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Una peculiar familia 25

CAPÍTULO XXV
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Me despertó un suave hormigueo que, empezando por el ombligo, se fue desplazando por el bajo vientre hasta concretarse en una opresión creciente en tono a mi verga, que amanecía dura como granito, totalmente repuesta del intenso trabajo a que había sido sometida el día anterior.

Al abrir los ojos, lo primero que vi fue la difusa luz que se filtraba a través de los afelpados cortinajes que cubrían el amplio ventanal que quedaba a mi derecha. Y al girar la cabeza a la izquierda, me tope con el rostro desmaquillado de Sole, que me miraba risueña mientras su privilegiada zurda continuaba oprimiendo mi falo y deslizándose lentamente a lo largo de él.

—Buenos días, primito —me saludó, echándose sobre mí hasta alcanzar mi boca con sus labios para depositar un beso que pretendía ser a la vez inocente y tentador.

En realidad, a partir de su desnudez, todo en ella era tentador. A sus dieciocho años y medio había alcanzado ya la lozanía propia de quien, sin ser plenamente mujer, había dejado de ser niña desde hacía tiempo. Poseía unos rasgos extraños, de forma que, sin ser bella, resultaba llamativa. Su cuerpo aún no estaba del todo formado, pero todo apuntaba hacia un desarrollo más que satisfactorio. Sin ser pequeños, sus senos se hallaban en pleno proceso evolutivo e iban adquiriendo unas redondeadas formas que hacían presagiar un futuro inmediato más que prometedor y sus areolas eran tan diminutas que casi parecían formar parte de los propios pezones.

Después de haber pasado buena parte de la noche sumergido entre las contundentes curvas de Maite, aquel cuerpo casi anguloso y más próximo a la escualidez que a la abundancia, quizá no era el sustitutivo ideal; pero siempre he pensado que un coño es un coño y, a fin de cuentas, todos vienen a dar igual o parecido resultado, bastando tan sólo suplir con un poco de imaginación las posibles carencias para que todo marche sobre ruedas. Aún pienso hoy, y mucho más lo pensaba entonces, que no hay mujer que carezca de atractivo y en todas, incluso en las aparentemente menos agraciadas, nunca dejé de encontrar algo que me motivara. Se dice que la belleza reside en los ojos de quien mira y creía y sigo creyendo que esta es una verdad irrefutable.

Sole no era ninguna maravilla, pero a aquella hora y en aquellas circunstancias a mi me lo pareció totalmente. Ya su mera sonrisa me predispuso a considerarla como algo digno del mayor reconocimiento. Cuando mis manos comenzaron a serpentear por su cuerpo, me sorprendió la suavidad de su piel; y esta impresión aún fue mayor cuando las yemas de mis dedos alcanzaron a rozar sus pechos, circundando primero los pezones y descendiendo por aquellas pulidas laderas de blancura casi láctea. Irremisiblemente, llevado por el impulso, volví a besar aquellos carnosos labios que tanto me gustaban y que tanto gusto me dieran la noche anterior.

—¿Llevas mucho tiempo aquí? —pregunté.

—No lo sé. Media hora, tal vez una hora, quizá hora y media... No lo sé.

—¿Por qué no me has despertado antes?

—Me gustaba contemplarte dormido.

—¿Y aprovechaste mi sueño para ponerme en tal disposición? —señalé hacia mi erecta verga, que ella seguía sobando como distraídamente.

—Ya estaba así cuando llegué.

—¿Quieres decir que llevo hora y media empalmado de esta manera?

—Poco más o menos, sí. Tal vez yo haya contribuido algo a mantenerla en forma con mis caricias... Me gusta sentírtela tan dura, tan caliente, tan suave... ¿Quieres que te la chupe otra vez como anoche?

—Hoy quiero ser yo quien te devuelva el favor.

—No fue ningún favor.

—Pues llámalo como quieras; pero hoy quiero que seas tú la que te corras.

—¿Qué me vas a hacer? —preguntó con voz timorata al ver que yo me incorporaba hasta quedar de rodillas.

—Evidentemente, nada desagradable.

—No tienes que hacerme nada si no te apetece. No quiero que te sientas obligado. Yo hice lo que hice porque deseaba hacerlo.

—¿Por qué supones que lo que voy a hacerte no me apetece?

—Sé que soy feúcha y enclenque, que no tengo ningún atractivo a la vista de los hombres...

Le tapé la boca con una mano antes de que siguiese con su lista de defectos.

—Eso soy yo quien debe juzgarlo, ¿no crees? No sé que pensarán los demás, pero yo te encuentro muy atractiva.

—Eres muy amable —soltó en cuanto se vio libre de mi mordaza—. Sin embargo, los espejos no me engañan.

Pensándolo mejor, me agencié el correspondiente condón y decidí posponer para ocasión más propicia el cunnilingus que pensaba practicarle en aquel instante. Aún su vagina no estaba lo suficientemente húmeda como para penetrarla sin más, pero tenía la seguridad de que con poco bastaría para solventar aquel inconveniente. Me eché hacia atrás, hasta quedar sentado sobre mis propios talones, y la atraje hacia mí para que sus glúteos quedaran colocados encima de mis muslos y su sexo completamente al alcance del mío, dando inicio a un frotamiento externo que pronto causó los esperados efectos.

Aquella postura, que yo consideré invención mía pero que resultó no serlo, me abrió un mundo de posibilidades, pues prácticamente toda ella estaba a mi alcance y mis manos podían revolotear libres por los más diversos lugares de su anatomía. Tal vez para Sole resultaba más incómoda por lo arqueado que quedaba su cuerpo; sin embargo, de su boca no salió la menor queja y simplemente se dedicaba a seguir, con gesto de asombro y curiosidad, mis preparativos.

En comparación con la esplendidez de Maite, aquellas tetas resultaban casi como de juguete. A cambio tenían una consistencia que las de la mulata habían perdido y eso compensaba en parte la desproporción de tamaños. Realmente, Sole era más delgada de lo que a simple vista podía parecer; sólo había que advertir cómo se marcaban sus costillas bajo la piel. Mas como no era su costillar lo que más me interesaba en aquellos momentos y lo que sí me interesaba cumplía todas mis expectativas al respecto, para mí fue bastante observar como mi pacote se introducía más y más en su grieta y con mayor facilidad a medida que avanzaba en la penetración.

Aquél era, sin duda, un coñito tierno poco usado. Asiéndola con ambas manos por la cintura, podía manejar su cuerpo a mi antojo, atrayéndola o repeliéndola de forma que parecía estar a mitad de camino entre el follar y ser follado. Sole no cesaba de mirarme fijamente a los ojos, como si aquello estuviera constituyendo para ella un sueño. No decía nada pero con la mirada lo expresaba todo. A veces, cuando mis acometidas se hacían más recias, de su garganta escapaba algún sonido gutural, más producto del choque de nuestros cuerpos que manifestación de placer, aunque éste quedara patente en otros muchos detalles. Su actitud era de absoluta docilidad, casi de primeriza, y aquello daba alas a mi entusiasmo, haciendo despertar las partes más sensibles de mi ser.

Es algo que nunca he podido evitar y que siempre ha estado presente en mis relaciones con el género opuesto, unas veces de forma más acusada que otras. Aunque no llegara al sexo a través el amor, terminaba llegando al amor por mediación del sexo. Aún hoy no concibo una unión tan íntima sin un mínimo de sentimiento, al menos de mi parte. Llámese sensiblería o como se quiera, pero así es.

En el caso de Sole, ver cómo una persona se te entrega sin condiciones, dejando todo su ser a tu merced para que obres de la forma que mejor te parezca, es algo que a mí me llega a lo más hondo y hace que me invada el incoercible deseo de dar más de lo que recibo. Llega un momento en que disfruto más con el goce ajeno que con el propio y sólo busco éste una vez saciado aquél. Me gusta sentir cómo vibra la carne ajena entre mis manos, o entre mis brazos; palpar cómo el deseo se desata en la mujer que estoy poseyendo y cómo progresivamente va avanzando hacia la consecución de su obnubilación total por el placer.

Dos días antes, Sole era para mí una perfecta desconocida en la misma medida que lo era yo para ella. Para la gente que se considera normal, resulta de todo punto increíble que, sin apenas trato, de buenas a primeras nos hallásemos compartiendo el mismo lecho y entregándonos a prácticas que, más allá del mundo de la prostitución, resultan incomprensibles al común de la gente. Y, sin embargo, así era y así ocurría.

Y es que, mientras yo andaba en este mar de elucubraciones, Sole se debatía en otro mar mucho más placentero y dejaba de ser la muñeca inerte que se me entregaba sin más, para ir cobrando poco a poco mayor expresividad y protagonismo. Ya no se cuidaba de ocultar lo que sentía cada vez que mi candente puñal ahondaba en su tierna herida y gemía y gritaba como si quisiera propagar a los cuatro vientos la intensidad del momento que vivía.

Su primer orgasmo fue tardío pero sonado y jamás vi cuerpo alguno agitarse en la forma en que el suyo lo hizo. Fue como romper un sólido dique, pues a partir de ahí todo ocurrió de seguido y ya Sole no volvió a recuperar la calma en todo el largo proceso que precedió a mi recompensa. No podría en esta ocasión volver a repetir que fue el mejor polvo de mi vida; pero, francamente, creo que para Sole sí que lo fue.

—Gracias, querido primo —dijo casi en un susurró, cuando las aguas volvieron a calmarse—, por haberme dado tanto a cambio de tan poco. Nunca olvidaré este día y estos momentos que me has hecho pasar...

Tanto me costó hallar una réplica adecuada a tan cálido homenaje, que opté por guardar silencio. Y es cierto que a veces un oportuno silencio, al igual que una imagen, vale más que mil palabras; porque, aparte de quedar a salvo de todo posible herro, permite que tu interlocutor, o interlocutora en este caso, extraiga sus propias conclusiones, que generalmente, cuando de agradecimiento se trata, resultarán más ventajosas que las que uno pueda imbuir.

Era evidente que Sole acababa de sumar una de sus más gratas experiencias, al menos en cuanto a su vida sexual se refería. Nada más había que observar aquella expresión de admiración con que me miraba, al tiempo que se deshacía en caricias y halagos. Su rostro irradiaba esa peculiar hermosura que sólo la dicha completa es capaz de transmitir.

—¿Por qué permaneces tan callado? ¿No te ha gustado? ¿No he respondido a lo que esperabas de mí?

También, a veces, una pregunta es la mejor forma de eludir una respuesta complicada.

—¿Qué te hace suponer eso?

—Como no dices nada...

—¿Qué más puedo añadir a lo ya dicho?

Sole me miró con cierto aire de incomprensión. Después recapacitó y sonrió.

—Tienes razón —admitió, volviendo a centrar la atención de su mano en mi ahora adormecido paquillo—; él ha hablado por ti y no ha podido ser más elocuente... Sus palabras me han llegado a donde nadie ni nada me había llegado antes...

Más de uno se pensara que lo mío es imposible o que soy un caso único. No creo que sea ni una cosa ni otra y, por el contrario, me parece que lo más normal es que cuando una mano tan delicada y suave empieza a hurgarte en tus dominios más sensibles, el dueño de tales dominios, por muy satisfecho que esté, acaba por erigirse una vez más en protagonista de la película. Y eso fue, ni más ni menos, lo que pasó con mi verga, pues ninguna otra cosa podía pasar como consecuencia de la conjunción de una dulce voz murmurándote mil lindezas al oído y de una mano que no cesa de mecértela.

Mi pacote, al principio sin mucho entusiasmo pero luego lanzado, volvió a recuperar sus formas más atrevidas y aquello fue suficiente para que Sole viera la puerta abierta a sus deseos de premiar al altivo personaje que tan buen rato le había hecho pasar. Y una vez más, sus carnosos labios volvieron a corretear por aquella tersa superficie con la misma consumada ciencia que ya pusieran de manifiesto la noche anterior, ora envolviendo todo el contorno de mi polla, ora recorriéndola lateralmente en toda su longitud. Y como su lengua tampoco quedaba fuera de este concurso y se movía con idéntica maestría, incidiendo con fantástico aleteo en los puntos más vulnerables, no pudo por menos que ocurrir que la mecha volviera a inflamarse y que una vez más soltara en aquella boca deliciosa las últimas reservas que aún le restaban.

—Creo que será mejor que regrese a mi habitación —dijo tras escaso paréntesis de recuperación—. Mi hermana quizá ya esté despierta.

Se colocó el mismo camisón con el que supongo había llegado y, cuando ya se disponía a marcharse, la sujete por una mano.

—Quiero que sepas —dije— que eres una chica preciosa.

Me pareció que hasta se sonrojaba un poco; pero no me dio tiempo a comprobarlo del todo, porque rápidamente se dio la vuelta y salió disparada de la estancia.

Por unos u otros motivos, cuando aquella mañana me reuní con el resto de los invitados para el desayuno, las caras de todos ellos no ofrecían, ciertamente, su mejor aspecto. Casi no medió conversación entre los presentes y no supe si achacar tal mutismo a esa aflicción que siempre te invade cuando se acerca el momento de una despedida no deseada, al cansancio acumulado o a la resaca propia de quienes más se excedieron con el alcohol. En este sentido, Santi debió de ser el más afectado, pues varias veces se quejó de una tremenda jaqueca.

Pero, no por no deseada, la hora de la despedida dejó de llegar y mi padre y yo fuimos los que primero afrontamos el amargo trago. Luci trató de interceder para que yo me quedara un día más, pero mi padre debió de considerar que aquello podría debilitar la coartada que sin duda tenía preparada para con mi madre y rechazó la propuesta.

—Menos mal —fue todo lo que habló en el viaje de regreso a casa— que estas cosas sólo ocurren de tarde en tarde, que si no...

El resto de la frase la dejó en suspenso, para que yo la interpretara a mi criterio; pero yo tenía ocupados mis pensamientos en otras cosas bien diferentes.

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