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Una peculiar familia 30

CAPÍTULO XXX

Supongo que algunos (los menos) desearían saber con pelos y señales cuál fue la conversación que Viki y yo mantuvimos; pero como me temo que otros (los más) no gustarán de tanto detalle, me limitaré a referir que, en resumen, Viki se abrió a mí como nunca lo había hecho con nadie. Se explayó en explicarme el largo calvario que para ella había supuesto tener que convivir con las licenciosas costumbres del resto de la familia y acabó confesándome la gran decepción que sufrió al comprobar la verdadera condición de su adorado Luís y la forma en que éste destrozó todas las esperanzas que tenía depositadas en él.

—Para mí era como un ídolo —declaró sin poder retener por más tiempo las lágrimas que desde hacía rato pugnaban por escapar de sus ojos—. Sólo veía virtudes en él y me negaba a creer lo que otras me contaban sobre su comportamiento con las chicas. He perdido todas mis amistades por él y ahora...

La que yo creía la más fuerte de mis hermanas, se derrumbó entre mis brazos y, completamente destrozada, durante un tiempo que me pareció una eternidad, siguió derramando sobre mi pecho las lágrimas más amargas. Tanta pena desatada terminó haciéndome llorar también a mí y ello provocó a una situación tan inesperada que casi se me antojó un milagro.

Al ver mis humedecidos ojos, el rostro de Viki se transfiguró.

—¡Estás llorando por mí! —exclamó, como si aquello fuera lo más extraordinario que hubiera visto jamás.

—Eres mi hermana, ¿no? ¿Crees que me gusta verte sufrir?

—¿Tanto me quieres?

—¿Lo has dudado alguna vez?

—No me he expresado bien. Lo que quería preguntarte es si, durante todo este tiempo, ha sido el amor y no el simple deseo lo que te impulsaba a acosarme.

—Hace mucho que dejé de acosarte. Desde la que me hiciste en la ducha entendí que no iba a conseguir nada...

—Pensé que me odiabas por ello.

—No negaré que más de una vez he deseado vengarme, pero al final siempre he terminado convenciéndome de que no valía la pena. No estabas obligada a hacer lo que no te apetecía hacer.

—Ya veo que no has leído casi nada de mi diario.

—Es cierto. ¿Por qué lo dices?

—Porque, si lo hubieras leído, sabrías que sí me apetecía hacer lo que tú querías. A veces me ha apetecido mucho más de lo que puedas imaginar.

—Entonces, si también lo deseabas, ¿por qué te has negado siempre?

—En mi diario está la respuesta.

—Te he prometido que no volveré a leer ni una palabra más de tu diario y no lo haré.

—Pero yo sí quiero que lo hagas.

—Pues tendrás que hacerlo tú por mí.

—A partir de ahora, haré por ti todo lo que quieras que haga.

La seriedad de su rostro me indicó bien a las claras que no hablaba en broma.

—¿Debo entender que, en ese "todo", va incluido también el acostarte conmigo?

—Si aún lo deseas...

Su actitud de víctima me dejó un tanto desangelado.

—No se trata de que yo lo desee, sino de que lo desees tú también.

Aunque versando sobre el mismo tema, la conversación dio un extraño giro. Tras tanta oposición, a Viki le costó trabajo admitir que no sólo estaba dispuesta a transigir, sino que realmente deseaba dar el paso. Al final acabó reconociéndolo y, para que no todo fuese de repente tan sencillo, me formuló una petición a modo de condición:

—Quiero que lo hagamos fuera de casa, en cualquier otro lugar.

—¿Por qué en otro lugar?

Aunque por demás embrollada, su explicación me quedó más o menos clara. Sus reticencias no habían desaparecido del todo y, a su entender, resultaba preferible que la primera vez lo hiciéramos donde ni nuestras hermanas ni, sobre todo, nuestro padre pudieran sorprendernos.

—Después de recriminarles tantas veces su comportamiento —concretó, refiriéndose a nuestras hermanas—, me da cierta vergüenza que vean que yo hago igual.

Respecto a nuestro padre, su situación era más delicada. Nunca se había sentido realmente presionada por él, pero las insinuaciones habían sido numerosas y ella se había resistido siempre a todas las tentaciones. Por cuestión de principios, consideraba abominable que una hija tuviera sexo con su propio padre y éste era un prejuicio que quizá nunca llegaría a superar.

—No me apetece hacerlo con él —afirmó categórica, negándose a dar más explicaciones ante mi insistente interrogatorio.

Durante la interminable charla, Viki se había ido abriendo espacio poco a poco en mi lecho y ahora ya estaba prácticamente echada boca arriba a mi lado, con ambas piernas flexionadas y las manos bajo su nuca. En tal posición, su aspecto era excesivamente tentador para que mi pacote permaneciera indiferente. Por un lado estaban sus muslos descubiertos del todo; y, por el otro, sus magnánimos pechos amenazando con reventar la ajustada blusa. No sé si de forma consciente o inconsciente, mi mano había empezado a surcar tan sugestivo paisaje y, atraída por el natural embrujo que ejercían aquellos volúmenes cautivos, se disponía a liberar los botones que los oprimían.

Viki se dejaba hacer mientras seguía hablando, pero reaccionó tan pronto como sintió la palma de mi mano abarcando una de sus tetas.

—¡Por favor, aquí no! —protestó, sujetando mi mano con las suyas.

En realidad, más que una protesta fue una súplica y, aunque de muy buena gana la hubiera poseído allí mismo y en aquel preciso instante, me avine a acatar su voluntad, dejándola marchar. Después de haber esperado tanto, ahora que todo parecía ir sobre ruedas, igual daba esperar un poco más.

Desde el mismo momento en que Viki había medio impuesto la condición de que nuestro primer polvo tuviera lugar fuera de casa, pensé en la Mansión como el mejor de los sitios posibles. Después de tres intentos baldíos, en los que una monótona voz femenina me repitió que el número marcado se encontraba sin cobertura o fuera de servicio, al cuarto conseguí establecer contacto con Bea. Debía de encontrarse realizando alguno de sus trabajos especiales, pues no me dejó ni explicarle cuál era el motivo de mi llamada.

—Ahora no puedo hablar —fue su escueto mensaje—. Mañana nos vemos en casa, ¿vale?

Ni siquiera me dio tiempo a fijar una hora para el encuentro. Bastante conocedor ya de sus costumbres, consideré que el mediodía era el momento más adecuado, y así lo hice. Decidí ir solo, pues presentarme con Viki sin previo aviso no me pareció de lo más oportuno. Era de suponer que Bea esperase que yo follase con ella y no con mi hermana.

Mis cálculos fallaron. Aparte de la siempre presente Pet, Luci era la única que estaba en la Mansión. Hacía por lo menos dos semanas que no nos veíamos y la forma en que acogió mí, para ella, inesperada visita no pudo ser más efusiva. No debía de llevar mucho tiempo levantada y me recibió en el salón con un sucinto camisón tan transparente que, a efectos visuales, igual hubiera dado que fuera desnuda. Ya las altas temperaturas habían remitido, pero dentro de la Mansión seguía imperando el mismo clima primaveral de siempre.

—¿No te da vergüenza tenernos tan abandonadas? —me censuró con gesto hosco, pero sin dejar de abrazarme con todas sus fuerzas—. Ya empezábamos a pensar que estabas enfermo o que algo malo te había ocurrido.

—Como vosotras nunca me llamáis, no sé si realmente queréis o no verme.

—¡Habrase visto semejante estupidez! —ahora sí pareció de veras contrariada—. Sabes de sobras que siempre serás bien recibido en esta casa, a cualquier hora del día o de la noche, y que puedes venir cada vez que te plazca. Ésta es tu casa.

Luci debía de andar más que necesitada. A pesar de su aparente enojo, no tardó en despojarme del suéter y en hacer otro tanto con mis pantalones y calzoncillos. Y si nunca la frigidez había sido una de sus características, en aquella ocasión su calentura parecía haber alcanzado las máximas cotas.

—Si supieras cuánto te he echado de menos...

No sé si la frase fue dirigida a mí o a mi verga, a la que asió con inusitada energía, comenzando a zarandearla para que adquiriese las medidas que la urgencia del caso requería. Ante tan avasallador empuje, mi pacote no tardó en levantar el vuelo; pero Luci debió de considerar que no terminaba de alcanzar la adecuada altura y sustituyó el manoseo por una soberbia mamada, que al poco transformó mi instrumento en todo un estoque capaz de hacer frente a la más exigente contingencia.

—Como sigas así —advertí viendo que no cesaba en su empeño—, creo que a no mucho tardar vas a dinamitar todas mis resistencias.

—De eso se trata —replicó ella haciendo un mínimo alto—. Aún no he desayunado y esto me vendrá de maravillas.

Y prosiguió su actividad a velocidad de vértigo, reforzando el quehacer de su boca con un no menos enérgico masaje de su mano hasta que, inevitablemente, todo el fuego de mi virilidad se derramó a llamaradas en su garganta, que tragó con avidez cuanto mi piporro tuvo a bien dejar escapar.

Si no fue testigo de los hechos, poco debió de faltarle a Pet para sorprendernos. No me había aún repuesto del gusto cuando se produjo el susto y la oronda fámula, seguramente más que acostumbrada a escenas de aquel tipo, no mostró el menor signo de asombro o pudor ante mi desnudez y procedió, con toda la naturalidad del mundo, a servir el desayuno a su señorita.

—¿No quieres comer nada? —me consultó Luci.

—No, gracias. Yo sí he desayunado.

Pet desapareció tan silenciosamente como había entrado.

—¿De verdad que no quieres comer nada? —repitió una vez más Luci.

También iba yo a reiterar mi negativa, pero sospeché que tal vez la pregunta de Luci podía ir con segundas y rectifiqué sobre la marcha.

—Creo que voy a comer algo muy especial —dije.

Me metí bajo la mesa a la cual estaba Luci sentada y, abriéndome paso entre sus piernas, aparté a un lado las bragas hasta dejar su coñito al descubierto y comencé a hostigarlo con labios, dientes y lengua.

No deja de resultar curioso que, pese a que en apariencia todos los coños ofrecen un aspecto más o menos similar con relativamente escasas variaciones, cuando uno se familiariza con ellos empieza a observar que cada cual tiene sus propias peculiaridades y que, en definitiva, es más que posible que no existan dos que lleguen a ser exactamente iguales, algo así como ocurre con las huellas dactilares. Tal vez suceda otro tanto con los miembros viriles, pero en esto no tengo antecedentes ni me anima ningún interés en hacer tal tipo de comparaciones.

Con independencia de ese famoso punto G, de cuya existencia no todo el mundo parece convencido, lo que sí está fuera de toda duda es que no hay nada como saber manejar bien un clítoris para que su dueña se ponga rápidamente en disposición de recibir todo lo que le venga. Mi padre era de la opinión que no hay mujeres frígidas sino hombres incompetentes. Yo, como nunca he tenido tal tipo de problemas y creo haber siempre dado a todas lo que más o menos podían esperar y también he recibido lo que esperaba, me abstengo y no quito ni pongo coma.

Yo no era ni me tenía por ningún experto, pero dentro del círculo en que desarrollaba mis aptitudes consideraba defenderme bastante bien y tanto mejor cuanto mayor era el conocimiento que tenía de mis oponentes. El conejito de Luci era para mí ya un viejo amigo y nos entendíamos a las mil maravillas. Sabía muy bien dónde y cómo tocar para hacer que todo él y cuanto lo acompañaba vibraran al son que yo quisiera. Los efectos no se hicieron esperar: Luci prefirió dar término a su desayuno mucho antes de lo previsto y olvidarse de cualquier otro apetito que no fuera el meramente sexual.

Su excitación había llegado a tal punto que no paró mientes en nada y, no estando la cosa para mayores esperas, ambos terminamos rodando por la aterciopelada moqueta que revestía el suelo. Se despojó de las bragas y las arrojó lejos de sí como si de un objeto odioso se tratase. Por mi parte, siempre dado al contacto directo en tan especiales lides, la liberé igualmente del liviano camisón y, ya desnuda entre mis brazos, en tanto mi polla iniciaba los primeros movimientos de aproximación a la búsqueda del deseado cobijo que tantos buenos ratos le había hecho pasar en anteriores encuentros, mi boca y mis manos empezaron a recorrer alocadamente hasta el más recóndito rincón de aquel cuerpo del que mas quería mientras más obtenía y del que nunca llegaba a saciarme del todo.

Y es que en nadie, después de mi irremplazable Dori, encontraba satisfacción tan extraordinaria y tan plena. Si Dori era quien mejor me conocía, Luci parecía poseer un instinto especial para sacar de mí cuanto deseaba y a la vez siempre proporcionarme algo más de lo que yo pudiera desear. No sé si era la sensualidad hecha ternura o la ternura hecha sensualidad, pero algo había en ella que me hacía insaciable. Sus gestos, sus mimos, sus caricias, me sumían en un pozo sin fondo de dicha y placer que me mantenían en un constante estado como de hipnosis.

Mientras mi verga permanecía anclada en lo más profundo de su delicioso túnel, sepultada hasta la raíz en sus entrañas, nuestros cuerpos no cesaban de rotar por el suelo como si de uno solo se tratara. Tan pronto era ella la que estaba encima de mí como yo el que estaba sobre ella, ajenos ambos a todo cuanto no fuera nuestro propio goce. Los dos nos hallábamos al borde del orgasmo, pero algo parecía mediar en aquel dulce y apasionado juego poniendo freno a nuestra definitiva expansión.

Pero, inevitablemente, una polla tan encrespada y un coño tan excitado no pueden permanecer excesivo tiempo tan íntimamente unidos sin que salten chispas, bien sea en forma de lechoso aguacero por una parte o de pertinaz llovizna por la otra. Y ocurrió en esta ocasión que aguacero y llovizna se pusieron de acuerdo para desencadenarse al mismo tiempo y fue como si todo un océano se agitara y meciera nuestros cuerpos en un vendaval de bruscos oleajes.

—¡Dios, qué a gusto me he quedado! —exclamó Luci cuando, deshaciendo el lazo, más que abrazo, que habíamos mantenido, nos quedamos tumbados boca arriba la una al lado del otro—. ¡Cuánto echaba ya en falta algo como esto!

—La cosa no ha sido para menos —sonó una voz, que no era la mía y tampoco la de Luci.

Cómodamente arrellanada en un sillón, desde el que podía haber seguido al detalle las evoluciones de su hermana y mías, Bea nos contemplaba con faz risueña y divertida.

—¿Llevas mucho rato ahí? —preguntó Luci.

—El suficiente para haber visto lo mejor del espectáculo —contestó Bea. Y dirigiéndose a mí, agregó—: Creo que, dadas las circunstancias, no es preciso que te pida disculpas por no haber estado presente cuando has llegado. Supongo que hasta me estarás agradecido.

Lo que más le agradecí es que no me requiriera para sí los mismos servicios que acababa de prestarle a Luci y abordáramos directamente el verdadero motivo de mi visita.

—Curiosa exigencia la de Viki —comentó—; pero, por otro lado, no deja de resultar comprensible hasta cierto punto.

—¿Puedo traerla aquí para darle gusto?

—Por supuesto que puedes traerla para darle todo el gusto que quieras. ¿Consideras más oportuno que mi hermana y yo nos quitemos de en medio?

—Al contrario. Si la he de traer, deseo que la conozcáis.

—¿Por qué no traes también a tus restantes hermanas? —terció Luci—. Me muero en deseos de conocerlas a todas ellas.

—De momento creo que será mejor que venga sólo con Viki.

—Pues que así sea —concluyó Bea.

—¿Podrá ser esta misma tarde? —consulté.

—Si por vuestra parte no hay ningún inconveniente, por la nuestra tampoco. Ya sabes que puedes disponer de esta casa como de la tuya propia.

Por mi parte no había ningún inconveniente, sino todo lo contrario. Pero las cosas no siempre ocurren como uno quiere y, cuando regresé a casa, mi padre había hecho otros planes que desbaratarían los míos


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