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Una peculiar familia 22



CAPÍTULO XXII

Erigiéndose en maestra de ceremonia, a la vez que iba dando la bienvenida a sus parientes, Bea me fue presentando uno a uno a aquel quinteto de personas para mí desconocidas, introduciéndome a su vez como "su hermano".

El gigantón, tito Santi, era el único hermano de Merche, cinco o seis años mayor que ella, si bien su pelo totalmente cano le hacía aparentar bastante más edad. Ejercía no sé qué actividad diplomática en la República Dominicana y tenía su residencia en Santo Domingo, que era la ciudad natal de la mulatona Maite, veinte años menor que él y como cien veces más esbelta, con la que se había casado en segundas nupcias, después de que mandara a paseo a su primera esposa y madre de los otros tres personajes, Javi, Sole y Marga, que pasaron a convertirse automáticamente en mis queridos primos.

Javi llevaba camino de transformarse a no mucho tardar en un segundo Santi, en tanto que Sole y Marga, sobre todo esta última, apuntaban más a princesitas de un cuento de hadas. Ninguna de las dos era gran cosa, aunque para un polvo ambas estaban más que bien. Pero donde se pusiera Maite, que se quitaran las demás. El tito Santi supo muy bien donde puso el ojo y, aun sin conocer a la madre de sus hijos, yo daba por sentado que había ganado en el cambio.

Y es que Maite era una de esas mujeres de rompe y rasga, típicas de países tropicales, de donde se dice "que les crecen antes las tetas que los dientes". Ni blanca ni negra, con facciones totalmente blancoides y de una belleza poco común, con unas curvas enloquecedoras a lo largo y ancho de su espectacular anatomía, a mí me dejó por completo flipado.

Cuando, precedidos por Bea, todos se ausentaron para ser llevados a las habitaciones que les habían sido asignadas, dejándonos a Luci y a mí a solas en el salón, mi primera pregunta fue:

—¿Cómo ha conseguido tu tío Santi hacerse con semejante hembra?

—Digamos que su palacete, su yate, su nada despreciable cuenta corriente y algunas cosillas más por el estilo han jugado un papel importante.

—¿Quieres decir que Maite no se ha casado con tu tío por amor?

—Por supuesto que se ha casado por amor... a su dinero.

—¿No te cae bien tu tía?

—¿Por qué no habría de caerme bien? Es una mujer simpática y cariñosa. Pero una cosa no quita la otra.

Un poco mosqueado por la medio sonrisa que no terminaba de desaparecer de los labios de Luci me llevó a formularle una nueva pregunta:

—¿Qué es lo que tanto te divierte?

Luci se me quedó mirando un instante y terminó respondiéndome con otra pregunta:

—¿Te imaginas a tío Santi y a tía Maite haciendo el amor?

No había pensado en ello; pero, ahora que Luci lo mentaba, no sólo comprendí el porqué de su risita, sino que también la compartí. Y me acordé de King Kong.

—Debe de ser algo curioso —comenté.

—¿Curioso? ¡Es la repera!

—¿Cómo lo sabes?

Del rostro de Luci desapareció todo vestigio de sonrisa. Se quedó como vacilante, mordiéndose ligeramente el labio inferior.

—¿Me guardarás el secreto? —preguntó al cabo de un rato.

—Dado que no sé cuál es el secreto, puedes dar por descontado que lo guardaré. No ya por discreción, sino por absoluta ignorancia.

—Me refiero a que no hablarás a nadie de lo que voy a enseñarte.

—Si consideras que no debo hablarlo con nadie, no lo hablaré ni siquiera contigo.

—Conmigo y con Bea sí podrás hablarlo; pero con nadie más. Ni con mi madre.

—De acuerdo, prometido. ¿De qué se trata?

Luci me condujo en silencio por una parte de la Mansión que yo no había transitado nunca: la zona restringida. Como si estuviésemos huyendo de la justicia, me hizo entrar con gran sigilo en un cuarto semioscuro y cerró la puerta con llave por dentro. El recinto se me antojó extremadamente pequeño para las dimensiones que en la Mansión se barajaban; pero la cosa tenía truco.

Luci se acercó a la pared frontal, abrió una caja camuflada y empotrada en la misma que contenía una serie de pulsadores o interruptores de diversos colores y presionó uno de color rojo. Automáticamente, la pared que quedaba a nuestra derecha, que no era una pared sino un panel de madera que daba el pego a la perfección, comenzó a deslizarse con un leve zumbido y pronto dejó un hueco de ancho similar al de una puerta cualquiera, por la que ambos nos colamos para pasar a otro habitáculo de similares proporciones y que volvió a cerrarse cuando Luci pulsó otro nuevo botón.

Me quedé un tanto alucinado, sin saber muy bien qué pensar de lo que allí veía, que se me antojó muy parecido a esos centros de control que había visto en algunas películas de ciencia ficción, a juzgar por la cantidad de monitores de televisión que cubrían casi al completo una de las paredes. En el centro se encontraba un monitor de por lo menos cien pulgadas y, en torno a él, los demás eran notoriamente más pequeños. Por delante de todos ellos, una especie de consola con un montón de mandos deslizantes y no menos botoncitos luminosos a modo de teclado servían para controlar, según me iría explicando Luci, lo que no era sino un sofisticado sistema de vigilancia que permitía ver lo que ocurría en todo momento en cada rincón de la Mansión, tanto por dentro como por fuera de la misma.

Me hizo sentarme a su lado, al pie de la consola, y con expertos movimientos empezó a manipular acá y allá.

—A ver si tenemos suerte —dijo, más hablando consigo misma que conmigo.

Todos los monitores, a excepción del mayor o principal, fueron iluminándose uno a uno mostrando distintos puntos de la Mansión.

—¡Creo que estamos de enhorabuena! —exclamó con cierto alborozo.

De pronto la pantalla principal también se iluminó y en ella aparecieron el tito Santi y Maite en persona, a solas en la habitación que se supone les había correspondido.

—Esto sí que es espionaje de calidad —no pude por menos que comentar.

—No es su función principal, pero también sirve para esto. En realidad, su objetivo es poder examinar hasta el último rincón de la casa en caso de alarma.

Se perdió en una serie de explicaciones que no vienen a cuenta y, mientras tanto, Santi y Maite se fueron calentando y empezaron a darse un morreo de padre y muy señor mío. Al principio estaban de pie, pero pronto acabaron tumbados en la cama. Al sistema no le faltaba de nada, pues hasta sus murmullos podían escucharse y la imagen se podía acercar o alejar a gusto del consumidor. De momento, Luci mantenía un plano general de los dos involuntarios actores, que, ajenos a la acechanza de que estaban siendo objeto, seguían con un cada vez más integral magreo.

—¿Sabes que me estoy poniendo yo también cachondo? —advertí, arrimándome un poco más a Luci y pasándole un brazo por los hombros.

—Pues esto no es nada. Como les dé por pasar a mayores, ya verás...

Todo parecía indicar que Santi y Maite pasarían a mayores. Por lo pronto, él ya le había subido la falda a ella hasta casi la cintura y amasaba con afán las dos generosas nalgotas de la mulata. Al principio creí que no usaba bragas, pero después sí pude apreciar que llevaba puesto un tanga. A Santi casi no se le oía, pero Maite cada vez alzaba más la voz.

—Maite es todo un volcán —aseguró Luci—. Trae a mi tío por la calle de la amargura. Es de las que no se cansan nunca y nunca tienen bastante.

—A mí me pasa algo muy parecido —afirmé, colando mi mano por el escote de Luci y aprisionando la teta que me quedaba más accesible—. Y viendo estas cosas la necesidad se me acrecienta una cosa mala.

—Ya lo veo, ya —dijo Luci echando un vistazo a mi entrepierna.

Fue el momento en que Maite se puso en pie y en un visto y no visto se deshizo de su ropa, que no era tanta, e incitó a su marido a que hiciera lo mismo; pero éste se lo tomó con más calma. Decididamente, Maite era una señora hembra y ahora que la contemplaba desnuda, aunque sólo fuera de espaldas, me lo parecía mucho más. Aquel color de piel, casi de café con leche, me resultaba especialmente excitante.

La cachaza de Santi me sacaba de quicio. Diríase que contaba hasta veinte antes de desabotonarse un botón de la camisa. Y tenía unos pocos.

—Me vas a hacer polvo la teta como sigas apretando —se quejó Luci.

—¿No hay otra cámara oculta que nos deje ver la delantera de tu tita?

—A tanto no hemos llegado.

—Debe de tener unas tetas descomunales... Mira cómo le asoman por los lados.

—No anda mal surtida; pero tanta teta a mí me resulta hasta incómodo. No quisiera tenerlas como ella ni regaladas.

Santi por fin se había despojado de la camisa y procedía a hacer lo mismo con los pantalones. No sólo era gordo y grande, sino peludo. Su aspecto era poco más o menos el de un oso. Su barrigón era enorme, increíble. Maite no era precisamente un alfeñique, pero a su lado lo parecía.

—¡Ahora viene lo más interesante! —saltó Luci de su silla casi dando palmas.

Santi se bajó a una pantalones y calzoncillos hasta dejar el culo al aire, y a continuación se sentó en el borde de la cama para terminar de quitarse ambas prendas. De pie, con semejante barriga, no habría podido.

—¡Mira que mierda de picha tiene mi tío! —me dio con el codo Luci en el costado.

No sé si es que más de la mitad la tenía hundida en su abundante sebo, pero lo cierto es que su verga, pese a estar bien tiesa, no guardaba la menor proporción con su corpulencia.

—¡Verás, verás ahora! —seguía Luci con su diversión—. La tiene que coger por detrás porque es la única manera en que puede.

Y, efectivamente, Maite se tuvo que agachar con su trasero bien en pompa para que Santi tuviera opción de asaltar con semejante gatillo la inmensa covacha que se abría entre las piernas de ella. Como la barriga era un estorbo para todo, la postura de Maite era tremendamente forzada, pues tenía que empinar el culo hasta casi partirse por la cintura.

Cuando por fin se produjo el tan dificultoso acoplamiento, Santi empezó a moverse como agitado por un calambrazo, con movimientos rápidos y de poco recorrido, para que su pingajillo no se saliese del agujero. Maite se puso a gritar como una posesa y tales gritos no podían ser sino fingidos, pues estaba claro que aquella cosa poco efecto podía hacerle. Santi, sin embargo, se corrió como un bendito al poco rato y, deshecho por el esfuerzo, se dejó caer medio desmayado sobre la cama, a la que le crujió hasta el último tornillo.

—Yo creo —opiné— que lo que le pasa a tu tía es que está de ramadán desde que se casó con tu tío. No es que no se canse; es que no lo cata. Eso de tu tío es como echar un cacahuete en la boca de un tigre de Bengala.

Pero la fiesta no había terminado. Ahora Maite se sentó sobre la cabeza de Santi y le apremiaba para que chupara aquel coño insatisfecho. Al menos, la nueva toma me permitió ver de perfil una de las tetas de Maite y aquello acabó de ponerme rabioso a más no poder.

—Luci —dije poniéndome en pie—, lo siento mucho pero yo no aguanto más.

—Ni yo tampoco.

Los gritos de Maite habían cobrado mucha mayor intensidad y resultaban mucho más convincentes. No hacía falta ni mirar a la pantalla para saber que se lo estaba pasando en grande.

Yo no quise ser menos y, en cuanto Luci se levantó de su asiento, la liberé de los pantaloncitos que llevaba puestos, aparté a un lado la braguita y comencé también a chupar como un condenado aquel delicioso coñito, que ya rezumaba humedad por todas partes. Trabajé su clítoris como no lo había trabajado nunca y le propicié un orgasmo que la dejó como ausente durante un buen rato. Fue justo el tiempo que necesité para terminarla de desnudar y desnudarme yo también.

—¿Cómo quieres que lo hagamos esta vez? —me consultó.

—Como siempre. Yo pongo el mango y tú el mortero.

—Ven acá —dijo ella, cogiéndome de una mano y llevándome hasta una de las paredes, a la que pegó su espalda antes de explicar—: Hoy lo haremos de pie. Nunca lo he hecho así y tengo ganas de probarlo.

—Pues no se hable más. Tus deseos son órdenes para mí.

Entretanto, Maite debía por fin haber alcanzado el orgasmo, porque soltó un aullido que retumbó en toda la habitación.

Impaciente ya porque Luci siguiera sus mismos pasos, me pegué a ella e hice que levantara una de las piernas pasándola por detrás de mi cuerpo. De tal guisa su vagina no sólo quedaba a tiro, sino que mi polla podía ahondar en ella hasta alcanzar fondo. La diferencia de estatura me obligó a mantener las piernas ligeramente flexionadas, pero el fin bien valía tan nimio sacrificio.

Luci rodeó mi cuello con ambos brazos y nuestras bocas terminaron tan unidas como nuestros sexos, devorándose la una a la otra. Los gritos de Maite habían arreciado y ahora daban paso a los gemidos de Luci, mucho menos estruendosos pero más excitantes a mis oídos.

Me encantaba sentir cómo la punta de mi verga se estrellaba una y otra vez contra su cérvix y, aunque en algún sitio había leído que ello podía resultar molesto para la mujer, Luci no sólo no se quejaba sino que hasta ponía de su parte para que la penetración fuera máxima.

La cosa llegó a tal punto, que mi querida hermanastra acabó rodeándome con ambas piernas y pidiendo más y más como si no estuviera ya dándole bastante. Las mías eran auténticas embestidas, en nada envidiables a las de ningún vitorino, jaleadas por unos suaves murmullos que terminaron convirtiéndose en gritos de incontrolado placer cuando de nuevo alcanzó su punto álgido.

—¡Dios! —clamó apretando los dientes y alargando la "s" final, al tiempo que, sacando fuerzas de flaqueza, se apretaba aún más contra mí—. Éste es el mejor polvo de mi vida.

Bueno. Al menos ya no era yo sólo el único que sacaba esa impresión tras el último polvo y eso me resultó tranquilizador. Tal vez fue por ello que, pese a estar yo más que a punto de soltar también mi cosecha, opté por contenerme y alargar el instante hasta que de nuevo Luci, ya convertida en un pelele entre mis brazos, volvió a salir de su aparente marasmo en otra eclosión de gozo más vívida aún que la anterior. Y ya sólo tuve que dejarme llevar por el impulso de sus propios estremecimientos para que me contagiara de lleno a mí los míos. De pronto, su liviana carga empezó a resultarme más y más pesada, hasta hacérseme casi insostenible.

Creo que nada resulta más gratificante para un hombre que ver reflejada en su pareja la satisfacción; y la de Luci no podía ser más expresiva en tal sentido, como aquel beso, ya sin pasión pero pleno de cariño, que depositó en mis labios antes de que nos desembarazáramos el uno del otro.

Viendo cómo de roja tenía su espalda a consecuencia del roce a que había estado sometida contra la pared, entendí mejor que nunca hasta qué punto es inigualable el placer del sexo, capaz de ahogar cualquier otro sentimiento adverso. Porque, aunque no se quejaba, me parecía más que evidente que la espalda tenía que dolerle por fuerza.

En la pantalla gigante también había cesado toda actividad y Santi y Maite habían desaparecido de la escena.

Luci estaba tan radiante que, a poco que lo hubiera insinuado, de buena gana le hubiera dado otra ración parecida a la que acababa de recibir. Pero, como muy bien dijo mientras apagaba todos los monitores, era más que posible que toda la familia estuviera ya reunida en el salón y nos estuvieran echando en falta; lo cual sólo resultó cierto a medias: todos estaban efectivamente en el salón, mas no me pareció que nadie hubiera advertido nuestra ausencia.

Sorprendentemente, nada más incorporarnos al grupo, Maite se acercó a mí, me tomó del brazo y me llevó a un rincón aparte.

—¿Es verdad lo que cuentan de ti? —me preguntó con mirada cómplice.

—¿Qué cuentan de mí?

—Que eres un auténtico portento.

—¿Portento? ¿A qué clase de portento te refieres?

—De sobras sabes a lo que me refiero, tunantón —aquí me echó mano a la entrepierna y me abarcó todo el paquete.

—Se hace lo que se puede —repliqué un poco cortado ante la posibilidad de que alguien reparara en la escenita.

—¿Me harás una demostración?


—¿Cuándo? ¿Ahora mismo?

—Hombre, tan desesperada no estoy. Dentro de poco será la cena. Después podríamos escaparnos a algún sitio discreto y... Bueno, ya sabes.

—De acuerdo —convine—. Pero te advierto que eso de portento me suena un algo exagerado. Yo creo que soy normalito.

—Eso ya lo decidiré yo después de la demostración.

Y me dejó a solas, pues justo en ese momento su marido la reclamaba a su lado.



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