Hace algunas décadas los jóvenes María y Alberto estudiaban en una capital brasileña. Habíamos pasado el verano esforzados en nuestros asuntos y teníamos pocos días para tomarnos vacaciones. En realidad, yo debía interrumpirlos a la mitad para hacer un trámite ineludible que me haría recorrer algunas centenas de kilómetros de ida y vuelta desde la playa. Para colmo, ese trámite tenía algunas complejidades y muy probablemente no iba a poder volver en el día.
Como ya era el final de la temporada, no nos costó encontrar una rústica cabaña de madera que los pobladores construían para alquilar detrás de sus propias humildes casas. En el terreno que elegimos había 4 de esas construcciones básicas, sin luz e incluso sin agua, que había que ir a buscar a cierta distancia a una canilla pública. La ducha se resolvía por pocas monedas en un club o restorán local. Por supuesto que la privacidad era bastante precaria.
De hecho, elegimos una de las dos cabañas del fondo por estar más retirada (ya les conté que María es de intimidad bastante escandalosa). Por dos días estuvimos solos pero, al siguiente, salíamos para la playa cuando nos topamos con la joven de la cabaña de al lado: deliciosa mujer, llena de esa lánguida sensualidad propia de las mujeres brasileras, un verdadero picante de tanguita y con la raída tela semitransparente de su camiseta corriendo el riesgo de rajarse por los pezones más prominentes que he visto. Apenas pude reaccionar y saludarla, cuando apareció su novio, un robusto mulato de gran estatura y rostro sonriente de niño ingenuo. Usaba una sunga amarilla de delgada licra que realzaba, más que cubría, un imponente bulto venoso al que María no podía dejar de mirar, incluso si hubiese querido. Y no quería.
Conversamos un rato con Mali y Paulo (“Paulão”) en ese momento y muchos otros. Enseguida nos entendimos por compartir los valores más bien hippies - empezando por la libertad sexual - propios del tiempo y lugar. La noche después del primer encuentro, María y yo nos acusábamos mutuamente de poco recato en mostrar nuestro deseo por los vecinos. Los reproches despertaron fantasías, las fantasías nos calientan, las calenturas tienen un solo remedio. Saciábamos nuestras ganas cuando, por la ventana de la otra cabaña, que quedaba a un metro y medio, escuchamos a Mali gozar en voz muy alta. Eso naturalmente desencadenó más actividad en nuestra cama. Y también recíprocos gritos, que no podían haber pasado inadvertidos del otro lado.
No pasaron, por supuesto. Al otro día intercambiamos risueños comentarios en la playa, mientras yo me deleitaba sin disimulo y sin disgusto de su parte mirando el escaso bikini de Mali hendido por los picos internos de sus feroces pezones. Tras otra noche ardiente, me tenía que ir a la ciudad, tal vez hasta el día siguiente. Provoqué a María, “¿vas a aprovechar para comer carne negra?”. Ella hizo un juego de palabras en portugués con el nombre del vecino (Paulão) con “pija grande” (pauzão) pero no creía que él se fuese a apartar de su “caramelito”.
Así, volví a la ciudad. Pasé por casa a cambiarme y del armario se me cayó una revista porno (no había internet para inspirarse…) en la que una rubia como María se curtía a un negrazo como Paulão. “¿Una señal?”, pensé. Con mucha fortuna, completé el trámite justo a tiempo para tomarme el último ómnibus de vuelta a la playa. Apresuré mi paso por las calles solitarias, entré en el terreno rumbo a mi cabaña pero, al pasar por la puerta de Mali y Paulão, algo me detuvo. Bueno, “algo”, no, me detuvo el susurro de mi nombre. Era Mali, a la luz de las velas, vestida (si se puede decir así) apenas con su tanga, mirando por su ventana y llamándome con señas de su mano. Algo pasmado, subí los escalones y entré. Sin dejar de mirar a través de la ventana, señaló hacia mi cabaña. Hice caso, quitando con esfuerzo la vista de sus desnudas tetas.
La escena era salvaje. María estaba arriba refregando su entrepierna alternadamente en la axila y la cara de Paulão. Ahora, lo que tenía en la boca era de cortar la respiración: el pauzão, un cacho de carne oscura, una boa preta, una barra de kilo de chocolate en rama del que surgía, cuando ella se lo sacaba para mirarlo y admirarlo, un glande cuyo rojo intenso se acentuaba aún más por las babas de mi extasiada mujer. La historia no quedó así, claro. El próximo viernes les sigo contando.
Como ya era el final de la temporada, no nos costó encontrar una rústica cabaña de madera que los pobladores construían para alquilar detrás de sus propias humildes casas. En el terreno que elegimos había 4 de esas construcciones básicas, sin luz e incluso sin agua, que había que ir a buscar a cierta distancia a una canilla pública. La ducha se resolvía por pocas monedas en un club o restorán local. Por supuesto que la privacidad era bastante precaria.
De hecho, elegimos una de las dos cabañas del fondo por estar más retirada (ya les conté que María es de intimidad bastante escandalosa). Por dos días estuvimos solos pero, al siguiente, salíamos para la playa cuando nos topamos con la joven de la cabaña de al lado: deliciosa mujer, llena de esa lánguida sensualidad propia de las mujeres brasileras, un verdadero picante de tanguita y con la raída tela semitransparente de su camiseta corriendo el riesgo de rajarse por los pezones más prominentes que he visto. Apenas pude reaccionar y saludarla, cuando apareció su novio, un robusto mulato de gran estatura y rostro sonriente de niño ingenuo. Usaba una sunga amarilla de delgada licra que realzaba, más que cubría, un imponente bulto venoso al que María no podía dejar de mirar, incluso si hubiese querido. Y no quería.
Conversamos un rato con Mali y Paulo (“Paulão”) en ese momento y muchos otros. Enseguida nos entendimos por compartir los valores más bien hippies - empezando por la libertad sexual - propios del tiempo y lugar. La noche después del primer encuentro, María y yo nos acusábamos mutuamente de poco recato en mostrar nuestro deseo por los vecinos. Los reproches despertaron fantasías, las fantasías nos calientan, las calenturas tienen un solo remedio. Saciábamos nuestras ganas cuando, por la ventana de la otra cabaña, que quedaba a un metro y medio, escuchamos a Mali gozar en voz muy alta. Eso naturalmente desencadenó más actividad en nuestra cama. Y también recíprocos gritos, que no podían haber pasado inadvertidos del otro lado.
No pasaron, por supuesto. Al otro día intercambiamos risueños comentarios en la playa, mientras yo me deleitaba sin disimulo y sin disgusto de su parte mirando el escaso bikini de Mali hendido por los picos internos de sus feroces pezones. Tras otra noche ardiente, me tenía que ir a la ciudad, tal vez hasta el día siguiente. Provoqué a María, “¿vas a aprovechar para comer carne negra?”. Ella hizo un juego de palabras en portugués con el nombre del vecino (Paulão) con “pija grande” (pauzão) pero no creía que él se fuese a apartar de su “caramelito”.
Así, volví a la ciudad. Pasé por casa a cambiarme y del armario se me cayó una revista porno (no había internet para inspirarse…) en la que una rubia como María se curtía a un negrazo como Paulão. “¿Una señal?”, pensé. Con mucha fortuna, completé el trámite justo a tiempo para tomarme el último ómnibus de vuelta a la playa. Apresuré mi paso por las calles solitarias, entré en el terreno rumbo a mi cabaña pero, al pasar por la puerta de Mali y Paulão, algo me detuvo. Bueno, “algo”, no, me detuvo el susurro de mi nombre. Era Mali, a la luz de las velas, vestida (si se puede decir así) apenas con su tanga, mirando por su ventana y llamándome con señas de su mano. Algo pasmado, subí los escalones y entré. Sin dejar de mirar a través de la ventana, señaló hacia mi cabaña. Hice caso, quitando con esfuerzo la vista de sus desnudas tetas.
La escena era salvaje. María estaba arriba refregando su entrepierna alternadamente en la axila y la cara de Paulão. Ahora, lo que tenía en la boca era de cortar la respiración: el pauzão, un cacho de carne oscura, una boa preta, una barra de kilo de chocolate en rama del que surgía, cuando ella se lo sacaba para mirarlo y admirarlo, un glande cuyo rojo intenso se acentuaba aún más por las babas de mi extasiada mujer. La historia no quedó así, claro. El próximo viernes les sigo contando.
16 comentarios - Décadas de sexo (3): A través de la ventana
Espero.
Wow!
(Literal) mi cara! Jajajaja
¡Gracias por pasar!