Soy muy pajero. Desde jovencito cultivo los placeres solitarios y eso no ha cambiado con la edad, excepto quizá en el mayor refinamiento. Puede tomarse como que exagero cuando digo que no me masturbo, sino que organizo orgías de a uno. Por ejemplo, aquella noche que María me llamó desde otra ciudad donde iba a encontrarse con Vicente, su amante, ya nombrado.
– ¿Y te vas a dejar?, le pregunto como un idiota. Recibo con ansias la obvia respuesta y también con envidia, lujuria, rabia, un nudo en la boca del estómago y sangre fluyendo a mi sexo.
– ¿Qué creés? Ya te conté lo que me pasa con él: no soy más que un juguete en sus manos, sin otra voluntad que entregarme con total desvergüenza a lo que él quiera hacerme o que yo le haga, así que voy a pasar todo el fin de semana de noches sin dormir y días sin salir a la calle…
Soy celoso. Ardo, me consumo, me abismo en la vorágine de celos y deseo. No estoy usando un presente narrativo sino que ahora que escribo ardo, me consumo y me abismo en la vorágine de celos y deseo. Sé que no me va a decir cuántos polvos le habrá echado, así que voy a tener que hacer una estimativa para el castigo que le espera, de 3 cogidas conmigo por cada una de su otro macho. Puta, puta y más que puta, reina de las recontraputas, regalada en su indescriptible putez que le va a dar al otro la larga lengua, las espléndidas tetas, la jugosa concha y el goloso culo para que él use y abuse, tocando, lamiendo, chupando, mordiendo y, muy especialmente, para que se la coja sin límites durante 48 horas seguidas. O más.
¿Cómo superar el calvario que me espera, imaginándome durante los próximos dos días las más impúdicas escenas con mi María como protagonista de la mayor depravación? Bueno, en primer lugar, acordarme de que, en realidad, ¡a mí me gustan las putas! Es un súbito alivio, un bálsamo que hace desaparecer de inmediato mi dolor de cuernos pero ¿qué hago con la calentura?
No hay amigas disponibles, voy a tener que arreglármelas solo. Preparo la cama, material porno, música que me gusta, alguna crema por si hace falta. Me dejo llevar por la lascivia, me acaricio, me pellizco las tetillas, dejo caer lentamente saliva sobre mi pija, que sacudo despacio. Imagino lo que estará pasando con María, sabiendo perfectamente cómo se comporta la muy atorranta cuando se pone en celo. ¡Nadie me lo tuvo que contar, si yo estuve ahí tantas y tantas veces!
Veo una película porno. Convoco recuerdos de cama, me acuden fantasías hasta para mí inconfesables. Acomodo un espejo para mirarme gozar. Se me va la noche con el placer autoinfligido, acabo una y otra vez, lamo mi cálido semen derramado. Experimento. Los palillos de la ropa en mis tetillas me dan un placentero dolor, un doloroso deleite. Saco los juguetes que tenemos con María, que no se los llevó porque a Vicente no le gusta que los use.
Ese recuerdo vuelve a agitar mis celos (¡cómo se estarán dando!). Ahora es mi ano que también quiere satisfacción. Ah, la única razón por la que no soy gay es que no me excitan los hombres, no porque no sepa disfrutar con el ojete. El tibio chorro del bidé me limpia y estimula, le pongo un condón lubricado al vibrador, me lo meto en el culo primero despacio y apagado, disfrutando cada centímetro de la penetración, y después lo prendo y me doy con furia. Me pongo cabeza abajo y recuesto el torso a la pared atrás de la cama. La gravedad actúa; al aflojarme, el aparato se me va, placer inmenso, recto adentro. Me veo en el espejo con mi pija arriba y mi cara abajo, es cuestión de puntería volcar en mi propia boca mi suculenta leche con gusto a almendras.
Dormito agitado, me despierto caliente, dispuesto a seguir. Es lo que tiene el placer, una vez colmado, pide más. No voy a repetirme pero, hasta que vuelve María, mi calentura se alimenta a sí misma. Le pregunto cómo le fue. Por toda respuesta, levanta las cejas y susurra: “¡Uf!”.
¡Ay! Sé demasiado bien lo que eso significa: como dice el propio Vicente, que le llenó la cocinita de humo. Me las va a pagar la muy viciosa por haber gozado y hacerme gozar tanto.
– ¿Y te vas a dejar?, le pregunto como un idiota. Recibo con ansias la obvia respuesta y también con envidia, lujuria, rabia, un nudo en la boca del estómago y sangre fluyendo a mi sexo.
– ¿Qué creés? Ya te conté lo que me pasa con él: no soy más que un juguete en sus manos, sin otra voluntad que entregarme con total desvergüenza a lo que él quiera hacerme o que yo le haga, así que voy a pasar todo el fin de semana de noches sin dormir y días sin salir a la calle…
Soy celoso. Ardo, me consumo, me abismo en la vorágine de celos y deseo. No estoy usando un presente narrativo sino que ahora que escribo ardo, me consumo y me abismo en la vorágine de celos y deseo. Sé que no me va a decir cuántos polvos le habrá echado, así que voy a tener que hacer una estimativa para el castigo que le espera, de 3 cogidas conmigo por cada una de su otro macho. Puta, puta y más que puta, reina de las recontraputas, regalada en su indescriptible putez que le va a dar al otro la larga lengua, las espléndidas tetas, la jugosa concha y el goloso culo para que él use y abuse, tocando, lamiendo, chupando, mordiendo y, muy especialmente, para que se la coja sin límites durante 48 horas seguidas. O más.
¿Cómo superar el calvario que me espera, imaginándome durante los próximos dos días las más impúdicas escenas con mi María como protagonista de la mayor depravación? Bueno, en primer lugar, acordarme de que, en realidad, ¡a mí me gustan las putas! Es un súbito alivio, un bálsamo que hace desaparecer de inmediato mi dolor de cuernos pero ¿qué hago con la calentura?
No hay amigas disponibles, voy a tener que arreglármelas solo. Preparo la cama, material porno, música que me gusta, alguna crema por si hace falta. Me dejo llevar por la lascivia, me acaricio, me pellizco las tetillas, dejo caer lentamente saliva sobre mi pija, que sacudo despacio. Imagino lo que estará pasando con María, sabiendo perfectamente cómo se comporta la muy atorranta cuando se pone en celo. ¡Nadie me lo tuvo que contar, si yo estuve ahí tantas y tantas veces!
Veo una película porno. Convoco recuerdos de cama, me acuden fantasías hasta para mí inconfesables. Acomodo un espejo para mirarme gozar. Se me va la noche con el placer autoinfligido, acabo una y otra vez, lamo mi cálido semen derramado. Experimento. Los palillos de la ropa en mis tetillas me dan un placentero dolor, un doloroso deleite. Saco los juguetes que tenemos con María, que no se los llevó porque a Vicente no le gusta que los use.
Ese recuerdo vuelve a agitar mis celos (¡cómo se estarán dando!). Ahora es mi ano que también quiere satisfacción. Ah, la única razón por la que no soy gay es que no me excitan los hombres, no porque no sepa disfrutar con el ojete. El tibio chorro del bidé me limpia y estimula, le pongo un condón lubricado al vibrador, me lo meto en el culo primero despacio y apagado, disfrutando cada centímetro de la penetración, y después lo prendo y me doy con furia. Me pongo cabeza abajo y recuesto el torso a la pared atrás de la cama. La gravedad actúa; al aflojarme, el aparato se me va, placer inmenso, recto adentro. Me veo en el espejo con mi pija arriba y mi cara abajo, es cuestión de puntería volcar en mi propia boca mi suculenta leche con gusto a almendras.
Dormito agitado, me despierto caliente, dispuesto a seguir. Es lo que tiene el placer, una vez colmado, pide más. No voy a repetirme pero, hasta que vuelve María, mi calentura se alimenta a sí misma. Le pregunto cómo le fue. Por toda respuesta, levanta las cejas y susurra: “¡Uf!”.
¡Ay! Sé demasiado bien lo que eso significa: como dice el propio Vicente, que le llenó la cocinita de humo. Me las va a pagar la muy viciosa por haber gozado y hacerme gozar tanto.
20 comentarios - Décadas de sexo (9): Celos. Solo.
Muy bien narrado, pude ver, imaginar y sentir cada palabra...