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Una peculiar Familia 32

CAPÍTULO XXXII

Era viernes y eso significó que tendríamos por delante todo el fin de semana para estrechar lazos. Fue un verdadero placer ver cómo mi padre recuperaba su casi olvidada alegría. Más que alegre, yo diría que estaba eufórico.

—Todo fue bien, ¿verdad, papá? —le pregunté en la primera ocasión que tuve.

—¿Bien? Fue mucho mejor que bien. Tu madre es única, hijo mío. Debería estar en los altares.

No creí que los méritos de mi madre fueran por el camino de la santidad, pero sí me pareció una forma muy gráfica de elogiar sus tremendas dosis de comprensión. Aceptar con semejante entereza que su marido había estado engañándola, incluso desde antes que se conocieran, no es cosa que se dé todos los días. Y mantener la calma cuando, además, le soltara de sopetón que tenía dos hijas más aparte de las ya reconocidas, eso era algo que, al menos a mi entender, superaba todo lo habido y por haber. Ya conocía de sobras la buena labia que se gastaba mi padre, especialmente con las mujeres; pero hay cosas que, por muy bien que se digan, no resultan fáciles de admitir así como así.

Aunque no es menos cierto el viejo dicho de que quien no se contenta es porque no quiere, que fue el cuento que se aplicó mi madre, tan dada a guiarse por el refranero popular. Y es que, con el tiempo, llegué a saber cuál había sido la razón de que aceptase los hechos con tan aparente naturalidad.

—Si a mí siempre me ha tenido más que bien atendida, ¿por qué he de censurar que gastase con otras el exceso?

Así, de manera tan simple y racional, lo que amenazaba ser una tormenta tropical no llegó ni a tímido sirimiri. Hasta a mi propio padre le pareció increíble la actitud de mi madre y le llevó su tiempo el cerciorarse de que no había el menor fingimiento por su parte. Quizá lo que más contrarió a mi madre fue saber que Merche se desenvolvía en una situación económica muy superior a la nuestra. No era cuestión de envidia, sino de presencia. Daba por sentado que Merche nos recibiría vestida de gala y cargada de joyas y, ante eso, ¿qué podía lucir ella para contrarrestar la impresión inicial? Lo más valioso que tenía era una cadenita de oro con un crucifijo, regalo de sus padres en el día de su primera comunión; lo que, además de ser insignificante, no parecía lo más adecuado para la ocasión.

Ni siquiera mi padre, que tanto arte había manifestado para endosarle de buenas a primeras dos hijas y una amante, encontró esta vez las palabras adecuadas para disuadirla de tamaña preocupación.

—Por lo que más quieras, cariño —porfiaba con ella—. Sólo se trata de una reunión familiar y no de una fiesta de etiqueta.

—¡Qué sabréis los hombres de estas cosas! —refunfuñaba mi madre.

Mas como, de donde no hay, nada se puede sacar, no le quedó más remedio que hacer buen acopio de resignación y conformarse con la triste realidad.

Supongo que para ella fue todo un alivio encontrarse que, contra todo pronóstico y quizá evidenciando un exquisito tacto, Merche nos recibió ataviada con un vestido tan sencillo que hasta el de mi madre lo superaba en prestancia. Detalle tan trivial sirvió para que ambas simpatizaran tan rápidamente que, al poco rato y para quien no lo supiera, parecería que se conocían de toda la vida.

Bea y Luci no se quedaron atrás y la vehemencia con que corrieron a abrazar y besar a mi madre hizo que ésta, de inmediato, presentase ante ellas su rendición incondicional.

Especialmente emotivo fue el encuentro entre Luci y Dori. Tanto les había hablado yo a la una de la otra y a la otra de la una, que sobraron las presentaciones. Tan pronto se superó el trámite de las salutaciones de rigor, ambas formaron su grupo aparte, como si de dos viejas amigas se tratara.

Las gemelas, fieles a su conducta, no bien terminaron de cumplimentar a todo el mundo, aprovecharon que, en un rincón del salón, sobre una mesita a propósito, había un tablero de ajedrez y, a falta de cosa mejor, una vez pedido y obtenido el permiso correspondiente, se enfrascaron en una partida de damas, pues lo del ajedrez era demasiado complicado para sus tiernas cabecitas.

Entre Bea y Viki, atraídas en principio por su gran parecido físico, la cosa no fue tan brillante y, aunque más me apetecía la compañía de Dori y Luci, estimé que era con ellas con quienes debía permanecer en aquellos momentos e intentar hacer un poco el papel de mediador en lo que se me antojaba pudiera derivar en un conflicto de caracteres contrapuestos.

El semblante serio de Viki contrastaba con el clima de general alegría que reinaba en el salón. Dado que las declaraciones de mi padre la tarde anterior fueron bastante completitas, mi hermana mayor ya sabía que, sin dedicarse expresamente a ello, Bea ejercía de vez en cuando la prostitución; y eso, a Viki, sin poderlo remediar, ya le producía de entrada cierto repelús. Quizá, por la misma razón, no acertaba a entender como, en otra parte del salón, Merche y nuestra madre podían estar charlando tan animadamente bajo la mirada complaciente de nuestro padre.

—¿Por qué lo haces? —preguntó Viki a Bea en un momento dado.

—¿Por qué hago qué? —quiso saber la interpelada.

—Prostituirte.

Bea me miró como pidiéndome explicaciones del porqué mi hermana estaba enterada de esa faceta de su vida. Yo, no creyendo congruente hacer aclaraciones al respecto, me encogí de hombros por toda respuesta.

—No creo que pudieras entenderlo —fue también todo lo que se le ocurrió decir.

Y siendo más que evidente que quería escapar de aquel trance, algo vino a ocurrir que le facilitó la salida. Mis padres y Merche se pusieron en pie y, en medio de risitas más que sospechosas, abandonaron la estancia. Mi padre, situado entre las dos damas, abarcaba a ambas por la cintura, sin que a simple vista pudiera distinguirse cuál de las dos merecía su preferencia, si es que tal preferencia existía.

Bea también se levantó y nos miró a Viki y a mí con cierta expresión de complicidad.

—Creo que se avecina algo digno de ver —anunció enigmáticamente—. Seguidme los dos.

Ahora fue Viki quien me consultó con la mirada y también obtuvo por respuesta otro encogimiento de hombros de mi parte. Sin embargo, aunque no hice el menor comentario, enseguida empecé a sospechar de qué iba el asunto tan pronto como comprobé hacia dónde nos conducía Bea.

Por segunda vez pisé la "zona restringida" de la Mansión y el destino, ¡cómo no!, no era otro que aquel sofisticado centro de vigilancia de tan complicado acceso para quien no lo conociera y desde el que tuve oportunidad de presenciar, junto con Luci, los apuros y las miserias que la mulata Maite había de pasar con su escasamente dotado esposo.

A Bea se la veía mucho más experta que Luci en el manejo de botones, interruptores y demás artilugios que componían el complejo cuadro de mandos. Tan sólo se molestó en conectar un par de monitores pequeños y rápidamente situó en la pantalla gigante un escenario que me resultó vagamente familiar y que a poco tardar identifiqué como el mismísimo dormitorio de Merche.

—Creo que no ha sido una buena idea —susurré a Bea al oído, temiéndome qué es lo que iba a ocurrir, señalando con un gesto a Viki.

Viki no hacía más que mirar a un lado y a otro, un poco sorprendida de ver tanto aparato por todas partes. Como para ella no significaba nada en particular la escena de aquella cama vacía, no le prestó mayor atención.

—¿Qué significa todo esto? ¿Para qué queréis tantos televisores juntos?

—No son televisores exactamente —puntualizó Bea—. Son monitores.

Y, a grandes rasgos, empezó a explicarle para qué servía todo cuanto estaba a la vista. No llegó a concluir su explicación, porque antes, en la pantalla gigante, hicieron su aparición, tal y como me suponía, mis padres y Merche.

—¡Anda! —exclamó Viki, haciendo su primera concesión a la sonrisa—. ¡Si son tu madre y mis padres!

La pretendida sonrisa, que no dejó de ser un conato, apenas si duró unas décimas de segundo, pues ése fue el tiempo que mi padre tardó en abrazarse a Merche y darle un beso en plena boca de esos que preludian momentos del más alto voltaje. Por si ello fuera poco, mientras se perpetuaba el beso, mi madre desapareció de escena para reaparecer al poco sin más ropa encima que la que llevara puesta en el momento de nacer.

Viki, que parecía haber perdido la voz, tomó asiento a la izquierda de Bea y quedó como eclipsada, con la mirada fija en la gran pantalla. Las imágenes que en ésta se sucedían fueron adquiriendo más y más temperatura.

Puesta en cuclillas, mi madre se fue abriendo paso como mejor pudo entre aquellos dos cuerpos tan estrechamente enlazados y manipuló con destreza la bragueta de mi padre hasta sacar fuera la magnífica joya que en ella se escondía, pasando a lamerla y succionarla como si quisiera derretirla en su boca.

Mi padre acusó pronto el ataque y procedió a aligerar a Merche de todo impedimento, hasta dejarla tan solo con unas llamativas braguitas que la propia interesada se encargó de añadir al montón que el resto de su ropaje formaba en el suelo. Y, para no ser menos, también mi seductor progenitor completó el general despelote. Aunque no fuera fácil calcular qué tanto por ciento de naturales tenían, las tetas de Merche ponían por sí solas ardiendo al más templado. La obra de ingeniería estética que con ellas habían realizado no creo que pudiera superarse en mucho tiempo. Mi pacote se puso una vez más al rojo vivo cuando las manos de mi padre comenzaron a engolosinarse con semejantes portentos, amasándolos como si pretendiera mejorar unas formas que ya eran de todo punto inmejorables. Y cuando, prendiéndolos con los dientes, se puso a estirar aquellos pezones como si fueran de goma, empecé yo también a perder los papeles, sin saber si decidirme por Bea o por Viki como remedio para aplacar la tortura.

Viki seguía sin perder detalle y cada vez estaba más colorada, no sé si porque se sentía avergonzada con lo que veía o porque, al igual que yo, su calentura iba subiendo de grados a marchas forzadas. Bea, en cambio, no parecía sentir perturbación alguna, más que acostumbrada a buen seguro a tal tipo de espectáculos.

Sin perder comba en ningún momento, los tres protagonistas de la película fueron aproximándose hasta la cama y, una vez sobre de ella, poco a poco fueron tomando posiciones hasta formar un auténtico anillo de fuego. Mi madre seguía atareada chupándosela a mi padre y Merche se situó de tal forma que, al mismo tiempo que mi padre comía su coño con insaciable apetito, ella aplicaba idéntico tratamiento a mi madre. Y estando como estaban tan ocupadas las bocas, lo único que se escuchaba era algún que otro gruñido ahogado y un creciente ruido de chapoteo.

La cara de Viki había adquirido ya un tono de pimiento morrón y, creyéndola a punto, me situé detrás de ella y ataqué el escote de su blusa a la busca de aquellos pechos que, sin alcanzar la aparatosidad de los de Merche, tanto me habían entusiasmado desde siempre; pero Viki era una caja de sorpresas y, lejos de permitirme aquella mínima licencia, con la mayor brusquedad apartó mis manos de sí y reforzó con las suyas la protección de aquella zona de su cuerpo que yo pretendía invadir.

Al cabo de unos minutos, el anillo de fuego se invirtió y Merche pasó a degustar el embutido de mi padre, mientras éste se ocupaba del conejo de mi madre y ésta, nada habituada a tales menesteres, trataba de hacerlo lo mejor posible con el abultado chochón de Merche. Tal arte mostraba la veterana prostituta de alto nivel que, viendo cómo tragaba una y otra vez el nada despreciable atributo paterno, yo casi sentía los lametones en el mío.

Volví a intentarlo otra vez con Viki hasta que, convencido de la inutilidad del empeño, recurrí a la menos escrupulosa Bea, quien ya de entrada y casi leyendo mis pensamientos, se desentendió de la pantalla y me obsequió con una mamada de las suyas, que no sería tan perfecta como la de su madre pero que en mí me produjo el mismo efecto, pues, a las sensaciones que ella transmitía a mi polla, venían a unirse los poderosos estímulos visuales que se desprendían del gigantesco monitor.

De vez en cuando echaba alguna mirada de refilón a Viki, pero tan ensimismada continuaba con lo que tenía frente a sus ojos que ni siquiera parecía haber reparado en lo que ocurría a su lado o lo fingía muy bien.

El anillo de fuego se deshizo y mi madre se montó sobre mi padre e inició un trote más bien lento pero machacón a la par que Merche se dedicaba a acariciarle bien los huevos con una mano, mientras que con la otra se frotaba su más que activado clítoris. Bea seguía chupando del bote y yo me las veía y deseaba para contenerme.

Los gritos de mi madre empezaron a tomar cada vez más consistencia hasta tornarse en auténtico aullidos cuando le vino la gran sacudida. Parecía que aquel fuera el momento estipulado para alternar posiciones y ser Merche la que iniciara su propia cabalgada, casi a galope tendido. Ahora los testículos de mi padre quedaron del todo desatendidos, pues mi madre se inclinó por cubrirle de besos y caricias todo el tórax, para terminar apoderándose de su boca de forma exclusiva y excluyente. Me parecía mentira que mi padre pudiera seguir aguantando en medio de tal asedio, si bien, puestos a comparar, tampoco el que yo sufría era cualquier cosa.

Merche parecía dispuesta a echar los restos. Se sacó la polla de mi padre del coño y pasó a centrarla en el agujero más trasero. Y por allí empezó a enterrarla poco a poco hasta hacerla desaparecer del todo. Mi madre también movió pieza y se situó igualmente a horcajadas, pero sobre el rostro de mi padre, plantándole la vagina en toda la boca, para que volviera a deleitarla con su experimentada lengua.

Merche siguió frotándose el clítoris como una posesa hasta correrse y precipitó la corrida de mi padre dentro de su propio culo, mientras mi madre apenas si tardaba unos segundos más en sufrir su segundo desvanecimiento.

Yo estaba igualmente a punto de soltar mis correspondientes andanadas en la boca de Bea, pero, justo en ese momento, Viki se levantó como impulsada por un resorte e hizo ademán de querer marcharse del habitáculo, pese a que era evidente que en la habitación de Merche se había acabado la primera batalla, pero no la guerra.

Bea intentó sujetar a Viki y, al no lograrlo, me dejó con la verga al aire y a punto de reventar.

—¡Por favor, Viki, no te vayas! —le suplicó Bea.

—Creo que aquí ya he visto suficiente.

—¿Por qué eres así? —tercié—. ¿Ha quedado nulo tu ofrecimiento?

Viki se limitó a dirigirme una mirada furibunda y volvió a hacer intención de salir del recinto, procediendo otra vez Bea a tratar de impedírselo.

—Realmente —apostillé yo—, nunca llegaré a entenderte.

—Yo sí la entiendo —replicó Bea—. ¿Te importaría dejarnos a solas?

—Así —mostré mi iracundo pacote—. ¿Vas a dejar la tarea a medias?

—Te lo compensaré en otro momento. Ahora me gustaría que nos dejaras a Viki y a mí hablar un momento a solas.

Aunque bien a regañadientes, terminé acatando los deseos de Bea y maldiciendo la culpabilidad de Viki de aquel incompleto e ignominioso trato recibido.

Regresé al salón con un cabreo de mil demonios, pero todo mi malhumor se vino abajo cuando comprobé que las gemelas habían desaparecido y allí sólo estaban presentes Dori y Luci.

—¿Ya se acabó la fiesta de la cámara secreta? —preguntó Dori, riéndose.

—¿Por qué sabes que estábamos en una cámara secreta?

—Se lo he dicho yo —confesó Luci con expresión no menos divertida.

—Y según veo —Dori miró descaradamente al bulto de mi pantalón—, la película ha sido de lo mejorcito.

—Todo ha sido de lo mejorcito, pero el final ha resultado trágico.

Dori no pareció captar mi mensaje, pero Luci lo adivinó al momento.

—Eso lo vamos a arreglar de inmediato —dijo.

—¿Las dos a la vez?

—¿Alguna objeción? —se me encaró Luci.

—No, ninguna.

—Pues, entonces, manos a la obra.

—¿Aquí mismo?

—Creo que éste es, ahora mismo, el sitio más discreto de toda la casa.

Y nos pusimos manos a la obra



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