CAPÍTULO XVIII
Encaminé mis pasos hacia la Mansión a hora tan temprana que ni siquiera, a pesar de la distancia, me molesté en tomar el autobús. La tarde anterior había contactado con Bea y se mostró tan dramática y ansiosa de verme que no pude negarme por más tiempo a satisfacer tan grata demanda. Con Dori todo iba tan sobre ruedas, que hasta ella misma me animó para que acudiera a la cita cuanto antes.
La uniformada y oronda sirvienta también se había convertido ya en vieja conocida y siempre me recibía como a todo un señor. Petra se llamaba, aunque, con la manía imperante de reducir los nombres a su mínima expresión, pasaba por ser simplemente Pet, apelativo que recibía con el mayor agrado. Si supiera que "pet" es "animal de compañía" en inglés, quizá no se hubiera sentido tan orgullosa de ostentarlo; pero, como decía mi padre, "muchas veces es mejor no saber nada", homenaje a la ignorancia selectiva que, ciertamente, ayuda en ocasiones a mantener la felicidad en el mundo.
—Hola, Pet —saludé—. ¿Se encuentra la señorita Bea en casa?
—Las señoritas Bea y Luci han salido a dar un paseo en bici. La señora sí se encuentra en su dormitorio y me encargó que le pasase aviso de su llegada.
—Si está dormida, no es preciso que la despierte.
—¡Oh, no! La señora hace tiempo que está despierta.
—En ese caso...
Respecto a mí, Pet ya se había olvidado de todos sus buenos oficios iniciales. Me consideraba como uno más de la casa y no veía ninguna utilidad en conducirme al salón ni a ninguna otra pieza de la misma, dando por sentado que yo ya sabía desenvolverme solo con toda soltura. Me dirigí, pues, al salón por mi propia cuenta.
Me había contrariado un poco el hecho de que ni Bea ni Luci se encontraran presentes. No podía reprocharles nada, porque tampoco yo había concretado hora alguna para la visita, limitándome a decirle a Bea: «Mañana me daré una vuelta por ahí».
A Merche no había vuelto a verla desde aquel día en que mi padre me llevó a conocer a Bea en "la otra casa". Casi me había olvidado incluso de sus facciones, aunque guardaba un vago y nada desagradable recuerdo de sus hermosas tetas y de su no menos apetitoso trasero. Mi padre no era tonto en absoluto y no me cabía la menor duda de que, cuando él se había fijado en ella, es porque Merche había sido, y tal vez lo seguía siendo, canela en rama. Bastaba ver el enorme lujazo en el que vivía inmersa para hacerse una idea. No creía que todas las putas, ni aún las de alto standing, pudieran vanagloriarme de lo mismo; ni tampoco muchos hombres, como mi padre, jactarse de haber follado a discreción con semejante hembra sin costarle un céntimo.
—La señora le recibirá en su dormitorio.
La voz de Pet sonó con cierto retintín, como si ya diera por hecho que tal tipo de recibimiento fuera presagio de cosas mayores. Y como también sabía que yo sabía dónde se encontraba el dormitorio de la señora, se ahorró el guiarme hasta él.
Pese a que la puerta estaba ligeramente entreabierta, me pareció prudente llamar antes de terminarla de abrir y entrar.
—Pasa, pasa, cariño.
Aunque ya he dejado dicho que sólo la había visto una vez, aquella Merche no se me pareció en nada a la que yo tenía en mente. Y el cambio no era para mal, sino para bien y mucho.
Tenía entendido que el maquillaje se empleaba para disimular defectos y realzar la belleza de quien lo usa, pero en el caso de Merche esta teoría se me tambaleó un tanto. Con un poco de sombra en los ojos y tal vez un menos de carmín en los labios, me pareció mucho más hermosa de lo que yo la recordaba. Y si a ello se añade que sólo se cubría con un salto de cama que apenas le tapaba lo imprescindible, ¿qué más puedo contar?
—¡Quini, cariño! —se acercó hasta mí, besándome y abrazándome como si yo fuera el hijo pródigo que vuelve al redil.
Como no me disgustaba en absoluto, yo también la abracé a ella con tanta o mayor efusión. Las jóvenes tienen el encanto propio de su juventud; las no tan jóvenes, como era el caso de Merche, tienen otros encantos añadidos no menos valiosos. Tampoco es que yo fuera demasiado exigente en este sentido, pero la providencia parecía empeñada en obsequiarme con lo mejor de lo mejor. Y no es que ya, a bote pronto, me estuviera suponiendo que Merche y yo íbamos a terminar follando sin ton ni son; pero algo me decía que tal idea no era muy desacertada.
—¿Qué me cuentas del bandido de tu padre?
—A vueltas con su trabajo, para no variar.
—¿Tan ocupado le tiene ese maldito trabajo que no le queda tiempo ni para visitar a su vieja amiga?
El cuerpo de la "vieja amiga" ardía entre mis brazos, pues ella no me soltaba y yo aprovechaba la coyuntura para tampoco soltarla a ella. Tenía unas formas realmente deliciosas y, aunque por el momento no me atrevía a ir más allá de lo conveniente, por temor a llevarme algún más que posible corte, lo que no pude impedir es que mi indomable verga empezara a asumir un inoportuno protagonismo que no tardó en ser advertido por Merche.
—¡Coño con el nene! —exclamó entre risas, apartándose para ver mejor el bulto de mi pantalón—. Necesita poco para hacerse presente, ¿eh? Con razón Bea y Luci están como están con este hermanastro que les ha caído del cielo.
Me sentí tan cohibido como insolente se mostró mi polla. A fin de cuentas, Merche no dejaba de ser para mí una perfecta desconocida y el hecho de que, en otro tiempo, hubiera sido amante o novia de mi padre y ahora fuera madre de dos hijas suyas (porque yo ya daba por descontado que Luci también lo era), me inspiraba cierto respeto. En una palabra, no me sentía en mi terreno.
Merche, sin embargo, parecía ver las cosas de otra manera.
—¿Te atreverías también conmigo? —me miró desafiante.
—Atreverme, atreverme... lo que se dice atreverme... yo me atrevo con todo.
—¿De veras te resulto una mujer atractiva?
—Cualquiera que tenga ojos en la cara, se da cuenta al instante.
Tenía un pequeño problema: no sabía si tutearla o hablarla de usted. Lo primero podía resultar un poco descarado por mi parte; lo segundo me parecía, en aquella situación, totalmente ridículo. Y es que Merche, mucho más metida en el asunto que yo, no tuvo el menor inconveniente en llevar su mano a mi paquete y darle un cariñoso y alentador achuchón, que hizo que mi pacote se pusiera aún más bravo.
—Sí que nos ha salido respondona la cosota —siguió bromeando ella—. Algo tendremos que hacer para remediarlo, ¿no te parece?
—¿Puedo hablarte de tú? —pregunté para poner fin a mi dilema.
—Tus hermanas me hablan de tú. ¿Por qué habría de ser diferente en tu caso? ¿Te importa a ti que yo te llame hijo en vez de Quini?
Con sus antecedentes, que me llamara hijo era como llamarme claramente "hijo de puta", cosa que no me agradaba demasiado; pero, en la intimidad, no me pareció que tuviera mayor importancia.
—Por supuesto que no —contesté con más que dudosa sinceridad.
Merche volvió a soltar una carcajada, que no supe muy bien a cuento de qué venía hasta que me apercibí de la mancha que empezaba a surgir en mi pantalón a resultas de la dichosa baba que rezumaba mi pacote.
—La verdad —dijo Merche mientras ponía un poco de orden en la alborotada cama— es que quería hablar contigo de cierto asunto; pero, en vista de cómo están las cosas, quizá sea mejor que demos antes satisfacción al necesitado... Debo reconocer que sigue gustándome un buen nabo y el tuyo, por lo que veo, es harto prometedor... En una palabra, que me estás poniendo cachonda con semejante provocación...
No hubo más que hablar. Ella se desnudó, yo me desnudé y los dos nos fuimos derechitos a la cama; que, por cierto, no era una cama cualquiera, sino de auténtico lujo. Ello no añadía ni quitaba nada al morbo del momento, pues a mí me hubiera dado igual hacer lo que iba a hacer de cualquier forma y en cualquier sitio.
Merche era una auténtica jaca jerezana. Yo le calculaba unos cuarenta años, aunque se conservaba en tan buen estado que bien podría pasar por treinta. Viendo sus tetas, tan orondas y tan firmes, mi opinión era que a mantener tan buenas formas no sólo había contribuido la madre naturaleza y algún que otro bisturí había andado por medio; mas, ante resultados tan satisfactorios, ¿qué importancia podía tener eso? Merche estaba como un tren y yo me hallaba en disposición de pasármela por la piedra de un momento a otro. Todo lo demás era agua de borrajas.
—¿Cómo te gusta más? —me consultó—. ¿Prefieres hacer o eres más partidario de que te lo hagan?
No entendí del todo su pregunta, pero no dudé en responder.
—Yo creo que es mejor que lo hagamos los dos, ¿no?
Merche lanzó otra de las que ya me parecían sus típicas carcajadas. Tal vez en otra persona hubieran resultado algo ordinarias, pero ella les confería un toque que hasta resultaba simpático y agradable. A mí incluso me ayudaron a sentirme más relajado.
—¿Te gusta que te la chupen antes de empezar?
—No me desagrada, no.
Merche se removió para colocar su cabeza a la altura de mi entrepierna. De entrada me soltó un par de lametones en la punta del capullo que me dejaron tiritando sin más. La perspectiva que me ofrecía con la postura adoptada tampoco podía ser menos sugerente. Sus nalgas eran soberbias y entre ellas se divisaba, semioculto tras una pequeña mata de vello rubiesco, uno de los coños más inmensos que mis ojos habían presenciado. Aunque no creo que la cirugía hubiera llegado hasta zonas tan recónditas, la verdad es que no se advertían las huellas de lo que yo suponía había sido objeto de un intenso uso y abuso, habida cuenta de la profesión ejercida durante tantos años.
Mientras que ella chupaba con ese arte propio de quien lo tiene harto experimentado, arrancándome un escalofrío tras otro, yo me preguntaba cuantas pollas habrían surcado por aquellos senderos que ahora se me presentaban tan a la vista. ¿Cientos? ¿Miles? Decenas me parecían pocas; decenas de millar, demasiadas. Como lo más probable es que ni ella misma lo supiera, tampoco me calenté mucho los cascos tratando de averiguarlo.
Cuando quise darme cuenta, estaba como hipnotizado por aquel chochón y hasta me pareció que me reclamaba. No pudiendo llegar hasta él con mi boca, empecé a tantearlo con la mano que me quedaba más a propósito. Poco a poco me fui animando y acabé colando hasta tres dedos por el conducto vaginal, decisión que no tuvo nada de desacertada a juzgar por el acopio de jugos que pronto empezaron a embadurnar mi mano. No es que aquello fuera un manantial, pero sí que destilaba más de la cuenta.
—Ya sí que no aguanto más, hijo mío —dijo, revolviéndose de pronto para darme frente—. Quiero este pollón dentro y lo quiero ya.
La oferta era clara, pues, colocada a cuatro patas, casi pedía a gritos ser embestida por detrás. No me hice de rogar y, colocándome yo también de la forma conveniente, una vez bien orientada la punta, emboqué de lleno toda mi verga en aquel jugoso orificio y empecé a bombear como si quisiera sacar petróleo.
—¡Ay, sí! ¡Sigue así, sigue así!
No estaba yo acostumbrado todavía a lidiar con mujeres tan expresivas. Merche suplía los típicos gemidos por continuas indicaciones.
—¡Más fuerte! ¡Más despacio! ¡Así, así!
Al principio yo procuraba hacerle caso en todo cuanto me iba diciendo, pero llegó un momento en que yo ya no estaba para recibir órdenes de nadie y me dediqué a lo mío sin preocuparme de más, pese a que Merche no cesaba de pedir variaciones.
Fue una de las pocas ocasiones, que yo recuerde, en que ambos nos vinimos simultáneamente abajo, sin que entre su orgasmo y el mío mediara ni una décima de segundo. Tampoco Merche, a pesar de todo lo que ya llevaba andado, parecía estar muy acostumbrada a que tal hecho ocurriera. La efusiva forma en que se abrazó a mí y empezó a cubrirme de besos, me dieron a entender que, si maravilloso había sido para mí el desenlace, para ella no lo había sido menos. Su posterior comentario ya no me agradó tanto.
—La verdad es que, para ser la primera vez, no ha estado nada mal.
—¿Con mi padre lo haces mejor?
—¡Ay, cariño! —medio suspiró colocándose ya echada a mi lado—. Con tu padre todo ha sido siempre mejor. ¡Él es único! Ha sido una verdadera pena que tuviéramos que seguir caminos separados.
—Según tengo entendido, eres tú quien así lo decidió.
—¿Qué otra cosa podía hacer? Cargar con una puta no es plato de gusto para nadie. Él estaba dispuesto a hacerlo, pero yo no podía consentirlo. Aunque le quería y le sigo queriendo con toda mi alma, no me arrepiento de lo que hice. Creía y sigo creyendo que fue lo mejor para ambos.
Los dos guardamos silencio durante un par de minutos. El rostro de Merche se había como transfigurado y sus ojos miraban hacia el techo, aunque me dio la sensación de que veía mucho más allá del techo. No sé porqué, aquella expresión que vi en sus ojos me emocionó. Sin duda, mi padre había representado y seguía representando algo muy importante para ella; algo que nadie había conseguido reemplazar en su corazón.
—Antes me dijiste que tenías que hablarme de cierto asunto.
Merche volvió a suspirar y pareció regresar de la nube en que se hallaba.
—Si, es cierto. El sábado, Bea cumple veinte años. Es una edad muy hermosa en la vida de una mujer y quiero que para ella sea un día muy especial. Como bien sabes, aunque ello no rece en ningún papel, ella es también hija de tu padre. Por eso me gustaría que él estuviera presente. Es lo primero que le pido en todos estos años y, aunque me imagino los problemas que puede acarrearle, no le perdonaría que me negase este favor. Como yo no puedo comunicarme con él, quiero que seas tú quien le haga saber la noticia. O, si lo prefieres, te doy el número de mi móvil y que él se ponga en contacto conmigo.
—¿Mi padre no tiene tu número de móvil?
—Nunca quise darle mi teléfono y tampoco hacía falta. Él sabía muy bien donde podía encontrarme cada vez que quisiera.
—Entonces prefiero que me facilites ese número. Creo que este asunto es mejor que lo tratéis directamente entre los dos.
La tranquilidad y el silencio que reinaba en la casa, se vieron de pronto interrumpidos por la explosión de unas risas que cada vez sonaban más cercanas. Sin duda se trataba de Bea y Luci, que ya habían regresado de su paseo en bicicleta. Creyendo que mi situación no era la más adecuada, hice intención de levantarme con el propósito de vestirme; pero Merche, con otra de sus típicas carcajadas, me retuvo.
—No tienes que preocuparte de nada. Mis hijas ya están más que acostumbradas a ver estas cosas. De siempre han conocido cuál era mi oficio y no tengo secretos para ellas. Antes de que lo descubrieran por su cuenta, preferí ser yo quien se lo hiciera saber.
Efectivamente, Bea y Luci irrumpieron en el dormitorio y no mostraron sorpresa alguna al verme allí, compartiendo lecho con su madre. Antes bien, con absoluta normalidad, se acercaron hasta mí y una tras otra me saludaron con un tibio beso en los labios.
Cada una a su manera, las dos estaban preciosas con aquellos shorts que oprimían sus entrepiernas, despertando las más irresistibles tentaciones, y con aquellos tops que dejaban al descubierto sus ya casi por igual bronceados vientres.
—¿Habéis terminado? —quiso saber Bea.
—Sí, hija, sí —contestó Merche dirigiéndome una cómplice mirada—. No os lo he desgastado mucho para que podáis aprovecharos bien de él.
Bea y Luci se miraron entre sí con no menos complicidad. No eran Barbi ni Cati, pero por un momento me las recordaron.
—Vamos a darnos un baño —volvió a tomar la palabra Bea, dirigiéndose a mí—. ¿Quieres acompañarnos?
—Será un placer —contesté.
Y, ahora sin que Merche se opusiera a ello, me incorporé, abandoné la nuevamente alborotada cama y me apresté a seguir a mis dos lindas hermanastras, que, cogiéndose cada una de cada uno de mis brazos, me condujeron directamente a aquella piscina de la que tan bellos recuerdos iba acumulando..
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