Los problemas laborales me hacen volver al pueblo con mis padres. Todo sigue como siempre, pero cierta tradición familiar está a punto de cambiar...
Para quien no me conozca, me llamo Ulises Morcillo, tengo aproximadamente veintinueve años y medio y estoy soltero. Me gano la vida como cocinero, y hasta no hace mucho trabajaba en un prestigioso hotel en una localidad costera española de gran afluencia turística. En otras palabras, una de esas ciudades con playa donde alemanes y otros europeos civilizados vienen para rustirse al sol, beber como ni no hubiera un mañana hasta vomitar en la vía pública o hacer otras cosas que no les permiten en sus países, como dormir la mona en un parque o encular a una puta africana en un portal.
No me podía quejar, trabajando más horas que un portero automático pero bien pagado, y con un par de días libres a la semana para gastarme el sueldo en alguno de los pasatiempos antes citados o en otros más propios de un español educado a la antigua usanza, como ir al fútbol, a los toros, o de putas, pero de las que tienen piso y reciben en lencería.
Hasta que me despidieron de forma injusta por culpa de una camarera hija de puta, una de esas zorras de veintipocos años que consiguen trabajo luciendo escote y/o piernas y lo conservan o ascienden a base de mamadas. Por mucho que insistí en que todo había sido un malentendido, mi jefe (a quien seguro que también se la había chupado más de una vez) me echó a la puta calle, y tuve que volver al lugar donde nací y me crié.
Volví, como digo, al hogar paterno; o más bien materno, porque mi madre siempre ha sido la que manda. Le dije que había sido víctima de un recorte de personal, pues le hubiese dado un infarto de haber sabido que a su querido hijo, a quien considera un chico decente, trabajador y formal, casi lo denuncian por acoso sexual.
En cuanto entré por la puerta con la maleta me estrujó contra su generoso busto y me cubrió de besos ruidosos y húmedos.
—¡Pero qué delgado estás, hijo mío! Te voy a hacer un buen cocido.
—Joder, mamá, que acabo de llegar.
—¡Habla bien! —me regañó al tiempo que hacía enrojecer mi nuca con una sonora colleja.
Así es mi madre. Si te oye decir una palabra malsonante, no ordenas tu habitación o llegas tarde tras una noche de jarana, su ira es implacable; pero por las buenas es una mujer dulce y atenta como solo puede serlo una madre de pueblo.
También recibí un fuerte abrazo de mi padre, un gigante con manos como palas y carácter apacible (siempre y cuando no le toquen las narices), y con una curiosa afición por leer a los clásicos. De hecho, me llamo Ulises debido a su admiración por Homero.
Cuando entré en mi dormitorio, me lo encontré igual que lo había dejado. Con los pósters de futbolistas y zorritas en bikini (a mamá no le gustan, pero mientras no enseñen pezón no me obliga a quitarlos), mi colección de cómics de Mortadelo y mi maltratada pero todavía en perfecto funcionamiento videoconsola de ocho bits. Estaba de nuevo en casa, me sentía como si tuviese quince años menos y ya ni me acordaba de la camarera calientapollas y el hijoputa de mi ex-jefe.
Como había dicho, mamá hizo un cocido de esos que resucitan a un muerto, y comimos los tres juntos. Yo les conté algunas historias (aptas para todos los públicos) de mis meses en la costa; papá me relató algunos sucesos interesantes de la fábrica de embutidos donde trabajaba y mamá me puso al día sobre los últimos cotilleos del pueblo. Fue muy agradable, y cuando terminamos me entró la habitual modorra post-comilona, me fui a mi habitación a echar una siesta y mis progenitores se retiraron a la suya.
Tras cerrar la puerta, me quedé en ropa interior y abrí mi escondite secreto. Al menos yo pensaba que era secreto, pues para una auténtica ama de casa como mi madre no hay escondrijo que valga, pero si sabía de su existencia nunca me había dicho nada al respecto. Allí guardaba media docena de revistas porno, algunas bastante antiguas y desgastadas por el uso. Cogí mi favorita, me tumbé en la cama y me saqué la chorra por la abertura de los boxers. Tenía un ordenador portátil sobre la mesita, con una amplia colección de cine X, pero la vuelta a casa me había puesto nostálgico y preferí hacerlo a la vieja usanza.
Desde mi adolescencia he sido muy activo sexualmente; lo que algunos llamarían un salido, y me masturbaba varias veces al día. Cuando no tengo pareja ni dinero para putas, recupero tan saludable hábito, así que, con la revista abierta por una página donde una tetona se la chupaba a un negro mientras otro le daba mandanga, empecé a jugar con mi manubrio, de unos veinticinco centímetros y un grosor que ha hecho gemir a más de una profesional, modestia aparte.
Cuando ya la tenía dura como un leño y comenzaba a acelerar el ritmo, la puerta de mi dormitorio se abrió despacio. Mi madre entró, cerrando la puerta tras de sí, vestida con el fino camisón que se ponía para dormir la siesta, holgado en algunas zonas y en otras ceñido a las curvas de su rollizo cuerpo. Yo no dije nada, sonreí y aparté la revista, sin dejar de tocarme pero bajando la velocidad.
Si os parece una reacción extraña en alguien que acaba de ser sorprendido masturbándose por su madre, he de poneros en antecedentes sobre cierta "tradición familiar" que ella y yo mantenemos desde que tenía unos trece años. De vez en cuando, mientras mi padre duerme o si no está en casa, mamá me echa una manita para que me relaje y no me sienta solo dale que te pego con una revista. Para ella es algo tan mecánico como hacer la colada o barrer el suelo; un masaje carente de lujuria (por su parte, al menos en apariencia) con el que obsequia a su querido hijo y en nada diferente a sus otras obligaciones como madre y esposa. Aunque, eso sí, siempre lo hemos mantenido en secreto.
Miró la revista con su habitual gesto de desagrado y la tiró debajo de la cama, antes de sentarse en el borde y acariciarme el muslo.
—¿Pero qué te tengo dicho de esas revistas guarras? ¿Para qué está tu madre, eh?
—Lo siento, mami. No sabía que ibas a venir.
Se inclinó hacía mí y me dio un beso en la mejilla, menos ruidoso pero igual de dulce que los de bienvenida. Mi erección pétrea se volvió férrea cuando sus grandes tetas se apretaron contra mi pecho durante un momento.
—Tu padre está durmiendo, pero cada vez tiene el sueño más ligero, así que no hagas ruido ¿eh?
—Descuida.
Dicho esto, se escupió en la mano un par de veces, me embadurnó la verga en saliva y comenzó a mover la mano arriba y abajo, con firmeza pero sin brusquedad. Yo me recreaba mirando lo poco que dejaba ver el escote del camisón: un profundo y apretado canalillo, y las formas redondeadas del cuerpo oculto bajo la tela de estampados florales. Ella repartía sus miradas entre mi rostro, mi húmedo miembro y las paredes del dormitorio, siempre con una media sonrisa en los labios y los ojos entrecerrados.
Quien piense que había en estas pajas maternas algo incestuoso es que no conoce a mi madre. Obviamente, en más de una ocasión yo había intentado pasar a mayores, tocándole los pechos por encima de la ropa para despertar su lujuria e incluso llevando mi mano hacia su entrepierna, pero tales incursiones eran siempre rechazadas con un gruñido, una colleja y un doloroso apretón en mis partes. Así que me limitaba a mirar, relajarme, e imaginar cómo sería poseer aquel cuerpo tan carnoso y cálido.
La corrida fue tan potente que le manchó el brazo casi hasta el hombro, algo que solía pasar. Incluso una vez en que la pillé desprevenida mi disparo lechoso le había impactado en la cara, cosa que la enfadó bastante y a mí me excitó tanto que volví a cascármela en cuanto se marchó.
Aquella vez, la primera desde mi vuelta a casa, tuve que conformarme con ver la piel suave de su brazo cubierta por espesos goterones blancos. Al instante apareció en su mano un paquete de toallitas húmedas y limpió todo cuanto se podía limpiar en cuestión de segundos, metió mi polla, todavía dura, dentro de los boxers y me dio una cariñosa palmada en la barriga.
—¡Ufff...! Cómo echaba esto de menos, mami, eres la mejor.
—Bah, déjate de zalamerías que ya se lo que tú quieres.
—Tampoco te ibas a morir por dejar que te tocase las tetas, digo yo.
Me dio una colleja y se sentó muy derecha, cruzando los brazos sobre las mencionadas mamellas.
—No le hables así a tu madre... o no te lo vuelvo a hacer.
—Perdona. ¿Vas a venir esta noche?
—¿Otra vez? ¿Pero es que las chicas de la costa no te han hecho caso? Con lo guapo que es mi niño...
Me encogí de hombros. La verdad es que durante el verano había follado bastante, tanto pagando como gratis con algunas extranjeras borrachas, maduritas en busca de un buen rabo o compañeras de trabajo más dispuestas que la camarera calientapollas. Pero una cosa eran las desconocidas y otra la mujer a la que deseaba desde hacía más de quince años.
—Si tu padre se duerme pronto vendré, pero no te acostumbres porque dos veces al día es mucho.
—Gracias, mami. Te quiero.
—¡Si, claro, cuando te conviene! —Hizo una pausa para darme un afectuoso pellizco en el muslo y continuó hablando, cosa que me sorprendió pues solía marcharse en cuanto me corría— No te he dicho nada en la mesa para que comieses tranquilo, pero te he encontrado trabajo.
—¿Trabajo? ¿Aquí?
Mi pueblo era bastante grande para ser un pueblo, y en los últimos años había crecido bastante, pero aún así no abundaban los restaurantes u hoteles donde un cocinero con mi experiencia pudiese medrar.
—Pues claro que aquí. Y muy cerquita de casa, para que no gastes en gasolina. ¿Te acuerdas de don Fulgencio?
Por supuesto que me acordaba de Fulgencio "El pollero", un tipejo de metro y medio con cara de comadreja propietario de "La Cresta de Oro".
—¿Pretendes que trabaje asando pollos y pelando patatas?
—¡Pero bueno, menudos aires! Un trabajo es un trabajo, y no vas a encontrar otra cosa en el pueblo, así que no te las des de chef de esos que salen en la tele y arremángate, que ya no tienes edad para vivir aquí a la sopa boba, hijo.
Desde luego, eran verdades irrefutables, así que me vi obligado a asentir y aceptar mi futuro empleo como aprendiz de maestro pollero. Poniendo cara de cordero degollado, me incorporé en la cama y abracé a mi sabia madre.
—Gracias, mami.
—De nada, cariño. Ya verás lo bien que te llevas con Fulgencio. Aunque no lo parezca es un buen hombre, y su mujer y él te conocen desde pequeño. Te acuerdas de doña Paca, ¿verdad? Cuando le dije que necesitabas trabajo...
Mientras ella parloteaba cerca de mi oído, prolongando el abrazo más de lo necesario, mi erección volvió en toda su gloria y moví las manos con disimulo hacia sus grandes nalgas. Como estaba sentada no pude agarrar cuanto me hubiese gustado, pero bastó para que me apartase de un empujón y me diese otra buena colleja. Se levantó resoplando y se alisó el camisón con las manos.
—¡Desde luego, hijo, es que eres imposible!
—¡Ja, ja, ja! Perdona, se me han ido las manos. Vendrás esta noche, ¿verdad?
—Te he dicho que ya veremos. Y cálmate un poquito porque al final tu padre se va a enterar y la vamos a tener —dijo justo antes de salir de mi habitación en silencio.
Esa era una frase que repetía siempre que me entusiasmaba demasiado. Reconozco que al principio, cuando era un niñato, tenía miedo de que papá nos descubriese. Tener un padre de dos metros y más de cien kilos es una ventaja cuando vives en un pueblo, ya que los demás niños no se atreven a tocarte mucho las pelotas por miedo a que te chives y les calce una hostia fina. Pero si ese guardaespaldas se transformaba en un marido celoso, la cosa podía terminar con mi cabeza volando en dirección a Constantinopla. Sin embargo ese miedo había disminuido con el tiempo, e incluso llegué a sospechar que papá lo sabía todo y prefería fingir ignorancia. Al fin y al cabo ¿qué había de malo en que mamá me hiciese una paja de vez en cuando? Me constaba que ellos seguían teniendo una vida sexual satisfactoria, y yo no era un extraño que pudiese poner en peligro un sólido matrimonio como el suyo.
Sin darle más vueltas al asunto, me tumbé y me masturbé de nuevo, pensando en los pechos de mamá apretados contra mí y en la mullida calidez de sus nalgas.
******
Al día siguiente no me levanté de muy buen humor. Mamá no había ido a visitarme por la noche, y para colmo había escuchado procedentes del dormitorio vecino crujidos de colchón, los gruñidos de mi padre cuando embestía como un morlaco y los discretos suspiros de mi madre al recibir tales acometidas. Llevaba muchos años conviviendo con aquellos extraños celos, extraños porque quería a mi padre y no le deseaba ningún mal, pero cada vez que los escuchaba follar deseaba tanto estar en su lugar que llegaba a tener pensamientos muy poco cristianos, por los que después me sentía culpable.
Durante el desayuno, el deseo frustrado y la idea de comenzar a trabajar en una jodida pollería de pueblo ese mismo día me enturbiaron el ánimo y me pasé un poco de la raya. Mi padre se había ido a la fábrica una hora antes, yo estaba sentado a la mesa mojando la tostada en el café, y mi madre estaba fregando cacharros. Llevaba una bata guateada de color violeta, sobre el camisón largo que usaba para dormir, blanco y más ligero aún que el de la siesta.
Ahora que lo pienso, no os he descrito como dios manda a mi madre. Es una mujer de cuarenta y ocho años, bajita y regordeta, pero sin llegar a estar obesa, con un culazo sostenido por dos piernas macizas de pantorrillas fuertes, propias de una mujer acostumbrada a andar por el campo. Tiene el pelo claro, casi rubio, sin canas todavía y generalmente recogido en una coleta o una trenza corta. En su rostro destacan los ojos, más bien pequeños pero muy claros y bonitos, y las mejillas redondas como manzanas. Es de esas personas de piel clara que tienden a enrojecer mucho cuando se enfadan, lo cual me resultaba muy útil siendo niño, pues cuando veía su rostro encenderse como un farolillo de feria ponía tierra de por medio para evitar la inminente colleja.
Esa mañana estaba especialmente guapa, con la piel luminosa y la leve sonrisa que siempre tenía al día siguiente cuando mi padre le daba matraca.
—Anoche no viniste —dije, con cierto tono de reproche pero fingiendo que no le daba mucha importancia.
—Estaba cansada. Además, ya te dije que dos veces en el mismo día es demasiado, no seas ansioso o ya no te lo hago más —me respondió, sin apartar la vista del fregadero.
—Pues para follar bien que no estabas cansada.
Dio un golpe en la encimera con el cazo que estaba fregando y se volvió hacia mí, comenzando a enrojecer de una forma que no presagiaba nada bueno.
—Lo que tu padre y yo hagamos no es cosa tuya, así que a callar, y vigila esa lengua que has venido muy malhablado de la costa.
Tendría que haberme callado en ese momento, pedirle perdón y seguir comiéndome la tostada. Me habría perdonado, y aquella tarde a la hora de la siesta, o por la noche, me habría visitado para hacer las paces. Pero me ofusqué, y cuando me ofusco meto la pata hasta el fondo.
—Sí, claro —comencé a decir, con una sonrisa maliciosa—. Lo que pasa es que te pusiste cachonda tocándomela por la tarde, y seguro que mientas papá te la metía te imaginabas que era yo, ¿eh?
Sobra decir que no le gustó nada mi hipótesis. Se abalanzó hacia mí, dispuesta a darme una soberbia colleja, pero esta vez fui más rápido y agarré su muñeca a medio camino. Soltó un bufido de frustración e intentó liberarse, pero aunque no tengo la envergadura de mi padre soy un tipo bastante fuerte. Sin soltarla, me levanté de la silla y la empujé contra el refrigerador, apretando contra su cadera mi verga, que ya estaba pidiendo guerra bajo el pijama.
Por si no lo he mencionado, en mi familia somos bastante brutos, y por eso no me sorprendió demasiado que me pegase un tremendo golpe en la cabeza con el cazo metálico que tenía en la otra mano. Retrocedí, viendo las estrellas, y solté una sarta de palabras malsonantes que la enfurecieron todavía más.
—¡Pero por el amor de Dios! ¡Estate quieto de una vez o te vas a enterar!
—¡Ayyy! ¡Casi me abres la cabeza, bestia!
—¡Qué te voy a abrir, con lo dura que la tienes!
—Sí, ahora te vas a enterar de lo dura que la tengo.
Con un movimiento tan rápido y brusco que le arrancó un gritito de sorpresa, le quité el arma enjabonada de la mano y le inmovilicé los brazos abrazándola como un oso. Cuando notó el palmo y medio de carne palpitante a través de la tela comprendió que no tenía escapatoria, e intentó apelar a mi buen juicio, algo que en aquel momento estaba enterrado bajo una montaña de deseo desatado.
—Hijo, por favor... No hagas algo de lo que te puedas arrepentir.
Ya era tarde para hacerme razonar. La empujé contra la robusta mesa de la cocina, con tanta brusquedad que el frutero colocado en el centro se volcó, desparramando manzanas, plátanos, uvas y limones por doquier. Sabía que mamá era fuerte, pero aún así me sorprendió lo mucho que me costó inmovilizarla, sujetándole las muñecas en la espalda. Por suerte, su bata tenía cinturón, y pude quitárselo y atarla con él. La tenía a mi merced, y por fin me desquitaría por tantos años de "yo te toco a ti pero tú a mí no".
—¡Ya está bien, te lo digo en serio! —exclamó en el tona más autoritario que pudo—. Como sigas empezaré a gritar como una loca y acudirán los vecinos... y a ver como les explicas lo que estás haciendo. ¿Es que no te da verguen...mmmff?
Interrumpí su discurso metiéndole en la boca la primera fruta que agarré: un lustroso limón. Se puso más roja de lo que jamás la hubiese visto. Respiraba ruidosamente por su pequeña nariz e intentaba, sin éxito, escupir el limón encajado entre sus labios. Resultaba una imagen bastante graciosa, como un delicioso cochinillo a punto de ser trinchado.
Sin perder más tiempo, le subí la bata y el camisón hasta la cintura. Al estar inclinada hacia adelante, con el rostro casi pegado a la mesa y los pies en el suelo, la visión de sus nalgas, grandes, blancas y suaves, era sublime. Le bajé las bragas de un tirón hasta los tobillos, me saqué la polla del pijama y la humedecí con saliva, igual que hacía ella cuando me masturbaba.
Estaba a punto de conseguirlo. Busqué con la punta del miembro la estrecha y carnosa abertura entre sus piernas, la encontré y me dispuse a penetrarla lentamente... y justo en ese momento sonó el timbre de la puta puerta.
Me sobresalté tanto que casi me caigo de espaldas al pisar una uva. Ella consiguió incorporarse y volverse hacia mí, resoplando de furia. Yo maldije cuanto podía ser maldecido. Cinco segundos más y al menos habría entrado en ella por primera vez. No podía arriesgarme más, así que le desaté las manos y le saqué el limón de la boca.
Tras respirar con ansia un par de veces, se subió las bragas y se ató de nuevo la bata. Antes de salir de la cocina, me dedicó la mirada más terrible que nunca le había visto.
—Esto no va a quedar así. Ya hablaremos tú y yo —siseó, en un tono que sugería algo peor que una colleja o un golpe de cazo.
Cuando se fue me dediqué a arreglar el estropicio que nuestra lucha había provocado, intentando discernir hasta que punto cambiaría la relación entre mi madre y yo después de lo que acababa de pasar. Una cosa estaba clara, como ella misma había dicho, esto no iba a quedar así.
El causante de la interrupción resultó ser el cartero, que traía un paquete certificado para mi padre; seguramente uno de sus aburridos libros. Yo me fui a vestirme para mi primer día de trabajo en La Cresta de Oro, no sin antes intentar librarme del indescriptible calentón que llevaba. En el cesto de la ropa sucia del baño encontré unas bragas de mamá, y ni siquiera me detuve a olerlas como hacía siempre. Me envolví la polla con ellas y me corrí en cuestión de segundos, empapándolas con mi semen. Las dejé sobre las demás prendas, para asegurarme de que las encontraba y captaba el mensaje.
Para quien no me conozca, me llamo Ulises Morcillo, tengo aproximadamente veintinueve años y medio y estoy soltero. Me gano la vida como cocinero, y hasta no hace mucho trabajaba en un prestigioso hotel en una localidad costera española de gran afluencia turística. En otras palabras, una de esas ciudades con playa donde alemanes y otros europeos civilizados vienen para rustirse al sol, beber como ni no hubiera un mañana hasta vomitar en la vía pública o hacer otras cosas que no les permiten en sus países, como dormir la mona en un parque o encular a una puta africana en un portal.
No me podía quejar, trabajando más horas que un portero automático pero bien pagado, y con un par de días libres a la semana para gastarme el sueldo en alguno de los pasatiempos antes citados o en otros más propios de un español educado a la antigua usanza, como ir al fútbol, a los toros, o de putas, pero de las que tienen piso y reciben en lencería.
Hasta que me despidieron de forma injusta por culpa de una camarera hija de puta, una de esas zorras de veintipocos años que consiguen trabajo luciendo escote y/o piernas y lo conservan o ascienden a base de mamadas. Por mucho que insistí en que todo había sido un malentendido, mi jefe (a quien seguro que también se la había chupado más de una vez) me echó a la puta calle, y tuve que volver al lugar donde nací y me crié.
Volví, como digo, al hogar paterno; o más bien materno, porque mi madre siempre ha sido la que manda. Le dije que había sido víctima de un recorte de personal, pues le hubiese dado un infarto de haber sabido que a su querido hijo, a quien considera un chico decente, trabajador y formal, casi lo denuncian por acoso sexual.
En cuanto entré por la puerta con la maleta me estrujó contra su generoso busto y me cubrió de besos ruidosos y húmedos.
—¡Pero qué delgado estás, hijo mío! Te voy a hacer un buen cocido.
—Joder, mamá, que acabo de llegar.
—¡Habla bien! —me regañó al tiempo que hacía enrojecer mi nuca con una sonora colleja.
Así es mi madre. Si te oye decir una palabra malsonante, no ordenas tu habitación o llegas tarde tras una noche de jarana, su ira es implacable; pero por las buenas es una mujer dulce y atenta como solo puede serlo una madre de pueblo.
También recibí un fuerte abrazo de mi padre, un gigante con manos como palas y carácter apacible (siempre y cuando no le toquen las narices), y con una curiosa afición por leer a los clásicos. De hecho, me llamo Ulises debido a su admiración por Homero.
Cuando entré en mi dormitorio, me lo encontré igual que lo había dejado. Con los pósters de futbolistas y zorritas en bikini (a mamá no le gustan, pero mientras no enseñen pezón no me obliga a quitarlos), mi colección de cómics de Mortadelo y mi maltratada pero todavía en perfecto funcionamiento videoconsola de ocho bits. Estaba de nuevo en casa, me sentía como si tuviese quince años menos y ya ni me acordaba de la camarera calientapollas y el hijoputa de mi ex-jefe.
Como había dicho, mamá hizo un cocido de esos que resucitan a un muerto, y comimos los tres juntos. Yo les conté algunas historias (aptas para todos los públicos) de mis meses en la costa; papá me relató algunos sucesos interesantes de la fábrica de embutidos donde trabajaba y mamá me puso al día sobre los últimos cotilleos del pueblo. Fue muy agradable, y cuando terminamos me entró la habitual modorra post-comilona, me fui a mi habitación a echar una siesta y mis progenitores se retiraron a la suya.
Tras cerrar la puerta, me quedé en ropa interior y abrí mi escondite secreto. Al menos yo pensaba que era secreto, pues para una auténtica ama de casa como mi madre no hay escondrijo que valga, pero si sabía de su existencia nunca me había dicho nada al respecto. Allí guardaba media docena de revistas porno, algunas bastante antiguas y desgastadas por el uso. Cogí mi favorita, me tumbé en la cama y me saqué la chorra por la abertura de los boxers. Tenía un ordenador portátil sobre la mesita, con una amplia colección de cine X, pero la vuelta a casa me había puesto nostálgico y preferí hacerlo a la vieja usanza.
Desde mi adolescencia he sido muy activo sexualmente; lo que algunos llamarían un salido, y me masturbaba varias veces al día. Cuando no tengo pareja ni dinero para putas, recupero tan saludable hábito, así que, con la revista abierta por una página donde una tetona se la chupaba a un negro mientras otro le daba mandanga, empecé a jugar con mi manubrio, de unos veinticinco centímetros y un grosor que ha hecho gemir a más de una profesional, modestia aparte.
Cuando ya la tenía dura como un leño y comenzaba a acelerar el ritmo, la puerta de mi dormitorio se abrió despacio. Mi madre entró, cerrando la puerta tras de sí, vestida con el fino camisón que se ponía para dormir la siesta, holgado en algunas zonas y en otras ceñido a las curvas de su rollizo cuerpo. Yo no dije nada, sonreí y aparté la revista, sin dejar de tocarme pero bajando la velocidad.
Si os parece una reacción extraña en alguien que acaba de ser sorprendido masturbándose por su madre, he de poneros en antecedentes sobre cierta "tradición familiar" que ella y yo mantenemos desde que tenía unos trece años. De vez en cuando, mientras mi padre duerme o si no está en casa, mamá me echa una manita para que me relaje y no me sienta solo dale que te pego con una revista. Para ella es algo tan mecánico como hacer la colada o barrer el suelo; un masaje carente de lujuria (por su parte, al menos en apariencia) con el que obsequia a su querido hijo y en nada diferente a sus otras obligaciones como madre y esposa. Aunque, eso sí, siempre lo hemos mantenido en secreto.
Miró la revista con su habitual gesto de desagrado y la tiró debajo de la cama, antes de sentarse en el borde y acariciarme el muslo.
—¿Pero qué te tengo dicho de esas revistas guarras? ¿Para qué está tu madre, eh?
—Lo siento, mami. No sabía que ibas a venir.
Se inclinó hacía mí y me dio un beso en la mejilla, menos ruidoso pero igual de dulce que los de bienvenida. Mi erección pétrea se volvió férrea cuando sus grandes tetas se apretaron contra mi pecho durante un momento.
—Tu padre está durmiendo, pero cada vez tiene el sueño más ligero, así que no hagas ruido ¿eh?
—Descuida.
Dicho esto, se escupió en la mano un par de veces, me embadurnó la verga en saliva y comenzó a mover la mano arriba y abajo, con firmeza pero sin brusquedad. Yo me recreaba mirando lo poco que dejaba ver el escote del camisón: un profundo y apretado canalillo, y las formas redondeadas del cuerpo oculto bajo la tela de estampados florales. Ella repartía sus miradas entre mi rostro, mi húmedo miembro y las paredes del dormitorio, siempre con una media sonrisa en los labios y los ojos entrecerrados.
Quien piense que había en estas pajas maternas algo incestuoso es que no conoce a mi madre. Obviamente, en más de una ocasión yo había intentado pasar a mayores, tocándole los pechos por encima de la ropa para despertar su lujuria e incluso llevando mi mano hacia su entrepierna, pero tales incursiones eran siempre rechazadas con un gruñido, una colleja y un doloroso apretón en mis partes. Así que me limitaba a mirar, relajarme, e imaginar cómo sería poseer aquel cuerpo tan carnoso y cálido.
La corrida fue tan potente que le manchó el brazo casi hasta el hombro, algo que solía pasar. Incluso una vez en que la pillé desprevenida mi disparo lechoso le había impactado en la cara, cosa que la enfadó bastante y a mí me excitó tanto que volví a cascármela en cuanto se marchó.
Aquella vez, la primera desde mi vuelta a casa, tuve que conformarme con ver la piel suave de su brazo cubierta por espesos goterones blancos. Al instante apareció en su mano un paquete de toallitas húmedas y limpió todo cuanto se podía limpiar en cuestión de segundos, metió mi polla, todavía dura, dentro de los boxers y me dio una cariñosa palmada en la barriga.
—¡Ufff...! Cómo echaba esto de menos, mami, eres la mejor.
—Bah, déjate de zalamerías que ya se lo que tú quieres.
—Tampoco te ibas a morir por dejar que te tocase las tetas, digo yo.
Me dio una colleja y se sentó muy derecha, cruzando los brazos sobre las mencionadas mamellas.
—No le hables así a tu madre... o no te lo vuelvo a hacer.
—Perdona. ¿Vas a venir esta noche?
—¿Otra vez? ¿Pero es que las chicas de la costa no te han hecho caso? Con lo guapo que es mi niño...
Me encogí de hombros. La verdad es que durante el verano había follado bastante, tanto pagando como gratis con algunas extranjeras borrachas, maduritas en busca de un buen rabo o compañeras de trabajo más dispuestas que la camarera calientapollas. Pero una cosa eran las desconocidas y otra la mujer a la que deseaba desde hacía más de quince años.
—Si tu padre se duerme pronto vendré, pero no te acostumbres porque dos veces al día es mucho.
—Gracias, mami. Te quiero.
—¡Si, claro, cuando te conviene! —Hizo una pausa para darme un afectuoso pellizco en el muslo y continuó hablando, cosa que me sorprendió pues solía marcharse en cuanto me corría— No te he dicho nada en la mesa para que comieses tranquilo, pero te he encontrado trabajo.
—¿Trabajo? ¿Aquí?
Mi pueblo era bastante grande para ser un pueblo, y en los últimos años había crecido bastante, pero aún así no abundaban los restaurantes u hoteles donde un cocinero con mi experiencia pudiese medrar.
—Pues claro que aquí. Y muy cerquita de casa, para que no gastes en gasolina. ¿Te acuerdas de don Fulgencio?
Por supuesto que me acordaba de Fulgencio "El pollero", un tipejo de metro y medio con cara de comadreja propietario de "La Cresta de Oro".
—¿Pretendes que trabaje asando pollos y pelando patatas?
—¡Pero bueno, menudos aires! Un trabajo es un trabajo, y no vas a encontrar otra cosa en el pueblo, así que no te las des de chef de esos que salen en la tele y arremángate, que ya no tienes edad para vivir aquí a la sopa boba, hijo.
Desde luego, eran verdades irrefutables, así que me vi obligado a asentir y aceptar mi futuro empleo como aprendiz de maestro pollero. Poniendo cara de cordero degollado, me incorporé en la cama y abracé a mi sabia madre.
—Gracias, mami.
—De nada, cariño. Ya verás lo bien que te llevas con Fulgencio. Aunque no lo parezca es un buen hombre, y su mujer y él te conocen desde pequeño. Te acuerdas de doña Paca, ¿verdad? Cuando le dije que necesitabas trabajo...
Mientras ella parloteaba cerca de mi oído, prolongando el abrazo más de lo necesario, mi erección volvió en toda su gloria y moví las manos con disimulo hacia sus grandes nalgas. Como estaba sentada no pude agarrar cuanto me hubiese gustado, pero bastó para que me apartase de un empujón y me diese otra buena colleja. Se levantó resoplando y se alisó el camisón con las manos.
—¡Desde luego, hijo, es que eres imposible!
—¡Ja, ja, ja! Perdona, se me han ido las manos. Vendrás esta noche, ¿verdad?
—Te he dicho que ya veremos. Y cálmate un poquito porque al final tu padre se va a enterar y la vamos a tener —dijo justo antes de salir de mi habitación en silencio.
Esa era una frase que repetía siempre que me entusiasmaba demasiado. Reconozco que al principio, cuando era un niñato, tenía miedo de que papá nos descubriese. Tener un padre de dos metros y más de cien kilos es una ventaja cuando vives en un pueblo, ya que los demás niños no se atreven a tocarte mucho las pelotas por miedo a que te chives y les calce una hostia fina. Pero si ese guardaespaldas se transformaba en un marido celoso, la cosa podía terminar con mi cabeza volando en dirección a Constantinopla. Sin embargo ese miedo había disminuido con el tiempo, e incluso llegué a sospechar que papá lo sabía todo y prefería fingir ignorancia. Al fin y al cabo ¿qué había de malo en que mamá me hiciese una paja de vez en cuando? Me constaba que ellos seguían teniendo una vida sexual satisfactoria, y yo no era un extraño que pudiese poner en peligro un sólido matrimonio como el suyo.
Sin darle más vueltas al asunto, me tumbé y me masturbé de nuevo, pensando en los pechos de mamá apretados contra mí y en la mullida calidez de sus nalgas.
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Al día siguiente no me levanté de muy buen humor. Mamá no había ido a visitarme por la noche, y para colmo había escuchado procedentes del dormitorio vecino crujidos de colchón, los gruñidos de mi padre cuando embestía como un morlaco y los discretos suspiros de mi madre al recibir tales acometidas. Llevaba muchos años conviviendo con aquellos extraños celos, extraños porque quería a mi padre y no le deseaba ningún mal, pero cada vez que los escuchaba follar deseaba tanto estar en su lugar que llegaba a tener pensamientos muy poco cristianos, por los que después me sentía culpable.
Durante el desayuno, el deseo frustrado y la idea de comenzar a trabajar en una jodida pollería de pueblo ese mismo día me enturbiaron el ánimo y me pasé un poco de la raya. Mi padre se había ido a la fábrica una hora antes, yo estaba sentado a la mesa mojando la tostada en el café, y mi madre estaba fregando cacharros. Llevaba una bata guateada de color violeta, sobre el camisón largo que usaba para dormir, blanco y más ligero aún que el de la siesta.
Ahora que lo pienso, no os he descrito como dios manda a mi madre. Es una mujer de cuarenta y ocho años, bajita y regordeta, pero sin llegar a estar obesa, con un culazo sostenido por dos piernas macizas de pantorrillas fuertes, propias de una mujer acostumbrada a andar por el campo. Tiene el pelo claro, casi rubio, sin canas todavía y generalmente recogido en una coleta o una trenza corta. En su rostro destacan los ojos, más bien pequeños pero muy claros y bonitos, y las mejillas redondas como manzanas. Es de esas personas de piel clara que tienden a enrojecer mucho cuando se enfadan, lo cual me resultaba muy útil siendo niño, pues cuando veía su rostro encenderse como un farolillo de feria ponía tierra de por medio para evitar la inminente colleja.
Esa mañana estaba especialmente guapa, con la piel luminosa y la leve sonrisa que siempre tenía al día siguiente cuando mi padre le daba matraca.
—Anoche no viniste —dije, con cierto tono de reproche pero fingiendo que no le daba mucha importancia.
—Estaba cansada. Además, ya te dije que dos veces en el mismo día es demasiado, no seas ansioso o ya no te lo hago más —me respondió, sin apartar la vista del fregadero.
—Pues para follar bien que no estabas cansada.
Dio un golpe en la encimera con el cazo que estaba fregando y se volvió hacia mí, comenzando a enrojecer de una forma que no presagiaba nada bueno.
—Lo que tu padre y yo hagamos no es cosa tuya, así que a callar, y vigila esa lengua que has venido muy malhablado de la costa.
Tendría que haberme callado en ese momento, pedirle perdón y seguir comiéndome la tostada. Me habría perdonado, y aquella tarde a la hora de la siesta, o por la noche, me habría visitado para hacer las paces. Pero me ofusqué, y cuando me ofusco meto la pata hasta el fondo.
—Sí, claro —comencé a decir, con una sonrisa maliciosa—. Lo que pasa es que te pusiste cachonda tocándomela por la tarde, y seguro que mientas papá te la metía te imaginabas que era yo, ¿eh?
Sobra decir que no le gustó nada mi hipótesis. Se abalanzó hacia mí, dispuesta a darme una soberbia colleja, pero esta vez fui más rápido y agarré su muñeca a medio camino. Soltó un bufido de frustración e intentó liberarse, pero aunque no tengo la envergadura de mi padre soy un tipo bastante fuerte. Sin soltarla, me levanté de la silla y la empujé contra el refrigerador, apretando contra su cadera mi verga, que ya estaba pidiendo guerra bajo el pijama.
Por si no lo he mencionado, en mi familia somos bastante brutos, y por eso no me sorprendió demasiado que me pegase un tremendo golpe en la cabeza con el cazo metálico que tenía en la otra mano. Retrocedí, viendo las estrellas, y solté una sarta de palabras malsonantes que la enfurecieron todavía más.
—¡Pero por el amor de Dios! ¡Estate quieto de una vez o te vas a enterar!
—¡Ayyy! ¡Casi me abres la cabeza, bestia!
—¡Qué te voy a abrir, con lo dura que la tienes!
—Sí, ahora te vas a enterar de lo dura que la tengo.
Con un movimiento tan rápido y brusco que le arrancó un gritito de sorpresa, le quité el arma enjabonada de la mano y le inmovilicé los brazos abrazándola como un oso. Cuando notó el palmo y medio de carne palpitante a través de la tela comprendió que no tenía escapatoria, e intentó apelar a mi buen juicio, algo que en aquel momento estaba enterrado bajo una montaña de deseo desatado.
—Hijo, por favor... No hagas algo de lo que te puedas arrepentir.
Ya era tarde para hacerme razonar. La empujé contra la robusta mesa de la cocina, con tanta brusquedad que el frutero colocado en el centro se volcó, desparramando manzanas, plátanos, uvas y limones por doquier. Sabía que mamá era fuerte, pero aún así me sorprendió lo mucho que me costó inmovilizarla, sujetándole las muñecas en la espalda. Por suerte, su bata tenía cinturón, y pude quitárselo y atarla con él. La tenía a mi merced, y por fin me desquitaría por tantos años de "yo te toco a ti pero tú a mí no".
—¡Ya está bien, te lo digo en serio! —exclamó en el tona más autoritario que pudo—. Como sigas empezaré a gritar como una loca y acudirán los vecinos... y a ver como les explicas lo que estás haciendo. ¿Es que no te da verguen...mmmff?
Interrumpí su discurso metiéndole en la boca la primera fruta que agarré: un lustroso limón. Se puso más roja de lo que jamás la hubiese visto. Respiraba ruidosamente por su pequeña nariz e intentaba, sin éxito, escupir el limón encajado entre sus labios. Resultaba una imagen bastante graciosa, como un delicioso cochinillo a punto de ser trinchado.
Sin perder más tiempo, le subí la bata y el camisón hasta la cintura. Al estar inclinada hacia adelante, con el rostro casi pegado a la mesa y los pies en el suelo, la visión de sus nalgas, grandes, blancas y suaves, era sublime. Le bajé las bragas de un tirón hasta los tobillos, me saqué la polla del pijama y la humedecí con saliva, igual que hacía ella cuando me masturbaba.
Estaba a punto de conseguirlo. Busqué con la punta del miembro la estrecha y carnosa abertura entre sus piernas, la encontré y me dispuse a penetrarla lentamente... y justo en ese momento sonó el timbre de la puta puerta.
Me sobresalté tanto que casi me caigo de espaldas al pisar una uva. Ella consiguió incorporarse y volverse hacia mí, resoplando de furia. Yo maldije cuanto podía ser maldecido. Cinco segundos más y al menos habría entrado en ella por primera vez. No podía arriesgarme más, así que le desaté las manos y le saqué el limón de la boca.
Tras respirar con ansia un par de veces, se subió las bragas y se ató de nuevo la bata. Antes de salir de la cocina, me dedicó la mirada más terrible que nunca le había visto.
—Esto no va a quedar así. Ya hablaremos tú y yo —siseó, en un tono que sugería algo peor que una colleja o un golpe de cazo.
Cuando se fue me dediqué a arreglar el estropicio que nuestra lucha había provocado, intentando discernir hasta que punto cambiaría la relación entre mi madre y yo después de lo que acababa de pasar. Una cosa estaba clara, como ella misma había dicho, esto no iba a quedar así.
El causante de la interrupción resultó ser el cartero, que traía un paquete certificado para mi padre; seguramente uno de sus aburridos libros. Yo me fui a vestirme para mi primer día de trabajo en La Cresta de Oro, no sin antes intentar librarme del indescriptible calentón que llevaba. En el cesto de la ropa sucia del baño encontré unas bragas de mamá, y ni siquiera me detuve a olerlas como hacía siempre. Me envolví la polla con ellas y me corrí en cuestión de segundos, empapándolas con mi semen. Las dejé sobre las demás prendas, para asegurarme de que las encontraba y captaba el mensaje.
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