CAPÍTULO XXIII
[/size]No sé si fue por casualidad o de modo expreso, a la hora de sentarnos a la mesa para cenar me situaron en medio de Sole y Marga (la primera a mi izquierda y la segunda a mi derecha), con Javi enfrente. Por lo poco que había hablado con ellas hasta ese entonces, Sole no me había causado una mala impresión; pero Marga me pareció desde un principio insoportable. Eran las clásicas niñas de papá, aunque Sole lo disimulaba algo más y hasta medio se podía mantener una conversación razonablemente extensa con ella; a Marga, en sacándola de sus trapitos, de sus joyitas, de la casita de su papá (la mejor del mundo) o del barquito de su papá (el mejor del mundo), ya no daba más de sí. Y, por si ello fuera poco, tenía la odiosa costumbre de pedir siempre la confirmación de cualquiera de sus estúpidas frases a su padre, a su madre, a su hermano o a su hermana.
—¡Jo, qué fuerte! —fue su primera exclamación al poco de sentarnos a la mesa—. Los cubiertos de tita Merche son idénticos a los que tú compraste en Portugal, ¿verdad que sí, mamuchi?
—Son muy parecidos, pero no idénticos —replicó su mamuchi Maite, con un tono que dejaba entrever lo poco que también a ella le gustaba aquella hija que le había tocado en suerte sin gestarla ni parirla.
—Pues yo diría que sí son idénticos.
—Cuando regresemos a casa, verás que los mangos son diferentes.
—No, si cuando tú lo dices es porque es verdad.
—¿Tardarán mucho en servir la comida? —preguntó Javi, más preocupado de su estómago que de otra cosa, pese a que a él le habían colocado entre Bea y Luci.
—No seas tan impaciente, hijo —le reconvino papuchi Santi—. El niño parece que tiene la solitaria. No piensa nada más que en comer.
—Ya tiene a quien parecerse —terció Merche, que se había acomodado junto a mi padre, mirando a su hermano con socarrona sonrisa.
Por fin Pet hizo su aparición con una enorme sopera sobre una bandeja de plata y comenzó a servir en el orden que deberían de haberle indicado, empezando por las damas y terminando por los varones.
—¡Uf! —bufó Marga al acercarse la primera cucharada de sopa a la boca—. Esto está que arde, ¿verdad que sí, Javi?
—Para mí está bien —contestó el interpelado, tragando sin ningún miramiento.
Lo cierto es que Marga tenía razón y la sopa estaba caliente de cojones. Nada más había que ver la humareda que despedía cada plato.
—Ve tomándola de los bordes —aconsejó la mamuchi—. Verás como así quema menos.
—Las normas de urbanidad —indicó Sole dirigiéndose a mí— señalan que, durante las comidas, la servilleta debe ponerse sobre los muslos.
Y, ni corta ni perezosa, tomó mi servilleta, la desplegó y me la colocó en el lugar que la etiqueta señalaba, pero aprovechando la acción para palpar bien mi entrepierna, con especial atención a la parte principal que en ella destacaba.
—Así no es —se apresuró a corregir Marga.
Y con el cuento de rectificar la forma en que su hermana me había puesto la dichosa servilleta, ella también efectuó sus propias palpaciones sobre el mismo bulto, que ya empezaba a sobresalir más de la cuenta con tanto toqueteo.
Menos Javi, que había vuelto a llenar su plato por segunda vez cuando los demás andábamos aún por la mitad del primero, la conversación se fue animando y cada cual platicaba con quien le caía más a mano. Por suerte para mí, Marga había encontrado un filón de resignación en su propia mamuchi, que quedaba a su derecha, y le contaba las mil lindezas que iba a comprar en su próximo viaje a Montecarlo. Más allá, Santi bromeaba con Luci, que reía de buena gana las ocurrencias de su tío. Bea era la única que guardaba obligado silencio, pues Javi iba a lo suyo y mi padre, que era el que tenía a su otro lado, dedicaba toda su atención a Merche.
Sole, que para mejor provecho de ambos era zurda, no dejaba de acosarme con su diestra.
—¿Te importa que te la toque? —me preguntó en voz baja.
—Importarme, lo que se dice importarme, no me importa... Pero aquí, delante de tanta gente, me parece que no es el sitio ni el momento adecuado.
—¿No ves que todos están muy ocupados hablando con el de al lado? Seguro que nadie se dará cuenta.
—Así y todo, me sigue pareciendo un poco atrevido.
—¿Me dejas o no me dejas? —fue casi un ultimátum por su parte.
—Si tanto interés tienes... —acabé claudicando—. Pero procura hacerlo con disimulo.
Y la diestra de la zurda empezó a achucharme bien achuchado el más que despierto gallito, que no cantaba pero bien que estiraba el cuello. Empezó por encima de la servilleta, después por debajo de ella y finalmente, cuando ya la cosa había pasado a ser un decidido pacote, no se anduvo por las ramas.
—¡Que buena herramienta te gastas! —volvió a susurrarme.
Y con una pericia que evidenciaba que no era la primera bragueta masculina que manipulaba, abrió la cremallera y echó fuera a la buena herramienta, agasajándola con mimosas caricias que hicieron que la misma, agradecida, se fuera estirando más aún para ofrecer más superficie a tan amable y delicada atención.
Yo trataba de disimular lo mejor posible el progresivo azogamiento que se iba apoderando de mí y procuraba mantener una cara de circunstancias que en nada delatara lo que ocurría en mi fuero interno. Por suerte, Sole tenía razón y ninguno de los presentes parecía ver más allá de sus narices, ensimismados como estaban en sus propias conversaciones o en sus propios quehaceres, como era el caso de Javi, que no paraba de comer.
La reaparición de Pet portando lo que había de constituir el segundo plato del menú (faisán, según oí decir a alguien), me dio un poco de respiro, porque Sole detuvo momentáneamente el cada vez más activo masaje con que me estaba obsequiando. Pero el respiro duro poco, porque otra mano que no era la de Sole, sino la de Marga, comenzó a darme similar tratamiento, con mayor ímpetu si cabe que su hermana, sin que le preocupara lo más mínimo la proximidad de Pet y la posibilidad de que pudiera sorprenderla en plena faena. Y es que adoptó tal ritmo que el movimiento se le transmitía al brazo entero.
—¿Qué demonios te pasa, Marga? —le preguntó Maite algo alertada.
—Nada, mamuchi —replicó la aludida sin alterarse—. Me estoy rascando la rodilla.
Siguieron unos momentos de pequeño desconcierto cuando Sole se dispuso a reanudar su tarea y se topó con la mano de Marga usurpando el terreno que creía era de su exclusiva competencia. Las dos mantuvieron un ligero rifirrafe y finalmente parecieron llegar a un acuerdo y alternarse. Y yo, mientras tanto, me esforzaba en mantener la debida compostura y atacar el trozo de faisán que me había correspondido con la mayor naturalidad.
—¡Hija mía, te vas a desollar la rodilla! —exclamó Maite en uno de los momentos en que Marga era la encargada de masturbarme.
La paja estaba siendo de campeonato. La que no me sostenía la verga se dedicaba a acariciarme los huevos y entre las dos estaban propiciando que mi compostura y naturalidad cada vez fuesen más insostenibles.
En un momento dado ya me fue imposible evitar que de mi garganta se escapase una especie de juramento contenido.
—¿Te ocurre algo? —se interesó Merche—. ¿No te agrada el faisán?
—El faisán está riquísimo. Lo que ocurre es que me he mordido la lengua.
—Si no te gusta —se apresuró a intervenir Javi—, puedes pasarme tu parte. A mí me encanta.
Aquella guerra sin cuartel que me habían declarado las dos hermanitas se tornaba por momentos más encarnizada. Yo ya no podía permanecer quieto en la silla y cada vez eran más las miradas que se fijaban en mí. Por culpa de pasarlo tan bien, lo estaba pasando bastante mal. Y el caso es que tanto Sole como Marga seguían comiendo tranquilamente mientras que a mí me costaba lo indecible conseguir llevarme un trozo de carne a la boca. Ni siquiera me atrevía a beber agua por temor a derramar todo el contenido del vaso, pese a que tenía la garganta tan reseca que hasta me dolía el tragar.
—¡Ay, mi lentilla! —exclamó de pronto Sole soltando mi verga, que en aquel momento le pertenecía y levantándose bruscamente de su asiento.
—¿Qué pasa? —se interesó Maite.
—Se me acaba de caer una lentilla al suelo —aclaró Sole—. Creo que ha caído bajo la mesa. Por favor, no os mováis, no vaya a ser que la piséis. Voy a ver si la encuentro.
Con sumo cuidado, Sole se agachó hasta colocarse de rodillas y poco a poco fue desapareciendo bajo la mesa.
—Estaros todos quietos, por favor —volvió a insistir desde su escondrijo.
—Yo te ayudaré a buscarla —se apuntó Marga.
—No es necesario —rechazó la ayuda Sole.
Pero ya Marga se encontraba también bajo la mesa.
—Cuatro ojos ven más que dos —apuntilló.
Y lo que pronto saqué yo en conclusión es que dos bocas chupan más que una. Yo no sabía cuando era Sole ni cuando era Marga la que lo hacía, pero lo cierto es que una y otra se tragaban mi polla hasta la raíz y hacían auténticas diabluras con ella.
—Sí que están raros estos chicos esta noche —comentó Merche, sin que por el tono de su voz pudiera yo entrever si sospechaba o no lo que estaba ocurriendo.
—¿Otra vez te has mordido la lengua? —preguntó Bea con segundas ante otro de mis ahogados gemidos.
—No. Esta vez ha sido el labio inferior.
—Si no te gusta el faisán —insistió Merche—, déjalo. Pet te puede preparar otra cosa.
—Dámelo a mí —volvió a las suyas Javi, que ya había dado buena cuenta de su parte y se entretenía comiendo corruscos de pan para no perder el tiempo.
—¡Coño, que sí me gusta el faisán! —repliqué no sé si cabreado o como consecuencia de la alteración que aquellas dos chuponas me estaban provocando.
A duras penas conseguí llevarme otro trozo a la boca y aquello pareció dispersar un poco la atención de los demás comensales, que volvieron a reanudar sus interrumpidas charlas.
—¡Ah, qué cosa más rica! —atribuí al faisán el motivo de mi exclamación, aunque en realidad fuera otro bien distinto.
Lo que no se interrumpía en ningún momento era la mamada. Para mí que Sole era la más diestra de las dos.
—¡Está insuperable! —seguía yo cantando las excelencias del asado cada vez que no podía reprimir los efectos de aquellos labios y aquellas lenguas.
—Tampoco es para tanto, hijo mío —comentó Merche, satisfecha en el fondo de que mostrara tanto entusiasmo por la carne servida.
—Por supuesto que lo es —afirmé. Y, como en ese preciso instante se produjo mi corrida, los elogios se sucedieron con más ahínco aún.
Sole fue la que se llevó el pato al agua y la que se tragó hasta la última gota de semen que arrancaron de mí. Luego cedió el puesto a Marga, que se encargó de dejarme el capullo totalmente limpio.
—¡Ya está! —se oyó exclamar a Sole—. ¡Ya la encontré!
Marga volvió a guardar mi verga en su estuche, cerrándome la cremallera y batiéndose rápidamente en retirada para ocupar de nuevo su asiento. Sole se lo tomó con algo más de calma, pretextando que se estaba colocando la socorrida lentilla en el ojo correspondiente, que nunca se supo si era el izquierdo o el derecho. Y por fin todo el mundo pudo estirar o encoger las piernas a su gusto, pues nadie se había atrevido a mover ni tan siquiera los pies mientras duró la angustiosa búsqueda.
—¿Sabías que tienes una leche de la mejor calidad? —me susurró Sole una vez que todo volvió a la normalidad.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté a mi vez por curiosidad.
—Ya he probado unas cuantas y la tuya es la que mejor me ha sabido.
—Habrá sido porque aún tenías en la boca el sabor del faisán.
—Eso no tiene nada que ver. Sé distinguir muy bien un sabor de otro.
—Si tú lo dices...
Se produjo un breve paréntesis antes de que cargase de nuevo.
—Tienes una herramienta de mucho mérito.
—¿A qué te refieres?
—A todo. A lo largo y a lo ancho. Yo diría que tiene las dimensiones ideales. Si tuviera que elegir una como prototipo, elegiría la tuya sin dudarlo un momento.
—No creo que sea para tanto la cosa.
—¿Sabes lo que más me ha extrañado?
—Ni idea.
—Yo diría que has estado jodiendo no hace mucho con alguien... Tal vez con Luci.
—¿Por qué supones tal cosa?
—Por la cantidad.
—¿Cantidad? ¿Qué cantidad?
—No es que haya sido pobre, pero yo esperaba una eyaculación más abundante.
—Es que procuro racionarme. Uno no sabe lo que puede pasar y por eso me gusta tener siempre alguna reserva para casos como el que acaba de dárseme.
—¿Me quieres tomar el pelo?
—Según a qué pelo te refieras.
Terminamos por reír los dos y derivando la conversación a temas menos calientes, a resultas de lo cual Sole ya me cayó mucho mejor que en principio y hasta me pareció que estaba más potable de lo que había deducido a primera vista. Su boca, sobre todo, después de probar sus habilidades, me llamó la atención: sus labios eran carnosos e imaginándomelos recorriendo mi verga de principio a fin casi volví a ponerme cachondo de nuevo.
Andábamos los dos tonteando cuando llegó el momento más esperado por todos. Pet apareció con una enorme tarta de dos pisos, coronada por las veinte velitas encendidas que testimoniaban los veinte años que Bea cumplía de paso por este mundo.
Todos nos pusimos en pie y entonamos el "Cumpleaños feliz" mientras Bea se afanaba en apagar de un solo golpe de pulmón tanta candela, tarea que consiguió coronar con éxito y que mereció la cerrada ovación de todos los presentes.
La tarta era tan exagerada que, a pesar de la panzada que Javi se dio, aún sobraba casi la mitad cuando ya todos estábamos más que hartos.
Y arrancó la fiesta propiamente dicha. Todos pasamos al salón, la música empezó a sonar y las primeras botellas de güisqui, ron y ginebra hicieron su aparición. La veda quedaba abierta para todos, sin que importara la edad, y sólo Luci y yo nos conformamos con sendos refrescos. Las razones de Luci no sé cuáles eran; las mías se debían al compromiso adquirido con Maite. Tras tanta publicidad y tanta fama de portento, no quería yo quedar en mal lugar y de sobras sabía que el alcohol no era mi mejor aliado para la ocasión.
La primera en lanzarse a bailar fue Merche, que por supuesto escogió a mi padre como pareja. Santi tomó a su buena mulatona y a mí me pareció lo más correcto escoger a Bea, pues no en vano se trataba de su fiesta. Javi acabó acoplándose con Luci y a Sole y Marga no les quedó, de momento, otra solución que consolarse mutuamente. Después todos nos iríamos permutando para que ninguna pudiera quejarse de estar peor atendida que otra.
—Vaya la que te has traído con Sole durante la cena, ¿eh? —me soltó Bea a las primeras de cambio.
—No sé de qué me hablas —intenté hacerme el ignorante.
—¡Qué socorrido es el truco de la lentilla...!
—¿Hubo truco?
—Más bien hubo traca... Por la estampida final lo digo... ¿O prefieres que lo llamemos atracón de tranca?
Maite vino a sacarme del apuro para meterme en otro tal vez peor. Disimuladamente se había venido acercando hasta nosotros y, cuando estuvo a nuestro lado, propuso el primer cambio de parejas que Santi aceptó encantado y al que yo tampoco opuse la menor resistencia.
—¿Sabes cómo lo vamos a hacer? —me abordó Maite mientras apretaba sus generosos senos contra mi pecho.
—¿Te refieres a la demostración?
—Santi —prosiguió ella pasando por alto mi pregunta— terminará medio borracho y, en cuanto nos vayamos a la cama, se quedará dormido como un tronco.
—¿Pretendes que me meta en vuestra habitación?
—No será necesario. Seré yo quien me meta en la tuya, que queda justo enfrente.
—No creo que mi padre se quede aquí toda la noche. Y si él se marcha, yo tendré que irme con él.
—Eso ya está arreglado. Tu padre y tú dormiréis aquí esta noche... Bueno, eso de dormir es muy relativo. Quiero decir que pasaréis la noche aquí.
—Pero...
Maite me calló colocándome el índice de su mano derecha en mi boca, me hizo un guiño de maestra del coqueteo y, apretándose más a mí, dejó que la música guiara nuestros movimientos...
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