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Siete por siete (92): viernes de cuernos




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Compendio I


“¡Aprovecha de jugar bastante!” me dijo Marisol, antes de despedirse para la universidad. “¡Porque a la noche, yo jugaré contigo!”
Pasaron unos 10 minutos y apareció Liz en la puerta, solamente en ropa interior negra.
“¿Estás seguro que no va a volver?” me preguntó, con desconfianza.
Pero no. Fue muy cuidadosa al guardar sus cosas e incluso si olvidaba algo, se las arreglaría en la universidad.
Teníamos la casa para nosotros, temporalmente, por 3 horas.
“¡Eres terrible!” dijo Liz, metiéndose debajo de las sabanas y desnudándose. “¡Te acuestas con tu amante en la misma cama donde duermes con tu esposa!”
Es curioso, porque a las 2 les excita lo mismo.
“¡Anoche los vi otra vez! ¡Me pusieron tan caliente!” me decía, montándose aliviada sobre mí.
Nosotros nos habíamos dado cuenta y Marisol, como es ella, empezó a gemir aliviada más fuerte, cuidando de no despertar a las pequeñas.
Las embestidas de Liz eran fuertes y repentinas y se arqueaba, apoyándose en mis hombros, dejándome ver sus pechos sacudirse.
Sus enormes senos estaban excitadísimos, con sus gruesos pezones hinchados y en punta, como si estuvieran a punto de ponerse a gritar y sus aureolas hacían invitaciones cordiales para que los mordisqueara y chupeteara, como si fuera un bebe hambriento.
Ella se quejaba, disfrutando de mis mordidas y le daba con su cintura con gran violencia.
“¡Es la mejor que he tenido! ¡Ni siquiera la de Fred era tan buena!” me decía, mientras la tomaba de los pechos, enderezándola y ella se la seguía enterrando cada vez más adentro.
Su piel es suavecita y su cintura es perfecta. Ni una pizca de grasa.
Ella empezaba a agitarse y a gemir más fuerte, mientras que sus pechos bamboleaban libremente.
“¡Guarda silencio!” le ordené. “¡Vas a despertar a las pequeñas!”
Pero su cara parecía soñar despierta y no me hacía caso, así que tuve que besarla.
“¡Sabes besar… muy bien!” me decía, suspirando en mi cuello.
Se abrazaba por detrás de mi espalda y podía sentir sus pechos excitados, deliciosamente tibios. Abrazada de esa forma, me ponía de más ánimos.
La sentía bastante apretada. Ella la deseaba con ganas y trataba de meterla lo más que podía, cuando apenas me entraban 3/4 y ya estaba feliz.
“¡Me llenas tanto!... ¡No!... ¡Saca los dedos de ahí!...” protestó, excitada.
Yo acariciaba ese apetitoso trasero y rozaba con un dedo la abertura posterior.
“¡Por favor!... ¡Es lo más rico!...” le pedía, mientras ella iba perdiendo la razón con sus movimientos.
“¡No!... ¡Fred lo hizo… y me dolió mucho!... ¡Y la de él… no era tan gorda… como la tuya!” seguía protestando, pero no podía negar el delicioso placer de sentir algo más, entrando por ella, de manera suave, rápida e insidiosa.
Yo no la dejaba, porque la había encerrado en un círculo vicioso: por escapar a mis dedos, sus movimientos se hacían más fuertes y profundos, avanzando un poco más en su interior. Pero al sentir más placer, su resistencia a mis dedos disminuía.
“¡Está bien!... ¡Lo haremos… cuando vuelvas!... ¡Ugh!” aceptó finalmente.
Mi verga se endureció un poco más, al escuchar esa promesa.
“¡Ah, sí!... ¡Ah, sí!... ¡Sii!... ¡Me falta poco!... ¡Dámela!... ¡Dámela!” me decía ella, sacudiéndose frenéticamente.
Yo me agarraba de su trasero, mientras ella me abrazaba y me ofrecía sus pechos sudorosos para apoyar mi cara. Eran casi tan deliciosos como los de mi esposa y podía perfectamente ahogarme entre medio de ellos.
“¡Dámela!... ¡Dámela!... ¡Dámela toda!... ¡Siii!... ¡Ahí!... ¡Ahí!... ¡Ah!... ¡Ahhh!... ¡Ahhhh!...”
Dio un gemido barítono al momento del orgasmo. Nuevamente, tuve que sellar sus labios con un beso, para que guardara silencio y no despertara a las pequeñas.
“¡Siii!...” exclamaba suspirando. “Los casados… son los mejores.”
Nos quedamos besándonos y su mirada se perdía en mis ojos.
“¡Me gustas mucho!... Anoche los veía y cogías con tu esposa sin cansarte… y ahora coges conmigo y sigues igual…” decía, besándome sin parar.
Entonces, le di vuelta. Ella me miraba sorprendida.
“¿Quieres… más?” preguntaba con una gran sonrisa.
Una lenta, pero profunda embestida le daba la respuesta.
“¡No puede ser!... ¡mhm!... ¡Quieres más!...” trataba de contenerse.
A Marisol le gusta montarme, pero particularmente a mí, me gusta hacerlo encima de ellas, porque ellas se la meten hasta donde pueden. A diferencia mía, que yo la meto hasta donde quiero.
“¡Ah, sí!... ¡Ah, sí!... ¡Me estás partiendo!...” me decía, mientras la embestía con mayor fuerza.
Ella cerraba los ojos y trataba de contenerse, mientras que yo, más contento, la iba forzando más adentro que la vez anterior.
“¡Es tan grande!... ¡Y tan dura!...” me decía ella, alzando nuevamente la voz, obligándome a besarla una vez más.
Quiero a mis pequeñas, pero en esos momentos lo estaba disfrutando y no quería que nada interrumpiera esa diversión.
“¡Estás tan profundo!... ¡Oh, no!... ¡Oh, no!...” exclamaba ella, alzando la voz y nuevamente, teniendo que besarla para que se calmara.
Sentía como presionaba su matriz con mis movimientos y quería rellenarla. Su cuerpo me succionaba con mucha fuerza, mientras yo agarraba sus pechos y los pellizcaba.
“¡Te vas a correr!... ¡Te vas a correr!... ¡Otra vez!... ¡Gahhh!...”
Fue muy intenso y los 2 estábamos agitados. Aunque Marisol me había atendido por la mañana, las ganas no me faltaban.
Estaba cansada y por un rato, se quedó dormida en mis brazos. Pero alrededor de 20 minutos después, reconocí esos sonidos típicos.
Ella quería quedarse un rato más en mis brazos, pero entendía. Me puse el pijama, ella tomó su ropa y fue a ducharse.
Afortunadamente, las pequeñas no la vieron en mi cama. Mi gordita estaba contenta de ver a papá, mientras que mi flaquita larguirucha estaba recién despertando.
Les di los biberones (las golosas toman pecho de mamá y un segundo desayuno a las 10) y cuando Liz se vistió, fui a bañarme.
Preparé el almuerzo y alrededor de la 12 y media, Fio llamó.
“¿Puedes venir?” preguntó ansiosa.
“¡Por supuesto!” respondí, sonriendo.
Tomé el cinturón y la caja con herramientas y le pedí a Liz que se encargara de la casa. Ella aceptó sonriendo, pidiéndome que no tardara demasiado.
Pero yo sabía que no volvería hasta alrededor de las 4.
“¡Hola!” Saludé.
“¡Hola!”
“¿Cómo has estado?”
“Bien, ¿Y tú?”
“Bien también. ¿Qué tal Kevin?”
“Él está bien. ¿Marisol?”
“Ella también. ¿Tu hijo?”
“No he tenido problemas. ¿Tus pequeñas?”
“Están bien.”
“¡Qué bueno!” exclamó ella, sacándose finalmente el sostén.
Subimos conversando y desabrochando nuestras ropas, lo más que podíamos. Ni siquiera preguntó por el cinturón y la caja de herramientas.
Los 2 queríamos una sola cosa del otro: sexo. Y la ropa y la conversación estorbaban.
La muy astuta ni siquiera había hecho la cama. Era evidente que se había revolcado con su marido hasta que no pudo más, por la ropa desordenada y el aroma latente a sexo que permanecía en el aire.
Ni siquiera me bajaron remordimientos. Su marido estuvo rellenándola medio día atrás, pero ella ansiaba la verga del vecino, que no paraba de lamerla y besarla, sin siquiera cambiar las sabanas.
Era una perra en celo y le daba completamente lo mismo quien se la metiera, mientras se la metieran.
La apretaba con sus deliciosos senos y la lamía con dedicación. Para ella, en esos momentos no existía su marido ni su hijo y la saboreaba como el más delicioso de los helados.
La muy indecente se tocaba a sí misma, mientras subía y bajaba con la boca casi con desesperación y el aroma a hembra en celo se hacía persistente en el ambiente.
Acomodé su rajita en mi cara y empecé a probar sus jugos, mientras ella, sorprendida, paraba su labor.
“¡No te detengas!” le rezongué, enterrando la lengua tan adentro de ella, que la hice estremecer.
Le gusta que la someta, la humille y que sea brusco con ella. No hago miramientos y simplemente le dejo lamer la verga de su vecino, como la puta viciosa que es.
Se empieza a calentar y no para de chorrear. Lame la mía y se la mete hasta el fondo de la boca, como si le diera besos incondicionales, esperando que le de mi leche.
Pero estoy duro como un garrote y ella ofrece su colita muy contenta, meneándola incluso, pensando que lo haremos a lo perrito.
“¡No!... ¡Espera!... ¡No la quiero ahí!...” protesta ella, a medida que empiezo a metérsela por detrás.
“¿Qué? ¿No la quieres?”
“¡Vamos, Marco! ¡No juegues conmigo! ¡La necesito!” me insistía ella.
Pero yo no hago el mínimo esfuerzo por sacarla. De hecho, se va acomodando lentamente en su agujero, simplemente por presión.
Ella suspiraba, disfrutándola y resignándose.
“¡Lo hago por tu propio bien!” le digo, mientras empiezo a mover la cintura. “¡Tú dijiste que lo haríamos de esa manera, mientras estuvieras embarazada!”
“Lo sé… pero…”
Suspiraba intensamente al sentir el vaivén.
“Y quieres ser una esposa fiel… porque Kevin es tu marido…” le insistía, afirmándome de esos cachetes esculturales.
“¡Es… cierto!... pero yo…”
“Y si lo hago por detrás… no hay engaño… porque te reservas a tu marido…”
Mis palabras la ponían más y más caliente, porque el aroma se hacía más intenso.
Le di una nalgada y dio un gemido ahogado.
“Porque si realmente la quieres… serías una infiel…” le dije, metiéndola más a fondo.
“¡No… me hagas… esto!” me pedía. Pero yo sabía que le gustaba.
Yo disfrutaba de su culito, metiéndolo más y más adentro.
“Estarías engañando a tu marido… con su vecino… y pensando que su verga es mejor que la de tu esposo…” le dije, deslizándola hasta el fondo.
Ella se quejaba ahogadamente, porque sabía que era cierto.
“¿Qué pensaría Kevin si nos viera?... su fiel y hermosa esposa… de rodillas, recibiendo la verga de otro hombre… por su trasero…”
“¡Vamos, Marco!... ¡No digas más eso!...” dijo en un tono entre frustrado y lujurioso. “¡No quiero… serle infiel!”
Yo no daba mi brazo a torcer y me afirmaba fuerte a su cintura, dándole estocadas cada vez más fuertes.
“Pero me llamaste… porque me extrañabas…” le dije, mientras bombeaba incesantemente
“¡Si te llamé!... pero yo…”
“Porque si lo prefieres a él… la saco y me voy…”
Se estremeció al escucharlo.
“¡No!... ¡No la saques!... ¡Por favor!...”
Se puso a llorar.
“¡Es tan rica!... la quiero… más que la de mi marido…” confesó.
Yo ya le daba con más fuerzas y ella daba gemidos apagados, conteniendo el placer por mis embestidas.
“¡La tuya es tan dura!... ¡Y aguantas tanto tiempo!...” se quejaba, moviendo sus caderas a favor mío, para maximizar su placer.
Su culo es apretado y también delicioso y sus tetas son tan libidinosas, que no resistía las ganas de agarrarlas. La lamía por el cuello, deseándola.
Era mi perra en celo y ella se quejaba deliciosamente sintiendo a su macho abusando de su culo.
Nuestro vaivén era cada vez más frenético y cuando sentí lo inevitable, tuve el primer picor fuerte en la punta de la verga.
“¡Ahhh!... ¡Ahhh!... ¡Es tan caliente!... ¡La siento en mi estómago!...” decía ella, muy contenta.
Era como esas veces que me quedaba solo y me corría 3 pajas seguidas al hilo.
Pero ahora era diferente, porque era un culo de verdad.
“¿Sabes? Mi marido va a Melbourne a finales de mayo y estaba pensando que, como te pedirá nuevamente que me cuides, que tal vez, Marisol, tú y yo… podríamos divertirnos un par de noches.”
Otro nuevo picor y ella me sonreía, acariciándola. La quería adentro de ella y por delante.
“¡La tienes siempre tan dura!... ¡Por eso me encanta!...” me decía, besándome.
Acostada, me hacía masajearle los pechos, para ponerme más duro. Pero ya estaba cansado.
Avanzaba en ella, con un ardor infernal y ella lo disfrutaba, mientras que yo le daba cada vez, más y más duro, para estimular a mis testículos para generar una nueva carga.
Y lo que era peor: pensaba en mi esposa cuando volviera a casa. Ella si me pediría más…
Le daba duro, la besaba y la acariciaba entera. Pero ella quería una sola cosa…
“¡Vamos, Marco!... ¡Que mi marido está por llegar!...”
Eran las 15:18. Llevaba casi 3 horas donde los vecinos y media hora en mi segundo round.
Empecé a darle más duro. A esforzarme, esforzarme y esforzarme. Ella lo disfrutaba más de la cuenta, mientras que yo tenía que pasar todos los pensamientos más libidinosos en mi mente.
“¡Ahhh!... ¡Siii!... ¡Siii!... ¡Ahhh!... ¡Ahhh!... ¡Ahhhh!...” exclamó finalmente ella, mientras que mi picor en la verga se hacía cada vez más intenso.
Estaba exhausto y ella irradiaba felicidad.
“¡Eres el mejor!... ¡Fue la mejor cogida de todas!...” me decía, sin parar de besarme.
El reloj del velador marcaba las 15:42 cuando pude despegarme.
Tenía que lavarme y vestirme, mientras que ella tenía que ventilar la habitación y bañarse también.
Usamos baños distintos (porque Fio siempre queda con ganas de más) y le sugerí que entretuviera a su marido en el living, ya que se ha vuelto tan buena para el sexo que apenas llega, se lo lleva a su habitación.
Tuve el cuidado de llevarme las herramientas y el cinturón y no dejar evidencia, como todo amante atolondrado lo hará al verse a punto de ser sorprendido por el marido.
“¿Vienes la próxima semana libre?” preguntó ansiosa. Me besó y nos despedimos alocadamente.
De vuelta en casa, Liz estaba haciendo el perfil de un jarrón, mientras que las pequeñas jugaban en la alfombra.
“¡Regresaste! ¡Te ves muy cansado!” me dijo, con una enorme sonrisa.
Mientras dejaba las herramientas y el cinturón en el cuarto de lavado, ella me siguió y tomándome de la cintura, preguntó.
“¿Te he hecho trabajar de más?”
Estaba exhausto y aunque las pequeñas querían mi atención, lo único que quería era descansar y ver la televisión.
“Ok, entonces me voy…” anunció Liz, tomando sus cosas y sugiriéndome que le acompañara a la puerta.
“Uno para el camino…” dijo, antes de besarme profundamente y sonreír con picardía. “Que tu esposa no se dé cuenta…”
Y alcancé a ver unos 20 minutos de televisión, cuando Marisol llegó a casa.
“Hoy será riquísimo…” dijo, con sólo verme.
Y me asusté, porque sé bien que tan fogosa se pone mi esposa.
Tomamos once, lavamos la loza y acostamos a las pequeñas en la habitación del lado, con el monitor activado.
Es el arreglo que acordamos para los fines de semana. Puede gritar lo que quiera, sin preocuparse de despertar a las pequeñas.
Confieso que estaba nervioso, porque es Marisol. Pero cuando la vi en su conjunto blanco, perdí todo temor y cansancio.
Es mi esposa y hacer el amor con ella es divertido, porque ella es tan extraña.
“¿Te gusta que lo haga así?... ¿Te gusta?... ¿Te gusta?... ¡Es la técnica que me enseñó mi hermana!” me dice, meneando la cadera, mientras me cabalga.
Por alguna razón, para ella es como una competencia.
Yo trato de no reírme y lo disfruto.
Ella se enoja.
“¿Ah, sí? ¡Entonces, usaré mi ataque de pechos!”
Y me ahoga con sus enormes almohadones, que me encanta saborear.
“¡Nooo!... ¡Déjame!” me pide, pero es ella la que más lo disfruta.
“¡No es así!... ¡No es así!... ¡Tengo que ganarte!” protesta, haciendo pucheros.
“¡Loca! ¡Ya me ganaste! ¡Eres mi esposa!”
Ella sonríe y le doy vuelta.
Lo sabe y aunque esa noche tampoco sería la noche que me ganaría, simplemente lo disfrutaba.
“¡No tan adentro!... ¡No tan adentro!” me pedía.
Pero es mi esposa y sé bien cuánto puede aguantar en su interior.
“Me engañaste en esta cama… ¿Cierto, villano?”
Me avergonzaba y ella ganaba una pequeña victoria.
“¿Fue rico?”
“Es mejor con mi esposa…”
Es la verdad. Marisol le gusta que le diga esas cosas y se corre al instante.
Me empieza a besar más apasionadamente y yo le como el cuello, lo que la hace gemir deliciosamente.
“¿Te gusta ponerme los cuernos?”
“¡Por supuesto que no!... eres mi mujer… y la mejor.”
Ella se ríe y pone una cara muy bonita. Le amaso los pechos y se los estrujo y ella suspira.
La acaricio y la miro a los ojos.
“¡Eres tan rara!”
Luego de corrernos, nos besamos y nos abrazamos. Me gusta mirarla a los ojos.
Su mirada es tan serena. Es mi vieja amiga. La chiquilla flaca como palillo, que me hacía ojitos.
Nos despegamos y se pone en posición. Ya no hay más competencias. Ni siquiera siento el ardor. Es el trasero de mi ruiseñor.
Afuera, se escuchan unos gemidos inconfundibles.
Nos miramos con complicidad. Kevin debe estar trabajando duro.
La entierro en ella. Entra como mantequilla y lo disfruta.
Esa cadera deliciosa. Sus movimientos. Su espalda.
Es una melodía fabulosa que recorre mi ser, entrando por mis oídos y me reviste de vigor. Es mi mujer. La que extraño por la semana.
Se queja, pero lo aguanta. Me encanta eso de ella. Que se someta a mí, completamente.
Le agarro los pechos y absorbo el aroma de sus cabellos.
“¡Si, amor!... ¡Si, amor!... ¡Más adentro!... ¡Más adentro!...”
Las palabras que más aprecio.
Finalmente, me corro una vez más. Ya no aguanto más y ella lo sabe, muy sonriente.
Es una tregua o un empate. Nos acomodamos, abrazándonos y preparándonos para dormir.
Pero los 2 nos hemos dado cuenta de la 3era respiración agitada que viene del pasillo es de una joven mujer…


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