CAPÍTULO XVI
Mi madre había heredado de la suya un amplio repertorio de refranes y, aún así, creo que también hacía sus propias aportaciones, añadiendo por su cuenta los que consideraba oportunos según el momento y ocasión, que automáticamente pasaban a formar parte de su colección particular de dichos y sentencias breves. Y debo admitir que, hasta las que podían parecer más absurdas, resultaban ser grandes verdades. Por ejemplo, ella decía: «Si quieres encontrar alguna cosa, busca otra diferente». ¿A quién no le ha pasado que se ha vuelto loco buscando en vano algo concreto y, al cabo del tiempo, ha terminado encontrándolo cuando ya no lo buscaba?
Algo de eso fue, en definitiva, lo que me pasó aquella noche. Buscando una cosa, me encontré con otra; y esa otra acabó deparándome lo que buscaba cuando ya no lo buscaba.
Lo cierto es que la escena presenciada me había puesto tan caliente que a duras penas aguanté sin follarme a Barbi en el mismo pasillo, antes de llegar a mi dormitorio. Y de no ser por ella, hasta me hubiera olvidado del obligado condón.
Como Barbi se hallaba igual de incandescente que yo, el primer polvo no precisó de ningún requisito previo y lo culminamos en cuestión de minutos. Fue tan rápido que casi ni le cogimos gusto a la cosa; fue como un desahogo de emergencia que si bien apaciguó nuestros alterados ánimos, a ninguno de los dos nos dejó convenientemente satisfechos. Se imponía, a todas luces, un segundo acto y decidí tomármelo con más calma y aprovechar como se merecía el hecho de, al fin, encontrarme a solas con una de las gemelas sin la inevitable presencia de la otra.
—¿Cati y tú sois lesbianas? —empecé a indagar en la cuestión que más me interesaba aclarar.
—No lo somos —contestó categórica—; pero, a falta de hombres, de alguna manera tendremos que consolarnos, ¿no?
—¿A falta de hombres? ¿Acaso papá y yo somos dos muñecos?
—Papá bastante tiene con mamá y tú andas siempre liado con Dori y con Dios sabe quién más.
—Cualquiera que te oiga diría que papá y yo nos pasamos follando las veinticuatro horas del día.
—Para lo que os falta...
Con razón decía mi padre que las mujeres son muy dadas a exagerar las cosas y son capaces de convertir la más ridícula piscina en el mayor de los océanos. «Por eso, hijo mío —me aconsejaba—, sólo tenemos dos alternativas: o no hacerles caso o seguirles la corriente. Cualquier cosa menos contradecirlas».
Decidí tirar por el camino de en medio.
—Me extraña mucho que, con estos cuerpazos que Dios os ha dado, Cati y tú no tengáis pretendientes a montones en la calle.
—¿En la calle? —Barbi me miró como si acabara de acusarla del más horrendo crimen—. Por favor, no me hables de la calle. Son todos unos salidos.
No creo que, en casa, los dos únicos varones que en ella habitábamos fuéramos precisamente unos entrados; pero aquí sí hice valer la premisa de no contradecirla.
—Tienes razón. Todos van buscando lo mismo, ¿no?
—Absolutamente todos —corroboró, ya más relajada, satisfecha de comprobar que yo compartía plenamente sus ideas—. Y algunos lo buscan tanto y con tanto afán, que terminan encontrándolo. Y ahí es donde surge el problema.
Esperé unos momentos a que fuera algo más explícita; pero, viendo que no parecía dispuesta a aclarar el tema, la incité a proseguir:
—¿Cuál es exactamente el problema?
—El problema es que todos los hombres sois iguales —la generalización me molestó un poco, pero la dejé continuar—. Una, más o menos, se entrega por amor y, en cambio, los hombres sólo van a lo suyo. Una vez que han conseguido su propósito, te dejan tirada y si te he visto no me acuerdo... Y en el caso de Cati y yo, al ser gemelas, los inconvenientes son aún mayores.
—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
—¿No lo adivinas?
—Sinceramente, no.
—Pues está bien claro. Como las dos somos exactamente iguales, el que prueba con una ya no quiere saber nada de las dos y todos terminan diciendo que les resulta complicado el comprometerse con ninguna de nosotras, porque nunca sabrán si están con una o con otra.
—Decididamente, los tíos de la calle son tontos —concluí para su mayor satisfacción personal. Y, a renglón seguido, añadí—: Yo, sin embargo, lo veo más bien como una ventaja.
—Tu caso y el de papá son distintos. Vosotros sabéis perfectamente quién soy yo y quién es Cati.
—Lo cual, para mí, y supongo que también para papá, no es óbice para que os queramos a las dos por igual.
Como con tanta charla yo ya había terminado de recuperarme del todo, empecé a ir preparando de nuevo el terreno. Para no variar el esquema, mi primer objetivo fueron sus tetas. Sólo eran dos, como es habitual en toda mujer; pero, ¡qué dos gemelas tenían las gemelas! Ya lo he dicho en otras ocasiones y supongo que lo repetiré hasta la saciedad: por no sé qué extraño conflicto de personalidad, lo primero que me llamaba la atención de toda mujer eran sus tetas. Cuando están vestidas, me encantan como sobresalen bajo la tela; cuando están desnudas, me encandila ese aspecto de cosa tierna y mimosona que tienen.
Para mí que cada cual muestra un mayor interés por aquello que no tiene que por lo que ya tiene. Porque, después de las tetas, lo que más me atraía de las mujeres era su coño, no sólo por el placer que es capaz de depararte sino por sus formas en sí, tan distintas de las de los varones. Verle la churra a mi padre no me causaba la menor sensación, por muy tiesa y brava que estuviera; sin embargo, un coño... Hasta en fotografía me emocionaban.
Barbi, como Cati, tenía ambos atributos de ensueño. Sus tetas (ni tetillas ni tetonas) parecían hechas de un material especial. Eran ligeramente picudas, como algo altivas, y esa sensación se hacía aún más acusada cuando sus pezones se ponían firmes, actitud que pronto adoptaban a poco que se les prestase un mínimo de atención. Al acariciárselos, tenía la vaga impresión de que mis dedos se derretían con ellos. Ese incomparable cosquilleo que sentía, al rozarlos con las palmas de mis manos, bastaba para reavivar todo lo que en mí era susceptible de ser reavivado. Y lo más maravilloso de todo es que Barbi experimentaba lo mismo que yo, con lo cual el placer se multiplicaba.
Barbi era franca y espontánea y no se andaba con rodeos a la hora de manifestar sus emociones. Sabía muy bien lo que quería y, si no se le daba o no se le daba bien, lo pedía sin cortapisas.
—Tengo un deseo muy especial —me susurró al oído como si fuera un secreto.
—Si está en mis manos el concedértelo, ya sabes que me tienes dispuesto.
—No está en tus manos, sino en tu boca —precisó con maligna sonrisa, que pretendía pasar por timorata y que claramente se veía provocativa.
—¿Cuál es ese deseo? —picó mi curiosidad.
—Nunca me han comido el coñito y me gustaría probar qué se siente.
—Pero ése no es sólo tu deseo. También es el mío.
Creo que, quizá como en todo pero en estos casos más, no hay nada como hacer realidad un deseo compartido. Los coñitos de las gemelas, pues tampoco en esto se podía apreciar mayor diferencia, eran pequeñitos pero sabrosones. Como a ambas les gustaba llevarlos siempre bien depilados y limpios, e incluso perfumados, comérselo a cualquiera de ellas era como comerse una mariscada. Sus labios mayores no dejaban el menor resquicio a los menores, por lo que semejaban una boca pequeña pero gordota. Y aunque, por razones obvias, dejaré los plurales y me referiré en exclusiva al caso de Barbi, todo cuanto pueda decir es de total aplicación a Cati.
En su estado natural, la vulva de Barbi era más bien rosadita; pero cuando tal estado dejaba de ser tan natural, entonces adquiría un tono violáceo, tanto más oscuro cuanto menos natural era su estado. Pero si uno apartaba a un lado aquellas deliciosas pestañas que daban forma al conjunto, debajo volvía a encontrarse con el mismo color rosado en la antepuerta. No sabía cuantas veces ni por cuantos intrusos habría sido traspasada aquella fortaleza y tampoco me importaba en exceso; lo mejor de todo es que presentaba un aspecto puramente virginal, aunque me fuera bien conocido que pureza y virginidad brillaban por su ausencia. Y es que, puesto que las cosas casi nunca son como son sino como nosotros queramos que sean, me resultaba más sugerente pensar que me estaba introduciendo en terreno de mi exclusividad. Al menos, ya era aliciente sobrado el dar por sentado que mi boca era la primera que se aventuraba por tan suculentos recovecos.
Me empleé a conciencia, poniendo lo mejor de mi arte en el empeño. Semejante sutileza bien merecía el esfuerzo, y más tratándose como se trataba de un encargo. Mi lengua no dio abasto hasta que el tímido clítoris quiso al fin salir de su caparazón y aquí empezó el gorgoteo de Barbi, que, de no ser cierto que fuera aquella la primera vez que una lengua se inmiscuía en el más íntimo de sus asuntos, bien simulaba que lo era.
—¡Ay, Quinito, qué cosa tan rica!
En verdad que no le faltaba razón. Aquel coñito casi infantil poseía un dulzor que no había captado antes en otros. Era pura golosina y como tal la saboreaba.
—¡Quinito, me voy a correr!
Como de eso se trataba, hice más intenso aún el acoso y una súbita abundancia de flujos me indicó que el aviso no había sido en broma y que, efectivamente, Barbi se estaba diluyendo en pleno goce. Nuevos sabores inundaron mis papilas gustativas, todos ellos agradables aunque el dulzor inicial se perdiera un poco y el resultado final fuera más salobre. El balano clitoriano se mostraba ya sin recato alguno y, sabedor de cuán sensible podía llegar a ser en momentos tan cruciales, limité el vigor de mis lametones a fin de no trocar en molesto lo que yo sólo pretendía que resultase placentero.
Y Barbi, fiel a su espíritu reivindicativo, me indicó por señas, porque el habla lo tenía casi perdido, que había llegado el momento de abordar cuestiones mayores o, dicho de otro modo, de abandonar la técnica subsidiaria del cunnilingus y pasar al método tradicional de lo que en sí es la esencia de un auténtico polvo. Lo que vulgarmente se conoce por "meterla en caliente", vamos.
Mi verga se hallaba exultante, deseosa como nunca de cumplir la más alta de las misiones que estaba llamada a llenar. Barbi la quería toda dentro y se aprestó a adoptar una postura consecuente con sus aspiraciones. «La profunda», dijo mi madre que se llamaba; desde luego, el nombre le venía al pelo, porque la penetración no podía ser más total y absoluta, como no tardaría en comprobar. Barbi elevó y abrió sus piernas ante mí, de forma que su vagina, ahora ya no tan hermética, se me ofreció en un alucinante primer plano casi delante de mis narices. Después de algunos titubeos ante lo original del caso, procurando, como siempre, evidenciar lo menos posible mi ignorancia, no tardé demasiado en encontrar la forma de acoplarme convenientemente a la novedosa situación que se me planteaba. Me coloqué como si fuera a hacer flexiones de brazos, apuntalé bien mi sexo en el suyo y, culo arriba, culo abajo, comencé a torpedear aquel divino coño, de cuyas esencias aún perduraban sus vestigios en mi lengua.
Andando yo en pleno ejercicio, Barbi se puso a hacer unos extraños movimientos con las piernas, que en principio creí que podían formar parte del juego, pero que en realidad lo único que perseguían era colocar sus pies a la altura de mis hombros.
Logrado su objetivo, el coño de Barbi estrechó notablemente el cerco sobre mi verga; pero las piezas estaban sobradamente lubricadas y la frotación, aunque más apretada, siguió desarrollándose con igual facilidad. Sin embargo, las sensaciones de Barbi ahora parecieron cobrar mayor intensidad por momentos y no tardó en verse sacudida por una nueva corriente de placer incontrolado, que tuvo la virtud de transmitirme a mí todo su impulso y hacer que me corriera de la forma más impetuosa que pueda imaginarse.
Sólo una vez superados aquellos instantes de gloria, tuve conocimiento cabal del trabajo que había supuesto alcanzarlos. Nunca antes me había visto tan empapado en sudor de la cabeza a los pies ni notado tan resentidos los brazos de haber estado aguantando casi todo el peso de mi cuerpo. Pero lo daba por bien empleado. Sin duda había sido uno de los polvos más memorables de cuantos llevaba ya disfrutados, que no eran pocos.
Barbi no quedó mejor parada que yo. Su forzada postura también le pasó factura y tardó un buen rato en recuperar el aliento. Pese a todo, sonreía. Y yo, para no ser menos, aunque sin excesivas ganas de hacerlo, también sonreí.
Recuperado el sosiego, se volvió hacia mí y me besó suavemente en los labios.
—Ha sido lo mejor que me ha ocurrido en mi vida —declaró. Y no tuve el menor motivo para dudar de su sinceridad.
Barbi se acurrucó mimosa a mi lado, apoyando su cabeza a la altura de mi hombro y acariciándome el pecho con mano de seda. Me sentía en la mismísima gloria, con aquel cuerpo cálido pegado al mío y toda mi sed calmada. Y como siempre me ocurría, me invadió una sensación de infinita ternura y cariño, alejada ya de todo deseo, que me impulsó a estrecharla entre mis brazos cual si temiese que alguien o algo me la fuese a arrebatar en aquel preciso instante.
—Supongo —musitó— que ahora querrás hacer lo mismo con Cati.
—Ahora mismo, ni quiero ni tal vez podría, aunque quisiera, hacerlo con nadie más.
—No me refiero a esta misma noche, sino más adelante... Mañana, por ejemplo.
—Cati parecía muy enfurruñada cuando te has venido conmigo. ¿Tampoco ella es lesbiana?
—¡Qué manía has cogido con eso de que somos lesbianas!
—Nunca os separáis y después de lo visto esta noche...
—Ya te he dicho cuál es la razón. Si nadie nos da consuelo, tendremos que recurrir a otros métodos, ¿no?
—Que yo sepa, ni a Viki ni a Dori les da por eso.
—A Dori la tienes bien atendida y no creo que pueda quejarse. Viki, ya lo sabes, es Viki.
—Tampoco Cati y tú facilitáis mucho las cosas con esa manía que tenéis de permanecer siempre juntas, pasando de todo el mundo.
—No es cierto que pasemos de todo el mundo. Hoy me has querido a mí sola y me has tenido, ¿no?
—¿Lo habrías hecho igual en otras circunstancias distintas a las de esta noche?
—¿Me lo has pedido alguna vez?
—No me parecía oportuno hacerlo, estando como estás siempre con Cati al lado. Considero que si os lo pido a cualquiera de las dos, la otra puede sentirse ofendida.
—¿No te gusta hacerlo con ambas a la vez?
—Ya lo he hecho dos veces y no es que me haya disgustado; pero, si quieres que te sea sincero, prefiero disfrutaros una a una. ¿No has disfrutado tú también más?
—Tal vez un poquito más. Pero no lo puedo remediar: extraño a Cati. Estamos tan acostumbradas a compartirlo todo que no puedo evitar echarla de menos.
—Pues creo que deberíais iros acostumbrado a vivir vuestra sexualidad por separado, al menos cuando haya un tercero de por medio.
Allí me veía yo de nuevo, dando consejos a quien quizá debiera dármelos a mí. Pero mi confianza iba creciendo y no sólo me atrevía a asumir aquel papel de aparente superioridad, sino que hasta me sentía cada vez más convencido de que estaba perfectamente capacitado para ello y soltaba mis asesoramientos con tal seguridad y contundencia que incluso ejercían su efecto.
Barbi me miró casi acomplejada.
—¿De veras lo crees? —preguntó.
—Estoy seguro de que es lo mejor para las dos... —afirmó sin titubeos—. O para los tres, si me cuento yo también.
No sé qué significado exacto tuvo aquel fugaz besó que depositó en mis labios. En mi creciente engreimiento, me pareció ver un gesto de admiración.
—¡Eres el mejor hermano del mundo! —exclamó Barbi, con una espontaneidad que le brotaba de dentro y apretándose aún más contra mí.
No respondí. No teniendo más hermanos, era evidente que, en lo bueno y en lo malo, yo era único para ella.
......
Mi madre había heredado de la suya un amplio repertorio de refranes y, aún así, creo que también hacía sus propias aportaciones, añadiendo por su cuenta los que consideraba oportunos según el momento y ocasión, que automáticamente pasaban a formar parte de su colección particular de dichos y sentencias breves. Y debo admitir que, hasta las que podían parecer más absurdas, resultaban ser grandes verdades. Por ejemplo, ella decía: «Si quieres encontrar alguna cosa, busca otra diferente». ¿A quién no le ha pasado que se ha vuelto loco buscando en vano algo concreto y, al cabo del tiempo, ha terminado encontrándolo cuando ya no lo buscaba?
Algo de eso fue, en definitiva, lo que me pasó aquella noche. Buscando una cosa, me encontré con otra; y esa otra acabó deparándome lo que buscaba cuando ya no lo buscaba.
Lo cierto es que la escena presenciada me había puesto tan caliente que a duras penas aguanté sin follarme a Barbi en el mismo pasillo, antes de llegar a mi dormitorio. Y de no ser por ella, hasta me hubiera olvidado del obligado condón.
Como Barbi se hallaba igual de incandescente que yo, el primer polvo no precisó de ningún requisito previo y lo culminamos en cuestión de minutos. Fue tan rápido que casi ni le cogimos gusto a la cosa; fue como un desahogo de emergencia que si bien apaciguó nuestros alterados ánimos, a ninguno de los dos nos dejó convenientemente satisfechos. Se imponía, a todas luces, un segundo acto y decidí tomármelo con más calma y aprovechar como se merecía el hecho de, al fin, encontrarme a solas con una de las gemelas sin la inevitable presencia de la otra.
—¿Cati y tú sois lesbianas? —empecé a indagar en la cuestión que más me interesaba aclarar.
—No lo somos —contestó categórica—; pero, a falta de hombres, de alguna manera tendremos que consolarnos, ¿no?
—¿A falta de hombres? ¿Acaso papá y yo somos dos muñecos?
—Papá bastante tiene con mamá y tú andas siempre liado con Dori y con Dios sabe quién más.
—Cualquiera que te oiga diría que papá y yo nos pasamos follando las veinticuatro horas del día.
—Para lo que os falta...
Con razón decía mi padre que las mujeres son muy dadas a exagerar las cosas y son capaces de convertir la más ridícula piscina en el mayor de los océanos. «Por eso, hijo mío —me aconsejaba—, sólo tenemos dos alternativas: o no hacerles caso o seguirles la corriente. Cualquier cosa menos contradecirlas».
Decidí tirar por el camino de en medio.
—Me extraña mucho que, con estos cuerpazos que Dios os ha dado, Cati y tú no tengáis pretendientes a montones en la calle.
—¿En la calle? —Barbi me miró como si acabara de acusarla del más horrendo crimen—. Por favor, no me hables de la calle. Son todos unos salidos.
No creo que, en casa, los dos únicos varones que en ella habitábamos fuéramos precisamente unos entrados; pero aquí sí hice valer la premisa de no contradecirla.
—Tienes razón. Todos van buscando lo mismo, ¿no?
—Absolutamente todos —corroboró, ya más relajada, satisfecha de comprobar que yo compartía plenamente sus ideas—. Y algunos lo buscan tanto y con tanto afán, que terminan encontrándolo. Y ahí es donde surge el problema.
Esperé unos momentos a que fuera algo más explícita; pero, viendo que no parecía dispuesta a aclarar el tema, la incité a proseguir:
—¿Cuál es exactamente el problema?
—El problema es que todos los hombres sois iguales —la generalización me molestó un poco, pero la dejé continuar—. Una, más o menos, se entrega por amor y, en cambio, los hombres sólo van a lo suyo. Una vez que han conseguido su propósito, te dejan tirada y si te he visto no me acuerdo... Y en el caso de Cati y yo, al ser gemelas, los inconvenientes son aún mayores.
—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
—¿No lo adivinas?
—Sinceramente, no.
—Pues está bien claro. Como las dos somos exactamente iguales, el que prueba con una ya no quiere saber nada de las dos y todos terminan diciendo que les resulta complicado el comprometerse con ninguna de nosotras, porque nunca sabrán si están con una o con otra.
—Decididamente, los tíos de la calle son tontos —concluí para su mayor satisfacción personal. Y, a renglón seguido, añadí—: Yo, sin embargo, lo veo más bien como una ventaja.
—Tu caso y el de papá son distintos. Vosotros sabéis perfectamente quién soy yo y quién es Cati.
—Lo cual, para mí, y supongo que también para papá, no es óbice para que os queramos a las dos por igual.
Como con tanta charla yo ya había terminado de recuperarme del todo, empecé a ir preparando de nuevo el terreno. Para no variar el esquema, mi primer objetivo fueron sus tetas. Sólo eran dos, como es habitual en toda mujer; pero, ¡qué dos gemelas tenían las gemelas! Ya lo he dicho en otras ocasiones y supongo que lo repetiré hasta la saciedad: por no sé qué extraño conflicto de personalidad, lo primero que me llamaba la atención de toda mujer eran sus tetas. Cuando están vestidas, me encantan como sobresalen bajo la tela; cuando están desnudas, me encandila ese aspecto de cosa tierna y mimosona que tienen.
Para mí que cada cual muestra un mayor interés por aquello que no tiene que por lo que ya tiene. Porque, después de las tetas, lo que más me atraía de las mujeres era su coño, no sólo por el placer que es capaz de depararte sino por sus formas en sí, tan distintas de las de los varones. Verle la churra a mi padre no me causaba la menor sensación, por muy tiesa y brava que estuviera; sin embargo, un coño... Hasta en fotografía me emocionaban.
Barbi, como Cati, tenía ambos atributos de ensueño. Sus tetas (ni tetillas ni tetonas) parecían hechas de un material especial. Eran ligeramente picudas, como algo altivas, y esa sensación se hacía aún más acusada cuando sus pezones se ponían firmes, actitud que pronto adoptaban a poco que se les prestase un mínimo de atención. Al acariciárselos, tenía la vaga impresión de que mis dedos se derretían con ellos. Ese incomparable cosquilleo que sentía, al rozarlos con las palmas de mis manos, bastaba para reavivar todo lo que en mí era susceptible de ser reavivado. Y lo más maravilloso de todo es que Barbi experimentaba lo mismo que yo, con lo cual el placer se multiplicaba.
Barbi era franca y espontánea y no se andaba con rodeos a la hora de manifestar sus emociones. Sabía muy bien lo que quería y, si no se le daba o no se le daba bien, lo pedía sin cortapisas.
—Tengo un deseo muy especial —me susurró al oído como si fuera un secreto.
—Si está en mis manos el concedértelo, ya sabes que me tienes dispuesto.
—No está en tus manos, sino en tu boca —precisó con maligna sonrisa, que pretendía pasar por timorata y que claramente se veía provocativa.
—¿Cuál es ese deseo? —picó mi curiosidad.
—Nunca me han comido el coñito y me gustaría probar qué se siente.
—Pero ése no es sólo tu deseo. También es el mío.
Creo que, quizá como en todo pero en estos casos más, no hay nada como hacer realidad un deseo compartido. Los coñitos de las gemelas, pues tampoco en esto se podía apreciar mayor diferencia, eran pequeñitos pero sabrosones. Como a ambas les gustaba llevarlos siempre bien depilados y limpios, e incluso perfumados, comérselo a cualquiera de ellas era como comerse una mariscada. Sus labios mayores no dejaban el menor resquicio a los menores, por lo que semejaban una boca pequeña pero gordota. Y aunque, por razones obvias, dejaré los plurales y me referiré en exclusiva al caso de Barbi, todo cuanto pueda decir es de total aplicación a Cati.
En su estado natural, la vulva de Barbi era más bien rosadita; pero cuando tal estado dejaba de ser tan natural, entonces adquiría un tono violáceo, tanto más oscuro cuanto menos natural era su estado. Pero si uno apartaba a un lado aquellas deliciosas pestañas que daban forma al conjunto, debajo volvía a encontrarse con el mismo color rosado en la antepuerta. No sabía cuantas veces ni por cuantos intrusos habría sido traspasada aquella fortaleza y tampoco me importaba en exceso; lo mejor de todo es que presentaba un aspecto puramente virginal, aunque me fuera bien conocido que pureza y virginidad brillaban por su ausencia. Y es que, puesto que las cosas casi nunca son como son sino como nosotros queramos que sean, me resultaba más sugerente pensar que me estaba introduciendo en terreno de mi exclusividad. Al menos, ya era aliciente sobrado el dar por sentado que mi boca era la primera que se aventuraba por tan suculentos recovecos.
Me empleé a conciencia, poniendo lo mejor de mi arte en el empeño. Semejante sutileza bien merecía el esfuerzo, y más tratándose como se trataba de un encargo. Mi lengua no dio abasto hasta que el tímido clítoris quiso al fin salir de su caparazón y aquí empezó el gorgoteo de Barbi, que, de no ser cierto que fuera aquella la primera vez que una lengua se inmiscuía en el más íntimo de sus asuntos, bien simulaba que lo era.
—¡Ay, Quinito, qué cosa tan rica!
En verdad que no le faltaba razón. Aquel coñito casi infantil poseía un dulzor que no había captado antes en otros. Era pura golosina y como tal la saboreaba.
—¡Quinito, me voy a correr!
Como de eso se trataba, hice más intenso aún el acoso y una súbita abundancia de flujos me indicó que el aviso no había sido en broma y que, efectivamente, Barbi se estaba diluyendo en pleno goce. Nuevos sabores inundaron mis papilas gustativas, todos ellos agradables aunque el dulzor inicial se perdiera un poco y el resultado final fuera más salobre. El balano clitoriano se mostraba ya sin recato alguno y, sabedor de cuán sensible podía llegar a ser en momentos tan cruciales, limité el vigor de mis lametones a fin de no trocar en molesto lo que yo sólo pretendía que resultase placentero.
Y Barbi, fiel a su espíritu reivindicativo, me indicó por señas, porque el habla lo tenía casi perdido, que había llegado el momento de abordar cuestiones mayores o, dicho de otro modo, de abandonar la técnica subsidiaria del cunnilingus y pasar al método tradicional de lo que en sí es la esencia de un auténtico polvo. Lo que vulgarmente se conoce por "meterla en caliente", vamos.
Mi verga se hallaba exultante, deseosa como nunca de cumplir la más alta de las misiones que estaba llamada a llenar. Barbi la quería toda dentro y se aprestó a adoptar una postura consecuente con sus aspiraciones. «La profunda», dijo mi madre que se llamaba; desde luego, el nombre le venía al pelo, porque la penetración no podía ser más total y absoluta, como no tardaría en comprobar. Barbi elevó y abrió sus piernas ante mí, de forma que su vagina, ahora ya no tan hermética, se me ofreció en un alucinante primer plano casi delante de mis narices. Después de algunos titubeos ante lo original del caso, procurando, como siempre, evidenciar lo menos posible mi ignorancia, no tardé demasiado en encontrar la forma de acoplarme convenientemente a la novedosa situación que se me planteaba. Me coloqué como si fuera a hacer flexiones de brazos, apuntalé bien mi sexo en el suyo y, culo arriba, culo abajo, comencé a torpedear aquel divino coño, de cuyas esencias aún perduraban sus vestigios en mi lengua.
Andando yo en pleno ejercicio, Barbi se puso a hacer unos extraños movimientos con las piernas, que en principio creí que podían formar parte del juego, pero que en realidad lo único que perseguían era colocar sus pies a la altura de mis hombros.
Logrado su objetivo, el coño de Barbi estrechó notablemente el cerco sobre mi verga; pero las piezas estaban sobradamente lubricadas y la frotación, aunque más apretada, siguió desarrollándose con igual facilidad. Sin embargo, las sensaciones de Barbi ahora parecieron cobrar mayor intensidad por momentos y no tardó en verse sacudida por una nueva corriente de placer incontrolado, que tuvo la virtud de transmitirme a mí todo su impulso y hacer que me corriera de la forma más impetuosa que pueda imaginarse.
Sólo una vez superados aquellos instantes de gloria, tuve conocimiento cabal del trabajo que había supuesto alcanzarlos. Nunca antes me había visto tan empapado en sudor de la cabeza a los pies ni notado tan resentidos los brazos de haber estado aguantando casi todo el peso de mi cuerpo. Pero lo daba por bien empleado. Sin duda había sido uno de los polvos más memorables de cuantos llevaba ya disfrutados, que no eran pocos.
Barbi no quedó mejor parada que yo. Su forzada postura también le pasó factura y tardó un buen rato en recuperar el aliento. Pese a todo, sonreía. Y yo, para no ser menos, aunque sin excesivas ganas de hacerlo, también sonreí.
Recuperado el sosiego, se volvió hacia mí y me besó suavemente en los labios.
—Ha sido lo mejor que me ha ocurrido en mi vida —declaró. Y no tuve el menor motivo para dudar de su sinceridad.
Barbi se acurrucó mimosa a mi lado, apoyando su cabeza a la altura de mi hombro y acariciándome el pecho con mano de seda. Me sentía en la mismísima gloria, con aquel cuerpo cálido pegado al mío y toda mi sed calmada. Y como siempre me ocurría, me invadió una sensación de infinita ternura y cariño, alejada ya de todo deseo, que me impulsó a estrecharla entre mis brazos cual si temiese que alguien o algo me la fuese a arrebatar en aquel preciso instante.
—Supongo —musitó— que ahora querrás hacer lo mismo con Cati.
—Ahora mismo, ni quiero ni tal vez podría, aunque quisiera, hacerlo con nadie más.
—No me refiero a esta misma noche, sino más adelante... Mañana, por ejemplo.
—Cati parecía muy enfurruñada cuando te has venido conmigo. ¿Tampoco ella es lesbiana?
—¡Qué manía has cogido con eso de que somos lesbianas!
—Nunca os separáis y después de lo visto esta noche...
—Ya te he dicho cuál es la razón. Si nadie nos da consuelo, tendremos que recurrir a otros métodos, ¿no?
—Que yo sepa, ni a Viki ni a Dori les da por eso.
—A Dori la tienes bien atendida y no creo que pueda quejarse. Viki, ya lo sabes, es Viki.
—Tampoco Cati y tú facilitáis mucho las cosas con esa manía que tenéis de permanecer siempre juntas, pasando de todo el mundo.
—No es cierto que pasemos de todo el mundo. Hoy me has querido a mí sola y me has tenido, ¿no?
—¿Lo habrías hecho igual en otras circunstancias distintas a las de esta noche?
—¿Me lo has pedido alguna vez?
—No me parecía oportuno hacerlo, estando como estás siempre con Cati al lado. Considero que si os lo pido a cualquiera de las dos, la otra puede sentirse ofendida.
—¿No te gusta hacerlo con ambas a la vez?
—Ya lo he hecho dos veces y no es que me haya disgustado; pero, si quieres que te sea sincero, prefiero disfrutaros una a una. ¿No has disfrutado tú también más?
—Tal vez un poquito más. Pero no lo puedo remediar: extraño a Cati. Estamos tan acostumbradas a compartirlo todo que no puedo evitar echarla de menos.
—Pues creo que deberíais iros acostumbrado a vivir vuestra sexualidad por separado, al menos cuando haya un tercero de por medio.
Allí me veía yo de nuevo, dando consejos a quien quizá debiera dármelos a mí. Pero mi confianza iba creciendo y no sólo me atrevía a asumir aquel papel de aparente superioridad, sino que hasta me sentía cada vez más convencido de que estaba perfectamente capacitado para ello y soltaba mis asesoramientos con tal seguridad y contundencia que incluso ejercían su efecto.
Barbi me miró casi acomplejada.
—¿De veras lo crees? —preguntó.
—Estoy seguro de que es lo mejor para las dos... —afirmó sin titubeos—. O para los tres, si me cuento yo también.
No sé qué significado exacto tuvo aquel fugaz besó que depositó en mis labios. En mi creciente engreimiento, me pareció ver un gesto de admiración.
—¡Eres el mejor hermano del mundo! —exclamó Barbi, con una espontaneidad que le brotaba de dentro y apretándose aún más contra mí.
No respondí. No teniendo más hermanos, era evidente que, en lo bueno y en lo malo, yo era único para ella.
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