CAPÍTULO I
Mi nombre es Joaquín, aunque todo el mundo se empeñó en llamarme Quinito, mi padre, también llamado Joaquín. Mi madre era Brigi en lugar de Brígida y mis hermanas pasaban por ser Viki (de Victoria), Dori (de Doraida), Barbi (de Bárbara) y Cati (de Catalina). Estas dos últimas son gemelas.
Mi madre nos tuvo a todos de corrido. Quiero decir que no bien había acabado de parir cuando ya estaba de nuevo embarazada. Y no es que mi padre fuera del Opus Dei ni nada de eso, sino que se le había metido entre ceja y ceja que quería un hijo varón y hasta que no nací yo no se quedó conforme.
Así, pues, queda claro que entre mi hermana Viki (21), la mayor, y yo sólo mediaban tres años de diferencia; Dori (20), que fue la segunda, era dos años mayor que yo; y las gemelas(19) sólo me aventajaban en un año. Y, ya metidos en edades, terminaré añadiendo que mi madre(37) me parió a mí a los veintitrés años y que mi padre(40) tenía casi tres años más que ella.
Si ya de niño sentía una verdadera admiración por mi padre, hoy no puedo por menos que afirmar que era un tipo extraordinario en todos los sentidos. Era una de esas personas de las que ahora se dice que tienen "carisma". Estoy convencido de que, si le hubiera dado por meterse en política, habría llegado sin duda a ser presidente de la Nación; pero era demasiado honesto para dedicarse a esas cosas y prefirió ganarse la vida, y de paso facilitarnos la nuestra, trabajando como un modesto empleado de banca.
Mi padre no era hipócrita en absoluto; sin embargo, su forma de ser en casa era completamente distinta a su forma de ser fuera de ella. Y es que su filosofía de la vida, la que nos inculcó a los demás, poco o nada tenía que ver con los usos y costumbres sancionados por la sociedad. Su máxima fundamental era: "el ser humano ha de ser libre de hacer todo lo que le apetezca, siempre que no infiera daño alguno a los demás". Y este principio, aparentemente tan simple e inocente, llevado a sus últimas consecuencias podía producir, y de hecho los produjo en nuestro ámbito, los resultados más sorprendentes.
Concretándome al campo que en verdad interesa, diré que en mi casa nunca se cerraba ninguna otra puerta que no fuera la de la calle y el pasearnos desnudos los unos delante de los otros, cuando era llegado el caso, resultaba de lo más natural del mundo. «Desnudos nacemos —sentenciaba mi padre— y no tenemos porqué avergonzarnos de nuestra desnudez».
La cosa no quedaba ahí. Más de una vez, primero siendo crío y después no siéndolo tanto, irrumpí en el dormitorio de mis padres cuando ambos estaban de pleno entregados a desatar sus pasiones. Lejos de inmutarse, ellos seguían con lo suyo, y hasta que no terminaban lo que estaban haciendo no pasaban a prestarme la debida atención. Y lo mismo que ocurría conmigo, también ocurría con cualquiera de mis hermanas.
Por supuesto, mi padre no se cansaba de repetirnos una y otra vez que una cosa era nuestra vida familiar y otra bien distinta la vida social, que se regía por normas estúpidas que no había más remedio que acatar porque así lo habían dispuesto los necios que gobernaban el país. Por eso mismo, siempre terminaba aconsejándonos que no dijéramos nada a nadie de nuestras particulares costumbres y que, fuera de casa, nos limitáramos a seguir las reglas establecidas y a hacer y decir lo mismo que hacían y decían los demás. «Lo que cada cual hace en su casa no le importa a nadie más», solía concluir.
Ya tendré tiempo y ocasión de referir más cosas de mi padre; pero ahora lo que quiero contaros es lo que sucedió el día en que cumplí los 18 años. Ya Viki, con una sonrisa de pícara, me había anunciado a primera hora de la mañana que en esta ocasión iba a recibir un regalo de cumpleaños muy especial y, por más que lo intenté, no fui capaz de sonsacarle nada más. Tuve la impresión de que todo el mundo sabía cuál era ese regalo, menos yo; pero ni siquiera a Barbi, la más inocente de todas, conseguí persuadirla para que me diera alguna pista.
Salvo que cayera en festivo, en cuyo caso lo hacíamos con ocasión del almuerzo, los cumpleaños siempre se celebraban durante la cena, pues era entonces cuando mi padre disponía de tiempo suficiente para participar tranquilamente en el mismo. En general consistía en una cena (o almuerzo) especial, rematada a los postres con la clásica tarta y sus correspondientes velitas, procediendo a continuación a la entrega de regalos.
Aquel año, "como premio a mi buen rendimiento escolar", mi padre me obsequió al fin con la tan ansiada armónica de cambio "Honner" y mis hermanas se justificaron con las cuatro bagatelas de siempre. Lo importante, como se suele decir en estos casos, era el detalle y no el valor material del mismo.
Sólo faltaba, pues, el regalo de mi madre y, por más que miré, no vi que llevara ningún paquetito encima. Lo que sí advertí entonces es que se había puesto más guapa que de costumbre, maquillándose como si fuera a salir a alguna parte y luciendo un vestido de lo más llamativo.
Aunque no lo he dicho antes por no adelantar acontecimientos, debo señalar que siempre he podido presumir de tener la madre y las hermanas más guapas que uno pueda imaginar. A sus treinta y siete años, nadie diría que mi madre había traído al mundo cinco hijos viendo la perfecta silueta que conservaba. Sus pechos no habían sido nunca excesivos (de hecho, Viki casi los tenía ya más grandes que ella) y eso hacía que se mantuvieran firmes como en sus mejores tiempos. Aquella noche debía de haberse puesto uno de esos sujetadores que tienden a juntar y realzar el busto y el típico "canalillo" se le marcaba de una forma realmente sugestiva a través del generoso escote.
—Falta tu regalo, mamá —dije, viendo que no hacía ademán de entregarme nada.
Por la forma en que me sonrió, entendí de inmediato que había llegado el momento de la gran sorpresa que me anunciara Viki, aunque aún no tenía ni la menor idea de en qué podía consistir la misma.
—Tendrás que acompañarme a la alcoba para recibir mi regalo —me respondió, poniéndose en pie y enfilando el pasillo.
Comido por la curiosidad, yo eché a andar tras de ella y al poco pude oír los pasos de mi padre detrás de mí. Mis hermanas, entre risitas y murmullos, se quedaron en el comedor apurando los últimos vestigios de la tarta.
Dentro ya de la alcoba, mi madre se dio media vuelta y se colocó frente a mí. Mi padre, con gesto risueño, se quedó de momento en la puerta sin llegar a entrar en la estancia.
—¡Aquí me tienes! —exclamó mi madre, tomando mis manos y llevándolas a sus aquella noche más henchidos pechos—. ¡Mi regalo soy yo misma!
Por supuesto que entendí perfectamente lo que quería decirme, pero me resistía a creerlo. Veía cómo me ofrecía su boca para que la besara, pero no me atrevía.
—Vamos, Quini —oí que decía la voz de mi padre a mi espalda. Y sentí cómo se acercaba hasta mí y me ponía una mano en el hombro—. Ya no eres ningún niño y, para ser hombre, lo único que te falta es perder tu virginidad. ¿Y quién mejor que tu madre para ayudarte a ello?
—Pero, papá... —acerté a balbucir en medio del creciente desasosiego que me poseía.
—No hay ningún pero que oponer —me interrumpió—. Por mucho que los farsantes de ahí fuera aseguren lo contrario y lo consideren una aberración, no hay nada de malo ni de perverso en que una madre y un hijo se unan sexualmente. Ante todo, se trata de un hombre y una mujer unidos por unos lazos que sólo pueden contribuir a hacer más gozosa la unión. ¿Concibes que pueda existir en el mundo una mujer que te ame tanto como tu propia madre y desee con mayor ansia hacerte el más feliz de los mortales?
No tenía nada que objetar ni hubiera podido hacerlo aunque hubiera tenido algo. En vista de que yo no me decidía, mi madre había sellado finalmente mi boca con la suya y su lengua recorrió mis labios de comisura a comisura antes de adentrarse en mi cavidad bucal, al tiempo que sus manos seguían oprimiendo las mías contra sus senos, cuya calidez y morbidez yo notaba con intensidad creciente.
Casi sin darme cuenta, al calor de aquellas caricias, mi cuerpo empezó a revolucionarse y mi verga fue estirándose hasta formar un sobresaliente bulto en mi pantalón.
Fue mi padre quien, situándose ahora detrás de ella, fue desnudando poco a poco a mi madre y después, con algo más de dificultad, empezó a hacer conmigo otro tanto. Finalmente, se desnudó él también. Su verga, no mucho mayor que la mía, parecía estar ya en pleno esplendor.
Ni corta ni perezosa, mi madre se puso en cuclillas y, al mismo tiempo que chupaba la mía, sobaba con una mano la polla de mi padre.
—¿Te gusta? —me preguntó.
—Me encanta —contesté con voz temblorosa.
A pesar de mi azoramiento, mi herramienta funcionaba a la perfección. Nunca me la había sentido tan tiesa y poderosa. Y la forma en que mi madre la lamía y succionaba me la estaba poniendo a reventar.
Cuando estiró hacia atrás el prepucio y comenzó a acariciarme el glande con la punta de la lengua, aquel suave contacto en zona tan sensible y delicada me sumió en un mar de estremecimientos. Mi padre me miraba sin cesar de sonreír, mientras dejaba escapar algún que otro sonido gutural, y yo no sabía hacia dónde dirigir la vista. Todo aquello me resultaba tan sorprendente e inesperado que no acababa de superar mi desasosiego.
La escena no dejaba de parecerme un tanto surrealista: mi padre y yo compartiendo a mi madre, o ella compartiéndonos a ambos. Nunca me lo hubiera podido imaginar. Aquello, evidentemente, formaba parte de la filosofía de mi padre; pero a pesar de todo me seguía costando asimilarlo, aunque no por ello era menor el goce que experimentaba cada vez que mi madre recorría con sus labios o con su lengua el tallo completo de mi polla.
Estaba ya a punto de correrme cuando mi padre, como si se hubiera percatado de tal circunstancia, asió a mi madre por las axilas y la obligó a incorporarse, poniendo de tal modo punto y final a aquel dulce tormento a que estaba siendo sometido.
—Debes saber, querido hijo —me dijo, mientras pegaba la espalda de mi madre contra su pecho y comenzaba a acariciarle al mismo tiempo ambas tetas con gran suavidad—, que, en el sexo como en todo, lo verdaderamente importante es corresponder —hizo una pausa y una de sus manos descendió hasta abarcar por completo la vulva de mi madre, cuyo rostro se transfiguró—. No se trata sólo de recibir, sino también de dar —aquí creo que introdujo al menos un par de dedos en la vagina de mi madre, que exhaló un profundo suspiro—. Hay que ser más generoso que egoísta —mi madre parecía deshacerse con el manipuleo que mi padre se traía en su entrepierna y mi excitación se mantenía en su punto más culminante.
El sobeo se prolongó largo rato y cualquier problema de conciencia que yo hubiera podido tener en un principio se esfumó por completo. Mi madre dejó de parecerme mi madre y lo único que veía ante mí era una mujer estupenda que, entre gemidos y jadeos, se debatía al borde del colapso, mirándome a mí, y sobre todo a mi enardecida polla, con ojos extraviados.
Mi situación era un tanto confusa, pues no sabía muy bien en qué consistía el juego y cuál era el papel que yo había de desempeñar. Mi padre seguía trabajando con ahínco las partes bajas de mi madre y ésta se mostraba cada vez más agitada, casi como fuera de sí.
Llevado por el calor de la escena que se desarrollaba ante mí, inconscientemente comencé a masturbarme. Mi madre farfulló algo que no llegué a entender, pero la voz de mi padre sonó clara y rotunda:
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
Más confundido todavía, cesé el movimiento de mi mano y agaché la cabeza sin saber qué responder.
—¿Desde cuándo haces eso? —me interrogó mi padre, dejando también de hostigar a mi madre.
Me lo preguntó con un tono de voz que no supe muy bien si se trataba de simple curiosidad o me estaba censurando mi conducta.
—Sólo lo hago cuando se me pone tiesa —confesé cabizbajo.
—¿Y eso ocurre muy a menudo?
Como mejor pude le expliqué lo que me sucedía últimamente cuando veía a Viki en el baño o desnuda por la casa y, sobre todo, cada vez que le veía a él follándose a mi madre.
—No hay nada censurable en ello —me tranquilizó—, ni tienes que avergonzarte. Es algo muy normal a tu edad, aunque es mucho más placentero y natural hacerlo con una mujer. Vamos —añadió dándome una palmadita en la espalda—; tu madre ya está más que preparada para recibirte.
Mi madre había aprovechado aquel inciso para tumbarse sobre la cama y ahora suplía con su mano lo que la de mi padre había dejado de hacer.
Todavía mi padre tuvo que darme un par de empujoncitos antes de que me decidiera. Estaba rabioso por follarme a mi madre, pero me daba un poco de corte. A fuerza de oírselo repetir a mi padre, no veía en ello nada repudiable; pero ahora, al llegar el momento de la verdad, sentía unos enormes escrúpulos. Me parecía que se trataba de profanar un santuario, de adentrarme en un terreno prohibido. Tal vez, o al menos así lo pensé, con Viki no hubiera sentido tanto reparo, pues no me inspiraba el mismo respeto; sin embargo, tratándose de mi madre, la cosa me resultaba muy diferente. Pero esto es como todo: sólo consiste en empezar.
No sé si por el nerviosismo propio de la situación, por la ansiedad que sentía o por cualquiera otra razón que no sabría explicar, mis primeros movimientos fueron sumamente torpes. De no haber mediado la ayuda de mi madre, lo más seguro es que ni siquiera hubiera atinado a metérsela. Gracias al concienzudo trabajo de mi padre, la vagina de mi madre estaba tan lubricada que hundirme en ella hasta el fondo no me representó el menor problema. Mi polla entraba y salía con total facilidad y los gemidos de mi madre, que me abrazó fuertemente, me impulsaban a incrementar cada vez más la velocidad de mis movimientos. Pronto me olvidé de todo, concentrándome únicamente en degustar al máximo el enorme placer que sentía en cada incursión. Ni siquiera me di cuenta de que mi padre también se había echado a nuestro lado, robándome los besos que yo hubiera querido que mi madre me diera a mí.
Ya del todo lanzado, y dado que su boca no estaba a mi disposición, empecé a comerme los pezones, que se habían puesto gordos y duros, mientras mantenía el ritmo de mis embestidas, incentivado por los estremecimientos que cada una de ellas provocaba en mi madre. Más tarde supe que había llegado a tener un par de orgasmos; pero, siendo como era mi primera vez, en esos momentos yo no supe a qué achacarlo y hasta llegué a pensar que la causa se debía más a los interminables besos de mi padre que a mis frenéticas acometidas, más rápidas y profundas a medida que sentía acercarse el momento de mi eyaculación.
Tenía la mente en blanco y bien creo que hasta perdí la visión en el instante en que me vacié. Y entonces comprendí cuanta razón tenía mi padre al afirmar que no había ni punto de comparación entre una paja y un buen polvo y que, ciertamente, una vez metido en faena, los parentescos se olvidan de inmediato y todo queda reducido a su más simple expresión: un hombre y una mujer. Todo lo demás pierde su importancia y, vencida la reserva inicial, se disfruta más, si cabe, que con cualquier otra persona menos conocida y menos ligada a ti, pues nada puede compararse al amor de una madre por su hijo o de un hijo por su madre.
Volvimos a repetir y la segunda vez fue aún más maravillosa que la primera, pues mi padre se limitó a ser mero espectador y mi madre pasó a ser entera y exclusivamente mía.
No debí de hacerlo mal del todo. Al terminar, mi madre volvió a abrazarme con todas sus fuerzas y exclamó:
—¡Qué pedazo de hijo tengo!
Y me recompensó con una mamada, que no llegó a producir el efecto deseado porque yo había quedado ya más que saciado con los dos magníficos polvos echados y casi pensaba más en Viki, como digna sucesora para la próxima contienda, ya que no concebía que mi madre volviera a prestarse más a tal experimento, máxime sabiendo que mi padre la tenía suficientemente colmada en este aspecto.
—¿Qué te ha parecido el regalo? —me preguntó sonriente mi padre, satisfecho también por lo visto de mi comportamiento.
—Creo que no lo olvidaré nunca —fue lo que se me ocurrió decir.
Mis hermanas aún permanecían en el comedor a pesar de que ya se había hecho bastante tarde. Por el aspecto que presentaban sus vestimentas y lo acaloradas que todas ellas parecían, tuve la vaga impresión de que también se habían corrido su particular juerga. Como de costumbre, me despedí de todas y cada una de ellas, dándoles las buenas noches, y me retiré a mi cuarto.
Lo único que pude hacer aquella noche fue descansar, pues conciliar el sueño me resultó del todo imposible. Y eso que aún no sabía que lo que acababa de ocurrir no era sino el comienzo de lo que estaba por venir.
Eso lo dejaremos para sucesivas ocasiones.
SUIGUIENTE RELATO
http://www.poringa.net/posts/relatos/2600332/Una-peculiar-familia-2.html
Mi nombre es Joaquín, aunque todo el mundo se empeñó en llamarme Quinito, mi padre, también llamado Joaquín. Mi madre era Brigi en lugar de Brígida y mis hermanas pasaban por ser Viki (de Victoria), Dori (de Doraida), Barbi (de Bárbara) y Cati (de Catalina). Estas dos últimas son gemelas.
Mi madre nos tuvo a todos de corrido. Quiero decir que no bien había acabado de parir cuando ya estaba de nuevo embarazada. Y no es que mi padre fuera del Opus Dei ni nada de eso, sino que se le había metido entre ceja y ceja que quería un hijo varón y hasta que no nací yo no se quedó conforme.
Así, pues, queda claro que entre mi hermana Viki (21), la mayor, y yo sólo mediaban tres años de diferencia; Dori (20), que fue la segunda, era dos años mayor que yo; y las gemelas(19) sólo me aventajaban en un año. Y, ya metidos en edades, terminaré añadiendo que mi madre(37) me parió a mí a los veintitrés años y que mi padre(40) tenía casi tres años más que ella.
Si ya de niño sentía una verdadera admiración por mi padre, hoy no puedo por menos que afirmar que era un tipo extraordinario en todos los sentidos. Era una de esas personas de las que ahora se dice que tienen "carisma". Estoy convencido de que, si le hubiera dado por meterse en política, habría llegado sin duda a ser presidente de la Nación; pero era demasiado honesto para dedicarse a esas cosas y prefirió ganarse la vida, y de paso facilitarnos la nuestra, trabajando como un modesto empleado de banca.
Mi padre no era hipócrita en absoluto; sin embargo, su forma de ser en casa era completamente distinta a su forma de ser fuera de ella. Y es que su filosofía de la vida, la que nos inculcó a los demás, poco o nada tenía que ver con los usos y costumbres sancionados por la sociedad. Su máxima fundamental era: "el ser humano ha de ser libre de hacer todo lo que le apetezca, siempre que no infiera daño alguno a los demás". Y este principio, aparentemente tan simple e inocente, llevado a sus últimas consecuencias podía producir, y de hecho los produjo en nuestro ámbito, los resultados más sorprendentes.
Concretándome al campo que en verdad interesa, diré que en mi casa nunca se cerraba ninguna otra puerta que no fuera la de la calle y el pasearnos desnudos los unos delante de los otros, cuando era llegado el caso, resultaba de lo más natural del mundo. «Desnudos nacemos —sentenciaba mi padre— y no tenemos porqué avergonzarnos de nuestra desnudez».
La cosa no quedaba ahí. Más de una vez, primero siendo crío y después no siéndolo tanto, irrumpí en el dormitorio de mis padres cuando ambos estaban de pleno entregados a desatar sus pasiones. Lejos de inmutarse, ellos seguían con lo suyo, y hasta que no terminaban lo que estaban haciendo no pasaban a prestarme la debida atención. Y lo mismo que ocurría conmigo, también ocurría con cualquiera de mis hermanas.
Por supuesto, mi padre no se cansaba de repetirnos una y otra vez que una cosa era nuestra vida familiar y otra bien distinta la vida social, que se regía por normas estúpidas que no había más remedio que acatar porque así lo habían dispuesto los necios que gobernaban el país. Por eso mismo, siempre terminaba aconsejándonos que no dijéramos nada a nadie de nuestras particulares costumbres y que, fuera de casa, nos limitáramos a seguir las reglas establecidas y a hacer y decir lo mismo que hacían y decían los demás. «Lo que cada cual hace en su casa no le importa a nadie más», solía concluir.
Ya tendré tiempo y ocasión de referir más cosas de mi padre; pero ahora lo que quiero contaros es lo que sucedió el día en que cumplí los 18 años. Ya Viki, con una sonrisa de pícara, me había anunciado a primera hora de la mañana que en esta ocasión iba a recibir un regalo de cumpleaños muy especial y, por más que lo intenté, no fui capaz de sonsacarle nada más. Tuve la impresión de que todo el mundo sabía cuál era ese regalo, menos yo; pero ni siquiera a Barbi, la más inocente de todas, conseguí persuadirla para que me diera alguna pista.
Salvo que cayera en festivo, en cuyo caso lo hacíamos con ocasión del almuerzo, los cumpleaños siempre se celebraban durante la cena, pues era entonces cuando mi padre disponía de tiempo suficiente para participar tranquilamente en el mismo. En general consistía en una cena (o almuerzo) especial, rematada a los postres con la clásica tarta y sus correspondientes velitas, procediendo a continuación a la entrega de regalos.
Aquel año, "como premio a mi buen rendimiento escolar", mi padre me obsequió al fin con la tan ansiada armónica de cambio "Honner" y mis hermanas se justificaron con las cuatro bagatelas de siempre. Lo importante, como se suele decir en estos casos, era el detalle y no el valor material del mismo.
Sólo faltaba, pues, el regalo de mi madre y, por más que miré, no vi que llevara ningún paquetito encima. Lo que sí advertí entonces es que se había puesto más guapa que de costumbre, maquillándose como si fuera a salir a alguna parte y luciendo un vestido de lo más llamativo.
Aunque no lo he dicho antes por no adelantar acontecimientos, debo señalar que siempre he podido presumir de tener la madre y las hermanas más guapas que uno pueda imaginar. A sus treinta y siete años, nadie diría que mi madre había traído al mundo cinco hijos viendo la perfecta silueta que conservaba. Sus pechos no habían sido nunca excesivos (de hecho, Viki casi los tenía ya más grandes que ella) y eso hacía que se mantuvieran firmes como en sus mejores tiempos. Aquella noche debía de haberse puesto uno de esos sujetadores que tienden a juntar y realzar el busto y el típico "canalillo" se le marcaba de una forma realmente sugestiva a través del generoso escote.
—Falta tu regalo, mamá —dije, viendo que no hacía ademán de entregarme nada.
Por la forma en que me sonrió, entendí de inmediato que había llegado el momento de la gran sorpresa que me anunciara Viki, aunque aún no tenía ni la menor idea de en qué podía consistir la misma.
—Tendrás que acompañarme a la alcoba para recibir mi regalo —me respondió, poniéndose en pie y enfilando el pasillo.
Comido por la curiosidad, yo eché a andar tras de ella y al poco pude oír los pasos de mi padre detrás de mí. Mis hermanas, entre risitas y murmullos, se quedaron en el comedor apurando los últimos vestigios de la tarta.
Dentro ya de la alcoba, mi madre se dio media vuelta y se colocó frente a mí. Mi padre, con gesto risueño, se quedó de momento en la puerta sin llegar a entrar en la estancia.
—¡Aquí me tienes! —exclamó mi madre, tomando mis manos y llevándolas a sus aquella noche más henchidos pechos—. ¡Mi regalo soy yo misma!
Por supuesto que entendí perfectamente lo que quería decirme, pero me resistía a creerlo. Veía cómo me ofrecía su boca para que la besara, pero no me atrevía.
—Vamos, Quini —oí que decía la voz de mi padre a mi espalda. Y sentí cómo se acercaba hasta mí y me ponía una mano en el hombro—. Ya no eres ningún niño y, para ser hombre, lo único que te falta es perder tu virginidad. ¿Y quién mejor que tu madre para ayudarte a ello?
—Pero, papá... —acerté a balbucir en medio del creciente desasosiego que me poseía.
—No hay ningún pero que oponer —me interrumpió—. Por mucho que los farsantes de ahí fuera aseguren lo contrario y lo consideren una aberración, no hay nada de malo ni de perverso en que una madre y un hijo se unan sexualmente. Ante todo, se trata de un hombre y una mujer unidos por unos lazos que sólo pueden contribuir a hacer más gozosa la unión. ¿Concibes que pueda existir en el mundo una mujer que te ame tanto como tu propia madre y desee con mayor ansia hacerte el más feliz de los mortales?
No tenía nada que objetar ni hubiera podido hacerlo aunque hubiera tenido algo. En vista de que yo no me decidía, mi madre había sellado finalmente mi boca con la suya y su lengua recorrió mis labios de comisura a comisura antes de adentrarse en mi cavidad bucal, al tiempo que sus manos seguían oprimiendo las mías contra sus senos, cuya calidez y morbidez yo notaba con intensidad creciente.
Casi sin darme cuenta, al calor de aquellas caricias, mi cuerpo empezó a revolucionarse y mi verga fue estirándose hasta formar un sobresaliente bulto en mi pantalón.
Fue mi padre quien, situándose ahora detrás de ella, fue desnudando poco a poco a mi madre y después, con algo más de dificultad, empezó a hacer conmigo otro tanto. Finalmente, se desnudó él también. Su verga, no mucho mayor que la mía, parecía estar ya en pleno esplendor.
Ni corta ni perezosa, mi madre se puso en cuclillas y, al mismo tiempo que chupaba la mía, sobaba con una mano la polla de mi padre.
—¿Te gusta? —me preguntó.
—Me encanta —contesté con voz temblorosa.
A pesar de mi azoramiento, mi herramienta funcionaba a la perfección. Nunca me la había sentido tan tiesa y poderosa. Y la forma en que mi madre la lamía y succionaba me la estaba poniendo a reventar.
Cuando estiró hacia atrás el prepucio y comenzó a acariciarme el glande con la punta de la lengua, aquel suave contacto en zona tan sensible y delicada me sumió en un mar de estremecimientos. Mi padre me miraba sin cesar de sonreír, mientras dejaba escapar algún que otro sonido gutural, y yo no sabía hacia dónde dirigir la vista. Todo aquello me resultaba tan sorprendente e inesperado que no acababa de superar mi desasosiego.
La escena no dejaba de parecerme un tanto surrealista: mi padre y yo compartiendo a mi madre, o ella compartiéndonos a ambos. Nunca me lo hubiera podido imaginar. Aquello, evidentemente, formaba parte de la filosofía de mi padre; pero a pesar de todo me seguía costando asimilarlo, aunque no por ello era menor el goce que experimentaba cada vez que mi madre recorría con sus labios o con su lengua el tallo completo de mi polla.
Estaba ya a punto de correrme cuando mi padre, como si se hubiera percatado de tal circunstancia, asió a mi madre por las axilas y la obligó a incorporarse, poniendo de tal modo punto y final a aquel dulce tormento a que estaba siendo sometido.
—Debes saber, querido hijo —me dijo, mientras pegaba la espalda de mi madre contra su pecho y comenzaba a acariciarle al mismo tiempo ambas tetas con gran suavidad—, que, en el sexo como en todo, lo verdaderamente importante es corresponder —hizo una pausa y una de sus manos descendió hasta abarcar por completo la vulva de mi madre, cuyo rostro se transfiguró—. No se trata sólo de recibir, sino también de dar —aquí creo que introdujo al menos un par de dedos en la vagina de mi madre, que exhaló un profundo suspiro—. Hay que ser más generoso que egoísta —mi madre parecía deshacerse con el manipuleo que mi padre se traía en su entrepierna y mi excitación se mantenía en su punto más culminante.
El sobeo se prolongó largo rato y cualquier problema de conciencia que yo hubiera podido tener en un principio se esfumó por completo. Mi madre dejó de parecerme mi madre y lo único que veía ante mí era una mujer estupenda que, entre gemidos y jadeos, se debatía al borde del colapso, mirándome a mí, y sobre todo a mi enardecida polla, con ojos extraviados.
Mi situación era un tanto confusa, pues no sabía muy bien en qué consistía el juego y cuál era el papel que yo había de desempeñar. Mi padre seguía trabajando con ahínco las partes bajas de mi madre y ésta se mostraba cada vez más agitada, casi como fuera de sí.
Llevado por el calor de la escena que se desarrollaba ante mí, inconscientemente comencé a masturbarme. Mi madre farfulló algo que no llegué a entender, pero la voz de mi padre sonó clara y rotunda:
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
Más confundido todavía, cesé el movimiento de mi mano y agaché la cabeza sin saber qué responder.
—¿Desde cuándo haces eso? —me interrogó mi padre, dejando también de hostigar a mi madre.
Me lo preguntó con un tono de voz que no supe muy bien si se trataba de simple curiosidad o me estaba censurando mi conducta.
—Sólo lo hago cuando se me pone tiesa —confesé cabizbajo.
—¿Y eso ocurre muy a menudo?
Como mejor pude le expliqué lo que me sucedía últimamente cuando veía a Viki en el baño o desnuda por la casa y, sobre todo, cada vez que le veía a él follándose a mi madre.
—No hay nada censurable en ello —me tranquilizó—, ni tienes que avergonzarte. Es algo muy normal a tu edad, aunque es mucho más placentero y natural hacerlo con una mujer. Vamos —añadió dándome una palmadita en la espalda—; tu madre ya está más que preparada para recibirte.
Mi madre había aprovechado aquel inciso para tumbarse sobre la cama y ahora suplía con su mano lo que la de mi padre había dejado de hacer.
Todavía mi padre tuvo que darme un par de empujoncitos antes de que me decidiera. Estaba rabioso por follarme a mi madre, pero me daba un poco de corte. A fuerza de oírselo repetir a mi padre, no veía en ello nada repudiable; pero ahora, al llegar el momento de la verdad, sentía unos enormes escrúpulos. Me parecía que se trataba de profanar un santuario, de adentrarme en un terreno prohibido. Tal vez, o al menos así lo pensé, con Viki no hubiera sentido tanto reparo, pues no me inspiraba el mismo respeto; sin embargo, tratándose de mi madre, la cosa me resultaba muy diferente. Pero esto es como todo: sólo consiste en empezar.
No sé si por el nerviosismo propio de la situación, por la ansiedad que sentía o por cualquiera otra razón que no sabría explicar, mis primeros movimientos fueron sumamente torpes. De no haber mediado la ayuda de mi madre, lo más seguro es que ni siquiera hubiera atinado a metérsela. Gracias al concienzudo trabajo de mi padre, la vagina de mi madre estaba tan lubricada que hundirme en ella hasta el fondo no me representó el menor problema. Mi polla entraba y salía con total facilidad y los gemidos de mi madre, que me abrazó fuertemente, me impulsaban a incrementar cada vez más la velocidad de mis movimientos. Pronto me olvidé de todo, concentrándome únicamente en degustar al máximo el enorme placer que sentía en cada incursión. Ni siquiera me di cuenta de que mi padre también se había echado a nuestro lado, robándome los besos que yo hubiera querido que mi madre me diera a mí.
Ya del todo lanzado, y dado que su boca no estaba a mi disposición, empecé a comerme los pezones, que se habían puesto gordos y duros, mientras mantenía el ritmo de mis embestidas, incentivado por los estremecimientos que cada una de ellas provocaba en mi madre. Más tarde supe que había llegado a tener un par de orgasmos; pero, siendo como era mi primera vez, en esos momentos yo no supe a qué achacarlo y hasta llegué a pensar que la causa se debía más a los interminables besos de mi padre que a mis frenéticas acometidas, más rápidas y profundas a medida que sentía acercarse el momento de mi eyaculación.
Tenía la mente en blanco y bien creo que hasta perdí la visión en el instante en que me vacié. Y entonces comprendí cuanta razón tenía mi padre al afirmar que no había ni punto de comparación entre una paja y un buen polvo y que, ciertamente, una vez metido en faena, los parentescos se olvidan de inmediato y todo queda reducido a su más simple expresión: un hombre y una mujer. Todo lo demás pierde su importancia y, vencida la reserva inicial, se disfruta más, si cabe, que con cualquier otra persona menos conocida y menos ligada a ti, pues nada puede compararse al amor de una madre por su hijo o de un hijo por su madre.
Volvimos a repetir y la segunda vez fue aún más maravillosa que la primera, pues mi padre se limitó a ser mero espectador y mi madre pasó a ser entera y exclusivamente mía.
No debí de hacerlo mal del todo. Al terminar, mi madre volvió a abrazarme con todas sus fuerzas y exclamó:
—¡Qué pedazo de hijo tengo!
Y me recompensó con una mamada, que no llegó a producir el efecto deseado porque yo había quedado ya más que saciado con los dos magníficos polvos echados y casi pensaba más en Viki, como digna sucesora para la próxima contienda, ya que no concebía que mi madre volviera a prestarse más a tal experimento, máxime sabiendo que mi padre la tenía suficientemente colmada en este aspecto.
—¿Qué te ha parecido el regalo? —me preguntó sonriente mi padre, satisfecho también por lo visto de mi comportamiento.
—Creo que no lo olvidaré nunca —fue lo que se me ocurrió decir.
Mis hermanas aún permanecían en el comedor a pesar de que ya se había hecho bastante tarde. Por el aspecto que presentaban sus vestimentas y lo acaloradas que todas ellas parecían, tuve la vaga impresión de que también se habían corrido su particular juerga. Como de costumbre, me despedí de todas y cada una de ellas, dándoles las buenas noches, y me retiré a mi cuarto.
Lo único que pude hacer aquella noche fue descansar, pues conciliar el sueño me resultó del todo imposible. Y eso que aún no sabía que lo que acababa de ocurrir no era sino el comienzo de lo que estaba por venir.
Eso lo dejaremos para sucesivas ocasiones.
SUIGUIENTE RELATO
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