Post anterior
Post siguiente
Compendio I
A Marisol le gustan los detalles. Si fuera por ella, le encantaría que cada vez que tengo relaciones, describiera las cosas que hago.
Me encantaría complacerla, pero me siento muy cansado, así que me quedaré con lo más destacable.
La mañana siguiente (nuevamente, 2 semanas atrás), desperté con los pelos de punta. El despertador sonó a las 6 de la mañana, pero no era el mío. Era el de Marisol.
“¡Corazón!” le dije, mientras dormitaba. “¡Corazón, tienes que levantarte!”
“mhm… ¿Qué?...” preguntó ella, medio adormilada.
“Pusiste el despertador y te tienes que levantar…” le respondí.
“¡No, no es para mí!” dijo, dando un bostezo y acomodándose nuevamente bajo las sabanas. “Es para que prepares el desayuno…”
“¿Qué?” pregunté sorprendido.
“Es que Celeste se levanta temprano para preparar el desayuno… y como eres bueno en la cocina…” respondió, volviendo a dormir.
Pero yo la punteaba. Me he malcriado con sus mamadas matutinas, sin mencionar que a ella le encantan.
“¡No!” protestó ella, bastante molesta. “Dijo que iban a hacer panqueques y hace tiempo que no como.”
Y se acurrucó hacia el borde de la cama.
No me quedó otra opción que ir al baño y orinar, esperando a que bajara a la mitad.
En efecto, la puerta del dormitorio de Celeste estaba abierta y se escuchaba ruido proveniente de la cocina.
“¡Señorito, lo he despertado!” dijo complicada, al verme entrar a la cocina.
“¡No, no te preocupes!” le dije yo, ayudándole a buscar las fuentes. “Fue idea de mi esposa que te ayudara y te diera una mano.”
“¿Una… mano?” preguntó, con unos ojos que translucían sus pensamientos.
“Preparando el desayuno.” Respondí, apagando sus intenciones.
Lucia se ha acostumbrado a una vida refinada. Es de esas mujeres que decide vivir sano, tomando jugo natural de naranjas, recién exprimidas, té con leche caliente y ojalá en bandeja, tostadas, panqueques y cosas por el estilo.
Por las mañanas tiene un desayuno bien frugal y al parecer, sigue una dieta especial, rica en fósforos (aunque dudo si consideraron los riesgos de intoxicación por mercurio, un riesgo latente para una dieta compuesta principalmente por pescados y mariscos), ya que no comen carne. Con suerte, comen carne de soya.
Pero la que tiene que pagar el sacrificio de preparar las comidas es Celeste y encuentro que si fuese en casa de Lucia, sería justificable. Pero no en la mía.
A mí me molesta, porque lo encuentro inútil. Como casi siempre me encargo de lavar los platos, no me hace ninguna gracia hacer lavasa para el plato personal de ensaladas.
Marisol y yo somos más prácticos y familiares. Una fuente con ensalada, donde cada uno unta su parte y todos contentos.
Y era por eso que me encargaba de batir la natilla, mientras la pobre Celeste cortaba y pelaba los duraznos y manzanas para meterlos en la licuadora.
“Su señora me dijo que era bastante bueno cocinando…” me dijo, sonriente con mis atenciones.
“Es que cuando empezamos a vivir juntos, mi esposa no sabía cocinar bien.”
“Me parece raro ver a un macho tan guapo en la cocina…” me halagó, mirándome con malicia.
Celeste vestía una polera de algodón blanca, vieja y desteñida, que con suerte le alcanzaba a ocultar parte de la enorme cola que tiene.
Pero lo que me hacía avergonzar era que bajo esa polera, sin sujetador alguno, se marcaban ligeramente sus pezones, mientras que sus pechos generosos se sacudían en completa libertad y ella, aparte de saberlo, trataba de seducirme con ellos.
Celeste es bajita, pero bien formada. De piel morena y por su acento, no sé si será venezolana, colombiana o tal vez, de ecuador. Pero es de esas mujeres con ritmo en la sangre.
Es de cabellos rizados, negros, pero tan alborotados, que me recuerdan a una palmera. Sin embargo, cuando está vestida, se lo toma con una cola de caballo que le bajan el volumen, pero no la hacen ver tan guapa como una mujer de cabellos lisos.
Tiene unos ojos negros, muy vivos y una mirada coqueta y calentona. Su nariz es larga, delgadita y bien fina y sus labios son rosados, carnosos y muy apasionados.
Era difícil preparar los panqueques, si ella se obstinaba en mostrarme la cola al sacar las tazas y los platos y mis pantalones de pijama se empezaban a hacer pequeños.
“¿Has pensado con qué vas a rellenarlos?” le pregunté, tratando de concentrarme en mi labor.
“¿Mande?” preguntó, confundida.
“Si acaso has decidido el relleno.” Respondí yo, contabilizando unas 20 tortillas. “¿Qué les vas a echar? Miel, mermelada, leche condensada…”
“No lo sé…” dijo, untando con el dedo la fuente con restos de natilla y mirándome a los ojos, mientras se la metía en la boca. “¿Qué le gustaría a usted?”
Traté de sonreírle y hacerme el desentendido, aunque mi erección claramente reflejaba mis deseos.
“Tú conoces mejor a tu jefa. Lo mejor será que tú escojas…”
Abrí el refrigerador y fue un alivio recibir el aire helado sobre mis piernas. Tomé la mermelada, la salsa de arándanos, la miel, la mantequilla de maní y el manjar, que es una especie de pasta de leche color café y de la alacena, tomé una lata de leche condensada.
Estos 2 últimos los conseguimos de pura casualidad, porque encontramos una tienda con productos de mi tierra y a mi esposa le encantan las cosas dulces.
“¡Prueba y escoge!” le dije, al verla confundida por la variedad de sabores que se le presentaban.
Y tras ver los envases un rato, se volvió sonriente y coqueta hacía mí.
“Quiero darle las gracias por recibirme. Usted y su esposa se han preocupado mucho de mí y si necesita cualquier cosa, estoy para servirle…”
Yo me reí.
“¡No te molestes, Celeste! Yo…”
Me dio un beso candente. Una lengua dulce, saboreando la mía, mientras que unos pechos blanditos y bien parados se enterraban en mi cintura y una mano, muy meticulosa, se encargaba de sobar mi verga.
“¡Lo que usted diga, mi señor, y estaré dispuesta a hacerlo!” dijo ella, tomando el frasco de mermelada y agachándose, mientras yo estaba en la gloria.
Fue una sensación tan extraña sentir la mermelada helada sobre mi falo. Estaba ardiente y fue refrescante, pero duró unos segundos, porque la boca de Celeste se encargaba de chupar.
Podía sentir como el frio se esparcía y se disipaba en sus labios, que chupaban sin parar.
“¡Está rico!... pero quiero ver algo más…” dijo, deteniéndose unos segundos.
Yo estaba sin palabras y completamente tieso. Tomó la salsa de arándanos y la vertió, mientras yo me deshacía en sus labios, mientras repetía la degustación con cada uno de los elementos.
Finalmente, se decidió por la leche condensada. Supongo que se debió al parecido en los colores con mis propios jugos y para esas alturas, ya no quería que parara. Le sujetaba la cabeza y la guiaba al ritmo que más placer me daba, enterrándosela cada vez más y más adentro.
Finalmente eyaculé y aunque intentó tragársela toda, parte de mis jugos escaparon por sus labios.
Ella la estrujaba y la lamía, mirándome a los ojos.
“¡Es una lástima que no pueda rellenarlo con esto!” me dijo ella, lamiendo muy satisfecha.
Como aún estaba erecto, subió para besarme.
“Con su ayuda, he terminado antes el desayuno. ¿Hay algo que quiera mi amo y señor?” preguntó, acomodando a mi verga entre sus piernas, sin parar de besarme ni abrazarme.
“¡Vamos, Celeste!... no soy tu amo…”
Dio un suspiro más caliente…
“¡No, señorito!... usted es un macho… y yo soy una de sus yeguas…” me explicaba ella, besándome y presentándome la cola y apoyándose en el mueble. “Y cuando el macho está caliente… sus yeguas son las que lo calman…”
Tenía una tanguita delgadita, color negro y de encaje. Ni siquiera se la saqué. Solamente la moví lo suficiente para meterla entre sus nalgas.
Ella la recibió gustosa. Para variar, le encanta que le hagan la cola.
“¡Es tan gordita y gruesa la polla de mi amo!” exclamaba ella, con la pasión de una enamorada. “Si mi amo lo quiere… puede meter su vergota… en donde quiera…”
Me ponía más caliente con sus palabras y con eso, más violento y a ella le gustaba. Como es menudita, la sacudía entera e incluso la levantaba un poco con mis embestidas.
Le apretaba los pechos y para mi sorpresa, envolvían mis manos bajo su polera, atrapándolos casi a presión. Su tamaño debía estar entre el de Marisol y Verónica, bordeando los 100 cm.
Y a ella, le volvían loca…
“¡Si, mi amo!… tome las tetas de su yegua… ¡Pellízquelas!… ¡Cómalas!… ¡Haga lo que quiera con ellas!”
Yo bombeaba con locura por su cola, mientras que mis manos amasaban, pellizcaban, apretaban, sobaban y masajeaban sus enormes pechos.
Su cabello, despeinado, vibraba con mis embestidas y el sabor de su piel y su aroma, tan excitante e intenso, me ponía más y más caliente.
“¡Ay, mi amo!... ¡Ay, mi amo!... me besa tan rico… ¡Ay!... ¡Ay!... ¡Ay!...” exclamaba, mientras que mi mano masajeaba la catarata entre sus piernas.
Pamela también es de piel morena, pero Celeste es más oscura y su piel tiene un olorcito rico particular. Es un aroma exótico. Cautivador. Fogoso.
Y su trasero, puede que no sea tan perfecto como el de Pamela, pero es enorme y mis embestidas, como es tan pequeñita, la levantaban más y más.
“¡Sii, mi amooo!... ¡Ay!.... ¡Auuu!... ¡Meta su tremenda chota… en el fondo de mi culo!...” decía dando verdaderos alaridos, cuando me afirmaba a sus nalgas para no levantarla.
“¡Celeste, ya no aguanto más!... me voy a correr en tu cola…” le avisé.
Solamente, una vez me he corrido afuera, cuando Amelia “me tomó a la fuerza”. Pero las otras veces, como se hincha tanto, nunca puedo sacarla.
“¡No se preocupe, amo bonito!...” gemía ella, alborotada como una gallina que puso huevos. “¡Descargue su chota… en el culo de su yegua… para que se sienta mejor!”
Y así lo hice…
Y lanzó un gemido desgarrador, que por suerte la puerta de la cocina estaba cerrada.
“¡Ay, mi amo!... ¡Ay, mi amo!...” exclamó Celeste, bien adolorida por la cola, pero sonriente como ninguna. “Su esposa no mentía… cuando dijo que quedaba atrapado dentro de sus hembras…”
Aun me sorprenden esos comentarios…
“¿Mi esposa te contó eso?”
Ella se rió.
“Así fue…” dio un suspiro y prosiguió. “Fue ella la que me preguntó… qué pensaba de usted… y aunque me costó decirle… le dije que lo encontraba bastante guapo… y muy macho… y entonces me preguntó… si me parecería tomarme por las mañanas… ¡Y ya me ve, aquí, con todos sus jugos en mi cola!…”
Nos despegamos y nos arreglamos. Limpiamos parte de la cocina y abrimos las ventanas. Ella fue a bañarse y yo regresé a mi cama, a dormir otro poco más.
Durante los días siguientes, Celeste se encargó de mi erección matutina. Marisol bromeaba, diciendo que si teníamos una empleada, teníamos que aprovecharla.
El miércoles, le comí los pechos en la cocina, mientras la masturbaba (Pamela y Lucia se levantan a eso de las 10 de la mañana) y le pedí que me hiciera un paizuri, lo cual hizo muy contenta.
El jueves, nos duchamos en el baño de abajo. Le comí la almejita y le hice nuevamente la cola.
Y el viernes, tuvimos un pequeño problema…
“¡Amito, quiero que la meta en “mi puchita”!” me pidió, con muchas ganas, mientras se sentaba en el mueble de cocina, con las piernas abiertas y yo la besaba y masajeaba sus pechos.
Estaba tentado, pero la cabeza de arriba aun razonaba.
“Pero Celeste… ¿Tomas pastillas o algo para cuidarte?”
Ella sonrió.
“¡No!” respondió ella, masajeando mi vientre. “La señora no me deja salir mucho… ni mucho menos estar con hombres… pero no me importa tener el hijo de mi macho…”
Se habría vuelto una de las amigas más cercanas de mi esposa si la hubiese escuchado. Porque para Marisol, el ideal sería que llenara toda Australia con mis hijos.
Tuve que resistirme…
“¡No, Celeste!... ¡No está bien! ¿Qué pasará con tu familia si te embarazas?”
Ella lo tenía fríamente calculado…
“¡No me importa!” respondió, abrazándome por la cintura y atrayéndome hacía su entrepierna. “Me vuelvo sirvienta de su señora y me puede llenar “la puchita” las veces que quiera…”
Esa lógica me desequilibraba…
“¡Celeste, esa no es la solución!” le expliqué. “¡No puedo llenarte de hijos!”
“¿Por qué no?” preguntó, con bastante astucia. “Lo he visto con la señorita y no creo que le cause problemas…”
Era cierto, pero la situación con Pamela es completamente distinta.
Sin embargo, el raciocinio y las matemáticas son parte de mi sangre…
“Celeste, ¿Cuántos días te faltan para el periodo?”
Ella me miró sorprendida…
“¿Por qué? ¿Quiere hacerme ““la puchita”” los días de la regla?” preguntó, casi poniéndose a llorar.
“¡Por supuesto que no!” le respondí. “Sólo responde mi pregunta…”
Le daba vergüenza. No era un tema de conversación para “otros machos”…
“Me falta… como una semana… y algo…” respondió, bajando la mirada.
Yo respiraba más aliviado…
“Bueno, supongo que es lo más seguro que se puede estar…” le dije, bajando mis pantalones. “Pero vas a tener que salir con Marisol un día a la farmacia y comprar pastillas. O lo otro será que lo hagamos con preservativos.”
Su rostro se iluminó como un faro…
“¿Me la va a meter?”
Un gesto vale más que mil palabras.
Mientras ensanchaba esa apretada y empapada rajita, recordaba los consejos de la primera ginecóloga que vio a Marisol.
Aunque no nos gustó su atención, porque nos juzgaba bastante por nuestra diferencia de edad, le explicó que los días más seguros para hacerlo sin pastillas.
El periodo de desecho del ovulo abarca entre 3 y 5 días, pero el ovulo en sí muere aproximadamente entre 7 y 10 días antes.
Sin embargo, no deja de ser riesgoso hacerlo sin protección, pudiendo alcanzar casi un 40% de fertilizar el ovulo.
Pero estábamos calientes y los números los consideraba lo suficientemente bajos para arriesgarme.
Además, Celeste es pequeñita y calentona.
“¡Mi amo me está… partiendo con su vergota!” exclamaba, a medida que avanzaba lentamente en ella.
El aroma a su cuerpo y el brillo de su piel me excitaban un poco más y la lenta, pero consistente marcha empezaba a ganar más y más ritmo.
“¡Amito… vacie su chota caliente en mí!... ¡Ahh!... ¡Por favor!...” suplicaba, mientras la tomaba por sus nalgas para poder penetrarla mejor.
Por el cuerpo ardiente de Celeste, pensé que sería fácil penetrarla.
Pero sorpresivamente, estaba tan apretada, que tenía que ensancharla.
“¡Su esposa tiene mucha suerte!...” suspiraba ella, entremezclada con lágrimas de dolor y de placer. “¡Usted es un macho tan guapo!… ¡Uhhh!... y se nota por sus ojos… que está enamorado de ella…”
Sus palabras me avergonzaban…
“¡Celeste… yo no soy macho!” le dije, mirándola a los ojos.
Ella me besaba, con la respiración entrecortada, producto de mis movidas.
“¡Si, señor!” exclamó ella, sacudiéndose frenéticamente con su pecho vibrante. “Usted es mi macho… y yo soy su yegua…”
Estaba tan vigoroso y el aroma exótico a Celeste me tenía tan caliente, que empecé a darle con más y más fuerza.
Por su parte, ella se acomodaba lo mejor que podía, resistiendo mis embestidas y cediendo su ardiente cuerpo. Tan ardiente, que la transpiración marcaba claramente los excitados pezones y parte de su ombligo en su vieja polera.
Acabé en ella bien adentro, al punto que me puse de pie en puntillas, para rellenarla lo más posible.
Ella estaba dichosa y me besaba, ronroneando como gata consentida (Irónicamente, nunca he tenido un gato).
Y mientras esperábamos para despegarnos, su espíritu alegre canturreaba:
“La vergota de mi amo… me rellena “la puchita”… con su leche, calientita…”
Así pasaron los días y finalmente, volví con Pamela de faena.
El martes por la mañana Celeste me esperaba, mostrándome que se había tomado sus pastillas y levantándose la polera para dormir, ofreciendo nuevamente la “puchita” a su macho…
Post siguiente
1 comentarios - Siete por siete (54): Fiebre de chocolate