Sandra, Vicente, María y yo votamos en papeles si hacemos un cuarteto. No logramos la forzosa unanimidad (¿qué habrá pasado? Yo voté “Sí”). Él se va. Yo voy al cuarto a saldar cuentas con Sandra. Cuando concluimos, vamos a acurrucarnos con la abandonada María para consolarla.
Victoria es alta y atlética, como si una vikinga se hubiese vuelto sensual, disoluta, sedienta de sexo. Nuestros encuentros tienen dosis de violencia no aptos para débiles. La primera vez, en un paroxismo, escupí su cara. Su mano abierta devolvió una sonora bofetada. ¡La cogí más fuerte!
De una manera tan especial como toda ella, María se pone mi glande en la prohibida puerta y hace palpitar el esfínter sin que la penetre. No poder tocar o empujar me lleva a la demencia.
Ya satisfecha, Adriana se pregunta dónde vierto mi masculina secreción. “Quiero verla”, dice “Acabame en el cuerpo y después me la como”. Hago eso pero no se la come. Nos la comemos.
Aún joven me di cuenta de que me gustaban las mujeres aunque fueran viejas, distinguiendo solo las que están buenas de las que no, ¿por qué ahora está mal que (también) las desee mozas?
Desde que escribo estos cuentos e impresiones o, mejor dicho, desde que las lee ella, María anda bastante más estimulada. No me acusen de vanidad, porque no se lo atribuyo a mis méritos literarios. Más bien es que se enorgullece de la puta que retrato y que trata de seguir siendo.
Peladitas, como se usan ahora. Peluditas, como era antes. Cada cual tiene su preferencia y, naturalmente, son todas válidas. Yo, sin fanatismo, prefiero que haya vello, porque me da una cálida y primitiva sensación en la mano. ¡El animal salvaje puede escaparse y comerme!
Días después de aquel cuarteto que no fue, llego a casa con un visitante que no conoce nuestras costumbres. Sandra está en el patio y me hace veladas señas de que no vaya a mi cuarto. Salgo a caminar con el visitante y, al llegar de nuevo, están Vicente y María con caras de inocentes.
Victoria recibe mi nutritiva acabada en esa fuente de gratas procacidades, su desvergonzada boca, sobre la que me arrojo inmediatamente para besarla y saborear mi propia producción. Ella comparte un poco y se guarda el resto. “Mmm”, se justifica “Es que es muy buena…”.
Otra de Victoria. La ensarto desde atrás mientras estamos de frente a un gran espejo, en el que con deleite veo, en su cara de viciosa cortesana, las consecuencias de mis depravados esfuerzos.
Como dije en otro cuento (Celos. Solo.), no soy homosexual porque no me excitan los hombres. Sin embargo, ayer conté que hubo un hombre en mi cama (Los dos) y ninguno dejó de tocar como debíamos las festejadas turgencias de María por el riesgo de toparse con cuero masculino
¡Qué olfato tiene María! Voy a besarla pero me detiene: “Cuando quiera sentir el gusto de la concha de Adriana, se la chupo yo misma”. Me lavo los dientes y pienso si me dejarían mirar…
Le digo a Fernanda que es una muchacha seria. “¿Ah, sí?”, se asombra. “Claro”, le explico “sos de ésas que cuando tienen la boca llena no se ríen”. Meses después me manda una carta: “Hoy me desperté con muchas ganas de chuparte la pija con la seriedad de siempre”.
En tren de probar novedades, María y yo tomamos viagra (sí, ambos), a ver qué consecuencias tenía. Fue como un día muy bueno pero no excepcional. Una experiencia para quien le sirva.
Espero a Anita en mi cuarto completamente a oscuras. Entra, la oigo desvestirse con apuro, tantea la cama con la respiración ya agitada, encuentra la carne, mi carne. Celebra el hallazgo con una risa que ilumina las tinieblas. Me monta con un ansia que es casi un sufrimiento.
Victoria es alta y atlética, como si una vikinga se hubiese vuelto sensual, disoluta, sedienta de sexo. Nuestros encuentros tienen dosis de violencia no aptos para débiles. La primera vez, en un paroxismo, escupí su cara. Su mano abierta devolvió una sonora bofetada. ¡La cogí más fuerte!
De una manera tan especial como toda ella, María se pone mi glande en la prohibida puerta y hace palpitar el esfínter sin que la penetre. No poder tocar o empujar me lleva a la demencia.
Ya satisfecha, Adriana se pregunta dónde vierto mi masculina secreción. “Quiero verla”, dice “Acabame en el cuerpo y después me la como”. Hago eso pero no se la come. Nos la comemos.
Aún joven me di cuenta de que me gustaban las mujeres aunque fueran viejas, distinguiendo solo las que están buenas de las que no, ¿por qué ahora está mal que (también) las desee mozas?
Desde que escribo estos cuentos e impresiones o, mejor dicho, desde que las lee ella, María anda bastante más estimulada. No me acusen de vanidad, porque no se lo atribuyo a mis méritos literarios. Más bien es que se enorgullece de la puta que retrato y que trata de seguir siendo.
Peladitas, como se usan ahora. Peluditas, como era antes. Cada cual tiene su preferencia y, naturalmente, son todas válidas. Yo, sin fanatismo, prefiero que haya vello, porque me da una cálida y primitiva sensación en la mano. ¡El animal salvaje puede escaparse y comerme!
Días después de aquel cuarteto que no fue, llego a casa con un visitante que no conoce nuestras costumbres. Sandra está en el patio y me hace veladas señas de que no vaya a mi cuarto. Salgo a caminar con el visitante y, al llegar de nuevo, están Vicente y María con caras de inocentes.
Victoria recibe mi nutritiva acabada en esa fuente de gratas procacidades, su desvergonzada boca, sobre la que me arrojo inmediatamente para besarla y saborear mi propia producción. Ella comparte un poco y se guarda el resto. “Mmm”, se justifica “Es que es muy buena…”.
Otra de Victoria. La ensarto desde atrás mientras estamos de frente a un gran espejo, en el que con deleite veo, en su cara de viciosa cortesana, las consecuencias de mis depravados esfuerzos.
Como dije en otro cuento (Celos. Solo.), no soy homosexual porque no me excitan los hombres. Sin embargo, ayer conté que hubo un hombre en mi cama (Los dos) y ninguno dejó de tocar como debíamos las festejadas turgencias de María por el riesgo de toparse con cuero masculino
¡Qué olfato tiene María! Voy a besarla pero me detiene: “Cuando quiera sentir el gusto de la concha de Adriana, se la chupo yo misma”. Me lavo los dientes y pienso si me dejarían mirar…
Le digo a Fernanda que es una muchacha seria. “¿Ah, sí?”, se asombra. “Claro”, le explico “sos de ésas que cuando tienen la boca llena no se ríen”. Meses después me manda una carta: “Hoy me desperté con muchas ganas de chuparte la pija con la seriedad de siempre”.
En tren de probar novedades, María y yo tomamos viagra (sí, ambos), a ver qué consecuencias tenía. Fue como un día muy bueno pero no excepcional. Una experiencia para quien le sirva.
Espero a Anita en mi cuarto completamente a oscuras. Entra, la oigo desvestirse con apuro, tantea la cama con la respiración ya agitada, encuentra la carne, mi carne. Celebra el hallazgo con una risa que ilumina las tinieblas. Me monta con un ansia que es casi un sufrimiento.
7 comentarios - Décadas de sexo (16): Impresiones
Terriblemente adictivas!!!