Jueves por la mañana, bien temprano recibo una llamada de Damián, no le contesto. No estoy de ánimo, no es que me haya cansado de él, sino que estoy con la cabeza en otra cosa. En diciembre se cumplen diez años del fallecimiento de mi querido Ernesto y, por alguna razón, me siento desolada.
Parece mentira que haya pasado tanto tiempo, ¡una década! Para quienes no lo saben, junto a mi tío Carlos, Ernesto es uno de los hombres más importantes de mi vida. Fue mi mentor, quien supo guiarme en esos años oscuros en que no sabía para donde disparar.
Gracias a él elegí sociología, carrera que dejé inconclusa tras su muerte, aunque pienso terminarla en algún momento, en homenaje a su memoria, ya que eso es lo que él hubiera querido, que me convirtiera en su colega.
Aunque me llevaba más de 40 años, (yo tenía 20 y él 60 y tantos cuando nos conocimos), parecíamos dos viejos amigos. Entre nosotros no había brecha generacional que valiera, podíamos hablar durante horas, incluso de aquellos temas que por su edad podían estar fuera de su ámbito, fuera lo que fuese se esforzaba por estar al tanto de todo aquello que me interesara. Y en la cama... bueno, pese a sus años se desenvolvía bastante bien.
La primera vez que estuvimos juntos, ni habiendo pasado dos horas desde que nos conocimos, me echó dos buenos polvos, con su debida pausa entre uno y otro, desde ya, pero igualmente intensos y efusivos. Claro que al tratarse de un hombre de la tercera edad, tenía sus achaques y no siempre podía estar en esa plenitud. En esas ocasiones recurríamos al Viagra. Yo misma le compraba la milagrosa pastillita, y cuando iba a su casa le sacábamos el máximo provecho a tal prodigio químico.
Me acuerdo que una noche estábamos celebrando la buena nota que había obtenido en uno de mis primeros exámenes. Ni bien salí de la Facultad, compré un pollo en la rotisería, un vino y me fui para su casa. Cenamos y luego nos sentamos en el sofá para tomar una copa. Solo estábamos compartiendo un momento, sin pastilla azul de por medio, cuando sorprendido me muestra su entrepierna. La tenía súper abultada.
-No le pusiste nada al vino, ¿no?- me pregunta incrédulo.
-No, nada, acordate que el Viagra no se mezcla con alcohol- le aclaro.
-¿Y entonces...?- se ríe.
-Entonces...- me acerco aún más a él casi hasta acurrucarme contra su cuerpo y le pongo una mano sobre el bulto de su entrepierna -...parece que quiere que lo sumemos al festejo-
Me sonrío y le desabrocho el pantalón, pelando una erección quizás no tan rígida como lo sería con el Viagra, pero que con algo de ayuda podría llegar a competir. Así que sin perder ni un minuto, me acomodo en el sofá y me pongo a chupársela en esa forma que mi tío supo enseñarme tan bien. Me la comía entera, ya que no ostentaba un volumen demasiado prodigioso, aunque si lo suficiente como para llenarme la boca con su carne.
Cogimos en el mismo sofá, ya que no queríamos correr el riesgo de que mientras fuéramos hacia la cama se le bajara la erección, así que me puse en bolas y lo monté al derecho y al revés, echándonos unos polvos maravillosos, y sin la necesidad de químico alguno. Como siempre, me terminaba adentro, llenándome hasta rebalsar con su añeja savia natural. Por supuesto yo ya me cuidaba, ya que mi tío y Ernesto no eran los únicos hombres con los que estaba, aunque por un tiempo éste último había logrado monopolizar mi atención. No digo que me hubiera enamorado, pero me gustaba estar con él, pasar el tiempo los dos desnudos en la cama, solo charlando, sin nada que hacer más que contarnos las cosas el uno al otro.
En verano, siempre que estaba en su casa, me la pasaba en bolas, obvio que me manoteaba el culo o las tetas a cada rato, lo cual me encantaba. Quizás de ahí venga mi predilección por los viejitos verdes, porque sí, Ernesto era un viejo verde con todas las letras y no se avergonzaba de ello. Le gustaban las pendejas y conmigo, ya en sus últimos años, supo sacarse bien las ganas.
Lo conocí en una plaza mirando a unas colegialas que le hicieron agarrar una fuerte taquicardia. Así que un día, para agradecerle todo lo que hacía por mí, desempolvé mi viejo uniforme de colegio, y me lo puse para hacerle una representación acorde a sus gustos, el de la colegiala lujuriosa. Por supuesto que ya con 20 años me quedaba algo ajustado, por lo que mis atributos sobresalían por todos lados, aun así no me lo quité en ningún momento, me cogió con jumper y todo, la camisa entreabierta para que pudiera manosearme las tetas, y la corbatita haciendo las veces de rienda cuando entró a cabalgarme. ¡Cuántos recuerdos Dios mío!
Cuando no podíamos disfrutar de las bondades del Viagra, ya que tampoco quería que tuviera una sobredosis, Ernesto usaba sus dedos. Primero me chupaba muy dulcemente la conchita, (aun puedo sentir su lengua dándome vueltas por el tajo), para luego introducir sus dedos de a uno, cuando ya tenía los tres del medio bien metidos en mí, los usaba a modo de palanca, frotándome el clítoris en una forma exquisita. De ahí al orgasmo más intenso y brutal solo había un paso, o tres dedos, mejor dicho.
Cuando salíamos juntos a algún lado, me presentaba como su sobrina... sobrina nieta, claro, aunque había gente que sospechaba la clase de relación que teníamos. Evidentemente éramos muy cariñosos como para tener ese parentesco.
Me acuerdo de una vez que volvíamos a su casa, estábamos en el hall del edificio, esperando el ascensor, cuando se aparecen dos viejas chismosas que, por terceros, sabíamos que habían estado hablando a nuestras espaldas. Lo que decían era la verdad, que no éramos familia sino amantes. Así que para confirmárselos, al verlas, me colgué de su cuello y lo besé en la boca, para luego decirle en un tonito sensual e incitante:
-¿Ahora en casa me vas a dar lo que me gusta?-
El solo se limitaba a asentir y sonreírse. El resto me lo dejaba a mí. Aunque ha pasado el tiempo, resulta increíble que ya no esté, con la falta que me hace, sobre todo en estos momentos en los que mi vida es un quilombo de proporciones. El sabría darme algunos buenos consejos, después de echarnos un buen polvo, claro. ¡Y que buena falta me hacen sus polvos!
Por supuesto se agradecía que fuera tan putita y desprejuiciada como para encamarme con un hombre de su edad, aunque sabía advertirme de los peligros y consecuencias a los que podían exponerse las mujeres que, como yo, iban bajándose la bombacha ante el primer tipo que se les cruzara. Por él llegué a la fidelidad, le fui fiel mientras estuvimos juntos, y luego le fui fiel a mi futuro marido en nuestros primeros meses de noviazgo. Claro que después volví a las andadas, pero para entonces Ernesto ya no estaba.
Damián me llama de nuevo. Ya no puedo ni quiero seguir evadiéndolo, así que atiendo. Le pido disculpas por no haber respondido sus mensajes. Me dice que no pasa nada, que lo único que quería era invitarme una copa.
-¿Y eso a que se debe? Todavía faltan algunos días para las fiestas- le digo.
-No es por las fiestas, sino por mi cumpleaños- me aclara.
-¿Es hoy? Damián perdoname, no sabía- me disculpo.
-No pasa nada, nunca te lo dije, además no acostumbro celebrarlo, pero ahora, teniéndote de amiga, se me ocurrió al menos hacer un brindis- me explica.
-Es lo menos que podemos hacer- le digo.
Quedamos en vernos a las 19hs en su casa. Quizás estar un rato con él me ayude a superar la tristeza de estos días, o quizás no, de lo único que estoy segura es que por lo menos voy a pasar un buen momento, y con eso ya me doy por satisfecha.
Parece mentira que haya pasado tanto tiempo, ¡una década! Para quienes no lo saben, junto a mi tío Carlos, Ernesto es uno de los hombres más importantes de mi vida. Fue mi mentor, quien supo guiarme en esos años oscuros en que no sabía para donde disparar.
Gracias a él elegí sociología, carrera que dejé inconclusa tras su muerte, aunque pienso terminarla en algún momento, en homenaje a su memoria, ya que eso es lo que él hubiera querido, que me convirtiera en su colega.
Aunque me llevaba más de 40 años, (yo tenía 20 y él 60 y tantos cuando nos conocimos), parecíamos dos viejos amigos. Entre nosotros no había brecha generacional que valiera, podíamos hablar durante horas, incluso de aquellos temas que por su edad podían estar fuera de su ámbito, fuera lo que fuese se esforzaba por estar al tanto de todo aquello que me interesara. Y en la cama... bueno, pese a sus años se desenvolvía bastante bien.
La primera vez que estuvimos juntos, ni habiendo pasado dos horas desde que nos conocimos, me echó dos buenos polvos, con su debida pausa entre uno y otro, desde ya, pero igualmente intensos y efusivos. Claro que al tratarse de un hombre de la tercera edad, tenía sus achaques y no siempre podía estar en esa plenitud. En esas ocasiones recurríamos al Viagra. Yo misma le compraba la milagrosa pastillita, y cuando iba a su casa le sacábamos el máximo provecho a tal prodigio químico.
Me acuerdo que una noche estábamos celebrando la buena nota que había obtenido en uno de mis primeros exámenes. Ni bien salí de la Facultad, compré un pollo en la rotisería, un vino y me fui para su casa. Cenamos y luego nos sentamos en el sofá para tomar una copa. Solo estábamos compartiendo un momento, sin pastilla azul de por medio, cuando sorprendido me muestra su entrepierna. La tenía súper abultada.
-No le pusiste nada al vino, ¿no?- me pregunta incrédulo.
-No, nada, acordate que el Viagra no se mezcla con alcohol- le aclaro.
-¿Y entonces...?- se ríe.
-Entonces...- me acerco aún más a él casi hasta acurrucarme contra su cuerpo y le pongo una mano sobre el bulto de su entrepierna -...parece que quiere que lo sumemos al festejo-
Me sonrío y le desabrocho el pantalón, pelando una erección quizás no tan rígida como lo sería con el Viagra, pero que con algo de ayuda podría llegar a competir. Así que sin perder ni un minuto, me acomodo en el sofá y me pongo a chupársela en esa forma que mi tío supo enseñarme tan bien. Me la comía entera, ya que no ostentaba un volumen demasiado prodigioso, aunque si lo suficiente como para llenarme la boca con su carne.
Cogimos en el mismo sofá, ya que no queríamos correr el riesgo de que mientras fuéramos hacia la cama se le bajara la erección, así que me puse en bolas y lo monté al derecho y al revés, echándonos unos polvos maravillosos, y sin la necesidad de químico alguno. Como siempre, me terminaba adentro, llenándome hasta rebalsar con su añeja savia natural. Por supuesto yo ya me cuidaba, ya que mi tío y Ernesto no eran los únicos hombres con los que estaba, aunque por un tiempo éste último había logrado monopolizar mi atención. No digo que me hubiera enamorado, pero me gustaba estar con él, pasar el tiempo los dos desnudos en la cama, solo charlando, sin nada que hacer más que contarnos las cosas el uno al otro.
En verano, siempre que estaba en su casa, me la pasaba en bolas, obvio que me manoteaba el culo o las tetas a cada rato, lo cual me encantaba. Quizás de ahí venga mi predilección por los viejitos verdes, porque sí, Ernesto era un viejo verde con todas las letras y no se avergonzaba de ello. Le gustaban las pendejas y conmigo, ya en sus últimos años, supo sacarse bien las ganas.
Lo conocí en una plaza mirando a unas colegialas que le hicieron agarrar una fuerte taquicardia. Así que un día, para agradecerle todo lo que hacía por mí, desempolvé mi viejo uniforme de colegio, y me lo puse para hacerle una representación acorde a sus gustos, el de la colegiala lujuriosa. Por supuesto que ya con 20 años me quedaba algo ajustado, por lo que mis atributos sobresalían por todos lados, aun así no me lo quité en ningún momento, me cogió con jumper y todo, la camisa entreabierta para que pudiera manosearme las tetas, y la corbatita haciendo las veces de rienda cuando entró a cabalgarme. ¡Cuántos recuerdos Dios mío!
Cuando no podíamos disfrutar de las bondades del Viagra, ya que tampoco quería que tuviera una sobredosis, Ernesto usaba sus dedos. Primero me chupaba muy dulcemente la conchita, (aun puedo sentir su lengua dándome vueltas por el tajo), para luego introducir sus dedos de a uno, cuando ya tenía los tres del medio bien metidos en mí, los usaba a modo de palanca, frotándome el clítoris en una forma exquisita. De ahí al orgasmo más intenso y brutal solo había un paso, o tres dedos, mejor dicho.
Cuando salíamos juntos a algún lado, me presentaba como su sobrina... sobrina nieta, claro, aunque había gente que sospechaba la clase de relación que teníamos. Evidentemente éramos muy cariñosos como para tener ese parentesco.
Me acuerdo de una vez que volvíamos a su casa, estábamos en el hall del edificio, esperando el ascensor, cuando se aparecen dos viejas chismosas que, por terceros, sabíamos que habían estado hablando a nuestras espaldas. Lo que decían era la verdad, que no éramos familia sino amantes. Así que para confirmárselos, al verlas, me colgué de su cuello y lo besé en la boca, para luego decirle en un tonito sensual e incitante:
-¿Ahora en casa me vas a dar lo que me gusta?-
El solo se limitaba a asentir y sonreírse. El resto me lo dejaba a mí. Aunque ha pasado el tiempo, resulta increíble que ya no esté, con la falta que me hace, sobre todo en estos momentos en los que mi vida es un quilombo de proporciones. El sabría darme algunos buenos consejos, después de echarnos un buen polvo, claro. ¡Y que buena falta me hacen sus polvos!
Por supuesto se agradecía que fuera tan putita y desprejuiciada como para encamarme con un hombre de su edad, aunque sabía advertirme de los peligros y consecuencias a los que podían exponerse las mujeres que, como yo, iban bajándose la bombacha ante el primer tipo que se les cruzara. Por él llegué a la fidelidad, le fui fiel mientras estuvimos juntos, y luego le fui fiel a mi futuro marido en nuestros primeros meses de noviazgo. Claro que después volví a las andadas, pero para entonces Ernesto ya no estaba.
Damián me llama de nuevo. Ya no puedo ni quiero seguir evadiéndolo, así que atiendo. Le pido disculpas por no haber respondido sus mensajes. Me dice que no pasa nada, que lo único que quería era invitarme una copa.
-¿Y eso a que se debe? Todavía faltan algunos días para las fiestas- le digo.
-No es por las fiestas, sino por mi cumpleaños- me aclara.
-¿Es hoy? Damián perdoname, no sabía- me disculpo.
-No pasa nada, nunca te lo dije, además no acostumbro celebrarlo, pero ahora, teniéndote de amiga, se me ocurrió al menos hacer un brindis- me explica.
-Es lo menos que podemos hacer- le digo.
Quedamos en vernos a las 19hs en su casa. Quizás estar un rato con él me ayude a superar la tristeza de estos días, o quizás no, de lo único que estoy segura es que por lo menos voy a pasar un buen momento, y con eso ya me doy por satisfecha.
24 comentarios - In memorian...
Te dejó un beso y porque no una buena nalgada.
Gran historia!!
Gracias por compartir
"Oh melancolía, novia silenciosa,
íntima pareja del ayer.
Oh melancolía, amante dichosa,
siempre me arrebata tu placer.
Oh melancolía, señora del tiempo,
beso que retorna como el mar.
Oh melancolía, rosa del aliento,
dime quién me puede amar."
Muy buen relato como siempre querida Mary!!
Hummm...