CAPÍTULO XVII
Siendo como era, resultaba difícil a veces penetrar en el mundo interior de Dori y alcanzar a entender qué es lo que pasaba por su cabeza. No es que fuera complicada, ni siquiera reservada. Simplemente ocurría que su bondad era tan extremada, que prefería guardar para sí sus propios sufrimientos y no exteriorizarlos para que nadie tuviera que sentir la menor preocupación por ella, encubriendo bajo aparente felicidad lo que en el fondo era desdicha.
Habiendo yo estado tan ocupado últimamente en sustituir a mi padre en el gozoso tálamo y surgiéndome el compromiso irrechazable de tener, al fin, una sesión a solas con mi Barbi, mi siguiente inquietud más apremiante era repetir la dosis con Cati, pues, dado que tan iguales eran como gemelas, creía yo que ambas merecían se les dispensara idéntico trato.
Sinceramente, creo que lo de Cati hubiera podido concretarse sin mayor tardanza, pues todo parecía predispuesto para que así fuera. Pero las cosas empezaron a complicarse un poco y no me quedó más remedio que posponer lo que ya parecía inmediato.
No me quedaba más remedio que dar una vez más la razón a mi padre: «Los problemas nunca vienen solos; y, cuando se juntan muchos, lo mejor que hay que hacer es establecer un orden de prioridades, pues sólo así se conseguirá solventar al menos alguno de ellos».
Bea y Luci me reclamaban en la Mansión, a la que no acudía desde hacía no sé cuanto tiempo. Bea, no sé sin con la verdad por delante o utilizándolo como simple reclamo, también metió a su madre, Merche, por medio, diciéndome que esta última estaba interesada en recibir a mi padre, para conversar un rato y para después seguir con lo que el destino sugiriese. El tipo de sugerencias, proviniendo de donde provenían, estaba más que claro.
Y decidido tenía el darme una vuelta por la Mansión, para concretar el asunto y hacer de paso los debidos honores a mis encantadoras hermanastras, cuando algo para mí mucho más prioritario vino a trastocar mis planes.
Como a estas alturas, al ser mi objetivo fundamental el narrar en exclusiva los asuntos que afectan al tema que me traigo entre manos, obviando todo aquello que pueda gravar innecesariamente la paciencia del lector, no sé muy bien lo que llevo dicho o no dicho. Sé que alguna que otra referencia he hecho a la casa en que vivíamos, pero no recuerdo haber especificado que se trataba, efectivamente, de una casa y no de un piso. Es decir, que por la puerta de la calle no entrábamos sino nosotros y quien estuviera invitado a hacerlo, cosa esta última poco frecuente, pues ni mi padre ni mi madre eran muy dados a recibir visitas ni fomentar amistades que alcanzaran a tal grado de intimidad. «Cada uno en su casa y Dios en la de todos», era el viejo aforismo con que mi madre sintetizaba la cuestión, pese a que a Dios sólo lo tenía presente para incluirlo en estas u otras citas equivalentes.
Quería ir a parar, con todo esto, a explicar que, en su parte posterior, mi casa disponía de un relativamente amplio patio al aire libre, escasamente frecuentado durante los rigores del invierno, pero centro de muchas actividades domésticas en época estival. Y hago referencia a ello, porque fue aquí donde tuve ocasión de descubrir la tragedia que estaba viviendo Dori sin que yo, en mi ingenuidad o egoísmo, me hubiera apercibido de nada.
Aquel día había tocado cambio general de sábanas en todas las camas de la casa y Dori estaba dedicada a poner a secar las que ya habían pasado por el proceso de lavado correspondiente. Para no variar, estaba divina como siempre, con un liviano vestido que, siendo ya corto de por sí, se acortaba aún más cuando ella se empinaba de puntillas para alcanzar a poner las pinzas que sujetaban a las sábanas ya tendidas.
Como había hecho otras muchas veces, me acerqué sigilosamente por detrás y, cuando más tranquila y confiada estaba, la abarqué con mis brazos por la cintura, elevándola ligeramente en el aire.
Dori, por la costumbre, ya sabía que aquella broma sólo podía proceder de mí y, hasta entonces, siempre la había recibido con una carcajada, a la que inmediatamente seguía un beso más o menos significativo, según las circunstancias de cada caso.
Pero en esta ocasión, todo fue bien diferente. No sólo no hubo carcajada, ni beso grande ni chico, sino que, en la mirada que me dirigió, advertí una expresión harto extraña, desprovista por completo de esa dulzura que tanto la caracterizaba.
—¿Qué te ocurre? ¿Por qué me miras así?
Dori parecía haberse vuelto sorda. Sin dar contestación alguna, en cuanto se vio libre del abrazo, siguió colocando pinza tras pinza sin hacerme el menor caso, tal como si no estuviera a su lado.
No me cupo la menor duda que estaba enfadada por algo, pero no me consideré causa del enfado, pues era habitual en ella que, cuando no estaba de humor, no lo estuviera para nadie, fuera o no responsable de su enojo. Así que volví a la carga y le propiné un nuevo abrazo, esta vez aplicando mis manos sobre aquellas tetitas que, poco a poco, iban cobrando consistencia.
—¡Por favor, Quini, déjame en paz! ¿No ves que estoy ocupada?
No había en su voz un acento especialmente animoso, pero su seriedad, por desacostumbrada, me sorprendió un tanto y dejó helada mi sonrisa.
—¿Se puede saber qué te pasa?
—No me pasa nada.
—¿Estás con la regla? —a veces, no siempre, la menstruación la ponía algo extraña.
—No estoy con la regla. Sólo ocurre que no tengo ganas de bromas.
—Seguro que estás con la regla.
—Te repito que no.
Antes de que pudiera darse cuenta, ya mi mano se había colado por debajo de su falda y aprisionaba su entrepierna. En efecto, no había ninguna compresa delatora y tras la tela de su braguita no palpé otra cosa que su maravillosa vagina.
—¿Ya te has quedado satisfecho?
—¿Estás enfadada conmigo?
—No estoy enfadada con nadie.
—Sí lo estás. Y no te dejaré en paz hasta que me digas la razón.
Dori soltó uno de aquellos resoplidos, tan propios de ella, que levantaba su flequillo hasta ponerlo casi horizontal. De sobras sabía que, cuando me lo proponía, a pesado no había quien me ganara.
Con cara de resignación terminó de colocar la última pinza y luego se me enfrentó, brazos en jarra.
—Está bien —se aprestó a confesar—. Sí que estoy enfadada. Y estoy enfadada contigo... Y si me preguntas el porqué, es que eres bobo.
—Ya me supongo el porqué; pero yo creo que entre los dos hay la suficiente confianza como para que me lo hubieras dicho antes de enfadarte.
—No tengo por costumbre meterme en asuntos ajenos cuando no me llaman.
—Muchas veces has venido a mí sin que yo te llamara.
¡Qué fui a decir! En un gesto de rabia, del que nunca la hubiera creído capaz, tomó la canastilla de las pinzas y me la caló de sombrero hasta los ojos, huyendo de mí como si la persiguiera el mismo demonio.
Me había encasquetado tan bien la dichosa canastilla que me llevó su tiempo liberarme de ella con el menor sufrimiento posible. Pero a fuerza de paciencia y algún que otro tirón de pelos, logré mi propósito. Entré en la casa y busqué desesperadamente a Dori. Su actitud me tenía totalmente desconcertado y saber que yo era el causante de su pena me hacía sentirme un miserable. Después de mirar en la cocina y en el salón, acabé localizándola en su cuarto. Estaba tumbada boca abajo sobre su cama, hundido el rostro en la almohada, agitado su cuerpo por unos sollozos que quedaban ahogados por la mordaza que ella misma se había procurado.
¡Mi querida Dori llorando! ¡Y llorando por mi culpa! Eso era más de lo que yo podía resistir. Me eché literalmente encima de ella y, venciendo su tozuda resistencia, la obligué a que me mirara directamente a los ojos.
—¡Por favor, Dori! ¡Pégame, insúltame... pero no llores!
Bebí materialmente sus lágrimas para borrar de su rostro cualquier vestigio de tristeza y luego, por completo desarbolado, recliné mi cabeza en su pecho repitiendo una letanía de disculpas, en la que no cesé hasta notar como su mano comenzaba a acariciar mi pelo.
—¿Ya no me odias? —pregunté casi en un suspiro.
—¿Odiarte? ¿De veras crees que podría llegar alguna vez a odiarte?
—¿Tampoco estás ya enfadada?
—Debería estarlo, pero...
Dejó sin concluir la frase porque, tomando mi cabeza con ambas manos, la guió hasta que mis labios quedaron al alcance de los suyos, fundiendo unos y otros en un beso largo y embriagante, deshaciendo con calor de amor todo el hielo de aquella ira por la que momentáneamente se había dejado dominar, tal vez por primera vez en su vida.
—¿Te parece bonito lo que me has dicho de que acudo a ti sin que me llames, como si yo fuera una gata en celo o algo por el estilo?
—No debí decirlo. Lo siento.
Resultó inevitable que, entre las caricias y el prolongado beso, mi pacote se pusiera en situación de alerta roja. Y en la posición en que nos encontrábamos, era lo más natural que Dori notara en su muslo la presión que sobre él ejercía mi endiosado miembro, que iba a lo suyo sin preocuparse de los problemas ajenos ni de la casi dramática situación que estaba viviendo su natural propietario.
Porque, aunque la cosa iba arreglándose, yo sentía en mi corazón el peso del poso amargo que en él había dejado el inusitado encono de Dori. Reconozco que siempre he sido muy cojonudo y no doy fácilmente mi brazo a torcer por muy errado que esté en mis conclusiones. No admito así como así ser responsable de nada y siempre busco razones para encontrar, cuando menos, una responsabilidad a medias. Con Dori la cosa cambiaba sustancialmente y, siendo como era, poco trabajo me costaba renunciar a mi empecinado temperamento y ponerme ante ella de rodillas si era preciso, incluso para pedir un perdón que juzgaba improcedente. Pero en el fondo, tanto en ésta como en muchas otras ocasiones, admitir mi parte de culpa no conllevaba admitir que ella no tuviera también la suya.
—Eres un tramposo —Dori ya volvía a ser el ángel que era y, mientras se centraba en la cremallera de mi pantalón, su inigualable sonrisa florecía de nuevo—. Siempre juegas con ventaja.
—¿Con qué ventaja?
Retrasó la respuesta hasta tener bien cogida mi verga con su mano.
—¡Con ésta, bandido! —dijo agitando mi más que túmido miembro.
Mi réplica no se hizo esperar y colando también mi mano por entre sus bragas, abarqué toda la grandeza de su vulva y la obsequié con similar meneo.
—Pero esto desequilibra la balanza a tu favor —continué la broma.
La rabieta, el enfado o lo que fuese, pasó de inmediato a mejor historia. A fuerza de práctica, la habilidad con que nos vestíamos y desvestíamos casi parecía cosa de magos. En un santiamén, Dori y yo nos encontrábamos con la misma indumentaria que trajimos al nacer y, como para ella el caso era urgente por la necesidad acumulada en aquellos días de abandono, me tomó con tal ahínco que no sabría decir si fue mi polla la que se hundió en su coño o fue éste el que absorbió a aquélla sin contemplaciones y sin darle alternativa.
Aunque alguno pueda pensar lo contrario, el condón no faltaba en ningún caso, salvo en el ya indicado de mi madre, innecesario por haberse sometido a una ligadura tubárica que dejaba a buen recaudo sus óvulos del ataque de cualquier espermatozoide aventurero. Creo que huelga mencionarlo en lo sucesivo y el lector debe dar por descontado que este requisito siempre se cumplía, aun cuando por, no repetir tantas veces la misma cosa, yo no lo mencione expresamente.
Dori, muy ladina, me había colocado uno de los de "efecto retardado", porque sin duda perseguía recuperar de una sola vez todo el tiempo perdido. También ella había aprendido a hacer sus cositas con los músculos vaginales y sabía demasiado bien cómo actuar cuando quería arrastrarme a la locura; pero en esta ocasión sus propósitos eran, en principio, atender a su propia demencia antes que a la mía y me espoleaba sin cesar para que, sabedora de que con aquel tipo de preservativo lo mío podía llevarse su tiempo, la motivara bien motivada; o, lo que es lo mismo, imprimiera buen ritmo a mis caderas para que la obra del ariete resultara más contundente.
Dori era tan especial que, a veces, yo hasta tenía la impresión de que se corría a voluntad; es decir, cuando ella quería. No sabía cuál era su arte, pero lo mismo lo hacía en un minuto que se tomaba su media hora larga, aunque mi actividad fuera la misma en ambos casos. En esta ocasión, ni siquiera llegó al minuto. Y aunque, como en todo, Dori no era demasiado espectacular en sus reacciones, yo aseguraría que aquel primer orgasmo de aquel día tuvo para ella un significado muy especial y le supo como ninguno otro antes le había sabido, pese a que yo poco había hecho para procurárselo. Tal vez fuera que mi pacote también se escapaba a mi control en determinados momentos y hacía cosas raras de las que yo no me daba cuenta.
En cualquier caso, lo evidente fue que tras aquel primer clímax, las cosas volvieron por sus derroteros habituales y, una vez saciada el hambre más apremiante, Dori me hizo colocarme boca arriba y se encaramó sobre mí, dulce presagio de que el polvo que se avecinaba iba a ser mucho más parsimonioso y coloquial.
Yo ya, para entonces, lo llamaba "polvo celestial" porque aquello era cosa de ángeles. Ella se acomodaba bien sobre mi pelvis, con todo mi instrumento dentro de su funda y apretadas sus rodillas contra mis costados para anularme toda posibilidad de movimiento colaborador. Era la reina y yo su dócil vasallo. Ella imponía las normas y a mí no me dejaba más opción que mirarla y acariciarla, mientras sus movimientos, restregando su coño contra mi cuerpo con toda mi verga dentro, adaptándose a la trayectoria que tenía a bien seguir, me iba sumiendo en un estado de catarsis total hasta llevarme al filo de lo posible y de lo imposible, a ese punto crítico y preciso en el que ya mi voluntad se desvanecía por completo y yo dejaba de ser yo para convertirme en lo que ella quisiera, a un mínimo paso del todo o de la nada según pretendiera. Y su voz, enronquecida por su propio placer, susurrándome reproches que a mí me sonaban a coro seráfico.
—¿Por qué seré tan blanda contigo? No te mereces ni la décima parte del cariño que te tengo...
El hervor de su vagina se me contagiaba por todo el cuerpo. No era un calor agobiante, sino adormecedor; o, más bien, entumecedor de los sentidos, de forma que sentía sin sentir y deliraba sin delirar.
—En realidad no mereces cariño ninguno... Más bien debería odiarte...
—Si así es como manifiestas tu odio, sigue odiándome con toda tu alma... No te canses nunca de odiarme, que yo te sigo...
Aquello era lo más parecido al ser o no ser del drama shakesperiano, al vivo sin vivir del misticismo teresiano y a todas esas cosas raras que se dicen y se leen y que no llegan a entenderse muy bien hasta que uno las sufre en su propia carne. A mí me pasaba eso cuando Dori imprimía a su cuerpo aquel balanceo insinuante e insistente, que a veces daba la impresión de que no se movía pero que ejercía sobre mí todo el efecto que puede ejercer la mayor de las caricias.
—No dices nada, ¿verdad? Como sabes que has metido la pata...
¡Bendita metedura de pata la mía que semejante castigo recibía! Había llegado a un estado de gracia tal, que el correrme o no correrme ya era lo de menos. Me sentía como si todo mi cuerpo fuera un gran falo, con un dulce hormigueo que se me extendía de la cabeza a los pies.
—La próxima vez mi venganza será terri...
La última sílaba se le quedó atragantada y jamás llegó a pronunciarla. Todo el voltaje que había ido acumulando en el coño se le extendió de repente por la totalidad de su ser, y aquellos ramalazos suyos hicieron que todo mi hormigueo se concentrara de golpe en mi verga, que acabó escupiendo a trompicones toda la savia sabiamente contenida por el sesudo y metódico trabajo a que Dori la había sometido durante a saber cuanto rato; pues buen rato hacía que yo había perdido por completo la noción del tiempo, del espacio y de todas las dimensiones habidas y por haber.
Pasado el fragor de la tormenta y vuelta la calma, aún con mi tranca alojada en su encantador refugio, Dori retornó a sus mefistofélicos meneitos, aunque ahora ya suavemente, como esos mansos flujos y reflujos que quedan después de pasado el gran oleaje.
—Te ha gustado, ¿verdad?
La respuesta, por obvia, me la ahorré y me limité a acariciar con las yemas de los dedos aquellas tetillas, que ya empezaban a hacerse merecedoras de un diminutivo menos drástico.
—Me he portado bien, ¿verdad? Sólo hay que ver la cara de satisfacción que te ha quedado...
—Querida Dori, siempre te portas de forma inmejorable y tienes la virtud de procurarme algo que no he encontrado en nadie más hasta ahora... Supongo que será debido también en parte a lo mucho que significas para mí.
—Si tanto significo para ti, ¿por qué me tienes tan abandonada?
—Sabes que nunca te abandonaría por nada. Quizá haya pecado de egoísta por mi parte; y ello, unido a tu generosidad, ha hecho que ocurra lo que ha ocurrido...
—Y que espero que no vuelva a ocurrir nunca más.
No me atreví a comprometerme a tanto. Por lo general, a lo que uno tiene seguro no se le llega a dar nunca el aprecio que merece y somos más aficionados a conseguir lo pasajero, lo inhabitual, antes de que se escape.
Y ello me hizo recordar que también Bea y Luci, y hasta la mismísima Merche, también me andaban ya reclamando, todas alegando distintos motivos; pero, en definitiva, persiguiendo el mismo fin.
El talante de caballero que iba yo ya adquiriendo, me impedía permanecer insensible a tales demandas y ello hacía que el trabajo se me acumulara. En cierta forma, también a Bea y Luci las tenía casi seguras. Lo de Merche era otro asunto.
De no ser por Viki, que seguía manteniéndose en sus trece, mi felicidad hubiera sido más que completa. Si al menos tuviera alguna noción de lo que pasaba por su intrincada cabecita..
SIGUIENTE RELATOO
http://www.poringa.net/posts/relatos/2601224/Una-peculiar-familia-18.html
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Siendo como era, resultaba difícil a veces penetrar en el mundo interior de Dori y alcanzar a entender qué es lo que pasaba por su cabeza. No es que fuera complicada, ni siquiera reservada. Simplemente ocurría que su bondad era tan extremada, que prefería guardar para sí sus propios sufrimientos y no exteriorizarlos para que nadie tuviera que sentir la menor preocupación por ella, encubriendo bajo aparente felicidad lo que en el fondo era desdicha.
Habiendo yo estado tan ocupado últimamente en sustituir a mi padre en el gozoso tálamo y surgiéndome el compromiso irrechazable de tener, al fin, una sesión a solas con mi Barbi, mi siguiente inquietud más apremiante era repetir la dosis con Cati, pues, dado que tan iguales eran como gemelas, creía yo que ambas merecían se les dispensara idéntico trato.
Sinceramente, creo que lo de Cati hubiera podido concretarse sin mayor tardanza, pues todo parecía predispuesto para que así fuera. Pero las cosas empezaron a complicarse un poco y no me quedó más remedio que posponer lo que ya parecía inmediato.
No me quedaba más remedio que dar una vez más la razón a mi padre: «Los problemas nunca vienen solos; y, cuando se juntan muchos, lo mejor que hay que hacer es establecer un orden de prioridades, pues sólo así se conseguirá solventar al menos alguno de ellos».
Bea y Luci me reclamaban en la Mansión, a la que no acudía desde hacía no sé cuanto tiempo. Bea, no sé sin con la verdad por delante o utilizándolo como simple reclamo, también metió a su madre, Merche, por medio, diciéndome que esta última estaba interesada en recibir a mi padre, para conversar un rato y para después seguir con lo que el destino sugiriese. El tipo de sugerencias, proviniendo de donde provenían, estaba más que claro.
Y decidido tenía el darme una vuelta por la Mansión, para concretar el asunto y hacer de paso los debidos honores a mis encantadoras hermanastras, cuando algo para mí mucho más prioritario vino a trastocar mis planes.
Como a estas alturas, al ser mi objetivo fundamental el narrar en exclusiva los asuntos que afectan al tema que me traigo entre manos, obviando todo aquello que pueda gravar innecesariamente la paciencia del lector, no sé muy bien lo que llevo dicho o no dicho. Sé que alguna que otra referencia he hecho a la casa en que vivíamos, pero no recuerdo haber especificado que se trataba, efectivamente, de una casa y no de un piso. Es decir, que por la puerta de la calle no entrábamos sino nosotros y quien estuviera invitado a hacerlo, cosa esta última poco frecuente, pues ni mi padre ni mi madre eran muy dados a recibir visitas ni fomentar amistades que alcanzaran a tal grado de intimidad. «Cada uno en su casa y Dios en la de todos», era el viejo aforismo con que mi madre sintetizaba la cuestión, pese a que a Dios sólo lo tenía presente para incluirlo en estas u otras citas equivalentes.
Quería ir a parar, con todo esto, a explicar que, en su parte posterior, mi casa disponía de un relativamente amplio patio al aire libre, escasamente frecuentado durante los rigores del invierno, pero centro de muchas actividades domésticas en época estival. Y hago referencia a ello, porque fue aquí donde tuve ocasión de descubrir la tragedia que estaba viviendo Dori sin que yo, en mi ingenuidad o egoísmo, me hubiera apercibido de nada.
Aquel día había tocado cambio general de sábanas en todas las camas de la casa y Dori estaba dedicada a poner a secar las que ya habían pasado por el proceso de lavado correspondiente. Para no variar, estaba divina como siempre, con un liviano vestido que, siendo ya corto de por sí, se acortaba aún más cuando ella se empinaba de puntillas para alcanzar a poner las pinzas que sujetaban a las sábanas ya tendidas.
Como había hecho otras muchas veces, me acerqué sigilosamente por detrás y, cuando más tranquila y confiada estaba, la abarqué con mis brazos por la cintura, elevándola ligeramente en el aire.
Dori, por la costumbre, ya sabía que aquella broma sólo podía proceder de mí y, hasta entonces, siempre la había recibido con una carcajada, a la que inmediatamente seguía un beso más o menos significativo, según las circunstancias de cada caso.
Pero en esta ocasión, todo fue bien diferente. No sólo no hubo carcajada, ni beso grande ni chico, sino que, en la mirada que me dirigió, advertí una expresión harto extraña, desprovista por completo de esa dulzura que tanto la caracterizaba.
—¿Qué te ocurre? ¿Por qué me miras así?
Dori parecía haberse vuelto sorda. Sin dar contestación alguna, en cuanto se vio libre del abrazo, siguió colocando pinza tras pinza sin hacerme el menor caso, tal como si no estuviera a su lado.
No me cupo la menor duda que estaba enfadada por algo, pero no me consideré causa del enfado, pues era habitual en ella que, cuando no estaba de humor, no lo estuviera para nadie, fuera o no responsable de su enojo. Así que volví a la carga y le propiné un nuevo abrazo, esta vez aplicando mis manos sobre aquellas tetitas que, poco a poco, iban cobrando consistencia.
—¡Por favor, Quini, déjame en paz! ¿No ves que estoy ocupada?
No había en su voz un acento especialmente animoso, pero su seriedad, por desacostumbrada, me sorprendió un tanto y dejó helada mi sonrisa.
—¿Se puede saber qué te pasa?
—No me pasa nada.
—¿Estás con la regla? —a veces, no siempre, la menstruación la ponía algo extraña.
—No estoy con la regla. Sólo ocurre que no tengo ganas de bromas.
—Seguro que estás con la regla.
—Te repito que no.
Antes de que pudiera darse cuenta, ya mi mano se había colado por debajo de su falda y aprisionaba su entrepierna. En efecto, no había ninguna compresa delatora y tras la tela de su braguita no palpé otra cosa que su maravillosa vagina.
—¿Ya te has quedado satisfecho?
—¿Estás enfadada conmigo?
—No estoy enfadada con nadie.
—Sí lo estás. Y no te dejaré en paz hasta que me digas la razón.
Dori soltó uno de aquellos resoplidos, tan propios de ella, que levantaba su flequillo hasta ponerlo casi horizontal. De sobras sabía que, cuando me lo proponía, a pesado no había quien me ganara.
Con cara de resignación terminó de colocar la última pinza y luego se me enfrentó, brazos en jarra.
—Está bien —se aprestó a confesar—. Sí que estoy enfadada. Y estoy enfadada contigo... Y si me preguntas el porqué, es que eres bobo.
—Ya me supongo el porqué; pero yo creo que entre los dos hay la suficiente confianza como para que me lo hubieras dicho antes de enfadarte.
—No tengo por costumbre meterme en asuntos ajenos cuando no me llaman.
—Muchas veces has venido a mí sin que yo te llamara.
¡Qué fui a decir! En un gesto de rabia, del que nunca la hubiera creído capaz, tomó la canastilla de las pinzas y me la caló de sombrero hasta los ojos, huyendo de mí como si la persiguiera el mismo demonio.
Me había encasquetado tan bien la dichosa canastilla que me llevó su tiempo liberarme de ella con el menor sufrimiento posible. Pero a fuerza de paciencia y algún que otro tirón de pelos, logré mi propósito. Entré en la casa y busqué desesperadamente a Dori. Su actitud me tenía totalmente desconcertado y saber que yo era el causante de su pena me hacía sentirme un miserable. Después de mirar en la cocina y en el salón, acabé localizándola en su cuarto. Estaba tumbada boca abajo sobre su cama, hundido el rostro en la almohada, agitado su cuerpo por unos sollozos que quedaban ahogados por la mordaza que ella misma se había procurado.
¡Mi querida Dori llorando! ¡Y llorando por mi culpa! Eso era más de lo que yo podía resistir. Me eché literalmente encima de ella y, venciendo su tozuda resistencia, la obligué a que me mirara directamente a los ojos.
—¡Por favor, Dori! ¡Pégame, insúltame... pero no llores!
Bebí materialmente sus lágrimas para borrar de su rostro cualquier vestigio de tristeza y luego, por completo desarbolado, recliné mi cabeza en su pecho repitiendo una letanía de disculpas, en la que no cesé hasta notar como su mano comenzaba a acariciar mi pelo.
—¿Ya no me odias? —pregunté casi en un suspiro.
—¿Odiarte? ¿De veras crees que podría llegar alguna vez a odiarte?
—¿Tampoco estás ya enfadada?
—Debería estarlo, pero...
Dejó sin concluir la frase porque, tomando mi cabeza con ambas manos, la guió hasta que mis labios quedaron al alcance de los suyos, fundiendo unos y otros en un beso largo y embriagante, deshaciendo con calor de amor todo el hielo de aquella ira por la que momentáneamente se había dejado dominar, tal vez por primera vez en su vida.
—¿Te parece bonito lo que me has dicho de que acudo a ti sin que me llames, como si yo fuera una gata en celo o algo por el estilo?
—No debí decirlo. Lo siento.
Resultó inevitable que, entre las caricias y el prolongado beso, mi pacote se pusiera en situación de alerta roja. Y en la posición en que nos encontrábamos, era lo más natural que Dori notara en su muslo la presión que sobre él ejercía mi endiosado miembro, que iba a lo suyo sin preocuparse de los problemas ajenos ni de la casi dramática situación que estaba viviendo su natural propietario.
Porque, aunque la cosa iba arreglándose, yo sentía en mi corazón el peso del poso amargo que en él había dejado el inusitado encono de Dori. Reconozco que siempre he sido muy cojonudo y no doy fácilmente mi brazo a torcer por muy errado que esté en mis conclusiones. No admito así como así ser responsable de nada y siempre busco razones para encontrar, cuando menos, una responsabilidad a medias. Con Dori la cosa cambiaba sustancialmente y, siendo como era, poco trabajo me costaba renunciar a mi empecinado temperamento y ponerme ante ella de rodillas si era preciso, incluso para pedir un perdón que juzgaba improcedente. Pero en el fondo, tanto en ésta como en muchas otras ocasiones, admitir mi parte de culpa no conllevaba admitir que ella no tuviera también la suya.
—Eres un tramposo —Dori ya volvía a ser el ángel que era y, mientras se centraba en la cremallera de mi pantalón, su inigualable sonrisa florecía de nuevo—. Siempre juegas con ventaja.
—¿Con qué ventaja?
Retrasó la respuesta hasta tener bien cogida mi verga con su mano.
—¡Con ésta, bandido! —dijo agitando mi más que túmido miembro.
Mi réplica no se hizo esperar y colando también mi mano por entre sus bragas, abarqué toda la grandeza de su vulva y la obsequié con similar meneo.
—Pero esto desequilibra la balanza a tu favor —continué la broma.
La rabieta, el enfado o lo que fuese, pasó de inmediato a mejor historia. A fuerza de práctica, la habilidad con que nos vestíamos y desvestíamos casi parecía cosa de magos. En un santiamén, Dori y yo nos encontrábamos con la misma indumentaria que trajimos al nacer y, como para ella el caso era urgente por la necesidad acumulada en aquellos días de abandono, me tomó con tal ahínco que no sabría decir si fue mi polla la que se hundió en su coño o fue éste el que absorbió a aquélla sin contemplaciones y sin darle alternativa.
Aunque alguno pueda pensar lo contrario, el condón no faltaba en ningún caso, salvo en el ya indicado de mi madre, innecesario por haberse sometido a una ligadura tubárica que dejaba a buen recaudo sus óvulos del ataque de cualquier espermatozoide aventurero. Creo que huelga mencionarlo en lo sucesivo y el lector debe dar por descontado que este requisito siempre se cumplía, aun cuando por, no repetir tantas veces la misma cosa, yo no lo mencione expresamente.
Dori, muy ladina, me había colocado uno de los de "efecto retardado", porque sin duda perseguía recuperar de una sola vez todo el tiempo perdido. También ella había aprendido a hacer sus cositas con los músculos vaginales y sabía demasiado bien cómo actuar cuando quería arrastrarme a la locura; pero en esta ocasión sus propósitos eran, en principio, atender a su propia demencia antes que a la mía y me espoleaba sin cesar para que, sabedora de que con aquel tipo de preservativo lo mío podía llevarse su tiempo, la motivara bien motivada; o, lo que es lo mismo, imprimiera buen ritmo a mis caderas para que la obra del ariete resultara más contundente.
Dori era tan especial que, a veces, yo hasta tenía la impresión de que se corría a voluntad; es decir, cuando ella quería. No sabía cuál era su arte, pero lo mismo lo hacía en un minuto que se tomaba su media hora larga, aunque mi actividad fuera la misma en ambos casos. En esta ocasión, ni siquiera llegó al minuto. Y aunque, como en todo, Dori no era demasiado espectacular en sus reacciones, yo aseguraría que aquel primer orgasmo de aquel día tuvo para ella un significado muy especial y le supo como ninguno otro antes le había sabido, pese a que yo poco había hecho para procurárselo. Tal vez fuera que mi pacote también se escapaba a mi control en determinados momentos y hacía cosas raras de las que yo no me daba cuenta.
En cualquier caso, lo evidente fue que tras aquel primer clímax, las cosas volvieron por sus derroteros habituales y, una vez saciada el hambre más apremiante, Dori me hizo colocarme boca arriba y se encaramó sobre mí, dulce presagio de que el polvo que se avecinaba iba a ser mucho más parsimonioso y coloquial.
Yo ya, para entonces, lo llamaba "polvo celestial" porque aquello era cosa de ángeles. Ella se acomodaba bien sobre mi pelvis, con todo mi instrumento dentro de su funda y apretadas sus rodillas contra mis costados para anularme toda posibilidad de movimiento colaborador. Era la reina y yo su dócil vasallo. Ella imponía las normas y a mí no me dejaba más opción que mirarla y acariciarla, mientras sus movimientos, restregando su coño contra mi cuerpo con toda mi verga dentro, adaptándose a la trayectoria que tenía a bien seguir, me iba sumiendo en un estado de catarsis total hasta llevarme al filo de lo posible y de lo imposible, a ese punto crítico y preciso en el que ya mi voluntad se desvanecía por completo y yo dejaba de ser yo para convertirme en lo que ella quisiera, a un mínimo paso del todo o de la nada según pretendiera. Y su voz, enronquecida por su propio placer, susurrándome reproches que a mí me sonaban a coro seráfico.
—¿Por qué seré tan blanda contigo? No te mereces ni la décima parte del cariño que te tengo...
El hervor de su vagina se me contagiaba por todo el cuerpo. No era un calor agobiante, sino adormecedor; o, más bien, entumecedor de los sentidos, de forma que sentía sin sentir y deliraba sin delirar.
—En realidad no mereces cariño ninguno... Más bien debería odiarte...
—Si así es como manifiestas tu odio, sigue odiándome con toda tu alma... No te canses nunca de odiarme, que yo te sigo...
Aquello era lo más parecido al ser o no ser del drama shakesperiano, al vivo sin vivir del misticismo teresiano y a todas esas cosas raras que se dicen y se leen y que no llegan a entenderse muy bien hasta que uno las sufre en su propia carne. A mí me pasaba eso cuando Dori imprimía a su cuerpo aquel balanceo insinuante e insistente, que a veces daba la impresión de que no se movía pero que ejercía sobre mí todo el efecto que puede ejercer la mayor de las caricias.
—No dices nada, ¿verdad? Como sabes que has metido la pata...
¡Bendita metedura de pata la mía que semejante castigo recibía! Había llegado a un estado de gracia tal, que el correrme o no correrme ya era lo de menos. Me sentía como si todo mi cuerpo fuera un gran falo, con un dulce hormigueo que se me extendía de la cabeza a los pies.
—La próxima vez mi venganza será terri...
La última sílaba se le quedó atragantada y jamás llegó a pronunciarla. Todo el voltaje que había ido acumulando en el coño se le extendió de repente por la totalidad de su ser, y aquellos ramalazos suyos hicieron que todo mi hormigueo se concentrara de golpe en mi verga, que acabó escupiendo a trompicones toda la savia sabiamente contenida por el sesudo y metódico trabajo a que Dori la había sometido durante a saber cuanto rato; pues buen rato hacía que yo había perdido por completo la noción del tiempo, del espacio y de todas las dimensiones habidas y por haber.
Pasado el fragor de la tormenta y vuelta la calma, aún con mi tranca alojada en su encantador refugio, Dori retornó a sus mefistofélicos meneitos, aunque ahora ya suavemente, como esos mansos flujos y reflujos que quedan después de pasado el gran oleaje.
—Te ha gustado, ¿verdad?
La respuesta, por obvia, me la ahorré y me limité a acariciar con las yemas de los dedos aquellas tetillas, que ya empezaban a hacerse merecedoras de un diminutivo menos drástico.
—Me he portado bien, ¿verdad? Sólo hay que ver la cara de satisfacción que te ha quedado...
—Querida Dori, siempre te portas de forma inmejorable y tienes la virtud de procurarme algo que no he encontrado en nadie más hasta ahora... Supongo que será debido también en parte a lo mucho que significas para mí.
—Si tanto significo para ti, ¿por qué me tienes tan abandonada?
—Sabes que nunca te abandonaría por nada. Quizá haya pecado de egoísta por mi parte; y ello, unido a tu generosidad, ha hecho que ocurra lo que ha ocurrido...
—Y que espero que no vuelva a ocurrir nunca más.
No me atreví a comprometerme a tanto. Por lo general, a lo que uno tiene seguro no se le llega a dar nunca el aprecio que merece y somos más aficionados a conseguir lo pasajero, lo inhabitual, antes de que se escape.
Y ello me hizo recordar que también Bea y Luci, y hasta la mismísima Merche, también me andaban ya reclamando, todas alegando distintos motivos; pero, en definitiva, persiguiendo el mismo fin.
El talante de caballero que iba yo ya adquiriendo, me impedía permanecer insensible a tales demandas y ello hacía que el trabajo se me acumulara. En cierta forma, también a Bea y Luci las tenía casi seguras. Lo de Merche era otro asunto.
De no ser por Viki, que seguía manteniéndose en sus trece, mi felicidad hubiera sido más que completa. Si al menos tuviera alguna noción de lo que pasaba por su intrincada cabecita..
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1 comentarios - Una peculiar familia 17
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