Yo tenía dieciocho años recién cumplidos y él rondaría los cincuenta. Ocurrió hace tiempo. Cuando aún no teníamos Internet. Cuando la vida era más difícil de andar, pero también más generosa en promesas y esperanzas.
Yo estaba estudiando formación profesional y en el penúltimo curso las matemáticas se me estaban resistiendo especialmente. Mi madre decidió que recibiera clases particulares por las tardes, dos días a la semana. Ella se encargó de buscar un profesor y yo obedecí, siempre he sido dócil y complaciente…
Así fue como una tarde de octubre, con el cielo tiñéndose de naranja a mis espaldas, me encontré llamando al timbre de la casa de don Arturo.
Así dijo mi madre que había que llamarle, así me dijo él que le llamara, don Arturo.
Cuando lo vi por primera vez pensé que incluso era mayor que mi padre. Era un hombre serio, ni guapo ni feo, educado, parco en palabras. Solía vestir con pantalones de pinzas, camisa blanca y chaleco de punto encima, muchas veces incluso llevaba corbata. Era maestro en una escuela del pueblo y después de las clases se ganaba un extra como profesor particular.
Yo esperaba que hubiera algún alumno más conmigo pero no, las clases eran únicamente para mí, los martes y los jueves.
Ese primer día me recibió con amabilidad, me hizo pasar a una habitación de unos quince metros cuadrados donde había un par de pupitres y una mesa de despacho bastante grande. Habló poco, me preguntó por los temas en que iba peor y me puso unos ejercicios. Hora y media en silencio. Él en su mesa y yo en la mía. Escuchando nuestras respiraciones y el ruido de nuestra ropa al cambiar de posición nuestro cuerpo.
Se me hizo muy pesado e incómodo. Yo no tenía ninguna experiencia con los hombres. Últimamente había empezado a masturbarme, a acariciar mi clítoris, pero no solía salir los fines de semana y ni siquiera nadie me había besado en los labios. Encerrada en esa habitación con don Arturo me sentí casi forzada, obligada a aguantar su olor, a compartir el aire, a pensar en él sin yo quererlo… En ningún momento me atrajo, al contrario, me provocó repelencia su presencia tan cerca de mí, tanto tiempo, en tanta soledad…
Las semanas fueron pasando y yo me fui acostumbrando a las clases. Siempre era lo mismo, una pequeña charla sobre mis dificultades y una batería de ejercicios hasta agotar el tiempo. Se supone que yo debía preguntarle si algún ejercicio se me resistía pero, una vez los dos sentados, yo permanecía en silencio hasta el final de la clase.
Don Arturo estaba casado y a veces su mujer estaba en la casa. Se veía mucho más risueña y campechana que él, un día incluso me invitó a magdalenas recién horneadas.
Fue sin darme cuenta, muy poco a poco, que pasé de odiar las clases a desearlas con toda mi alma.
Un día me descubrí deseando que llegara el martes, que fuera jueves ya… Me sorprendí aspirando el aroma de la colonia de don Arturo en mi libreta, donde él había escrito unas notas… Soñé con él, que se acercaba por detrás de mí, yo sentada en el pupitre, y que al agacharse para explicarme algo, su bragueta rozaba mi cabello…
En aquellos tiempos yo no me fijaba especialmente en mi cuerpo. Tenía compañeras de clase que solo pensaban en los chicos y en ponerse bien atractivas para atraerlos. Pero yo nunca fui así…
Pero con los ojos de ahora puedo recordar cómo era yo entonces. Más bien alta, con unos pechos firmes y grandes, la cintura estrecha y las caderas quizás un poquito más anchas de la cuenta, con un culo respingón… Solo que todo eso lo escondía bajo una capa de ropa gris, aburrida, suelta, sin gracia…
Y a pesar de ni pintarme, de llevar siempre una cabellera despeinada que me ocultaba el rostro, era bonita, sí. Supongo que sería eso lo que le sedujo a él. Mis ojos verdes de un brillo dulce, que casi siempre arrastraban la mirada por el suelo, pero que de vez en cuando miraban dentro de uno…
Pasó todo el invierno y, aunque yo notaba que las miradas de don Arturo eran más cálidas y me sentía excitada en su presencia, seguíamos con el mismo ritual. Casi toda la clase en silencio, cada uno en su mesa.
El primer martes de marzo decidí que debía hacer algo. Yo no sabía exactamente qué quería, pero mi cuerpo me pedía algo, que ocurriera alguna cosa…
Me vestí sin sujetador, con un ceñido jersey negro y unos tejanos que hacía tiempo que no me ponía porque se me marcaba el coño.
Llamé al timbre de su casa. Oí sus pasos acercándose a la puerta. Tenía el coño mojado. Por la incertidumbre y porque la costura de los pantalones se movía sobre mi clítoris casi dolorosamente.
Don Arturo iba vestido igual que siempre. Gesto grave, gris, anodino. Me invitó a pasar y yo le seguí, mirando descaradamente su culo, los glúteos que se marcaban con cada paso. Como si lo hubiera notado, cuando ya íbamos a entrar en la habitación, él se giró de golpe y sorprendió mi mirada. Enrojecí, los pezones se erizaron bajo el jersey. Pensé que me iba a morir de la vergüenza. Él desvió la mirada y empezamos la clase…
El lápiz se me había quedado sin punta y me había olvidado la maquinilla en casa. No me atreví a abrir la boca para pedirle una a don Arturo. Él estaba en su mesa, con la cabeza baja, leyendo un libro. Yo tenía un sacapuntas antiguo, que no iba muy bien, intenté sacarle punta al lápiz y me corté la yema del dedo índice, poca cosa, pero se me escapó un grito y un sola y esférica gota de sangre brotó ante mis ojos.
Don Arturo se acercó, vio mi herida y sin decir nada cogió mi mano y se metió mi dedo herido en la boca. Su boca ardía, su lengua húmeda rozó el corte, lo lamió, succionó, sus ojos negros fijos en los míos, yo temblando…
Quizás todos hemos hecho este gesto alguna vez, ante un pequeño corte, chupar el dedo, el nuestro propio o el de nuestro hijo, una amiga, un gesto que se hace sin pensar…
Pero don Arturo me estaba chupando el dedo con mucho interés, cada vez se lo metía más adentro y yo sentía que me asfixiaba… Por las venas me corría una gelatina caliente y espesa que me dejaba inmóvil, a su merced…
Me había ruborizado hasta el límite mismo de la autocombustión. Me picaba la piel de las tetas bajo el jersey, mi coño venga a mojarse, lo estaba oliendo… Y también me di cuenta de que don Arturo tenía un bulto enorme en la bragueta. Nunca me había fijado en esas cosas antes. Jamás había visto una polla en vivo. Empecé a imaginarme lo que había debajo de esos pantalones de abuelo…
Don Arturo dejó de chuparme el dedo, lo sacó brillante de su boca, lo observó (no se notaba el corte) y dijo “Nada como los viejos métodos para estas cosas”. Pero la voz le temblaba y sentí su aliento que quemaba. Se me humedecieron los ojos, por el deseo, porque me sorprendía, porque no sabía cómo actuar, porque necesitaba que pasara algo que me hiciera estallar de una vez…
Pero la clase continuó por los mismos derroteros que los otros días. Solo que yo no pude escribir nada más y don Arturo cerró su libro para quedarse sentado con la mirada perdida en las vetas de la madera de nogal de su mesa.
No tenía amigas íntimas a las que consultar. A mi madre ni hablar. Me sentía sola, torturada por mil dudas y sensaciones, preguntándome lo que estaba bien y lo que no… Por las noches me acostaba pensando en cómo sería la sensación de un pene entrando dentro de mí… Veía la cara de don Arturo sobre la mía, su cuerpo moviéndose y buscando penetrarme. Empezaba a masturbarme, me corría enseguida, volvía a tocarme otra vez… Y así hasta quedarme dormida. A veces con alguna lágrima colgando de mis pestañas.
Mayo. Calor. Llegué a casa de don Arturo sudando. Me había puesto un vestido estampado de tirantes, ancho eso sí, no marcaba mi cuerpo. Sentía cada hueso, cada articulación, cada músculo y cada milímetro de mi piel a punto de quebrarse de ganas de que alguien me tocara, me acariciara, me pellizcara y me hiciera gritar de placer…
Don Arturo parecía estar recién duchado. Tenía el cabello mojado y olía a gel de lavanda. Llevaba unos tejanos y una camisa de cuadros. Me sonrió y me habló de que pronto dejaríamos de vernos…
Sin darme cuenta me senté, apoyando el culo, en la mesa de él, hablando de cómo me iban los exámenes. Él estaba de pie, delante de mí, se fue acercando, sin dejar de hablar, sus manos en mis caderas, haciendo que me sentara más adentro, sus manos subiendo la falda del vestido, separando mis piernas, quitándome las bragas… Y mientras hablándome de ecuaciones…
Hasta que su cabeza bajó y su cara quedó delante de mi coño. Le veía agachado, delante de mí, sus dedos en mis muslos, abriéndome más. Cerré los ojos. Silencio. ¡Dios mío!
Primero sentí miedo, de oler mal, de que no le gustara mi coño peludito, de que alguien nos sorprendiera… Como si él no lo tuviera todo calculado…
Empezó con suaves besos en mis muslos, su lengua arrastrándose por mis ingles, su aliento rebotando en la entrada de mi coño.
Poco a poco empezó a devorarme con sus labios, succionando, agarrando mis labios menores, tirando de ellos juguetonamente, hundiendo su nariz y su barbilla en mi resbaladiza vergüenza.
Con esa postura mi clítoris sobresalía obscenamente, o así me lo pareció a mí. Cuando recibí ahí el primer lengüetazo no pude evitar un grito. Fue cuando don Arturo me dijo “silencio”. Y yo me abrí más, puse una mano en su cabeza y le apreté la cara contra mi vagina, buscando ahogarlo, pero lo único que conseguí fue que sus caricias se aceleraran y su lengua entrara en mi coño. Me pregunté si sangraría en algún momento por la dichosa virginidad…
Me lamió el culo. Eso me pareció el colmo de la guarrería, algo inaceptable, que nunca había pensado y que a la vez estuvo a punto de llevarme al orgasmo. Pero don Arturo abandonó mi ojete y volvió a mi clítoris. Su lengua daba vueltas sobre él, alternaba suavidad y brusquedad, velocidad y lentitud. Acostumbrada a mis masturbaciones, en las que yo imponía el ritmo, aquello me parecía una tortura y a la vez me estaba dando mucho más placer que mi solitario dedo.
Don Arturo paró de chupar y yo abrí los ojos. Él me estaba mirando y sonrió. Era una sonrisa de triunfo. Supongo que pensó que me tenía a su merced. Y así era…
Se bajó los tejanos y los calzoncillos y dejó que yo viera su pene. Me asusté. No es que fuera muy grande. Con mis ojos de ahora puedo decir que era normal. Pero era el primero que veía y pensar que todo ese trozo de carne tenía que entrar en mi apretado coño me dio escalofríos.
Él me tendió una mano, me hizo levantarme de la mesa y me dijo “Ahora tú”. Primero no entendí lo que quería decir, pero cuando puso sus manos en mis hombros y me hizo agachar delante de él comprendí que quería que le chupara la polla. Yo no tenía ni idea de por dónde empezar. Estaba muy excitada, quería hacerlo pero en mis fantasías nunca me había imaginado chupándole el pene a mi profesor.
Fui acercando mi cara a ese pedazo de carne congestionada, surcada de venas inflamadas, que rezumada un líquido transparente por su delicado agujerito.
Primero percibí su olor, me pareció como de goma, de medicamento, de piel encerrada, no conseguía definirlo… Después la punta del glande rozó mis labios. Don Arturo cogió mi cabeza, me acercó más a él, mi boca se resistía a abrirse… Entonces saqué la lengua y probé aquel líquido que parecía inofensivo. Estaba salado, solo eso. Besé el glande. Pasé la lengua por el prepucio. Hasta que mi profesor no pudo esperar más y me dijo “chúpala de una vez”.
Y la engullí, hasta la mitad. Empecé a pasear mis labios y mi lengua por su polla y pensé que no estaba mal. Hasta que él la empujó más adentro. Tuve una arcada. Se me saltaron las lágrimas. Pero aguanté y a partir de ese momento alterné chupadas cortas y rápidas con otras de largas, profundas y más lentas. La respiración de él me decía que lo estaba haciendo bien…
Hasta que sus manos en mi cabeza nos separaron de nuevo. Me incorporé mientras él se agachaba y buscaba en uno de sus bolsillos. Yo sabía lo que era aquello. Los había visto en el instituto. Un preservativo. Él vio el temor en mis ojos.
“No te preocupes, te va a gustar, iré con cuidado”, me dijo.
Yo no hablé, nunca antes me había sentido tan guarra y tan caliente.
Don Arturo me puso de espaldas a él. Mis manos apoyadas en la mesa, la cabeza agachada, el culo levantado, mis piernas separadas, los pies de puntillas en el suelo. Nunca había pensado en esa postura para la primera vez. Había pensado en besos, en palabras dulces… Pero en aquel momento ya solo quería esa polla dentro de mí y deshacerme de una vez…
Me subió el vestido hasta los hombros, desabrochó el sujetador y mis tetas colgaron pesadas con los pezones erizados rozando la superficie de la mesa. Sus manos las amasaron un corto tiempo. Creo que él tampoco podía esperar más.
Sentí sus dedos entre mis muslos, buscando el camino de mi vagina. Una mano acariciándome el clítoris, la otra introduciendo primero un dedo, después dos, en mi coño. Fue como un pellizco, o como una cadena de pellizcos y después solo el calor, las contracciones, el deseo de que me tomara…
Noté la goma del preservativo donde antes estuvieron sus hábiles dedos. Empujó. Mi coño se abrió para él. Otra vez los pellizcos. Su pene reculando, volviendo a entrar. Sus dedos en mi clítoris. Empecé a moverme sin darme cuenta. Ofreciéndome y absorbiendo su miembro cada vez que él movía su pelvis. Cada vez resbalaba más, notaba la humedad a la entrada de mi coño y su pene durísimo.
Iniciamos una danza cada vez más compenetrada y lasciva. Entregándonos por completo. El chapoteo húmedo de mi coño acompañaba a nuestros jadeos. Perdí la habitación de vista. Mi mundo se redujo a esa polla que cada vez que entraba en mi provocaba un terremoto que se extendía desde mi vagina hasta la última célula de mi cuerpo.
Al final don Arturo se olvidó de la delicadeza, me folló fuerte, sin piedad, pero esperó, todo lo que hizo falta, hasta que por fin, ese orgasmo con el que había soñado tantas semanas, reventó en mí, haciéndome gritar, a pesar de su orden. Pero no me riñó, porque él también gritó y me pellizcó las nalgas y me mordió la espalda… Y a cada caricia suya mi orgasmo se redobló y no sé aún hoy en día, si fue solo uno muy largo o varios encadenados.
Después de ese día no volví a las clases. Ya quedaba poco para que acabara el curso y aprobé todos los exámenes. Mi madre ni se enteró de que al final los martes y los jueves me iba simplemente al parque hasta que era la hora de volver a casa… Me moría de vergüenza cada vez que recordaba ese último día con don Arturo. Bueno, de vergüenza y de gusto, porque las escenas de ese día acompañaron mis masturbaciones durante años.
autor:desconocido
Yo estaba estudiando formación profesional y en el penúltimo curso las matemáticas se me estaban resistiendo especialmente. Mi madre decidió que recibiera clases particulares por las tardes, dos días a la semana. Ella se encargó de buscar un profesor y yo obedecí, siempre he sido dócil y complaciente…
Así fue como una tarde de octubre, con el cielo tiñéndose de naranja a mis espaldas, me encontré llamando al timbre de la casa de don Arturo.
Así dijo mi madre que había que llamarle, así me dijo él que le llamara, don Arturo.
Cuando lo vi por primera vez pensé que incluso era mayor que mi padre. Era un hombre serio, ni guapo ni feo, educado, parco en palabras. Solía vestir con pantalones de pinzas, camisa blanca y chaleco de punto encima, muchas veces incluso llevaba corbata. Era maestro en una escuela del pueblo y después de las clases se ganaba un extra como profesor particular.
Yo esperaba que hubiera algún alumno más conmigo pero no, las clases eran únicamente para mí, los martes y los jueves.
Ese primer día me recibió con amabilidad, me hizo pasar a una habitación de unos quince metros cuadrados donde había un par de pupitres y una mesa de despacho bastante grande. Habló poco, me preguntó por los temas en que iba peor y me puso unos ejercicios. Hora y media en silencio. Él en su mesa y yo en la mía. Escuchando nuestras respiraciones y el ruido de nuestra ropa al cambiar de posición nuestro cuerpo.
Se me hizo muy pesado e incómodo. Yo no tenía ninguna experiencia con los hombres. Últimamente había empezado a masturbarme, a acariciar mi clítoris, pero no solía salir los fines de semana y ni siquiera nadie me había besado en los labios. Encerrada en esa habitación con don Arturo me sentí casi forzada, obligada a aguantar su olor, a compartir el aire, a pensar en él sin yo quererlo… En ningún momento me atrajo, al contrario, me provocó repelencia su presencia tan cerca de mí, tanto tiempo, en tanta soledad…
Las semanas fueron pasando y yo me fui acostumbrando a las clases. Siempre era lo mismo, una pequeña charla sobre mis dificultades y una batería de ejercicios hasta agotar el tiempo. Se supone que yo debía preguntarle si algún ejercicio se me resistía pero, una vez los dos sentados, yo permanecía en silencio hasta el final de la clase.
Don Arturo estaba casado y a veces su mujer estaba en la casa. Se veía mucho más risueña y campechana que él, un día incluso me invitó a magdalenas recién horneadas.
Fue sin darme cuenta, muy poco a poco, que pasé de odiar las clases a desearlas con toda mi alma.
Un día me descubrí deseando que llegara el martes, que fuera jueves ya… Me sorprendí aspirando el aroma de la colonia de don Arturo en mi libreta, donde él había escrito unas notas… Soñé con él, que se acercaba por detrás de mí, yo sentada en el pupitre, y que al agacharse para explicarme algo, su bragueta rozaba mi cabello…
En aquellos tiempos yo no me fijaba especialmente en mi cuerpo. Tenía compañeras de clase que solo pensaban en los chicos y en ponerse bien atractivas para atraerlos. Pero yo nunca fui así…
Pero con los ojos de ahora puedo recordar cómo era yo entonces. Más bien alta, con unos pechos firmes y grandes, la cintura estrecha y las caderas quizás un poquito más anchas de la cuenta, con un culo respingón… Solo que todo eso lo escondía bajo una capa de ropa gris, aburrida, suelta, sin gracia…
Y a pesar de ni pintarme, de llevar siempre una cabellera despeinada que me ocultaba el rostro, era bonita, sí. Supongo que sería eso lo que le sedujo a él. Mis ojos verdes de un brillo dulce, que casi siempre arrastraban la mirada por el suelo, pero que de vez en cuando miraban dentro de uno…
Pasó todo el invierno y, aunque yo notaba que las miradas de don Arturo eran más cálidas y me sentía excitada en su presencia, seguíamos con el mismo ritual. Casi toda la clase en silencio, cada uno en su mesa.
El primer martes de marzo decidí que debía hacer algo. Yo no sabía exactamente qué quería, pero mi cuerpo me pedía algo, que ocurriera alguna cosa…
Me vestí sin sujetador, con un ceñido jersey negro y unos tejanos que hacía tiempo que no me ponía porque se me marcaba el coño.
Llamé al timbre de su casa. Oí sus pasos acercándose a la puerta. Tenía el coño mojado. Por la incertidumbre y porque la costura de los pantalones se movía sobre mi clítoris casi dolorosamente.
Don Arturo iba vestido igual que siempre. Gesto grave, gris, anodino. Me invitó a pasar y yo le seguí, mirando descaradamente su culo, los glúteos que se marcaban con cada paso. Como si lo hubiera notado, cuando ya íbamos a entrar en la habitación, él se giró de golpe y sorprendió mi mirada. Enrojecí, los pezones se erizaron bajo el jersey. Pensé que me iba a morir de la vergüenza. Él desvió la mirada y empezamos la clase…
El lápiz se me había quedado sin punta y me había olvidado la maquinilla en casa. No me atreví a abrir la boca para pedirle una a don Arturo. Él estaba en su mesa, con la cabeza baja, leyendo un libro. Yo tenía un sacapuntas antiguo, que no iba muy bien, intenté sacarle punta al lápiz y me corté la yema del dedo índice, poca cosa, pero se me escapó un grito y un sola y esférica gota de sangre brotó ante mis ojos.
Don Arturo se acercó, vio mi herida y sin decir nada cogió mi mano y se metió mi dedo herido en la boca. Su boca ardía, su lengua húmeda rozó el corte, lo lamió, succionó, sus ojos negros fijos en los míos, yo temblando…
Quizás todos hemos hecho este gesto alguna vez, ante un pequeño corte, chupar el dedo, el nuestro propio o el de nuestro hijo, una amiga, un gesto que se hace sin pensar…
Pero don Arturo me estaba chupando el dedo con mucho interés, cada vez se lo metía más adentro y yo sentía que me asfixiaba… Por las venas me corría una gelatina caliente y espesa que me dejaba inmóvil, a su merced…
Me había ruborizado hasta el límite mismo de la autocombustión. Me picaba la piel de las tetas bajo el jersey, mi coño venga a mojarse, lo estaba oliendo… Y también me di cuenta de que don Arturo tenía un bulto enorme en la bragueta. Nunca me había fijado en esas cosas antes. Jamás había visto una polla en vivo. Empecé a imaginarme lo que había debajo de esos pantalones de abuelo…
Don Arturo dejó de chuparme el dedo, lo sacó brillante de su boca, lo observó (no se notaba el corte) y dijo “Nada como los viejos métodos para estas cosas”. Pero la voz le temblaba y sentí su aliento que quemaba. Se me humedecieron los ojos, por el deseo, porque me sorprendía, porque no sabía cómo actuar, porque necesitaba que pasara algo que me hiciera estallar de una vez…
Pero la clase continuó por los mismos derroteros que los otros días. Solo que yo no pude escribir nada más y don Arturo cerró su libro para quedarse sentado con la mirada perdida en las vetas de la madera de nogal de su mesa.
No tenía amigas íntimas a las que consultar. A mi madre ni hablar. Me sentía sola, torturada por mil dudas y sensaciones, preguntándome lo que estaba bien y lo que no… Por las noches me acostaba pensando en cómo sería la sensación de un pene entrando dentro de mí… Veía la cara de don Arturo sobre la mía, su cuerpo moviéndose y buscando penetrarme. Empezaba a masturbarme, me corría enseguida, volvía a tocarme otra vez… Y así hasta quedarme dormida. A veces con alguna lágrima colgando de mis pestañas.
Mayo. Calor. Llegué a casa de don Arturo sudando. Me había puesto un vestido estampado de tirantes, ancho eso sí, no marcaba mi cuerpo. Sentía cada hueso, cada articulación, cada músculo y cada milímetro de mi piel a punto de quebrarse de ganas de que alguien me tocara, me acariciara, me pellizcara y me hiciera gritar de placer…
Don Arturo parecía estar recién duchado. Tenía el cabello mojado y olía a gel de lavanda. Llevaba unos tejanos y una camisa de cuadros. Me sonrió y me habló de que pronto dejaríamos de vernos…
Sin darme cuenta me senté, apoyando el culo, en la mesa de él, hablando de cómo me iban los exámenes. Él estaba de pie, delante de mí, se fue acercando, sin dejar de hablar, sus manos en mis caderas, haciendo que me sentara más adentro, sus manos subiendo la falda del vestido, separando mis piernas, quitándome las bragas… Y mientras hablándome de ecuaciones…
Hasta que su cabeza bajó y su cara quedó delante de mi coño. Le veía agachado, delante de mí, sus dedos en mis muslos, abriéndome más. Cerré los ojos. Silencio. ¡Dios mío!
Primero sentí miedo, de oler mal, de que no le gustara mi coño peludito, de que alguien nos sorprendiera… Como si él no lo tuviera todo calculado…
Empezó con suaves besos en mis muslos, su lengua arrastrándose por mis ingles, su aliento rebotando en la entrada de mi coño.
Poco a poco empezó a devorarme con sus labios, succionando, agarrando mis labios menores, tirando de ellos juguetonamente, hundiendo su nariz y su barbilla en mi resbaladiza vergüenza.
Con esa postura mi clítoris sobresalía obscenamente, o así me lo pareció a mí. Cuando recibí ahí el primer lengüetazo no pude evitar un grito. Fue cuando don Arturo me dijo “silencio”. Y yo me abrí más, puse una mano en su cabeza y le apreté la cara contra mi vagina, buscando ahogarlo, pero lo único que conseguí fue que sus caricias se aceleraran y su lengua entrara en mi coño. Me pregunté si sangraría en algún momento por la dichosa virginidad…
Me lamió el culo. Eso me pareció el colmo de la guarrería, algo inaceptable, que nunca había pensado y que a la vez estuvo a punto de llevarme al orgasmo. Pero don Arturo abandonó mi ojete y volvió a mi clítoris. Su lengua daba vueltas sobre él, alternaba suavidad y brusquedad, velocidad y lentitud. Acostumbrada a mis masturbaciones, en las que yo imponía el ritmo, aquello me parecía una tortura y a la vez me estaba dando mucho más placer que mi solitario dedo.
Don Arturo paró de chupar y yo abrí los ojos. Él me estaba mirando y sonrió. Era una sonrisa de triunfo. Supongo que pensó que me tenía a su merced. Y así era…
Se bajó los tejanos y los calzoncillos y dejó que yo viera su pene. Me asusté. No es que fuera muy grande. Con mis ojos de ahora puedo decir que era normal. Pero era el primero que veía y pensar que todo ese trozo de carne tenía que entrar en mi apretado coño me dio escalofríos.
Él me tendió una mano, me hizo levantarme de la mesa y me dijo “Ahora tú”. Primero no entendí lo que quería decir, pero cuando puso sus manos en mis hombros y me hizo agachar delante de él comprendí que quería que le chupara la polla. Yo no tenía ni idea de por dónde empezar. Estaba muy excitada, quería hacerlo pero en mis fantasías nunca me había imaginado chupándole el pene a mi profesor.
Fui acercando mi cara a ese pedazo de carne congestionada, surcada de venas inflamadas, que rezumada un líquido transparente por su delicado agujerito.
Primero percibí su olor, me pareció como de goma, de medicamento, de piel encerrada, no conseguía definirlo… Después la punta del glande rozó mis labios. Don Arturo cogió mi cabeza, me acercó más a él, mi boca se resistía a abrirse… Entonces saqué la lengua y probé aquel líquido que parecía inofensivo. Estaba salado, solo eso. Besé el glande. Pasé la lengua por el prepucio. Hasta que mi profesor no pudo esperar más y me dijo “chúpala de una vez”.
Y la engullí, hasta la mitad. Empecé a pasear mis labios y mi lengua por su polla y pensé que no estaba mal. Hasta que él la empujó más adentro. Tuve una arcada. Se me saltaron las lágrimas. Pero aguanté y a partir de ese momento alterné chupadas cortas y rápidas con otras de largas, profundas y más lentas. La respiración de él me decía que lo estaba haciendo bien…
Hasta que sus manos en mi cabeza nos separaron de nuevo. Me incorporé mientras él se agachaba y buscaba en uno de sus bolsillos. Yo sabía lo que era aquello. Los había visto en el instituto. Un preservativo. Él vio el temor en mis ojos.
“No te preocupes, te va a gustar, iré con cuidado”, me dijo.
Yo no hablé, nunca antes me había sentido tan guarra y tan caliente.
Don Arturo me puso de espaldas a él. Mis manos apoyadas en la mesa, la cabeza agachada, el culo levantado, mis piernas separadas, los pies de puntillas en el suelo. Nunca había pensado en esa postura para la primera vez. Había pensado en besos, en palabras dulces… Pero en aquel momento ya solo quería esa polla dentro de mí y deshacerme de una vez…
Me subió el vestido hasta los hombros, desabrochó el sujetador y mis tetas colgaron pesadas con los pezones erizados rozando la superficie de la mesa. Sus manos las amasaron un corto tiempo. Creo que él tampoco podía esperar más.
Sentí sus dedos entre mis muslos, buscando el camino de mi vagina. Una mano acariciándome el clítoris, la otra introduciendo primero un dedo, después dos, en mi coño. Fue como un pellizco, o como una cadena de pellizcos y después solo el calor, las contracciones, el deseo de que me tomara…
Noté la goma del preservativo donde antes estuvieron sus hábiles dedos. Empujó. Mi coño se abrió para él. Otra vez los pellizcos. Su pene reculando, volviendo a entrar. Sus dedos en mi clítoris. Empecé a moverme sin darme cuenta. Ofreciéndome y absorbiendo su miembro cada vez que él movía su pelvis. Cada vez resbalaba más, notaba la humedad a la entrada de mi coño y su pene durísimo.
Iniciamos una danza cada vez más compenetrada y lasciva. Entregándonos por completo. El chapoteo húmedo de mi coño acompañaba a nuestros jadeos. Perdí la habitación de vista. Mi mundo se redujo a esa polla que cada vez que entraba en mi provocaba un terremoto que se extendía desde mi vagina hasta la última célula de mi cuerpo.
Al final don Arturo se olvidó de la delicadeza, me folló fuerte, sin piedad, pero esperó, todo lo que hizo falta, hasta que por fin, ese orgasmo con el que había soñado tantas semanas, reventó en mí, haciéndome gritar, a pesar de su orden. Pero no me riñó, porque él también gritó y me pellizcó las nalgas y me mordió la espalda… Y a cada caricia suya mi orgasmo se redobló y no sé aún hoy en día, si fue solo uno muy largo o varios encadenados.
Después de ese día no volví a las clases. Ya quedaba poco para que acabara el curso y aprobé todos los exámenes. Mi madre ni se enteró de que al final los martes y los jueves me iba simplemente al parque hasta que era la hora de volver a casa… Me moría de vergüenza cada vez que recordaba ese último día con don Arturo. Bueno, de vergüenza y de gusto, porque las escenas de ese día acompañaron mis masturbaciones durante años.
autor:desconocido
10 comentarios - don arturo
van p
como siempre me dejas la cabeza de la verga babeando bombon
van puntos, excelente
gracias por compartir