Luego de 2 años de trabajo ininterrumpidos, las vacaciones eran más que necesarias, eran imprescindibles para seguir adelante con los proyectos personales. No costó mucho decidir el destino ya que el sur de Chile tiene un encanto que facilita el relajo y desconexión total.
En dos semanas más llegaría a Pucón. Sólo tenía pasaje de ida. No tenía reservas ni fecha de regreso. El plan original era llegar, disfrutar una semana y retomar el viaje a otra ciudad sureña, no definida hasta entonces.
Fueron las dos semanas más largas de mi vida, pero con Pucón en mi cabeza se hizo un tanto más llevadera y al llegar a mi destino, el aire precordillerano, el magnetismo volcánico y los colores del paisaje ya habían logrado sacar de mi cabeza el cemento, el ruido y la prepotencia de Santiago. Sería el inicio de la aventura con destino incierto.
Y así transcurrieron las tardes de caminatas, caballos, playa, termas sin mayores contratiempos, pese a que Pucón se repleta de turistas durante el verano. Sin quererlo, la rutina capitalina me siguó al sur y luego de las actividades diarias, me dirigía al mismo local para comer o beber café, mientras los colores del atardecer volvían todo aún más lindo.
¡Qué bonitos son los colores del sur y qué maravillas son esos atardeceres en donde los colores compiten por ser más bellos y por llegar a toda superficie disponible! Un lugar inmejorable. Disfrutar de esa belleza en soledad, no es muy común, pero me gusta convivir con ese yo interno, con mis pensamientos, con mis sueños, admirar la naturaleza, la sociedad, los sonidos; conectarse con el pasado y tratar de configurar un futuro lejano; ver como los miedos son relegados por el entorno y confirmar que sí es posible lograr tus sueños.
Dado el ritmo que me impuse, hacía 3 años que no tenía una relación seria y mi trabajo ocupaba todo el tiempo. A mis 28 años, no moría por nadie, aunque reconocía el valor de la vida en pareja. No soy el hombre guapo que todas (y todos) quedan mirando en la calle ni tampoco el más simpático del mundo. Tampoco el más feo. Digamos que soy el hombre medio (medio fome).
Al tercer día de vacacionar en Pucón, decido ascender el volcán Villarrica, paso casi obligado para todo joven que visita el sector. Me levanto en la madrugada, para evaluar el ascenso y mientras esperaba con los guías turísticos, llega un grupo de 5 amigos franceses, 2 hombres y 3 mujeres, quienes también tomarían el tour. 3 mujeres muy lindas que era imposible no advertir su presencia.
Ese día pudimos ascender y cada hora de caminata era peor. No soy muy apegado al deporte, por lo que el cansancio pasaba la cuenta. El amanecer en el volcán es un paisaje que vale la pena observar, pero si le agregamos a las francesas, la cosa se ponía insuperable. Nunca les hablé pero sí las observaba dentro de las posibilidades que la actividad imponía. En fin, un viaje único.
Al llegar a mi hotel dormí un rato y me dirigía a mi local para comer algo y disfrutar de los momentos. Estaba cansado, pero Santiago no ofrecía estas actividades. Poco después y algunas mesas más allá, se sentaban los 5 franceses quienes hablaban quizá qué cosa mientras yo me hacía acompañar de café amargo y un libro. De los 5 franceses, 4 eran pareja y una de ellas andaba andaba sola, por lo que recurrentemente quedaba sin tema.
Estaba sumergido en la lectura y la taza de café contenía sólo un par de sorbos más. Alguien se acerca y me pregunta en un perfecto español: -Disculpe, ¿puedo ocupar esta silla?.
Típico que los café ponen más de una silla en cada mesa y mientras sobran sillas a unos clientes, faltan sillas para otros. Despego la vista de mi libro y miro a la mujer que me lo preguntaba. Era la francesa quien sonriente había dirigido la pregunta hacia mi. Yo, también con una sonrisa y quizá con un poco de rubor en el rostro, le dije que sí podía ocuparla, tal como siempre dije a todas las personas que me solicitaban utilizar esa silla para integrar a alguien más a su mesa.
Desocupé la silla e hice el gesto para que la llevara a su mesa. Sorpresa. Ella tomó la silla, la corrió unos centímetros y se sentó junto a mi. Siempre pensé que los franceses eran fríos y lejanos, y lo son, pero de alguna forma, ella se sentó a mi esa con una sonrisa que no se puede describir. Se presenta, se acerca a mi y me cuenta que sus amigos apostaron que no era capaz de ir a mi mesa a sentarse. Claramente perdieron.
Ella, junto a sus amigos, visitaban Chile por razones de estudio. Eran alumnos de intercambio de alguna universidad pero antes de las clases estaban recorriendo Chile. Algunas semanas en Pucóny luego irían al sur argentino para luego retornar a Santiago. Se podrán imaginar la belleza de esa niña. Conversamos de Chile, Santiago, la economía, Pinochet (aunque no nos guste, es lo lo poco que los extranjeros conocen de Chile), educación y cuanto tema propuso. Pronto ya estaba integrado el grupo de los franceses y pareciera nos hubiésemos conocido desde hace mucho tiempo.
El atardecer y los colores que evocan el romanticismo llegaron a la cafetería y su mirada se volvió casi hipnótica. Su pelo, las curvas de los labios, sus manos, su tono de voz, todo, indicaba que era un sueño. Pero todo sueño se acaba. Algunos sueños se acaban cuando caes en un precipicio y saltas en la cama; otros se acaban con el sonido de la alarma y otros se acaban con un beso. El mío acabó con un beso. El entorno llamaba a acercarse y ella lo hizo. Puso sus labios cerca de los míos y emitió alguna palabra que no logré percibir. Yo no hice ningún esfuerzo para que ella terminara la tarea. Un beso tímido, tibio e infantil. Una mirada. Un beso dulce, con sabor a café y chocolate. Sabía usar la lengua en los besos y al aprecer su saliva era adictiva.
Nunca me había pasado algo así y nunca imaginé que me podía pasar. Llega la hora de retirarse y mientras sus amigos van a su hostal, yo me voy con mi francesa al hotel, cosa que ella propuso y que yo no me negué. Como dos extraños llegamos al hotel, subimos la escalera, abrí la puerta, entramos, cerré la puerta. En un segundo nos miramos y nos avalanzamos el uno al otro.
Ella veía a pasarlo bien a Chile y yo había llegado a Pucón a disfrutar del paisaje. Mis manos tibias recorrieron su cuello tal como recorro las páginas de mi libro. Mis labios buscaban los suyos intentando transmitir los escritos de Mistral. El calor era considerable pero la transpiración era como el aceite y hacía resbalar mis manos hacia el resto del cuerpo. Sus senos, bien formados, no distaban mucho de las altas cumbres andinas. Los besaba y acariciaba como si los estuviese esculpiendo. Sus costillas marcadas eran como los valles sureños, que tanto quería recorrer. Pasaba mis dedos como cultivando fruta y luego pasaba mi boca para cosecharla.
El vestido fue descendiendo y mostrando más de mi paisaje. Su abdomen, su cintura, su ombligo, sus caderas. Me detuve y la miré a los ojos. Era mi turmo y ella no dudó en hacer desaparecer mi camisa y rozar su cuerpo contra el mío. Disfrutó de mi cuello como si midiera sus distancias. Desabrochó mi pantalón y con su lengua recorrió cada centímetro de mis calzoncillos mientras mi pene lucía duro esperando a ser liberado de su celda. Me sienta y me despoja de mi pantalón. Acaricia mis muslos mientras comienza a asdender sobre mí. Es mi turno. El resto de su vestido es quitado de su cuerpo como si fuese pecado. Puedo observar un cuerpo perfecto. El cansancio físico por haber subido el volcán esa mañana había desaparecido, siendo reemplazado por ganas de desaparecer en su cuerpo.
Me levanto de la silla y, ambos en calzones, comenzamos a tocarnos y estimularnos. Tocarnos con manos, cuerpo, labios, lenguas, nariz. Comenzamos a rozar nuestros cuerpos. Ella se da vuelta y se agacha mostrándome su maravilloso culo. Sólo el diminuto calzón impedía la vista. Mis dedos recorrieron sus dimensiones y lograron llegar sin impedimento a la vagina. Sin entrar, lograba sentir como se humedecía la tela mientras ella movía sus caderas simulando la penetración. Con mi otra mano, tomaba mi pene y lo masturbaba lentamente. Recorría toda su longitud y masajeaba mis bolas. De pronto, ella se voltea y lo debora. Sus movimientos de cabeza, la presión de sus labios sobre mi y el uso de su lengua, resultaba estimulante. El mejor sexo oral de mi vida. Besaba mis bolas y las tragaba. La sensibilidad en mi pene aumentaba y ella lo sabía. Lo suelta y lo comienza a recorrer casi sin tocarlo con su lengua, desde mis testículos hasta la punta del glande, para luego envolverlo y recorrerlo nuevamente.
Mientras con ambas manos masajeaba mi pene, se levanta y lo dirige hacia su vagina, como si quisiera meterlo pero con la húmeda tela inlcuída. Ella de espaldas, busca mis manos y las coloca en su cadera. Era la señal para despojarla de la última tela en su cuerpo. La mirabas y parecía que podía explotar. Sus jugos lucían vívidos y casi podía escuchar que los labios inferiores rogaban por ser succionados. Mis labios y mis dedos rodearon y buscaron asaltar por sorpresa, mientras la exitación aumentaba. Sus movimientos, sudor y gemidos, me calentaban aún más. Ella dice algo en francés y no puedo entenderla. ¡Al diablo el francés! Nos entendíamos perfectamente sin necesidad de usar palabras.
Esta vez desnudos, nuevamente exhibe su cola jugosa, toma mi pene y no guía hasta su vulva. Yo ni siquiera tuve que hacer esfuerzo. Ella tiene el control. Deja mi pene en su vulva y sus caderas envisten contras las mías con una fuerza tal que sorprendía. Yo disfrutaba cada movimiento. Adelante. Sus carnes barrían los restos que quedaban en mi tronco y el glande avisaba que el fin estaba cerca. Atrás. Su cuerpo parecía succionar mi pedazo de carne como si fuese un truco de magia. Mis bolas se asotaban y causaban un tenue pero rico dolor.
Pero no quería disfrutarla de espaldas. Su rostro era tan lindo como para desprecierlo. Sin sacar mi pene de su cuerpo, la tomo de la cintura, me tiendo en la cama y la ayudo a girar sobre mí, a girar en el eje, en mi eje. La podía ver completa, tocar sus senos, besarlos, mientras podía ver su movimiento. Qué movimientos.
Su abdomen lucía como olas en época de marejadas, violentas pero sistemáticas. su piernas se ajustaban a mi cuerpo y sus manos tocaban mis labios. Sus senos mostraban microgránulos de sudor. Cambiamos de posición. Ella se tiende en la cama y yo busco una buena posición.
La noche había llegado en algún momento sin que nos diéramos cuenta y sus gemidos resultaban ser una sinfonía de Beethoven para mis oídos. Mi pene se convertía en el arco y su vagina en el violín e interpretábamos una sinfonía para violón de Tchaicovsky. El golpe de mis piernas sobre sus muslos sonaba como los timbales de Haydn. Su orgasmo llega con fuerza y es como una obra de Pink Floyd. Sus gemidos explotan y sus músculos se contraen. Mis pelos se erizan como cuando escucho la 9na sinfonía.
Ella se retira de mi cuerpo, ya cansada. Toma mi pene que ya no daba más de placer. Lo toma sólo con dos dedos. Su pulgar e índice se movían hacia arriba y hacia abajo en un movimiento suave, con presiones intermedias. Cuando llegaba bien a la base, emprendía lentamente el camino hacia mi glande. Era como una caricia. Era como escuchar una cajita musical luego de un concierto sinfónico. Pero era estimulante. Un ritmo que manejaba ella y sólo dos dedos, extendieron el placer por varios minutos más. Mientras los dos dedos recorrían el tronco lentamente una y otra vez, con su otra mano acariciaba mis muslos, espalda y pecho.
El momento de acabar estaba cerca y ella lo sabía. Una última chupada con una lengua muy bien ocupada y vuelve a los dos dedos. Se acuesta y comienza sus movimientos más bruscos y rápidos. Exploto de semen y cae sobre sus senos, se aculuman entre ellos y se apozan entre los zurcos de sus costillas. Inmediatamente su boca se acerca a mi miembro y succiona todo lo que queda, pero no lo traga. Me mira, abre su boca y me muestra que mi semen está retenido. Se acerca a mi y me besa. Mi semen circulaba de su boca a la mía y de la mía a la suya, hasta que ya desaparece por completo.
Ya rendidos, nos dormimos sin ducharnos. A la mañana siguiente, con sólo mirarnos, supimos lo que seguía. Yo extendí mi estadía en Pucón durante una semana más y nuestros encuentros se repitieron por los siguientes tres días con un desenfreno total. Al cuarto día, la cosa cambió. Durante la siguiente semana ella se alojó conmigo y no con sus amigos, aunque las actividades diarias las hacíamos en conjunto.
El último día, ellos emprendían viaje hacia Argentina y yo ya debía regresar a Santiago. Ambos sabíamos que eso pasaría y parecía no importarnos mucho. Ella estudiaría en Santiago y yo trabajaba en Santiago, pero no compartiríamos teléfonos ni medio de contacto alguno. Aunque siempre exististiría la tentación de buscarnos en redes sociales, no era nuestra intención. Sería un amor de verano. Como un amor desenfrenado de Shakespeare, pero que termina antes de la tragedia. Un acuerdo tácito de relación con final definido.
Lo aceptamos y ninguno parecía arrepentido. Poco más de 1 semana de buen sexo y buena compañía. Una ardiente despedida y un adiós definitivo. Los franceses se fueron a recorrer y yo me devolví a la realidad.
Al llegar a Santiago, vuelvo a mis rutinas. 3 semanas más tarde, comenzaban las clases en la universidad. Mi trabajo en Santiago, era de docente universitario. Pese a mi edad, mi destacado desempeño me abrió las puertas de la docencia. Primer día de clases. Salón lleno. Ordeno mis papeles y me preparo para presentarme ante los nuevos alumnos. Un "buenos días" y una mirada panorámica bastó para detectar entre los alumnos, a dos alumnas de intercambio. Una de ellas era mi francesa. Su cara estaba descompuesta, como también debió estar la mía. Ella nunca supo en que me desempeñaba pues nunca me lo preguntó. Tampoco le pregunté qué estudiaría ni en que universidad. Al fin y al cabo no necesitábamos saber mucho de cada uno.
El silencio sería eterno y sus curvas y su movimiento inundaron mi cabeza.
Al parecer, todo recién estaba comenzando.
En dos semanas más llegaría a Pucón. Sólo tenía pasaje de ida. No tenía reservas ni fecha de regreso. El plan original era llegar, disfrutar una semana y retomar el viaje a otra ciudad sureña, no definida hasta entonces.
Fueron las dos semanas más largas de mi vida, pero con Pucón en mi cabeza se hizo un tanto más llevadera y al llegar a mi destino, el aire precordillerano, el magnetismo volcánico y los colores del paisaje ya habían logrado sacar de mi cabeza el cemento, el ruido y la prepotencia de Santiago. Sería el inicio de la aventura con destino incierto.
Y así transcurrieron las tardes de caminatas, caballos, playa, termas sin mayores contratiempos, pese a que Pucón se repleta de turistas durante el verano. Sin quererlo, la rutina capitalina me siguó al sur y luego de las actividades diarias, me dirigía al mismo local para comer o beber café, mientras los colores del atardecer volvían todo aún más lindo.
¡Qué bonitos son los colores del sur y qué maravillas son esos atardeceres en donde los colores compiten por ser más bellos y por llegar a toda superficie disponible! Un lugar inmejorable. Disfrutar de esa belleza en soledad, no es muy común, pero me gusta convivir con ese yo interno, con mis pensamientos, con mis sueños, admirar la naturaleza, la sociedad, los sonidos; conectarse con el pasado y tratar de configurar un futuro lejano; ver como los miedos son relegados por el entorno y confirmar que sí es posible lograr tus sueños.
Dado el ritmo que me impuse, hacía 3 años que no tenía una relación seria y mi trabajo ocupaba todo el tiempo. A mis 28 años, no moría por nadie, aunque reconocía el valor de la vida en pareja. No soy el hombre guapo que todas (y todos) quedan mirando en la calle ni tampoco el más simpático del mundo. Tampoco el más feo. Digamos que soy el hombre medio (medio fome).
Al tercer día de vacacionar en Pucón, decido ascender el volcán Villarrica, paso casi obligado para todo joven que visita el sector. Me levanto en la madrugada, para evaluar el ascenso y mientras esperaba con los guías turísticos, llega un grupo de 5 amigos franceses, 2 hombres y 3 mujeres, quienes también tomarían el tour. 3 mujeres muy lindas que era imposible no advertir su presencia.
Ese día pudimos ascender y cada hora de caminata era peor. No soy muy apegado al deporte, por lo que el cansancio pasaba la cuenta. El amanecer en el volcán es un paisaje que vale la pena observar, pero si le agregamos a las francesas, la cosa se ponía insuperable. Nunca les hablé pero sí las observaba dentro de las posibilidades que la actividad imponía. En fin, un viaje único.
Al llegar a mi hotel dormí un rato y me dirigía a mi local para comer algo y disfrutar de los momentos. Estaba cansado, pero Santiago no ofrecía estas actividades. Poco después y algunas mesas más allá, se sentaban los 5 franceses quienes hablaban quizá qué cosa mientras yo me hacía acompañar de café amargo y un libro. De los 5 franceses, 4 eran pareja y una de ellas andaba andaba sola, por lo que recurrentemente quedaba sin tema.
Estaba sumergido en la lectura y la taza de café contenía sólo un par de sorbos más. Alguien se acerca y me pregunta en un perfecto español: -Disculpe, ¿puedo ocupar esta silla?.
Típico que los café ponen más de una silla en cada mesa y mientras sobran sillas a unos clientes, faltan sillas para otros. Despego la vista de mi libro y miro a la mujer que me lo preguntaba. Era la francesa quien sonriente había dirigido la pregunta hacia mi. Yo, también con una sonrisa y quizá con un poco de rubor en el rostro, le dije que sí podía ocuparla, tal como siempre dije a todas las personas que me solicitaban utilizar esa silla para integrar a alguien más a su mesa.
Desocupé la silla e hice el gesto para que la llevara a su mesa. Sorpresa. Ella tomó la silla, la corrió unos centímetros y se sentó junto a mi. Siempre pensé que los franceses eran fríos y lejanos, y lo son, pero de alguna forma, ella se sentó a mi esa con una sonrisa que no se puede describir. Se presenta, se acerca a mi y me cuenta que sus amigos apostaron que no era capaz de ir a mi mesa a sentarse. Claramente perdieron.
Ella, junto a sus amigos, visitaban Chile por razones de estudio. Eran alumnos de intercambio de alguna universidad pero antes de las clases estaban recorriendo Chile. Algunas semanas en Pucóny luego irían al sur argentino para luego retornar a Santiago. Se podrán imaginar la belleza de esa niña. Conversamos de Chile, Santiago, la economía, Pinochet (aunque no nos guste, es lo lo poco que los extranjeros conocen de Chile), educación y cuanto tema propuso. Pronto ya estaba integrado el grupo de los franceses y pareciera nos hubiésemos conocido desde hace mucho tiempo.
El atardecer y los colores que evocan el romanticismo llegaron a la cafetería y su mirada se volvió casi hipnótica. Su pelo, las curvas de los labios, sus manos, su tono de voz, todo, indicaba que era un sueño. Pero todo sueño se acaba. Algunos sueños se acaban cuando caes en un precipicio y saltas en la cama; otros se acaban con el sonido de la alarma y otros se acaban con un beso. El mío acabó con un beso. El entorno llamaba a acercarse y ella lo hizo. Puso sus labios cerca de los míos y emitió alguna palabra que no logré percibir. Yo no hice ningún esfuerzo para que ella terminara la tarea. Un beso tímido, tibio e infantil. Una mirada. Un beso dulce, con sabor a café y chocolate. Sabía usar la lengua en los besos y al aprecer su saliva era adictiva.
Nunca me había pasado algo así y nunca imaginé que me podía pasar. Llega la hora de retirarse y mientras sus amigos van a su hostal, yo me voy con mi francesa al hotel, cosa que ella propuso y que yo no me negué. Como dos extraños llegamos al hotel, subimos la escalera, abrí la puerta, entramos, cerré la puerta. En un segundo nos miramos y nos avalanzamos el uno al otro.
Ella veía a pasarlo bien a Chile y yo había llegado a Pucón a disfrutar del paisaje. Mis manos tibias recorrieron su cuello tal como recorro las páginas de mi libro. Mis labios buscaban los suyos intentando transmitir los escritos de Mistral. El calor era considerable pero la transpiración era como el aceite y hacía resbalar mis manos hacia el resto del cuerpo. Sus senos, bien formados, no distaban mucho de las altas cumbres andinas. Los besaba y acariciaba como si los estuviese esculpiendo. Sus costillas marcadas eran como los valles sureños, que tanto quería recorrer. Pasaba mis dedos como cultivando fruta y luego pasaba mi boca para cosecharla.
El vestido fue descendiendo y mostrando más de mi paisaje. Su abdomen, su cintura, su ombligo, sus caderas. Me detuve y la miré a los ojos. Era mi turmo y ella no dudó en hacer desaparecer mi camisa y rozar su cuerpo contra el mío. Disfrutó de mi cuello como si midiera sus distancias. Desabrochó mi pantalón y con su lengua recorrió cada centímetro de mis calzoncillos mientras mi pene lucía duro esperando a ser liberado de su celda. Me sienta y me despoja de mi pantalón. Acaricia mis muslos mientras comienza a asdender sobre mí. Es mi turno. El resto de su vestido es quitado de su cuerpo como si fuese pecado. Puedo observar un cuerpo perfecto. El cansancio físico por haber subido el volcán esa mañana había desaparecido, siendo reemplazado por ganas de desaparecer en su cuerpo.
Me levanto de la silla y, ambos en calzones, comenzamos a tocarnos y estimularnos. Tocarnos con manos, cuerpo, labios, lenguas, nariz. Comenzamos a rozar nuestros cuerpos. Ella se da vuelta y se agacha mostrándome su maravilloso culo. Sólo el diminuto calzón impedía la vista. Mis dedos recorrieron sus dimensiones y lograron llegar sin impedimento a la vagina. Sin entrar, lograba sentir como se humedecía la tela mientras ella movía sus caderas simulando la penetración. Con mi otra mano, tomaba mi pene y lo masturbaba lentamente. Recorría toda su longitud y masajeaba mis bolas. De pronto, ella se voltea y lo debora. Sus movimientos de cabeza, la presión de sus labios sobre mi y el uso de su lengua, resultaba estimulante. El mejor sexo oral de mi vida. Besaba mis bolas y las tragaba. La sensibilidad en mi pene aumentaba y ella lo sabía. Lo suelta y lo comienza a recorrer casi sin tocarlo con su lengua, desde mis testículos hasta la punta del glande, para luego envolverlo y recorrerlo nuevamente.
Mientras con ambas manos masajeaba mi pene, se levanta y lo dirige hacia su vagina, como si quisiera meterlo pero con la húmeda tela inlcuída. Ella de espaldas, busca mis manos y las coloca en su cadera. Era la señal para despojarla de la última tela en su cuerpo. La mirabas y parecía que podía explotar. Sus jugos lucían vívidos y casi podía escuchar que los labios inferiores rogaban por ser succionados. Mis labios y mis dedos rodearon y buscaron asaltar por sorpresa, mientras la exitación aumentaba. Sus movimientos, sudor y gemidos, me calentaban aún más. Ella dice algo en francés y no puedo entenderla. ¡Al diablo el francés! Nos entendíamos perfectamente sin necesidad de usar palabras.
Esta vez desnudos, nuevamente exhibe su cola jugosa, toma mi pene y no guía hasta su vulva. Yo ni siquiera tuve que hacer esfuerzo. Ella tiene el control. Deja mi pene en su vulva y sus caderas envisten contras las mías con una fuerza tal que sorprendía. Yo disfrutaba cada movimiento. Adelante. Sus carnes barrían los restos que quedaban en mi tronco y el glande avisaba que el fin estaba cerca. Atrás. Su cuerpo parecía succionar mi pedazo de carne como si fuese un truco de magia. Mis bolas se asotaban y causaban un tenue pero rico dolor.
Pero no quería disfrutarla de espaldas. Su rostro era tan lindo como para desprecierlo. Sin sacar mi pene de su cuerpo, la tomo de la cintura, me tiendo en la cama y la ayudo a girar sobre mí, a girar en el eje, en mi eje. La podía ver completa, tocar sus senos, besarlos, mientras podía ver su movimiento. Qué movimientos.
Su abdomen lucía como olas en época de marejadas, violentas pero sistemáticas. su piernas se ajustaban a mi cuerpo y sus manos tocaban mis labios. Sus senos mostraban microgránulos de sudor. Cambiamos de posición. Ella se tiende en la cama y yo busco una buena posición.
La noche había llegado en algún momento sin que nos diéramos cuenta y sus gemidos resultaban ser una sinfonía de Beethoven para mis oídos. Mi pene se convertía en el arco y su vagina en el violín e interpretábamos una sinfonía para violón de Tchaicovsky. El golpe de mis piernas sobre sus muslos sonaba como los timbales de Haydn. Su orgasmo llega con fuerza y es como una obra de Pink Floyd. Sus gemidos explotan y sus músculos se contraen. Mis pelos se erizan como cuando escucho la 9na sinfonía.
Ella se retira de mi cuerpo, ya cansada. Toma mi pene que ya no daba más de placer. Lo toma sólo con dos dedos. Su pulgar e índice se movían hacia arriba y hacia abajo en un movimiento suave, con presiones intermedias. Cuando llegaba bien a la base, emprendía lentamente el camino hacia mi glande. Era como una caricia. Era como escuchar una cajita musical luego de un concierto sinfónico. Pero era estimulante. Un ritmo que manejaba ella y sólo dos dedos, extendieron el placer por varios minutos más. Mientras los dos dedos recorrían el tronco lentamente una y otra vez, con su otra mano acariciaba mis muslos, espalda y pecho.
El momento de acabar estaba cerca y ella lo sabía. Una última chupada con una lengua muy bien ocupada y vuelve a los dos dedos. Se acuesta y comienza sus movimientos más bruscos y rápidos. Exploto de semen y cae sobre sus senos, se aculuman entre ellos y se apozan entre los zurcos de sus costillas. Inmediatamente su boca se acerca a mi miembro y succiona todo lo que queda, pero no lo traga. Me mira, abre su boca y me muestra que mi semen está retenido. Se acerca a mi y me besa. Mi semen circulaba de su boca a la mía y de la mía a la suya, hasta que ya desaparece por completo.
Ya rendidos, nos dormimos sin ducharnos. A la mañana siguiente, con sólo mirarnos, supimos lo que seguía. Yo extendí mi estadía en Pucón durante una semana más y nuestros encuentros se repitieron por los siguientes tres días con un desenfreno total. Al cuarto día, la cosa cambió. Durante la siguiente semana ella se alojó conmigo y no con sus amigos, aunque las actividades diarias las hacíamos en conjunto.
El último día, ellos emprendían viaje hacia Argentina y yo ya debía regresar a Santiago. Ambos sabíamos que eso pasaría y parecía no importarnos mucho. Ella estudiaría en Santiago y yo trabajaba en Santiago, pero no compartiríamos teléfonos ni medio de contacto alguno. Aunque siempre exististiría la tentación de buscarnos en redes sociales, no era nuestra intención. Sería un amor de verano. Como un amor desenfrenado de Shakespeare, pero que termina antes de la tragedia. Un acuerdo tácito de relación con final definido.
Lo aceptamos y ninguno parecía arrepentido. Poco más de 1 semana de buen sexo y buena compañía. Una ardiente despedida y un adiós definitivo. Los franceses se fueron a recorrer y yo me devolví a la realidad.
Al llegar a Santiago, vuelvo a mis rutinas. 3 semanas más tarde, comenzaban las clases en la universidad. Mi trabajo en Santiago, era de docente universitario. Pese a mi edad, mi destacado desempeño me abrió las puertas de la docencia. Primer día de clases. Salón lleno. Ordeno mis papeles y me preparo para presentarme ante los nuevos alumnos. Un "buenos días" y una mirada panorámica bastó para detectar entre los alumnos, a dos alumnas de intercambio. Una de ellas era mi francesa. Su cara estaba descompuesta, como también debió estar la mía. Ella nunca supo en que me desempeñaba pues nunca me lo preguntó. Tampoco le pregunté qué estudiaría ni en que universidad. Al fin y al cabo no necesitábamos saber mucho de cada uno.
El silencio sería eterno y sus curvas y su movimiento inundaron mi cabeza.
Al parecer, todo recién estaba comenzando.
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