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El Maestro Pollero (Parte 2)

Mamá sigue furiosa por lo que pasó en la cocina, y como sospechaba mi nuevo trabajo es aburrido y frustrante. Pero no todo es malo. Al menos puedo evadirme durante un rato jugando con una amiga muy especial...


Cuando llegué a la pollería, don Fulgencio y doña Paca me recibieron sonrientes. Siempre que los veía juntos no podía evitar preguntarme cómo sería su vida sexual, pues nunca había visto una pareja tan descompensada. Él era un hombrecillo enratonado, de metro y medio, fibroso y calvo. Ella era un mujerón de metro ochenta, robusta y ancha como un frigorífico, con pechos descomunales y unos cuartos traseros más propios de una yegua que de una mujer.

El pobre tipo debía sentirse como un alpinista frente a una montaña cada vez que follaban, y si ella se ponía encima...

—Así que has vuelto al pueblo, ¿eh? —dijo la gigantona, antes de darme un beso en cada mejilla. No tuve que inclinarme, como hacía siempre que una mujer me saludaba, y aunque no me abrazó las tetazas cubiertas por un delantal blanco se apretaron contra mi pecho—. Dí que sí, como en casa no se está en ninguna parte.

—Y que lo diga, doña Paca.

—¡Ay, pero no me llames doña, hombre! Vamos a ser compañeros de trabajo, así que llámame Paquita.

—Vale.

Su marido me estrechó la mano, con la misma sonrisa granujienta que siempre tenía en si afilado rostro de rata. Don Fulgencio tenía fama de ser extremadamente tacaño, y de haber participado en algún que otro negocio turbio junto con el alcalde y otros empresarios del pueblo, pero no podía negarse que su negocio había prosperado.

—Esto no es como esos restaurantes finos en los que has trabajado —dijo, mientras me enseñaba el local—, pero nos gusta hacer las cosas bien, y si eres tan formal y trabajador como dice tu madre aquí tendrás trabajo para toda la vida, porque el pollo siempre está ahí, ¿sabes lo que te digo? El pollo asado gustaba antes, gusta ahora y gustará siempre.

El local no era muy grande: un mostrador y media docena de mesas. Pero La Cresta de Oro no era un sitio donde los clientes se quedaban a comer; casi todos se llevaban el pollo a casa, o lo pedían por teléfono y les era entregado por alguna de las tres motos (vespinos amarillos con una cresta de plástico en la parte delantera) que formaban la flota de don Fulgencio.

Aparte de los tres repartidores, dos niñatos y una tía con pinta de bollera, el personal lo componían doña Paca, una cajera que tomaba los pedidos y cobraba a los clientes, el propio dueño y yo, que me incorporaría como ayudante de cocina.

Mi primera jornada de trabajo consistió en pelar patatas y ayudar al maestro pollero junto a los grandes asadores donde docenas de aves desplumadas giraban y giraban. Orgulloso de su técnica de asado, la mejor de España según él, don Fulgencio me explicaba los pormenores mientras su mujer se afanaba frente a la freidora o el fregadero, sin dejar de canturrear.

A última hora, después de haber vendido unos cincuenta pollos, doña Paca y yo limpiábamos la cocina mientras el jefe contaba el dinero de la caja. Nunca me ha gustado trabajar en negocios familiares, sobre todo si hay un matrimonio, y a continuación veréis un ejemplo de el por qué.

—Pedazo de guarra —dijo mi jefa entre dientes, sobresaltándome un poco.

—¿Decía algo, Paquita? —pregunté, aunque ya me hacía una idea de lo que pasaba.

—Te habrás fijado en Lucinda, la zorra de la cajera ¿no?

La verdad es que me había cruzado un par de veces con la susodicha Lucinda durante la jornada, pero teniendo en cuenta lo que me había pasado con la camarera del hotel decidí ser simplemente educado y no prestarle mucha atención. Además, no era mi tipo. Lucinda debía tener entre treinta y treinta y cinco años, tenía la piel morena y el pelo muy rizado recogido en una larga coleta. Estaba delgada, con tetas de tamaño medio y culito respingón embutido en unos pantalones de los que dejan al aire media pantorrilla. Calzaba zapatos de tacón, y me pareció ver un pequeño tatuaje en su tobillo.

—Pues sí. Una chica muy agradable —dije, intentando ser diplomático.

—Una puta es lo que es. Desde que llegó anda detrás de mi marido, y se cree que no me doy cuenta. Cualquier día de estos la agarro de los pelos y la arrastro por todo el pueblo, y después la mando de vuelta a su país de una patada en el coño.

A juzgar por su acento y rasgos faciales, Lucinda era sudamericana. Yo no es que sea racista; cuando estaba en la costa me follé a alguna negra, y un día en la playa contraté a una de esas chinitas que te dan un masaje y al final te hacen un pajote debajo de la toalla, pero si me dan a elegir entre una compatriota y una extranjera, ya sea como compañera de trabajo o de fornicio, siempre preferiré a las de mi tierra.

—Bah, mujer, no será para tanto —afirmé, quitando hierro al asunto.

—Yo creo que ya se la está tirando —declaró Paquita—. Mi marido se cree muy listo, pero a veces piensa con la polla.

No supe qué más decir. Desde el mostrador, a través de la ventanilla que daba a la cocina, llegaban las voces del maestro pollero y su exótica empleada, que charlaban animadamente. Doña Paca gruñó como una osa cuando las carcajadas de Lucinda, un escandaloso cacareo caribeño, llegaron a nuestros oídos.

Deseoso de poner fin a la incómoda conversación, salí de la cocina rumbo a la enorme cámara frigorífica donde se guardaba la carne, para sacar los pollos que asaríamos esa noche. Después de varias horas junto a los asadores, el frío de la cámara era un contraste agradable, y me tomé mi tiempo, fingiendo que seleccionaba con cuidado las mejores piezas aunque nadie me estaba viendo.

—Hola, Ulises.

Me asusté tanto al escuchar esa voz aguda detrás de mí que se me cayó un pollo al suelo. Al girarme me encontré con un rostro ancho y pecoso, unas gafas de cristales gruesos como culos de botella y una boca de expresión bobalicona que sonreía.

—Ah... Hola Adelita. No te había visto llegar, ¿cómo estás?

Se trataba de Adelita, la única hija de don Fulgencio y doña Paca. Además de poco agraciada, la pobre era corta de entendederas, y todavía iba al colegio, aunque ya tenía edad de estar en el instituto. En mi pueblo no había escuelas de educación especial, y su padre era demasiado rácano para mandarla a la capital.

—Estoy bien... ¿Ahora trabajas aquí?

—Pues sí, ahora trabajo aquí con tu mamá y tu papá, ¿qué te parece?

—¡Muy bien! —exclamó, dando un par de palmadas.

Reparé en que Adelita había crecido bastante desde la última vez que la vi. 18 añitos recién cumplidos pero debido a la poca educación del pueblo, tenía una mente inocente. Ya era un poco más alta que su padre (cosa no muy difícil), y su cuerpo se estaba desarrollando con una voluptuosidad que resultaba casi incoherente, teniendo en cuenta su mente inocente. Con todo el disimulo posible, me fijé en sus pechos, grandes y redondos bajo la camisa mal abrochada y manchada de chocolate. El frío le había endurecido los pezones, que se marcaban contra la tela.

—¿No... no tienes frío, Adelita?

—Qué va. Me gusta estar aquí con los pollitos.

Cuando se giró hacia una de las estanterías repletas de "pollitos" me fijé en sus piernas, casi tan macizas como las de mi madre. La falda tableada que vestía le llegaba a la mitad del muslo, y llevaba uno de los calcetines verdes caído casi hasta el tobillo. Bajo la tela gris de la falda se intuían unas nalgas abundantes y bien formadas.

Muy a mi pesar, porque Adelita siempre me había dado pena y era una chiquilla muy inocente, casi sin saber nada de sexo pero con la intuición de toda colegiala, se me empezó a poner dura. Dejé de mirarla y me concentré de nuevo en mi trabajo, y justo en ese momento una silueta enorme apareció en la puerta de la cámara frigorífica.

—¿Pero qué te tengo dicho de entrar aquí, eh? —gritó doña Paca. Agarró a su hija por el brazo y la apartó de los pollos de un fuerte tirón— ¡Con la comida no se juega!

—¡Ayyy, mamiii! ¡No me pegues!

Me puso enfermo ver como el mastodonte de mi jefa zarandeaba a la pobre Adelita como si fuese una muñeca de trapo, estrujándole el brazo con su manaza.

—No le riña, Paquita. Ha sido culpa mía. Me la encontré en el pasillo y le dije que me acompañase.

Mi mentira surtió efecto y, a regañadientes, la mujer del pollero soltó a su presa, quien se frotó el brazo enrojecido al borde del llanto.

—Bueno, si estabas ayudando a Ulises no pasa nada, pero que no te vea jugando aquí. —Paquita suspiró y se volvió hacia mí—. Es que siempre está igual, se aburre y no para de enredar.

—Oye, Adelita, ¿te gustan los videojuegos? —pregunté, acercándome a ella.

Se secó las lágrimas y se le iluminó el rostro cuando asintió. Siempre me había hecho gracia la adoración con la que me miraba desde pequeña.

—¿Por qué no te vienes a mi casa y jugamos un rato, eh?

—¡Sí! ¿Puedo ir, mami? ¿Puedo?

—Vale, pero pórtate bien y hazle caso a Ulises y a sus padres, ¿me has oído?

—¡Siii! ¡Bieeen!

Salió de la cámara dando saltitos para coger su mochila y doña Paca me miró con una sonrisa triste y resignada. Me puso una mano en el brazo y me besó en la mejilla.

—Muchas gracias, de verdad. La pobre no tiene amigas, y se aburre mucho. Además a ti siempre te ha visto como un hermano mayor... cómo es hija única, la pobre.

Tuve que contenerme para no hacer un comentario sarcástico al oírla hablar de su hija con tanta ternura después de ver como la trataba, pero me contuve. Ya había tenido bastantes problemas ese día por hablar más de la cuenta.

—Yo también le tengo mucho cariño —dije —. Además yo también me aburro por las tardes y tampoco tengo hermanos.

—Ay, pero qué bueno eres, cielo. Tu madre tiene mucha suerte de tener un hijo como tú.

—Eso le digo yo, pero no se lo cree.

—¡Ja, ja, ja!



*****

Llegué a casa a eso de las cinco de la tarde, dispuesto a descansar y olvidarme de los pollos asados y los problemas matrimoniales de mis jefes durante las tres horas libres de las que disponía por la tarde. Papá estaba durmiendo la siesta, y mamá en el sofá viendo un programa de cotilleos.

Sin duda me estaba esperando para hablar de lo sucedido por la mañana, pero la presencia de Adelita frustró sus planes. Se levantó con una amplia sonrisa y estampó dos sonoros besos en las mejillas de mi invitada.

—¡Pero que guapa estás hoy, tesoro! ¿Cómo te va en el cole?

—Pues... bien, creo. ¡He venido a jugar a la consola con Ulises!

—¡Ah, pues que lo paséis bien! —dijo mamá. A continuación me miró, sonriendo todavía con la boca pero no con los ojos—. Pero no hagáis mucho ruido, que papá está durmiendo la siesta.

Adelita echó a correr hacia mi habitación y yo me dispuse a seguirla. Entonces mi madre me agarró del brazo, reteniéndome en el sitio, y me miró con la misma expresión furiosa que le viese por la mañana.

—He estado a punto de contarle a tu padre lo que has hecho esta mañana, ¿te enteras? —susurró, mirando de reojo al pasillo.

—Pero no se lo has contado, ¿verdad?

—No, porque no sé de lo que sería capaz.

—No se lo has contado porque entonces tendrías que contarle también lo que has estado haciendo durante todos estos años, ¿o no?

Me miró sin saber qué decir, lanzando chispas por sus bonitos ojos. Me liberé de su presa y la miré con una sonrisa de perversa satisfacción antes de dirigirme a mi dormitorio. Acababa de confirmar que mi padre no sabía lo de los trabajos manuales que mamá me hacía en secreto, y que ella no quería que se enterase, lo cual me daba cierto control sobre la situación.

Pero ya me ocuparía de ese tema en otro momento. Cuando entré en mi habitación y cerré la puerta Adelita me esperaba frente a la pequeña televisión que tenía desde los quince años, arrodillada en uno de los cojines sobre los que yo solía sentarme para jugar. Encendí la vieja consola y puse el juego más simplón y fácil que tenía, uno de matar marcianitos.

—¿Te gusta éste?

—Sí, es muy chulo. ¡Mira como dispara mi nave! ¡Ji, ji!

—Ssshh... No hables tan alto, que vas a despertar a mi padre y se enfada.

—Uy, perdón.

Me pareció encantador como mi invitada se divertía tanto con un juego tan antiguo. Seguro que el tacaño de su padre no le había comprado nunca una videoconsola, y estaba entusiasmada moviendo la diminuta nave y disparando a todo lo que se movía. Yo me recosté a su lado, en el suelo, y no tardé en vencer la culpabilidad que sentía al mirar la tersa piel de sus piernas flexionadas. Me había puesto el pantalón del pijama para estar más cómodo, y la tela no tardó en formar una carpa de circo cuyo pilar principal era mi cipote erguido.

Ella no se dio cuenta, abstraída por completo con el juego. Cuando se enfrentaba a un enemigo particularmente tenaz, se inclinó tanto hacia la pantalla que se puso casi a cuatro patas en el suelo, y yo aproveché para levantarle la falda con cuidado y echar un vistazo debajo. Llevaba unas braguitas de color rosa, muy ceñidas a las turgentes nalgas debido a la postura. Incluso podía ver los contornos de su raja, marcados contra la tela rosa como una jugosa fruta partida en dos. Barajé la posibilidad de decirle que mi polla era un joystick para que la menease un rato, pero di por hecho que no era tan tonta, así que pensé en otra cosa.

—Oye, Adelita... ¿Quieres que veamos una película cuando termines la partida?

—Vale... ¡Uy, que me matan!

Minutos después apagué la consola y encendí mi ordenador portátil, lo puse en la cama y le dije que se tumbase conmigo para ver la película, cosa que hizo tras quitarse los zapatos, sin mostrar recelo alguno.

—¿Es una peli de dibujos? —preguntó, acomodándose con la cabeza cerca de mi hombro.

—No, no tengo ninguna de dibujos, pero te va a gustar. Es sobre Caperucita Roja —dije, antes de mover el ratón y activar el vídeo.

—Ese cuento me lo sé. Lo he leído en el cole.

—Sí, pero esta versión es más divertida, ya verás.

Cualquier chica, e incluso una niña con la mitad de años, se habría dado cuenta de que aquella no era una película infantil. La actriz principal era una rubiaca con pinta de stripper, vestida con una pequeña capa roja con capucha, un corsé rojo que apenas podía contener sus enormes globos, medias rojas con liguero rojo y unos tacones de infarto (rojos). Iba dando saltitos y meneando sus dos coletas adornadas con lazos, a través de un bosque que más bien era un parque público, porque había papeleras, farolas y bancos.

—Pero si va en ropa interior... ¿No tiene frío? —preguntó Adelita, tan inocente ella.

—Cuando llegue a casa de la abuelita se calentará, ya lo verás.

La siguiente escena transcurría en un dormitorio. En la cama había un tipo con un disfraz de lobo bastante cutre, con una cofia o algo parecido en la cabeza. La tetona se sentó junto e él, y empezó el clásico diálogo del cuento: "Abuelita, qué ojos más grandes tienes..."

Al final, como era de esperar, el hombre lobo echó a un lado la manta con la que se tapaba y dejó a la vista un lustroso manubrio, más erecto que el mástil de un galeón. "Pero abuelita... qué rabo más grande tienes". En ese momento, noté como Adelita contenía la respiración. La miré de reojo y estaba muy quieta, con los ojos muy abiertos tras sus gruesas gafas y el labio inferior colgando, rosado y húmedo. Soltó el aire lentamente cuando Caperucita se arrodilló en la cama y empezó a chupar con entusiasmo.

—Qué pito tan grande tiene el lobo —dijo con su vocecilla un poco alterada, sin apartar la vista de la pantalla.

—Eso es porque se alegra mucho de ver a Caperucita.

—¿Y por qué... le hace eso con la boca?

—Porque le gusta. A ella le gusta y a él también ¿No ves cómo sonríen?

—Sí, es verdad.

—Mira aquí, anda.

Mientras hablaba había sacado mi propio rabo por la abertura del pijama, tan duro y palpitante como el del lobo feroz. Adelita soltó una especie de hipido de sorpresa y se incorporó hasta quedar sentada en la cama. Sus mejillas pecosas enrojecieron un poco, pero no parecía asustada ni incómoda.

—¡Hala, Ulises... lo tienes más grande que el lobo!

—Y más rico también ¿Lo quieres probar?

Se llevó un dedo a la boca y se mordió la uña, indecisa. Miraba mi tranca y me miraba a mí, una y otra vez, con la respiración cada vez más acelerada y haciendo movimientos extraños con las cejas. Por un momento temí que saliese corriendo de la habitación y se lo contase todo a mi madre, pero lo que hizo fue tocarse las dos coletas de pelo oscuro que tenía a ambos lados de la cabeza y acercarse más a mí.

—Vale, pero no me tires de las coletas como le hace el lobo a Caperucita, ¡es muy bruto!

—Tranquila, no te voy a tirar del pelo.

Por fin, se inclinó hacia adelante y me dio dos tímidos lametones en la punta, como un gatito probando un plato de leche demasiado caliente. El breve contacto de la lengua húmeda bastó para hacerme estremecer de pies a cabeza. Entonces se incorporó otra vez, con una mueca de disgusto.

—¿Por qué no sigues? ¿No te gusta como sabe?

—¡Ugh, no! Está salado.

En ese momento recordé que Adelita era fanática de los dulces, sobre todo del chocolate, así que tendría que encontrar la forma de que mi salado salchichón supiese a bombones. Me levanté, guardé la herramienta y la miré sonriendo.

—Espera aquí y no te muevas. Enseguida vuelvo.

De camino a la cocina comprobé que mi padre continuaba roncando en su cama, y mamá daba cabezadas el sofá delante del televisor. Cuando pasé por su lado se espabiló un poco y me lanzó una mirada gélida.

—Voy a hacer la merienda, ¿quieres algo, mami?

—No, no quiero nada —respondió en tomo cortante.

Ya en la cocina, hice dos bocadillos con pan de molde y jamón a toda prisa, los puse en una bandeja y me metí en el bolsillo del pijama un bote de sirope de chocolate que encontré en la alacena. Mi madre lo usaba muy de vez en cuando, para adornar tartas, y no lo echaría en falta.

De vuelta en mi dormitorio, encontré a Adelita absorta en la película, con la boca muy abierta y moviendo la mano en el aire como si chupase una verga invisible. Puede que fuese tonta, pero al parecer ciertas cosas las aprendía de inmediato. Solté la bandeja en la mesa y me tumbé de nuevo en la cama, mostrándole el bote de sirope con gesto triunfal.

—¡Anda, qué rico! Pero... mi madre no me deja comer chocolate entre horas. Me pega y dice que me voy a poner gorda y "diabética"—dijo Adelita, bajando la vista compungida.

—Tu madre no se va a enterar. Yo no le digo a nadie que has comido chocolate y tú no le dices ha nadie que hemos jugado a Caperucita y el lobo, ¿de acuerdo?

—Vale, de acuerdo.

Su cara volvió a alegrarse, e incluso aplaudió un poco cuando me bajé los pantalones y mi rabo feroz volvió a desafiar a la gravedad. Destapé el bote de sirope y dejé caer un chorro en el glande, cubriéndolo como si fuese una fresa gorda y suave. No tuve que decirle nada para que empezase a chupar, relamiéndose y haciendo ruiditos de satisfacción a cada momento. La segunda ración se la serví en los huevos, que chupó y rechupó hasta dejarlos limpios. Se echó a reír cuando le dí unos golpecitos en la frente con la punta, y subió de nuevo en busca de la tercera ronda.

—Mmm... qué rico. Dame más.

—Vale, pero esta vez métetela en la boca, como hacía Caperucita.

—Pero si no me cabe. Es muy gorda.

—Tú inténtalo, ¿vale? Y mueve la mano como hacías antes.

Al apretar de nuevo el bote se me fue un poco la mano y cayó demasiada cantidad, quedando mi polla como si la hubiese metido en una fondue. Adelita estaba encantada, lamiendo y chupando sin parar, hasta que recordó lo que le había dicho y la agarró con una mano mientras intentaba metérsela en la boca. Me han hecho muchas mamadas, tanto profesionales como aficionadas, pero no recuerdo ninguna tan placentera, divertida y dulce en todos los sentidos. Adelita movía la cabeza arriba y abajo, succionando el capullo y moviendo sus dos manos a lo largo del tronco embadurnado en una viscosa mezcla de saliva y chocolate.

—Así, muy bien... mmm... lo haces muy bien. Chupa más fuerte... así, así... Métete la punta en la boca y mueve la lengua deprisa... eso es... uuugh... qué bien lo haces. Sigue así, Adelita... sigue... más deprisa... un poco más rápido... ¡Joooder, Adelitaaa, jodeeeer!

Al borde del éxtasis, pensé que correrme dentro de su boquita sería demasiado, así que la saqué en el último momento y descargué una buena cantidad de chocolate blanco en su cara, cubriéndole las mejillas, la barbilla y los cristales de las gafas con gruesos chorretones.

—¡Ugh, pero qué asco! Está muy caliente.

—Uuff... perdona. Deja que te limpie.

Mientras me recuperaba de la intensa corrida, saqué de mi mesita de noche un paquete de toallitas húmedas y la limpié a conciencia, dejándole la cara brillante y sonrosada.

—Ya está. Como nueva —dije. Le di un beso en la mejilla y le puse las gafas, de nuevo impolutas— ¿Merendamos?

—Vale, pero ya no tengo mucha hambre.

—No me extraña —me burlé, dándole un suave pellizco en el costado —. Oye, no te olvides de que no puedes contarle a nadie a lo que hemos jugado, ¿eh?

—Pues claro que no. Si mi madre se entera de que he comido tanto chocolate... me daría una buena.

—Pues tranquila que no se va a enterar.

Nos comimos los bocadillos (yo me los comí, mejor dicho) y pasamos el resto de la tarde jugando con la consola y riendo. Al margen de nuestro secreto chocolateado, Adelita era encantadora y me lo pasaba muy bien con ella, olvidándome durante un rato de mi absurda vida, mis fracasos laborales y arrebatos incestuosos. Cuando llegó la hora de volver a La Cresta de Oro guardé el bote de sirope en mi mesita en lugar de devolverlo a la cocina. Quizá invitase a Adelita a pasar la tarde también al día siguiente, y seguro que le encantaba ver mi versión favorita de Blancanieves.


Continuará....

1 comentarios - El Maestro Pollero (Parte 2)

kamisami325
y la primera parte?
mcrazor7 -1
http://www.poringa.net/posts/relatos/2599118/El-Maestro-Pollero-Parte-1-Reesubida-partes.html