El día no resulta como esperaba, pero por la noche todo mejora. Un deseo prohibido se desata, y esta vez llegamos hasta el final...
El domingo transcurrió lento en La Cresta de Oro. Los pedidos llegaban y salían, don Fulgencio ensartaba sin parar pollos en los espetones y Lucinda atendía a los clientes con su habitual encanto. Si la mulata se asomaba a la cocina por cualquier motivo, al darse la vuelta el maestro pollero le miraba el culo y a continuación me lanzaba a mí una mirada de complicidad. "Mañana ese culito va a ser todo mío", decía el brillo calenturiento de sus ojos. "Pues que te aproveche, porque te va a salir caro", pensaba yo.
Cuando nos quedamos solos limpiando la cocina, doña Paca se acercó a mí con su habitual ansiedad. El buen humor del que hiciera gala después de nuestro tremendo polvo se había marchitado con el paso de los días, volvía a estar paranoica, irritable, y a beber más de la cuenta.
—¿Lo tienes todo preparado para mañana? —me preguntó.
—No tengo mucho que preparar. Solo la cámara.
—No vayas a llegar tarde. ¿Sabes a qué hora han quedado?
—A las cinco. Me lo dijo ayer don Fulgencio —respondí.
—¿Pero es que encima va presumiendo por ahí? ¡Que hijo de la gran puta!
—Cálmese, Paquita. Seguramente solo me lo ha dicho a mí.
Mi enorme jefa bufó como una hipopótama furiosa y apuró la lata de cerveza que tenía en la mano. El rictus tenso de sus labios y la mirada turbia no presagiaban nada bueno.
—Usted olvídese del tema hasta el martes. Y no haga ninguna tontería o nos quedamos sin fotos.
Asintió despacio y continuó limpiando en silencio. Me planteé la posibilidad de montarla otra vez para que se relajase, pero por increíble que parezca no me apetecía en absoluto. No podía quitarme de la cabeza lo ocurrido la tarde anterior en el centro comercial. Las imágenes, palabras y sensaciones bullían en mi cabeza como un obsesionante estofado: las lágrimas de mi madre al correrse, el sabor de su miel en mi boca, el roce de su vello púbico en la punta de mi verga cuando había estado a punto de metérsela... y hasta mi declaración de amor y la ternura de sus ojos cuando volvimos al coche. Había necesitado tres pajas mirando sus fotos para conciliar el sueño esa noche.
****
Por fin llegó el lunes. Era mi día libre en la pollería, pero mis labores detectivescas y conspiratorias de nuevo iban a impedirme descansar y divertirme como me hubiese gustado. Me levanté tarde, para estar descansado, y como el lunes anterior estaba solo en casa. Mi padre trabajaba y mi madre se había marchado antes de que me despertase, pero esta vez tenía una buena excusa: había reunión en la parroquia para organizar una comida benéfica al aire libre que incluía una paella gigante, y debido a la habilidad de mamá para dejar el arroz en su punto justo, era una de las encargadas de planificar el evento.
Hice el vago hasta la hora de comer, tras asegurarme de que mi cámara digital tenía la batería a tope y la memoria libre, y una vez en la mesa con mis padres escuché algo que me inquietó.
—Qué raro, Paquita no ha ido a la reunión, y es una de las que tiene que ayudarme con la paella. Y traer los pollos, claro —dijo mamá, tras servirme una generosa ración de bacalao en salsa.
—Pues sí que es raro, con lo que le gusta a la Paca una comilona —dijo mi padre en tono jocoso. Curiosamente, esa tarde no había tenido que quedarse a hacer horas extras.
—¡Mira quien habla! Pero si parecéis hermanos la Paca y tú —exclamó mi madre.
Desde luego tenía razón. Papá y mi jefa hubiesen hecho buena pareja, y su chocho de yegua casaba a la perfección con la tranca de caballo de mi padre. Borré de mi mente la imagen de los dos gigantes dale que te pego y me pregunté en qué narices estaría pensando Paquita. Si perdía los estribos y lo fastidiaba todo Lucinda podría hablar, metiéndome en un lío y provocando una crisis en mi familia que no beneficiaría a nadie.
Terminé de comer y me tumbé un rato en la cama, dándole vueltas a un asunto que veía cada vez menos claro.
*****
Llegué a la fachada trasera del hostal La Becerra quince minutos antes de las cinco, con la gorra puesta y la cámara a punto. Trepé por la fachada, y volví a pasar delante de las mismas ventanas que la semana anterior. Vi de nuevo a la camarera de piso sudamericana, pero esta vez no estaba vagueando, sino de rodillas en el suelo, con el uniforme desabrochado y chupándole la polla a un tipo entrado en años. El hostal no ofrecía ese tipo de servicios, así que seguramente la mamadora se lo estaba montando por su cuenta, sacándose un sobresueldo con huéspedes solitarios y poco exigentes.
Me pregunté si vería de nuevo a la señora alcaldesa con sus dos dotados amantes africanos, pero a quien vi fue nada menos que a su marido, el alcalde, tumbado bocarriba en una cama mientras dos guarrillas desnudas que no tendrían ni veinte años se hacían rayas de coca sobre su abultada barriga y esnifaban mientras le hacían una paja a dos manos. Pensé que en el agua de mi pueblo debía de haber algo extraño, porque no era normal que todo el mundo anduviese tan salido.
Sin detenerme apenas ni hacer fotos fui hasta la ventana correcta, y allí estaba Lucinda. Esta vez no se admiraba desnuda en el espejo, no ensayaba poses sensuales ni se tocaba esperando a su amante. Estaba sentada en el borde de la cama, con el albornoz blanco del hostal puesto y mirando al frente con expresión deprimida. Obviamente no le había hecho ninguna gracia dejar a su anterior amante, un hombretón de miembro sobrehumano, por la comadreja avarienta que era su jefe.
Di unos golpecitos con el dedo en el cristal y volvió la cabeza, sobresaltándose un poco al verme. Le dediqué una de mis sonrisas perversas y le indiqué con gestos que no hablase ni me mirase. Solo quería que supiese que yo estaba allí, y que todo lo que hiciese quedaría registrado en mi memoria y en la de mi cámara digital. Ella me lanzó una mirada de desprecio y torció sus carnosos labios en una mueca de asco, se arrebujó en el albornoz como si tuviese frío y volvió la cabeza. Llevaba la frondosa melena rizada recogida en una prieta coleta y grandes pendientes de aro.
Puntual como solo puede serlo un adúltero cachondo, el maestro pollero apareció cinco minutos después. En cuanto entró en la habitación Lucinda cambió instantáneamente de actitud: su rostro mestizo se iluminó con una amplia sonrisa, se inclinó un poco hacia atrás en la cama y cruzó las piernas, dejando que asomasen por la abertura del albornoz. No se podía negar que era buena actriz.
Sin decir ni "buenas tardes", don Fulgencio la levantó agarrándola por la cintura. A pesar de su tamaño, el pollero era un tipo bastante fuerte, fibroso y enérgico. Le dio un prolongado y húmedo beso con la boca tan abierta que pude ver las dos lenguas echando un reñido pulso, y desató la blanca prenda de baño, recorriendo con lametones, besos y contenidos mordiscos el escultural cuerpo de la mulata, entre gruñidos y chupetones.
—Joder... pero que ganas te tenía, morena.
Las voces me llegaban amortiguadas a través del grueso cristal, pero las palabras que no llegaba a entender podía intuirlas en el movimiento de los labios. El albornoz fue arrojado a un rincón de la alcoba, don Fulgencio hizo girar bruscamente a Lucinda y le dio una fuerte palmada en la nalga, amasándola a continuación como un panadero lujurioso.
—Mmm... vaya culito tienes, puta.
—Ay, pero no me insulte, papi —se quejó la cubana, en tono zalamero pero con la voz trémula. Parecía algo sorprendida por la actitud agresiva de su jefe.
—Anda, calla y haz algo de provecho con esa boca tan grande.
Agarrándola con fuerza por la coleta, la obligó a ponerse a cuatro patas en la cama. Él se quedó de pie, y se bajó los pantalones de pana que vestía con una sola mano.
—¡Auuh! ¡No me jale tan duro del pelo, por favor! —lloriqueó Lucinda.
—Calla y chupa. Y más despacito que en el almacén, que tenemos tiempo de sobra.
Cuando se bajó los gayumbos, la polla del pollero apareció frente al rostro de su empleada como impulsada por un resorte. No llegaba al palmo de longitud, y la tenía curvada hacia arriba, con el capullo semejante a una punta de flecha púrpura y brillante. Para la mulata sería un alivio. El lunes anterior había terminado con el coño escocido por la tranca de mi padre y el culo ardiendo por la mía propia, y en esta ocasión al menos solo saldría de allí humillada.
Obedeció al instante. Su larga lengua se movió en torno al glande con habilidad y no se quejó cuando don Fulgencio le dio un fuerte tirón de la coleta para que le lamiese los huevos. Al cabo de unos minutos, y aunque esa salchicha no la hacía atragantarse como otras, tenía el maquillaje de los ojos corrido, cayéndole por las mejillas mezclado con sus lágrimas, y la barbilla cubierta de espesa saliva que descendía formando gruesos hilos hasta la colcha de la cama.
El jefe le folló la boca sin compasión, empujando su cabeza hasta que la frente le tocaba el vientre. Soltó una sonora exclamación de placer cuando ella se la tragó entera, huevos incluidos. La retuvo unos segundos así, obligándola a respirar ansiosamente por los anchos orificios de su nariz negroide, con las mejillas hinchadas cual trompetista y emitiendo gorgoteantes quejidos. La liberó de golpe. El miembro del pollero saltó hacia arriba al salir, embadurnado en viscosas babas. Ella se sentó en la cama, jadeando para recuperar el aliento entre toses y gimoteos.
—Ay, don Fulgencio... ¿pero por qué me trata así?
—¿Pero qué te esperabas? —dijo el jefe, riendo a carcajadas mientras se desnudaba del todo— ¿Qué te creías, que te iba a traer flores y recitarte un poema?
—No, eso no, pero...
—¿Pero qué? ¿Te esperabas algún regalito, eh? —Se acercó a ella y la agarró de nuevo sin miramientos por el pelo—. ¿Te piensas que me vas a sacar los cuartos dejando que te folle, putón?
—¡Ayyyy, papito... por favor! Yo no... yo no quiero nada...
—Entonces has venido a pasarlo bien, ¿no? A follar por vicio, ¿no es eso, morena?
—Sí, papi... yo quiero gozar con usted...
—Pues déjate de llantos y pon el culo en pompa otra vez para que te lo taladre, que para eso he venido.
Lucinda se secó las lágrimas con el dorso de la mano, sorbió por la nariz y obedeció. Don Fulgencio se subió a la cama y se puso de pie detrás de ella, se agachó doblando las rodillas y separó las firmes nalgas con las manos para escupir en el apretado ojete.
En ese momento recordé para lo que estaba allí y saqué la cámara del bolsillo. Mi primera foto coincidió con el instante en que el pollero penetraba la retaguardia de la mulata con un golpe seco de cadera. La imagen captó la expresión de éxtasis del penetrador y el rostro contraído por el dolor de la penetrada.
La cajera debía de tener el ano muy sensible, porque las acometidas de su jefe la hacían gritar y quejarse tanto como lo habían hecho las mías en la arboleda del cementerio, y eso que mi taladro era mucho más grande que el de el pollero.
—¡Ayyy, papi, no tan duro! ¡Auuuh... por favor... más suave!
—¡Toma... toma rabo, puta! Te gusta, ¿eh, morena? Te gusta...
Ajeno a las quejas, don Fulgencio la tenía agarrada por la coleta con una mano, obligándola a levantar la cabeza, mientras con la otra mano la azotaba y le estrujaba las carnes, duras y firmes gracias a las muchas horas de gimnasio. Los pechos se agitaba al ritmo salvaje de la enculada, la cama temblaba e incluso el cristal de la ventana, a un palmo de mi cara, vibraba a causa del ímpetu del maestro pollero.
Continué tomando fotos, cada vez más sorprendido por la resistencia de mi enjuto jefe. El polvo duró unos tres cuartos de hora, durante los cuales Lucinda se vio sometida en las más diversas posturas: encima de él con las rodillas flexionadas, de costado, tumbada bocabajo con las piernas muy juntas o en la postura del misionero. Al cabo de un rato Lucinda dejó de quejarse tanto y empezó a disfrutar, sobre todo cuando Don Fulgencio se la sacó del culo para invadir también su conejo rasurado, alternando los estacazos entre un orificio y otro durante un buen rato, y haciendo alguna pausa para que la mulata se la chupase y probase el sabor de sus propios orificios.
No estoy seguro de cuantos orgasmos tuvo ella, pero la corrida del pollero fue tan apoteósica que su grito triunfal debió escucharse en todo el hostal. Lucinda la recibió con su gran boca abierta y la lengua fuera, reacia a desperdiciar una sola gota de la lefa caliente que brotó en forma de varios potentes chorros, pintándole con gruesas pinceladas blancuzcas toda la cara. Y justo en ese momento, comenzó el desastre.
Como si hubiese estado esperando el instante preciso en que Lucinda se relamía suspirando de gusto, alguien abrió la puerta de una brutal patada, desmontándola del marco, y entró en la habitación. Era tan grande que, durante unas milésimas de segundo, pensé que era mi padre, celoso de que su amante le hubiese despreciado por aquel hombrecillo. Pero era una mujer, una señora enorme con la mirada perdida y algunos mechones de su cabellera oscura pegados al sudoroso rostro.
Doña Paca llevaba un abrigo largo, a pesar del calor, y al verla Lucinda chilló y retrocedió lentamente sobre la colcha de la cama, sucia de saliva, sudor y semen. Don Fulgencio estaba estupefacto, jadeando aún por la prolongada cópula, y solo reaccionó cuando su esposa abrió el abrigo y sacó una escopeta de dos cañones. Demasiado tarde.
El potente disparo levantó al maestro pollero de la cama como una ráfaga de viento huracanado, y cayó en el suelo de la habitación con un espantoso agujero en el pecho, muerto casi antes de tocar el suelo. Los gritos desgarradores de Lucinda al ver el cadáver no duraron mucho; un segundo disparo le reventó la cabeza., esparciendo sus sesos de tal forma que algunos trozos se pegaron al cristal de la ventana.
Decidí que ya había visto suficiente. Con el corazón latiendo como el de un colibrí puesto de farlopa, me dejé caer desde la fachada hasta los arbustos que adornaban la parte trasera del hostal La Becerra. Sonó un tercer disparo en la habitación, y antes de echar a correr hacia mi coche me pareció escuchar, o tal vez lo imaginé, el impacto sordo de un cuerpo pesado contra el suelo.
*****
Necesité varias horas para tranquilizarme, con la imagen del cristal manchado de sangre y trozos de cerebro apareciendo una y otra vez frente a mis ojos. Cuando conseguí serenarme un poco conduje hasta El Carril, di un paseo por el centro comercial y me compré una camiseta. Yo no había hecho nada, pero si alguien me preguntaba dónde había estado esa tarde prefería tener una coartada.
Borré de mi cámara las fotos de don Fulgencio y Lucinda en pleno adulterio, y me estremecí al ver la última, tomada justo cuando se abría la puerta y la silueta sombría de la esposa enajenada se perfilaba borrosa al fondo, tras el rostro empapado en semen de la mulata.
Volví a casa al anochecer, y la noticia ya se había extendido por todo el pueblo como un incendio en una fábrica de fósforos. Mis padres estaban sentados en la cocina. Papá tenía el semblante serio y los ojos ligeramente enrojecidos. Busqué es su expresión algún indicio de que la muerte de Lucinda le hubiese afectado de forma especial, pero no percibí nada fuera de lo común. Mamá lloraba en silencio, y al verme entrar estalló en sollozos. Me agaché junto a su silla y la abracé con fuerza, sintiendo su pecho agitado contra el mío.
—¿Pero qué es lo que pasa? —pregunté, fingiendo ignorancia de forma tan convincente que tendrían que haberme dado un oscar.
—¿No te has enterado? —dijo mi padre, con voz ronca.
En pocas palabras, me contó lo que yo ya sabía: doña Paca había sorprendido a su marido en La Becerra con Lucinda, los había matado a los dos y después se había suicidado. Aunque ya lo sospechaba, confirmar que Paquita también estaba criando malvas alivió mi inquietud. Ella y Lucinda eran las únicas con las que había conspirado, y muertas ambas nada me relacionaba con los hechos.
Con gesto compungido, más triste por ver a mi madre tan afectada que por la inesperada masacre, me senté junto a ella, rodeándole los hombros con el brazo. La mujer del pollero y ella eran amigas desde hacía décadas, y siendo tan sensible como era tardaría un tiempo en encajar la tragedia.
—Hijo, Adelita está jugando en tu habitación. Todavía no sabe nada... La pobre... —me dijo mamá, rompiendo a llorar de nuevo al pensar en la huérfana.
Don Fulgencio no tenía parientes vivos, y la hermana de doña Paca tenía que encargarse de hablar con la policía y preparar los funerales, así que mis padres se habían ofrecido a cuidar de Adelita hasta que todo se calmase un poco.
Cenamos poco después, intentando aparentar normalidad para que la inocente jovencita no sospechase nada. Vimos la televisión un rato y nos fuimos a dormir, intercambiando miradas fúnebres. Teníamos una habitación de invitados con dos camas pequeñas, pero a Adelita le daba miedo dormir sola, así que papá y yo llevamos una de ellas hasta mi dormitorio, colocándola cerca de la mía.
Tardé horas en conciliar el sueño, todavía nervioso. Mi compañera de habitación respiraba suavemente, dormida como un tronco, Estaba destapada, despatarrada en la cama con su cara pecosa bañada por la luz de la luna. Llevaba un pijama de verano que le quedaba pequeño, unos pantaloncitos de tela muy fina y una camiseta de tirantes a juego, todo rosa y con dibujos de frutas, demasiado infantil para las formas de mujer de su cuerpo. La miré un buen rato, pensando qué sería de ella a partir de entonces, aunque quizá le fuese mejor ahora, teniendo en cuenta que su padre siempre la había ignorado y su madre la maltrataba.
Me arrodillé junto a la cama y acaricié el vientre, dibujando con los dedos alrededor del ombligo, y descendí hasta deslizar mi mano por la parte interior de su muslo. El tacto de la piel sedosa, pálida y fresca, me relajó y alejó de mi mente la sangrienta escena del hostal.
Las caricias despertaron a Adelita. Se estiró como una gata y me miró sonriendo. Al verme tan serio, demostró que no era tan tonta como todos pensaban, se sentó en la cama y me abrazó con ternura para consolarme. Le devolví el abrazo con fuerza, y mi verga, más dura de lo que yo mismo había notado bajo mi pijama, se apretó contra su pelvis.
Inclinó la cabeza hacia atrás y me miró. Sin las gafas de cristales gruesos como culos de botella, sus ojos eran pequeños, marrones y dulces como el chocolate que tanto le gustaba.
—A mis papás... Les ha pasado algo, ¿verdad? —preguntó, en voz muy baja y temblorosa.
Asentí, rezando para que no tener que darle más explicaciones de lo ocurrido, con un nudo en la garganta y una tensión casi dolorosa en la entrepierna. La estreché de nuevo entre mis brazos y la besé varias veces en las mejillas, en la frente y en el cuello. Antes de darme cuenta, mi lengua estaba dentro de su boca, y la suya se movía con timidez, aprendiendo sobre la marcha. Su saliva sabía a cacao y galletas.
La llevé a mi cama, sin despegar mi boca de la suya, y esta vez no hizo falta sirope, películas ni juegos. Se sacó por la cabeza la camiseta del pijama, ofreciéndome sus pechos, de tamaño y forma perfectos, los pezones pequeños y rosados que chupé con avidez, mientras los apretaba entre mis manos. Al quitarse la parte de abajo, el triángulo oscuro que formaba su vello entre los muslos se convirtió en el centro del universo. Liberada ya del pijama, mi verga palpitó contra la estrecha y carnosa entrada, como dudando de si era buena idea profanarla o conformarse con jugar en el umbral.
Para mi sorpresa, fue Adelita quien decidió. Levantando un poco el cuerpo, erguida sobre mí, agarró el manubrio con la mano y lo orientó hacia su raja. Estaba muy sonrojada, o eso se intuía en la penumbra del dormitorio, con gesto de concentración, la lengua asomando por la comisura de la boca, los ojos entrecerrados, y la respiración acelerada. Cuando ya estaba en posición, a punto de dejar caer el cuerpo para ser ensartada, lo evité cogiéndola por la cintura y tumbándola en la cama con suavidad.
—¿Es que... no quieres? —preguntó, mirándome como un cachorrito.
—Claro que sí, pero no te quiero hacer daño. Espera un momento.
Saqué del cajón de mi mesita un tubo de lubricante y me arrodillé frente a sus piernas abiertas. Los pechos se le agitaban, subiendo y bajando, y se mordía la uña de un dedo con impaciencia, sin perder detalle de mis movimientos. Dejé caer un buen chorretón de lubricante y lo extendí con los dedos, introduciéndolos con cuidado y sin olvidarme de estimular el clítoris.
—Uy... está frío.
—Tranquila, que ahora se calienta.
Le metí solo dos dedos, y dada la estrechez de su chochito dudé si debía arriesgarme a penetrarla con mi grueso ariete. Pero el masaje, administrado con paciencia y maestría, consiguió dilatar bastante la entrada, además de provocarle espasmos y jadeos de placer, que la obligaban a arquear el cuerpo y morder la almohada, consciente de que mis padres dormían a poca distancia y podría despertarlos.
Extendí una buena cantidad del resbaladizo producto también en mi polla y me incliné sobre Adelita, pegando mi pecho a sus tetas y situándome de la forma más cómoda para poder abrazarla y penetrarla al mismo tiempo. Sus labios y su respiración me hicieron cosquillas en el cuello, y no pude esperar más.
Si le dolió ser desvirgada no dio muestras de ello. La poseí con toda la calma y ternura de la que fui capaz, pensando que la cabeza me iba a estallar de puro deseo cuando mi verga su hundía entera en su cuerpo y sus piernas, que rodeaban mi cintura, apretaban cada vez más fuerte. Cuando me atreví a acelerar el ritmo, evitando movimientos demasiado bruscos para que los crujidos de la cama no nos delatasen, empezó a gemir suavemente al ritmo de mis empujones, hasta que se estremeció con un nuevo orgasmo, más intenso que cualquiera de los que le había provocado con las manos, y que humedeció con nuevos fluidos tanto el interior de sus muslos como los míos. Y las sábanas, de las que tendría que deshacerme antes de que mi madre me hiciese la cama a la mañana siguiente.
Me entusiasmó tanto la reacción de su cuerpo, y la expresión arrebatada de su cara pecosa, que estuve a punto de cometer una imprudencia y correrme dentro de ella. En el último momento, se la saqué y descargué con tanta fuerza que el primer chorro, breve pero potente, le llegó hasta la cara. El segundo abarcó los pechos y el vientre, y un tercero, casi sin fuerza, goteó llenando su rizado vello púbico de espesos charcos.
Mareado y exhausto, saboreando el que había sido uno de los mejores polvos de mi vida, me tumbé junto a Adelita y permanecimos en silencio un buen rato. Luego le di un beso en la frente, nos limpiamos con toallitas húmedas y volvió a dormirse en su cama, con una leve sonrisa en los labios.
Continuará...
El domingo transcurrió lento en La Cresta de Oro. Los pedidos llegaban y salían, don Fulgencio ensartaba sin parar pollos en los espetones y Lucinda atendía a los clientes con su habitual encanto. Si la mulata se asomaba a la cocina por cualquier motivo, al darse la vuelta el maestro pollero le miraba el culo y a continuación me lanzaba a mí una mirada de complicidad. "Mañana ese culito va a ser todo mío", decía el brillo calenturiento de sus ojos. "Pues que te aproveche, porque te va a salir caro", pensaba yo.
Cuando nos quedamos solos limpiando la cocina, doña Paca se acercó a mí con su habitual ansiedad. El buen humor del que hiciera gala después de nuestro tremendo polvo se había marchitado con el paso de los días, volvía a estar paranoica, irritable, y a beber más de la cuenta.
—¿Lo tienes todo preparado para mañana? —me preguntó.
—No tengo mucho que preparar. Solo la cámara.
—No vayas a llegar tarde. ¿Sabes a qué hora han quedado?
—A las cinco. Me lo dijo ayer don Fulgencio —respondí.
—¿Pero es que encima va presumiendo por ahí? ¡Que hijo de la gran puta!
—Cálmese, Paquita. Seguramente solo me lo ha dicho a mí.
Mi enorme jefa bufó como una hipopótama furiosa y apuró la lata de cerveza que tenía en la mano. El rictus tenso de sus labios y la mirada turbia no presagiaban nada bueno.
—Usted olvídese del tema hasta el martes. Y no haga ninguna tontería o nos quedamos sin fotos.
Asintió despacio y continuó limpiando en silencio. Me planteé la posibilidad de montarla otra vez para que se relajase, pero por increíble que parezca no me apetecía en absoluto. No podía quitarme de la cabeza lo ocurrido la tarde anterior en el centro comercial. Las imágenes, palabras y sensaciones bullían en mi cabeza como un obsesionante estofado: las lágrimas de mi madre al correrse, el sabor de su miel en mi boca, el roce de su vello púbico en la punta de mi verga cuando había estado a punto de metérsela... y hasta mi declaración de amor y la ternura de sus ojos cuando volvimos al coche. Había necesitado tres pajas mirando sus fotos para conciliar el sueño esa noche.
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Por fin llegó el lunes. Era mi día libre en la pollería, pero mis labores detectivescas y conspiratorias de nuevo iban a impedirme descansar y divertirme como me hubiese gustado. Me levanté tarde, para estar descansado, y como el lunes anterior estaba solo en casa. Mi padre trabajaba y mi madre se había marchado antes de que me despertase, pero esta vez tenía una buena excusa: había reunión en la parroquia para organizar una comida benéfica al aire libre que incluía una paella gigante, y debido a la habilidad de mamá para dejar el arroz en su punto justo, era una de las encargadas de planificar el evento.
Hice el vago hasta la hora de comer, tras asegurarme de que mi cámara digital tenía la batería a tope y la memoria libre, y una vez en la mesa con mis padres escuché algo que me inquietó.
—Qué raro, Paquita no ha ido a la reunión, y es una de las que tiene que ayudarme con la paella. Y traer los pollos, claro —dijo mamá, tras servirme una generosa ración de bacalao en salsa.
—Pues sí que es raro, con lo que le gusta a la Paca una comilona —dijo mi padre en tono jocoso. Curiosamente, esa tarde no había tenido que quedarse a hacer horas extras.
—¡Mira quien habla! Pero si parecéis hermanos la Paca y tú —exclamó mi madre.
Desde luego tenía razón. Papá y mi jefa hubiesen hecho buena pareja, y su chocho de yegua casaba a la perfección con la tranca de caballo de mi padre. Borré de mi mente la imagen de los dos gigantes dale que te pego y me pregunté en qué narices estaría pensando Paquita. Si perdía los estribos y lo fastidiaba todo Lucinda podría hablar, metiéndome en un lío y provocando una crisis en mi familia que no beneficiaría a nadie.
Terminé de comer y me tumbé un rato en la cama, dándole vueltas a un asunto que veía cada vez menos claro.
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Llegué a la fachada trasera del hostal La Becerra quince minutos antes de las cinco, con la gorra puesta y la cámara a punto. Trepé por la fachada, y volví a pasar delante de las mismas ventanas que la semana anterior. Vi de nuevo a la camarera de piso sudamericana, pero esta vez no estaba vagueando, sino de rodillas en el suelo, con el uniforme desabrochado y chupándole la polla a un tipo entrado en años. El hostal no ofrecía ese tipo de servicios, así que seguramente la mamadora se lo estaba montando por su cuenta, sacándose un sobresueldo con huéspedes solitarios y poco exigentes.
Me pregunté si vería de nuevo a la señora alcaldesa con sus dos dotados amantes africanos, pero a quien vi fue nada menos que a su marido, el alcalde, tumbado bocarriba en una cama mientras dos guarrillas desnudas que no tendrían ni veinte años se hacían rayas de coca sobre su abultada barriga y esnifaban mientras le hacían una paja a dos manos. Pensé que en el agua de mi pueblo debía de haber algo extraño, porque no era normal que todo el mundo anduviese tan salido.
Sin detenerme apenas ni hacer fotos fui hasta la ventana correcta, y allí estaba Lucinda. Esta vez no se admiraba desnuda en el espejo, no ensayaba poses sensuales ni se tocaba esperando a su amante. Estaba sentada en el borde de la cama, con el albornoz blanco del hostal puesto y mirando al frente con expresión deprimida. Obviamente no le había hecho ninguna gracia dejar a su anterior amante, un hombretón de miembro sobrehumano, por la comadreja avarienta que era su jefe.
Di unos golpecitos con el dedo en el cristal y volvió la cabeza, sobresaltándose un poco al verme. Le dediqué una de mis sonrisas perversas y le indiqué con gestos que no hablase ni me mirase. Solo quería que supiese que yo estaba allí, y que todo lo que hiciese quedaría registrado en mi memoria y en la de mi cámara digital. Ella me lanzó una mirada de desprecio y torció sus carnosos labios en una mueca de asco, se arrebujó en el albornoz como si tuviese frío y volvió la cabeza. Llevaba la frondosa melena rizada recogida en una prieta coleta y grandes pendientes de aro.
Puntual como solo puede serlo un adúltero cachondo, el maestro pollero apareció cinco minutos después. En cuanto entró en la habitación Lucinda cambió instantáneamente de actitud: su rostro mestizo se iluminó con una amplia sonrisa, se inclinó un poco hacia atrás en la cama y cruzó las piernas, dejando que asomasen por la abertura del albornoz. No se podía negar que era buena actriz.
Sin decir ni "buenas tardes", don Fulgencio la levantó agarrándola por la cintura. A pesar de su tamaño, el pollero era un tipo bastante fuerte, fibroso y enérgico. Le dio un prolongado y húmedo beso con la boca tan abierta que pude ver las dos lenguas echando un reñido pulso, y desató la blanca prenda de baño, recorriendo con lametones, besos y contenidos mordiscos el escultural cuerpo de la mulata, entre gruñidos y chupetones.
—Joder... pero que ganas te tenía, morena.
Las voces me llegaban amortiguadas a través del grueso cristal, pero las palabras que no llegaba a entender podía intuirlas en el movimiento de los labios. El albornoz fue arrojado a un rincón de la alcoba, don Fulgencio hizo girar bruscamente a Lucinda y le dio una fuerte palmada en la nalga, amasándola a continuación como un panadero lujurioso.
—Mmm... vaya culito tienes, puta.
—Ay, pero no me insulte, papi —se quejó la cubana, en tono zalamero pero con la voz trémula. Parecía algo sorprendida por la actitud agresiva de su jefe.
—Anda, calla y haz algo de provecho con esa boca tan grande.
Agarrándola con fuerza por la coleta, la obligó a ponerse a cuatro patas en la cama. Él se quedó de pie, y se bajó los pantalones de pana que vestía con una sola mano.
—¡Auuh! ¡No me jale tan duro del pelo, por favor! —lloriqueó Lucinda.
—Calla y chupa. Y más despacito que en el almacén, que tenemos tiempo de sobra.
Cuando se bajó los gayumbos, la polla del pollero apareció frente al rostro de su empleada como impulsada por un resorte. No llegaba al palmo de longitud, y la tenía curvada hacia arriba, con el capullo semejante a una punta de flecha púrpura y brillante. Para la mulata sería un alivio. El lunes anterior había terminado con el coño escocido por la tranca de mi padre y el culo ardiendo por la mía propia, y en esta ocasión al menos solo saldría de allí humillada.
Obedeció al instante. Su larga lengua se movió en torno al glande con habilidad y no se quejó cuando don Fulgencio le dio un fuerte tirón de la coleta para que le lamiese los huevos. Al cabo de unos minutos, y aunque esa salchicha no la hacía atragantarse como otras, tenía el maquillaje de los ojos corrido, cayéndole por las mejillas mezclado con sus lágrimas, y la barbilla cubierta de espesa saliva que descendía formando gruesos hilos hasta la colcha de la cama.
El jefe le folló la boca sin compasión, empujando su cabeza hasta que la frente le tocaba el vientre. Soltó una sonora exclamación de placer cuando ella se la tragó entera, huevos incluidos. La retuvo unos segundos así, obligándola a respirar ansiosamente por los anchos orificios de su nariz negroide, con las mejillas hinchadas cual trompetista y emitiendo gorgoteantes quejidos. La liberó de golpe. El miembro del pollero saltó hacia arriba al salir, embadurnado en viscosas babas. Ella se sentó en la cama, jadeando para recuperar el aliento entre toses y gimoteos.
—Ay, don Fulgencio... ¿pero por qué me trata así?
—¿Pero qué te esperabas? —dijo el jefe, riendo a carcajadas mientras se desnudaba del todo— ¿Qué te creías, que te iba a traer flores y recitarte un poema?
—No, eso no, pero...
—¿Pero qué? ¿Te esperabas algún regalito, eh? —Se acercó a ella y la agarró de nuevo sin miramientos por el pelo—. ¿Te piensas que me vas a sacar los cuartos dejando que te folle, putón?
—¡Ayyyy, papito... por favor! Yo no... yo no quiero nada...
—Entonces has venido a pasarlo bien, ¿no? A follar por vicio, ¿no es eso, morena?
—Sí, papi... yo quiero gozar con usted...
—Pues déjate de llantos y pon el culo en pompa otra vez para que te lo taladre, que para eso he venido.
Lucinda se secó las lágrimas con el dorso de la mano, sorbió por la nariz y obedeció. Don Fulgencio se subió a la cama y se puso de pie detrás de ella, se agachó doblando las rodillas y separó las firmes nalgas con las manos para escupir en el apretado ojete.
En ese momento recordé para lo que estaba allí y saqué la cámara del bolsillo. Mi primera foto coincidió con el instante en que el pollero penetraba la retaguardia de la mulata con un golpe seco de cadera. La imagen captó la expresión de éxtasis del penetrador y el rostro contraído por el dolor de la penetrada.
La cajera debía de tener el ano muy sensible, porque las acometidas de su jefe la hacían gritar y quejarse tanto como lo habían hecho las mías en la arboleda del cementerio, y eso que mi taladro era mucho más grande que el de el pollero.
—¡Ayyy, papi, no tan duro! ¡Auuuh... por favor... más suave!
—¡Toma... toma rabo, puta! Te gusta, ¿eh, morena? Te gusta...
Ajeno a las quejas, don Fulgencio la tenía agarrada por la coleta con una mano, obligándola a levantar la cabeza, mientras con la otra mano la azotaba y le estrujaba las carnes, duras y firmes gracias a las muchas horas de gimnasio. Los pechos se agitaba al ritmo salvaje de la enculada, la cama temblaba e incluso el cristal de la ventana, a un palmo de mi cara, vibraba a causa del ímpetu del maestro pollero.
Continué tomando fotos, cada vez más sorprendido por la resistencia de mi enjuto jefe. El polvo duró unos tres cuartos de hora, durante los cuales Lucinda se vio sometida en las más diversas posturas: encima de él con las rodillas flexionadas, de costado, tumbada bocabajo con las piernas muy juntas o en la postura del misionero. Al cabo de un rato Lucinda dejó de quejarse tanto y empezó a disfrutar, sobre todo cuando Don Fulgencio se la sacó del culo para invadir también su conejo rasurado, alternando los estacazos entre un orificio y otro durante un buen rato, y haciendo alguna pausa para que la mulata se la chupase y probase el sabor de sus propios orificios.
No estoy seguro de cuantos orgasmos tuvo ella, pero la corrida del pollero fue tan apoteósica que su grito triunfal debió escucharse en todo el hostal. Lucinda la recibió con su gran boca abierta y la lengua fuera, reacia a desperdiciar una sola gota de la lefa caliente que brotó en forma de varios potentes chorros, pintándole con gruesas pinceladas blancuzcas toda la cara. Y justo en ese momento, comenzó el desastre.
Como si hubiese estado esperando el instante preciso en que Lucinda se relamía suspirando de gusto, alguien abrió la puerta de una brutal patada, desmontándola del marco, y entró en la habitación. Era tan grande que, durante unas milésimas de segundo, pensé que era mi padre, celoso de que su amante le hubiese despreciado por aquel hombrecillo. Pero era una mujer, una señora enorme con la mirada perdida y algunos mechones de su cabellera oscura pegados al sudoroso rostro.
Doña Paca llevaba un abrigo largo, a pesar del calor, y al verla Lucinda chilló y retrocedió lentamente sobre la colcha de la cama, sucia de saliva, sudor y semen. Don Fulgencio estaba estupefacto, jadeando aún por la prolongada cópula, y solo reaccionó cuando su esposa abrió el abrigo y sacó una escopeta de dos cañones. Demasiado tarde.
El potente disparo levantó al maestro pollero de la cama como una ráfaga de viento huracanado, y cayó en el suelo de la habitación con un espantoso agujero en el pecho, muerto casi antes de tocar el suelo. Los gritos desgarradores de Lucinda al ver el cadáver no duraron mucho; un segundo disparo le reventó la cabeza., esparciendo sus sesos de tal forma que algunos trozos se pegaron al cristal de la ventana.
Decidí que ya había visto suficiente. Con el corazón latiendo como el de un colibrí puesto de farlopa, me dejé caer desde la fachada hasta los arbustos que adornaban la parte trasera del hostal La Becerra. Sonó un tercer disparo en la habitación, y antes de echar a correr hacia mi coche me pareció escuchar, o tal vez lo imaginé, el impacto sordo de un cuerpo pesado contra el suelo.
*****
Necesité varias horas para tranquilizarme, con la imagen del cristal manchado de sangre y trozos de cerebro apareciendo una y otra vez frente a mis ojos. Cuando conseguí serenarme un poco conduje hasta El Carril, di un paseo por el centro comercial y me compré una camiseta. Yo no había hecho nada, pero si alguien me preguntaba dónde había estado esa tarde prefería tener una coartada.
Borré de mi cámara las fotos de don Fulgencio y Lucinda en pleno adulterio, y me estremecí al ver la última, tomada justo cuando se abría la puerta y la silueta sombría de la esposa enajenada se perfilaba borrosa al fondo, tras el rostro empapado en semen de la mulata.
Volví a casa al anochecer, y la noticia ya se había extendido por todo el pueblo como un incendio en una fábrica de fósforos. Mis padres estaban sentados en la cocina. Papá tenía el semblante serio y los ojos ligeramente enrojecidos. Busqué es su expresión algún indicio de que la muerte de Lucinda le hubiese afectado de forma especial, pero no percibí nada fuera de lo común. Mamá lloraba en silencio, y al verme entrar estalló en sollozos. Me agaché junto a su silla y la abracé con fuerza, sintiendo su pecho agitado contra el mío.
—¿Pero qué es lo que pasa? —pregunté, fingiendo ignorancia de forma tan convincente que tendrían que haberme dado un oscar.
—¿No te has enterado? —dijo mi padre, con voz ronca.
En pocas palabras, me contó lo que yo ya sabía: doña Paca había sorprendido a su marido en La Becerra con Lucinda, los había matado a los dos y después se había suicidado. Aunque ya lo sospechaba, confirmar que Paquita también estaba criando malvas alivió mi inquietud. Ella y Lucinda eran las únicas con las que había conspirado, y muertas ambas nada me relacionaba con los hechos.
Con gesto compungido, más triste por ver a mi madre tan afectada que por la inesperada masacre, me senté junto a ella, rodeándole los hombros con el brazo. La mujer del pollero y ella eran amigas desde hacía décadas, y siendo tan sensible como era tardaría un tiempo en encajar la tragedia.
—Hijo, Adelita está jugando en tu habitación. Todavía no sabe nada... La pobre... —me dijo mamá, rompiendo a llorar de nuevo al pensar en la huérfana.
Don Fulgencio no tenía parientes vivos, y la hermana de doña Paca tenía que encargarse de hablar con la policía y preparar los funerales, así que mis padres se habían ofrecido a cuidar de Adelita hasta que todo se calmase un poco.
Cenamos poco después, intentando aparentar normalidad para que la inocente jovencita no sospechase nada. Vimos la televisión un rato y nos fuimos a dormir, intercambiando miradas fúnebres. Teníamos una habitación de invitados con dos camas pequeñas, pero a Adelita le daba miedo dormir sola, así que papá y yo llevamos una de ellas hasta mi dormitorio, colocándola cerca de la mía.
Tardé horas en conciliar el sueño, todavía nervioso. Mi compañera de habitación respiraba suavemente, dormida como un tronco, Estaba destapada, despatarrada en la cama con su cara pecosa bañada por la luz de la luna. Llevaba un pijama de verano que le quedaba pequeño, unos pantaloncitos de tela muy fina y una camiseta de tirantes a juego, todo rosa y con dibujos de frutas, demasiado infantil para las formas de mujer de su cuerpo. La miré un buen rato, pensando qué sería de ella a partir de entonces, aunque quizá le fuese mejor ahora, teniendo en cuenta que su padre siempre la había ignorado y su madre la maltrataba.
Me arrodillé junto a la cama y acaricié el vientre, dibujando con los dedos alrededor del ombligo, y descendí hasta deslizar mi mano por la parte interior de su muslo. El tacto de la piel sedosa, pálida y fresca, me relajó y alejó de mi mente la sangrienta escena del hostal.
Las caricias despertaron a Adelita. Se estiró como una gata y me miró sonriendo. Al verme tan serio, demostró que no era tan tonta como todos pensaban, se sentó en la cama y me abrazó con ternura para consolarme. Le devolví el abrazo con fuerza, y mi verga, más dura de lo que yo mismo había notado bajo mi pijama, se apretó contra su pelvis.
Inclinó la cabeza hacia atrás y me miró. Sin las gafas de cristales gruesos como culos de botella, sus ojos eran pequeños, marrones y dulces como el chocolate que tanto le gustaba.
—A mis papás... Les ha pasado algo, ¿verdad? —preguntó, en voz muy baja y temblorosa.
Asentí, rezando para que no tener que darle más explicaciones de lo ocurrido, con un nudo en la garganta y una tensión casi dolorosa en la entrepierna. La estreché de nuevo entre mis brazos y la besé varias veces en las mejillas, en la frente y en el cuello. Antes de darme cuenta, mi lengua estaba dentro de su boca, y la suya se movía con timidez, aprendiendo sobre la marcha. Su saliva sabía a cacao y galletas.
La llevé a mi cama, sin despegar mi boca de la suya, y esta vez no hizo falta sirope, películas ni juegos. Se sacó por la cabeza la camiseta del pijama, ofreciéndome sus pechos, de tamaño y forma perfectos, los pezones pequeños y rosados que chupé con avidez, mientras los apretaba entre mis manos. Al quitarse la parte de abajo, el triángulo oscuro que formaba su vello entre los muslos se convirtió en el centro del universo. Liberada ya del pijama, mi verga palpitó contra la estrecha y carnosa entrada, como dudando de si era buena idea profanarla o conformarse con jugar en el umbral.
Para mi sorpresa, fue Adelita quien decidió. Levantando un poco el cuerpo, erguida sobre mí, agarró el manubrio con la mano y lo orientó hacia su raja. Estaba muy sonrojada, o eso se intuía en la penumbra del dormitorio, con gesto de concentración, la lengua asomando por la comisura de la boca, los ojos entrecerrados, y la respiración acelerada. Cuando ya estaba en posición, a punto de dejar caer el cuerpo para ser ensartada, lo evité cogiéndola por la cintura y tumbándola en la cama con suavidad.
—¿Es que... no quieres? —preguntó, mirándome como un cachorrito.
—Claro que sí, pero no te quiero hacer daño. Espera un momento.
Saqué del cajón de mi mesita un tubo de lubricante y me arrodillé frente a sus piernas abiertas. Los pechos se le agitaban, subiendo y bajando, y se mordía la uña de un dedo con impaciencia, sin perder detalle de mis movimientos. Dejé caer un buen chorretón de lubricante y lo extendí con los dedos, introduciéndolos con cuidado y sin olvidarme de estimular el clítoris.
—Uy... está frío.
—Tranquila, que ahora se calienta.
Le metí solo dos dedos, y dada la estrechez de su chochito dudé si debía arriesgarme a penetrarla con mi grueso ariete. Pero el masaje, administrado con paciencia y maestría, consiguió dilatar bastante la entrada, además de provocarle espasmos y jadeos de placer, que la obligaban a arquear el cuerpo y morder la almohada, consciente de que mis padres dormían a poca distancia y podría despertarlos.
Extendí una buena cantidad del resbaladizo producto también en mi polla y me incliné sobre Adelita, pegando mi pecho a sus tetas y situándome de la forma más cómoda para poder abrazarla y penetrarla al mismo tiempo. Sus labios y su respiración me hicieron cosquillas en el cuello, y no pude esperar más.
Si le dolió ser desvirgada no dio muestras de ello. La poseí con toda la calma y ternura de la que fui capaz, pensando que la cabeza me iba a estallar de puro deseo cuando mi verga su hundía entera en su cuerpo y sus piernas, que rodeaban mi cintura, apretaban cada vez más fuerte. Cuando me atreví a acelerar el ritmo, evitando movimientos demasiado bruscos para que los crujidos de la cama no nos delatasen, empezó a gemir suavemente al ritmo de mis empujones, hasta que se estremeció con un nuevo orgasmo, más intenso que cualquiera de los que le había provocado con las manos, y que humedeció con nuevos fluidos tanto el interior de sus muslos como los míos. Y las sábanas, de las que tendría que deshacerme antes de que mi madre me hiciese la cama a la mañana siguiente.
Me entusiasmó tanto la reacción de su cuerpo, y la expresión arrebatada de su cara pecosa, que estuve a punto de cometer una imprudencia y correrme dentro de ella. En el último momento, se la saqué y descargué con tanta fuerza que el primer chorro, breve pero potente, le llegó hasta la cara. El segundo abarcó los pechos y el vientre, y un tercero, casi sin fuerza, goteó llenando su rizado vello púbico de espesos charcos.
Mareado y exhausto, saboreando el que había sido uno de los mejores polvos de mi vida, me tumbé junto a Adelita y permanecimos en silencio un buen rato. Luego le di un beso en la frente, nos limpiamos con toallitas húmedas y volvió a dormirse en su cama, con una leve sonrisa en los labios.
Continuará...
3 comentarios - El Maestro Pollero (Parte 9)