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Una peculiar familia 10



CAPÍTULO X

Bea no vivía en aquella enorme casona de penumbras y susurros donde por primera vez nos encontramos, a la que sólo acudía en las ocasiones especiales que me mencionara. Su verdadero hogar era un estupendo chalé situado en una de las urbanizaciones más señoriales de la ciudad. El negocio de Merche, su madre, era tan floreciente que le permitía aquellos lujos y muchos despilfarros más.

Había llamado a Bea por la mañana. No estaba muy seguro de que ni siquiera se acordara de mí y me sorprendió gratamente comprobar que me reconoció al instante. Casi me exigió que la visitara, dándome toda clase de información sobre qué línea de autobús había de tomar, la parada en que me había de bajar y el corto itinerario que había de seguir para llegar a lo que yo ya siempre pasé a llamar "La Mansión". Tal fue la impresión que me causó tan majestuosa construcción al verla por primera vez.

Me abrió la puerta una criada uniformada a la antigua usanza, mujer de aspecto serio ya entrada en años y en kilos, cuya expresión se hizo más amable y risueña al presentarme.

—Pase, por favor, pase. La señorita hace rato que le espera en el solárium.

Lo del solárium, que me parecía sólo cosa de los romanos, me sonó un tanto rimbombante y pensé que se trataría de una especia de patio o azotea especialmente soleado. Pero me equivoqué. Era una espaciosa galería por cuyo amplio ventanal se colaba el sol sin menor traba y los propios cristales, según me explicó Bea, actuaban ya de filtro contra las radiaciones dañinas a la vez que contra las menos dañinas pero igualmente molestas miradas de extraños.

La cosa no empezó nada mal. Bea, que lucía un bronceado ya más que esplendoroso, permanecía tumbada desnuda boca abajo sobre una especie de camilla que apenas levantaba diez o doce centímetros del suelo. A su lado, en otra camilla similar y en idéntica postura, yacía otra joven de piel mucho más blanca y de hechuras igualmente atractivas.

Tan pronto se apercibió de mi presencia, Bea se puso en pie de un brinco y acudió a recibirme con inusitada alegría, abrazándose a mí como si de un pariente largamente esperado se tratara.

—Creí que ya no querías cuentas conmigo —medio me reprochó.

Si me pusieran en la tesitura de tener que elegir cuál es la zona del cuerpo femenino que más me gusta, no sabría que responder, pues considero que todas tienen un particular encanto y cada una de ellas puede resultar por igual adorable en su momento adecuado. Debo admitir, no obstante, que un buen par de tetas es lo primero que llama mi atención; y las de Bea se me antojaban sencillamente perfectas: ni grandes ni pequeñas, en su justa proporción, y sobre todo muy bien puestas y equilibradas. En realidad, todo en ella estaba muy bien puesto y, a pesar de su gran parecido con Viki, tenía un algo especial que la hacía parecer más hermosa.

—Antes que nada —dijo Bea, tomándome de una mano y llevándome hasta donde estaba la otra chica en expectante espera—, quiero presentarte a mi hermana Luci.

Luci se dio media vuelta y se incorporó hasta quedar sentada, demostrándome que sus tetas, aunque algo menos desarrolladas, poco o nada tenían que envidiar a las de Bea. Me incliné sobre ella con intención de besar su mejilla, pero ella me ofreció directamente su boca.

—Bea me ha hablado mucho de ti —dijo— y de lo bien que lo pasó contigo en la otra casa. También me ha contado que eres medio hermano nuestro, pues tenemos el mismo padre.

Bea compuso un mohín de disgusto y se apresuró a aclarar:

—Eso sólo son suposiciones.

—No lo creo —repliqué—. De Luci desconocía su existencia y mi padre... o quizás sea mejor decir nuestro padre... ya me ha hablado algo del tema. Tu madre y él mantuvieron relaciones en otro tiempo y él también está convencido de que eres hija suya. Y yo también casi lo estoy, pues tu parecido con mi hermana mayor es más que notable.

—El mundo está lleno de causalidades —sentenció Bea, a quien el tema no parecía agradarle mucho.

—¿Por qué os habéis negado a hacer la prueba del ADN? Según tengo entendido, eso aclararía todas las dudas.

—¿Te quedas o te vienes con nosotros? —preguntó Bea a Luci.

—Mejor me quedo un rato más —respondió la aludida—. Me da la impresión de que es mucho lo que tenéis que hablar en privado.

Bea se colocó una corta y semitransparente bata y me condujo hasta un salón. En adelante me ahorraré los calificativos, pues en aquella casa todo era grandioso y espectacular. En realidad no era sino el claro exponente de la doble vida que llevaban sus moradores. Como me explicara Bea, su madre había sido una prostituta de alto standing, con tarifas astronómicas sólo aptas para personajes importantes. Mi padre fue, en su día, su capricho personal hasta el punto de elegirle para hacer realidad su ilusión de ser madre. Ella, Bea, había sido buscada de propósito; Luci había sido un fallo de la ciencia anticonceptiva y no estaba del todo claro que hubiera sido engendrada por mi padre, aunque las posibilidades eran muy grandes.

—Si tanto se querían, ¿por qué se dejaron? —pregunté.

—Mi madre era ya demasiado conocida en el ambiente. Su reputación hubiera causado no pocos problemas a tu... a nuestro padre. Prefirió dejar las cosas como estaban, negar que yo fuera hija de él para aliviar su conciencia y seguir siendo simplemente buenos amigos. Así consiguió que la cosa se fuera enfriando.

—¿Y sabe algo de Luci?

—Supongo que no. Durante su embarazo, mi madre se inventó un viaje al extranjero y creo que nunca le ha hablado de ella.

—Pero todo esto es un poco lamentable, ¿no te parece?

—Tal vez. Pero así es la vida.

No quiso ser más explícita ni abundar más en el tema, rehusando mis preguntas.

—¿No te apetece un chapuzón? —cortó por lo sano—. Yo me lo voy a dar ahora mismo.

Para que no faltara de nada, la mansión también estaba provista de una piscina climatizada. Ante su insistencia, hube de confesarle que no sabía nadar. Por las razones que fuesen, mi padre había obviado aquel capítulo de mi educación y nunca se había preocupado del asunto.

Al principio, Bea creyó que me estaba burlando e hizo que me desnudara y me metiera con ella en el agua, cosa que terminé haciendo sólo cuando comprobé que, en el extremo de la piscina en el que nos hallábamos, el nivel apenas superaba mi cintura. Entre bromas y no bromas, alternando zancadillas con intentos de ahogadillas, me hizo pasar un mal rato.

—¿De veras no sabes nadar? —dudó todavía de mi palabra.

—¿Cómo quieres que te lo demuestre? ¿Ahogándome?

—¿Y no te gustaría aprender?

—Claro que me gustaría, pero no sé cómo.

—Luci lo hará encantada. Es una auténtica experta en el tema y aún falta más de un mes para que empiece el nuevo curso. Es tiempo más que suficiente para que te pueda enseñar. Yo tampoco soy muy buena nadadora, pero me defiendo.

Con una destreza que desmentía sus palabras, nadó hasta el otro extremo, se sumergió durante un lapso de tiempo que empezó a resultarme preocupante, volvió a emerger casi en el centro de la piscina, agitando un par de veces la cabeza para librarse de parte del agua que impregnaba su cabellera y se desplazó con suaves movimientos de brazos y piernas hasta mí.

—¿Has visto que fácil es?

—Todo es fácil una vez que se sabe —repetí una frase mil veces escuchada a mi padre.

—¿No has echado nunca un polvo en el agua?

El brusco cambio de conversación me dejó un poco sorprendido, pero no tardé en reaccionar.

—¿Tiene algo de especial?

—¿Quieres que probemos?

Por lo poco que iba conociendo a Bea, sospeché que tras aquella propuesta podía muy bien encerrarse alguna nueva broma y, precavidamente, procedí a sentarme en el borde de la piscina, de forma que ahora el agua sólo me llegaba hasta un poco por encima de los tobillos. Arqueada su boca por una sonrisa que podía presagiar cualquier cosa, nadó hasta mí y colocó su cabeza entre mis muslos.

—¿Despertamos al bebé?

El "bebé" no era otro que mi amurriada picha, aunque bastaron un par de lametones para que de inmediato empezara a desperezarse. Tres o cuatro roces en pleno frenillo con la punta de su lengua hicieron desaparecer todo rastro de modorra y el "bebé", alentado por tan grata llamada a su puerta, se fue empinando, engrosando y alargando hasta que la piel que lo envolvía ya no pudo dar más de sí.

Bea abarcó con su diestra el acrecentado bebé y me miró con gesto triunfante al tiempo que iniciaba unas primeras y suaves pasadas a lo largo del obelisco. No sabía qué es lo que se proponía cuando empezó a soltar más y más saliva sobre el glande, distribuyéndola a continuación por todo el tallo con el pausado movimiento de su mano. En ocasiones agolpaba tanta saliva que entre su lengua y la punta de mi capullo se quedaba formado un hilillo cada vez más persistente. Por mi mente pasó fugazmente la traicionera paja de Viki, pero no creí que Bea estuviera pensando en hacerme lo mismo. Más bien suponía que era un proceso de engrase para algún tipo de experimento que yo desconocía.

Como quiera de después pasó a chupármela de una forma bastante convencional (aunque muy agradable), pensé que lo de la saliva sería una simple manía suya; pero la verdadera explicación la encontré cuando, haciendo un gesto extraño con la boca, comenzó a tragar y tragar hasta acariciar con sus labios mi vello púbico. Dori hacía algo parecido, pero lo de Bea era superior en todos los aspectos. Creo sinceramente que la punta de mi capullo debió de alcanzar sus cuerdas bucales y, aunque no me era del todo desconocida, aquella sensación de opresión en el glande, deslizándose por conducto tan ajustado, revistió todas las características de un éxtasis, aunque la eyaculación no se produjera.

Lo repitió varias veces y, con tanto estímulo, mi verga adquirió una consistencia tal que me sentía capaz de atravesar un muro.

—¡Anda, guapo! —dijo, poniendo fin a la bestial mamada y señalando hacia algo situado a mis espaldas—. Ahí, en la taquilla de la izquierda, en el estante superior, hay una caja de condones. Colócate uno y rematemos la faena. Ha llegado tu hora.

Seguí sus instrucciones al pie de la letra y, ya convenientemente protegido, volví a su lado. Ella se había separado del borde de la piscina y flotaba boca arriba sobre el agua como si fuera una balsa.

—¡Vamos! —exclamó al ver mi indecisión—. Ven aquí.

No muy conforme con la nueva orden, me metí en el líquido elemento con todo el respeto que el mismo me inspiraba y salvé sigiloso los tres pasos que me separaban de Bea.

—¡Pásame los brazos por debajo y hazme vibrar!

No me quedó muy claro lo que quería realmente, pero de lo que no tenía la menor duda era de lo que quería yo, aunque suponía que debía de ser lo mismo. Coloqué mis brazos como me indicó, uno sujetándola por la espalda y el otro envolviendo sus nalgas y di comienzo al festín, saboreando antes que nada aquellas maravillosas tetas que emergían del agua cual islotes abandonados. Sus pezones no tardaron en responder al influjo de mis caricias, reforzadas por el continuo vaivén del agua a su alrededor.

El verdadero espectáculo se produjo, sin embargo, cuando me centré en el conjunto de su vulva y todos sus accesorios. La sensibilidad de Bea en sus partes bajas era increíble y a punto estuve de correrme con sólo escuchar sus gemidos y notar sus sacudidas que, por las características del medio en que nos desenvolvíamos, se trocaban en continuos chapoteos. Mi polla se puso tan dura, que creí que en cualquier momento podía romper la goma que la mantenía prisionera.

El clítoris de Bea se hacía tan ostensible que hasta era posible hacerle un simulacro de mamada. Y había que ver cómo se ponía ella cada vez que hurgaba con mis labios o mi lengua en parte tan señalada. Por instantes tenía la impresión de vérmelas con una campeona olímpica de natación artística, por la forma que alzaba su pierna hasta casi ponerla vertical; y todo sin otra intención que dejar aún más a mi disposición la integridad de su raja para mayor disfrute de ambos, y amenizado con aquella melodía de entrecortados gemidos que hacía que mi excitación siguiera in crescendo.

Me llevé un susto morrocotudo cuando Bea, estando yo más metido que nunca de lleno en sus interioridades, dio un inesperado giro a su cuerpo, se zafó del soporte que le brindaban mis brazos y se sumergió en el agua. Por un momento creí que igual se había desmayado de gusto y me preocupé seriamente al perderla de vista.

Tras unos segundos de angustia, suspiré aliviado al verla reaparecer tras de mí, justo al lado de una de las escalerillas de hierro dispuestas en los bordes de la piscina para facilitar la salida de la misma. Y desde allí, asidas ambas manos a uno de los barrotes, comenzó a serpentear con el cuerpo como torero que cita a un miura, y como tal acudí hacia ella dispuesto a empitonarla con mi único cuerno, que se mantenía en toda su bravura. Y su vagina, ansiosa ya de ser saciada, acogió de lleno toda la cornamenta al primer envite, mientras sus piernas se enroscaban a mi cintura, apretando para que la acometida fuera aún más intensa y vigorosa.

Acosada contra la escalinata, también yo me agarré a los barrotes laterales para dar mayor vigor a mis sucesivos impulsos, que el agua circundante intentaba aminorar. Bea estaba tan caliente que no tardó en sucumbir por primera vez.

—Si supieras nadar, habría sido aún más maravilloso.

No se lo discutí, pero a mí aquello me estaba resultando ya suficientemente maravilloso, pues no creo que nada colme tanto la vanidad del macho que ver tan rendida y entregada a su hembra como Bea lo estaba a mí. No sé si en ello tenía algo que ver tanta humedad, pero aquel polvo me estaba sabiendo a gloria y me sentía tan deseoso de terminar como de no acabar nunca.

La cara de Bea rezumaba sensualidad por todos los poros y sólo verla actuaba como el más poderoso de los afrodisíacos. Aquella mirada como perdida, aquella lengua asomando por entre los apretados labios y, sobre todo, aquellos grititos con que acogía cada una de mis profundas embestidas, me sacaban de quicio. Sentía mi verga más recia que nunca y me consideraba el tipo más afortunado del mundo.

Era mi segundo encuentro con ella y ya estaba convencido: Bea era algo especial que hacía que todo pareciera diferente. Creo que sus recursos para gozar y hacer gozar eran ilimitados. Me invadía la sensación de que, mientras más me daba, más quería y follar con ella se me antojaba como entrar en un mundo de irrealidades en el que todo acababa transformándose en sexo, sexo y más sexo. Era como si todo a nuestro alrededor se difuminara y sólo quedáramos los dos, formando una misma e indivisible cosa, flotando en una nube o envueltos en un halo misterioso que nos aislaba de todo lo demás. Si en verdad existen mujeres nacidas para amar y ser amadas, Bea era uno de sus máximos exponentes. Y no tardaría en darme cuenta de que eso era tan peligroso como placentero, pues actuaba como una auténtica droga. Follar con Bea era algo más que la mera satisfacción del más básico de los instintos y creaba dependencia; pero dependencia de Bea y no del sexo en general.

Tal vez mi aún corta edad y mi aún maleable carácter formaban parte del juego. Aquellos poco más de cinco años que nos separaban constituían todo un abismo en cuanto a experiencia se refiere. Nunca llegué a saber con cuantos hombres se había relacionado Bea ni cuantas "ocasiones especiales" tuvo que atender en el negocio materno, pero la influencia que podía ejercer sobre mí era absoluta. Desde el momento en que nuestros sexos se ensamblaban, yo dejaba de ser yo para ser lo que ella quisiese que fuera. Ella era quien asumía el mando y ejercía todo el control de una manera sutil pero implacable.

Me corrí cuando ella quiso que me corriera y no puedo lamentarme de ello, porque, fuera o no fuera cierto, yo sacaba la conclusión de que elegía el momento más oportuno; aquél en que ella había extraído de mí cuanto quería extraer y sólo restaba que también yo alcanzara mi recompensa. ¡Y qué recompensa!

Cuando al fin salí de mi ensoñación o tal vez de mi estado de hipnosis (ya no estaba seguro de nada), vi ante mí unas soberbias piernas y, alzando la mirada, me encontré con el no menos soberbio espectáculo que Luci ofrecía desde aquella perspectiva. Estaba de pie sobre el borde de la piscina, completamente desnuda, y no sabría decir si acababa de llegar o llevaba ya algún tiempo allí observándonos. Más bien me inclino por lo último, a juzgar por la expresión de su rostro.

Sin decir nada, se lanzó en picado al agua y nadó como un pez hacia el otro extremo de la piscina. Después, a requerimiento de Bea, volvió a unirse a nosotros.

—Quini necesita algunas clases de natación. ¿No podrías dárselas tú?

Luci me miró con cara de sorpresa.

—¿No sabes nadar?

En medio de aquellas dos sirenas me sentí un poco avergonzado; pero no veía razón alguna para negar la realidad y admití mi total desconocimiento. Luci se mostró compasiva y, lejos de hacer leña del árbol caído, procuró tranquilizar mi conciencia asegurándome que mi caso no era ni mucho menos único y que a tíos bastante más grandes que yo había tenido ella que enseñar.

Sin saber dónde me metía, acepté su propuesta de empezar a practicar a partir de la siguiente semana. El número y duración de las "clases" dependería de la destreza que yo mostrara.

De nuevo en el salón, hablamos de nuestros lazos familiares y de otras cuestiones que no viene al caso reflejar aquí. Cuando abandoné la Mansión, mi cabeza era un batiburrillo de ideas que tardaría bastante tiempo en ordenar
SUIGUIENTE RELATO

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