada de crema con un pañuelo mientras yo le ponía la mía en el hombro y le acompañaba a la puerta, hacia el pasillo.
Ya avanzábamos por el corredor no sin que el salido del doctor hubiese echado un último vistazo al adorable culito de Angélica, cuando oímos su voz, más melosa que de costumbre, si cabe:
– ¡No se preocupe, docto! ¡Ya me dará la friega mi sobrino! ¡Ya ha visto como se hace!
El abuelete apretó los dientes, como si le hubiesen golpeado. Para colmo cuando llegamos al salón, nadie respondió la llamada. Lógico. Era desde mi teléfono que estaba en la cocina.
–¡Joder! ¡Encima debe ser una imbécil del hospital que se ha equivocado de número!
Le di 20 euros por la crema y otros 20 por el disgusto. Pero parecía que nada podía consolarle.
Cuando volví a la habitación, casi sin aliento, Rico estaba amasando las posaderas de su tía. Ella le ofrecía su culito con las manos apoyadas en la pared y murmuraba sin ningún pudor:
–Sí, sí… sigue. Ahí, más abajo, más abajo, ahhhh.
–Pero no te duele.
–No. Sí… Es igual. Tú sigue… ¡Sigue! Justo ahí.
Desde mi punto de vista estaba claro que la mano de Rico estaba mucho más abajo y mucho más adentro de lo que recomendaría cualquier quiropráctico. Y también estaba muy, muy claro que aquella mano estaría muy muy mojada en breves instantes. Yo había agotado todo mi ingenio con el infeliz doctor así que poco pude hacer, excepto ver como mi encantadora mujercita llegaba al orgasmo. En el espejo del armario vi. su cara, como se mordía el labio inferior, como jadeaba, con una mezcla de envidia, rabia y deseo. Lo peor es que también la cara de Rico estaba reflejada en el espejo mientras Angélica se deshacía de placer como hacía mucho que no le pasaba conmigo y, o yo era muy tonto, o el puto niñato se estaba riendo de mí.
El sobrino nerd y las apariencias que engañan 4
Tras aquella nueva revelación dormí mal aquella noche, algo raro en mí. Me desperté de madrugada y no salía de mi estupor. Nunca había desconfiado de mi mujer. Pero ahora, en aquella casa de ensueño, viviendo de las rentas acumuladas durante la burbuja inmobiliaria me empezaba a preguntar sobre el papel de mi… “inocente esposa”.
De repente, un montón de situaciones que me habían parecido fortuitas empezaban a no parecerlo tanto. Como aquel puente que pasamos en un yate en el que conseguí un contrato con unos promotores para diseñar un hotel-resort. ¿Habría sido verdad que por un estúpido error el único bikini del que había dispuesto esos día era uno de su hermana que le iba dos tallas más pequeño y del que sus pezones se escapaban una y otra vez? Incluso una vez sorprendí a los dos socios de la promotora disputándose quién le ponía crema para el sol en la espalda. Angélica en la tumbona, riendo divertida, mientras ellos agarraban a la vez el bote de protector solar. Mi llegada les sorprendió tanto, que uno de ellos dejó el bote bruscamente y el otro lo apretó con tanta fuerza que una parte de la leche dermoprotectora salpicó por sorpresa y fue a dar en el cuerpo de Angélica, en la barriga la mayoría, pero algunas gotas también en el pecho, cosa lógica porque el bikini no le tapaba casi nada y su abundantes melones se desbordaban por arriba, por abajo y por los lados. Ella dijo lo mismo que ayer con Traiter:
–¡Qué frío!
La misma frase. Pero entonces yo conseguí un contrato de 3,5 millones de euros. ¿Casualidad?
Empezaba a dudar de todo. Si había sido capaz de aquello sólo para ayudara mi sobrino a qué no se habría atrevido para apoyarme a mí, el amor de su vida. Recordé otra vez en la que me había asociado con unos constructores de Castellón pero el concejal de turno se negaba a recalificar. Todo cambió después de una fiesta. La recuerdo porque estaba el mencionado concejal pero también mi preciosa esposa que escogió para la ocasión un modelito que incluso a mí me hizo reconvenirla: era de un vestido noche negro, y con un escote tan profundo que se le veía el ombligo, sólo una tira blanca impedía que las dos franjas de tela que se unían a su cuello descubriendo la espalda y que apenas podían abarcar tanta abundancia no diesen un espectáculo sorpresa. Ella se rió ante mis reservas. Pero el concejal en cuanto se la presentó empezó a bizquear. Y era más que evidente de dónde no podía sacar sus ojos de encima, cuando hablaba con ella y Angélica fingía que aquel imbécil la hacia reír. Quizá con demasiado énfasis porque no hacía falta que echase tanto la cabeza hacia atrás, ofreciéndole a aquel político de segunda una vista de primera de aquel par de magníficos melones. Al rato mi mujer se retiró a las habitaciones de arriba alegando una inesperada jaqueca y ahora que lo pienso tampoco sé donde se metió el concejal. Sólo recuerdo que al día siguiente la concejalía cambió de postura, recalificaron y todos, todos, nos hicimos muy ricos. ¿Otra coincidencia?
El azar parecía tontear con Ángela siempre había dinero en juego. Como cuando íbamos a firmar la hipoteca de esta magnífica casa. Dos días antes cambiaron el delegado de la sucursal que nos otorgaba el préstamo. Y el nuevo tipo, un joven ejecutivo estirado tipo yuppie cretino nos quiso modificar las condiciones por otras mucho más duras, alegando que iba a cambiar el ciclo y pronto estallaría la burbuja inmobiliaria. ¡No sabía cuanta razón tenía! El caso es que todo apuntaba a que no podríamos construir la casa de nuestros sueños cuando el tipo me llamó por sorpresa y nos sólo volvió a las condiciones viejas sino que incluso las mejoró. No fue hasta dos días después cuando Angélica me confesó que se había encontrado con él cuando no pudo arrancar su coche que curiosamente había estacionado en el mismo aparcamiento descubierto que el director de la oficina. Mi ingenua esposa había intentado primero reparar la avería ella sola y luego había caído en las garras de unos grueros más bien procaces que le dijeron más de una inconveniencia. Ya se veía abocada a tener que viajar con ellos hasta el taller cuando pasó el joven director de sucursal y se ofreció a llevarla casa. “Mi salvador”, bromeó mi señora tras su regreso. No me extrañaba que se hubiera ofrecido voluntario: regresó a casa con su vestido blanco con abundantes manchas de grasa, de sus intentos de reparar ella misma el motor, incluso en el generoso escote o algún tizne en la cara, lo que le daba un irresistible aire de dama en apuros. Ahora, el cambio de actitud del joven directivo, que recordaba como atractivo y de cuerpo fibroso, me hacía albergar más que una sospecha inconfesable.
¿Tan poco conocía a mi mujer? Y, lo que me parecía más sorprendente ¿tan poco me conocía a mí mismo? Porque a más me repasaba la película menos enfadado y más excitado me sentía.
Busqué inútilmente aquel día tener sexo con Angélica en un par de ocasiones pero ella parecía más distante y teniendo en cuenta la escasa satisfacción que le proporcionaban nuestros encuentros también lo entendía. Recordaba el grado de calentura con el que se fue a llevar a Rico a la escuela y se preguntaba si en otras circunstancias ella hubiera llegado tan lejos.
–Te he comprado el nuevo camisón. Por el que te rompí.
-Gracias, eres un amor –pero su beso aterrizó en mi mejilla.
Lo peor es que ella parecía especialmente vinculada con Rico. Bromeaban juntos. A la hora de la comida incluso le introduce un bombón en la boca a mi sobrino. Por un momento, muy breve le metió un par de sus deditos en la boca. Casi se me atragantó la fruta yo estaba masticando. ¿Era una descarada o yo me lo estaba imaginando todo?
Ese martes por la tarde tenía que venir el médico de la mutua a sacarle el vendaje a Rico. Cuando llega el viejo doctor veo que sus gafas redondas están tan empañadas que es difícil que vea nada. Me pregunto si el que Angélica se haya puesto esa tarde una minifalda amarillo cadmio no mucho más larga que un cinturón ancho no tendrá nada que ver.
Desde el principio se muestra solícita con el doctor, le lleva del brazo a una habitación y allí le quitan el vendaje a Rico. Todo va bien, el brazo parece que está perfecto por fin.
El viejo médico está recogiendo, yo me he apartado en una habitación al otro lado del pasillo, pero puedo verlo todo, las dos puertas están abiertas. Pero Rico, sentado en la cama, todavía tenía una perspectiva todavía mejor que la mía.
–Doctor, ya que está, aquí, ¿le puedo hacer una consulta?
–Claro, señorita…
–Llámeme Angélica. Es que me duele aquí…–y vi como arqueaba la espalda y ponía las manos en una de sus nalgas, como si hiciera falta resaltarlas todavía más con aquella faldita que parecía de tejido elástico.
El viejo galeno se acercó. No podía decir si arrastraba los pies por la edad o porque le pesaba la lujuria.
–Y dice que hace mucho que le duele…
–Desde hoy. He debido hacer un mal gesto.. o deben ser estos tacones –y se inclinó combándose y acariciándose el tobillo de la manera más sensual. Me pregunté a quién estaba intentando ayudar esta vez: ¿a mí? ¿a Rico? ¿A sí misma?
–Ejem, señorita, si pudiese echar un vistazo.
–Bueno es que me da un poco de vergüenza –mientras lo decía le daba la espalda, movía el culito de derecha a izquierda y se bajaba inútilmente la faldita, haciéndola todavía más ceñida, si ello era posible.
–Angélica, soy médico.
–Sí, claro –y subió la faldita muy, muy lentamente. Si tenía vergüenza del facultativo setentón ya se le había pasado. Y estaba claro que la presencia de Rico en la misma habitación no la cortaba lo más mínimo.
–Ejem, lo siento, pero… debería subírsela un poquito más.
–Sí usted lo dice, doctor – y la muy fresca siguió subiendo hasta que quedó absolutamente enrollada en la cintura, con su culito absolutamente expuesto. ¿Lo tendría planeado? ¿Cómo si no se había puesto esas braguitas tan, tan minúsculas, amarillas, además, haciendo juego con la diminuta falda?
–¿Permite, señorita?
–Sí, por favor.
Joder, estaba suplicándole que le tocase. El abuelete le puso aquella mano sobre su nalga izquierda.
–¡Oh, que frío!
¡No, aquella frase otra vez! ¡Y ahora ya sabía que, no, que no era una casualidad! Y seguro que Rico también se daba cuenta de lo mismo.
–Parece un tirón sin mayor importancia. Llevó una crema relajante muscular en el maletín. Ahora se la pongo.
En ese momento recordé que el tipo llevaba un móvil y que lo había dejado en el salón. Fui hasta allí, lo cogí, me llamé a mí mismo, rechacé la llamada y ya la tenía registrada. Dejé mi móvil en la cocina y le devolví la llamada.
En un minuto aquel tipo que estaba al borde de la jubilación se estaba frotando las manos –para calentársela dijo– y aunque no le veía lo imaginaba salivando ante el muy apetecible culo de Angélica. Y un segundo después su teléfono sonaba. El tipo detuvo sus manos a unos milímetros del mejor trasero de nuestra urbanización. Y al tercer timbrazo yo entraba en la habitación y le decía:
–¡Su móvil, doctor! ¡Puede ser un emergencia!
–¡No! –rugió sordamente– ¡Seguro que no es nada grave!
–Doctor, sigue sonando.
El tipo se dio cuenta de la situación. Al fin y al cabo él era un anciano y yo el marido de aquella beldad y dueño de la casa.
–Le acompañaré al salón, doctor –dije–. Seguro que salva una vida.
–Lo dudo –replicó refunfuñando y limpiándose la mano untada de crema con un pañuelo mientras yo le ponía la mía en el hombro y le acompañaba a la puerta, hacia el pasillo.
Ya avanzábamos por el corredor no sin que el salido del doctor hubiese echado un último vistazo al adorable culito de Angélica, cuando oímos su voz, más melosa que de costumbre, si cabe:
– ¡No se preocupe, docto! ¡Ya me dará la friega mi sobrino! ¡Ya ha visto como se hace!
El abuelete apretó los dientes, como si le hubiesen golpeado. Para colmo cuando llegamos al salón, nadie respondió la llamada. Lógico. Era desde mi teléfono que estaba en la cocina.
–¡Joder! ¡Encima debe ser una imbécil del hospital que se ha equivocado de número!
Le di 20 euros por la crema y otros 20 por el disgusto. Pero parecía que nada podía consolarle.
Cuando volví a la habitación, casi sin aliento, Rico estaba amasando las posaderas de su tía. Ella le ofrecía su culito con las manos apoyadas en la pared y murmuraba sin ningún pudor:
–Sí, sí… sigue. Ahí, más abajo, más abajo, ahhhh.
–Pero no te duele.
–No. Sí… Es igual. Tú sigue… ¡Sigue! Justo ahí.
Desde mi punto de vista estaba claro que la mano de Rico estaba mucho más abajo y mucho más adentro de lo que recomendaría cualquier quiropráctico. Y también estaba muy, muy claro que aquella mano estaría muy muy mojada en breves instantes. Yo había agotado todo mi ingenio con el infeliz doctor así que poco pude hacer, excepto ver como mi encantadora mujercita llegaba al orgasmo. En el espejo del armario vi. su cara, como se mordía el labio inferior, como jadeaba, con una mezcla de envidia, rabia y deseo. Lo peor es que también la cara de Rico estaba reflejada en el espejo mientras Angélica se deshacía de placer como hacía mucho que no le pasaba conmigo y, o yo era muy tonto, o el puto niñato se estaba riendo de mí.
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