Post anterior
Post siguiente
Compendio I
“¡Vamos, Amelia! ¡Te falta un poquito!” le decía yo, tratando de motivarla.
Ella venía agotadísima. Yo estaba un tanto triste. Era la primera vez que insistí que fuéramos a correr.
Ella se rehusó, diciendo que sería mejor quedarnos en su habitación, una última vez. Ya había guardado su equipaje y estaba preparada para el día siguiente, pero notaba algo distinto en su mirada. Por eso, la dejé sola y me cambié al buzo de trotar, para obligarla a salir.
“¡Marco… sabes bien que no… puedo correr tanto rato!” me decía ella, muy cansada.
Extrañamente, se habían invertido los papeles. Esa vez, pude correr bien ligero. Pensé que era producto de los trotes con Amelia; tal vez, el “entrenamiento sexual” me habría incrementado la resistencia o lo más probable, que estaba tan contento que no podía quedarme quieto.
“¡Mientras más luego lleguemos al vergel, más rato me tendrás para ti solita!”
Sus ojos se encendieron y sus pechos rebotaban como locos, mientras que trataba de darme alcance. Esa era la Amelia que me gustaba ver…
Como acostumbrábamos, ese jueves también nuestro vergel estaba vacío. Aun no se escondía el sol, pero se notaba el morado en las sombras de los cerros y el único ruido que se escuchaba era el correr del agua en el riachuelo.
Era un lugar bien bonito y sabía que lo extrañaría, por las experiencias que viví en el.
“¡Ya… no puedo…más!” decía ella, sentándose en nuestro tronco, agotada por el trote. Incluso ella ya no era la misma niña que conocí y fue por ella que me decidí a hacerlo. Sentía que la estaba perdiendo de a poco…
Cuando se repuso, sus ojos cambiaron de nuevo y me abrazó.
“¡Ahora… me siento mejor!” me dijo, respirando con poca dificultad, bajándose sus calzas negras. “¿Hagamos algo juntos?”
“¡No!” le dije, con un poco de tristeza.
“¡Vamos, Marco! ¡Me dijiste que si me apuraba, estaríamos solitos!” dijo ella, enojada.
“Hasta el momento, no te he mentido…” le dije, mirándola a los ojos.
Ella se sintió incomoda…
“Sí, pero…” me decía ella, buscando una excusa.
“Quise traerte para acá para darte una buena noticia: ¡Al fin, encontré a “Amelia”!” le dije, dándole una sonrisa amistosa.
“¿Encontraste a “Amelia”? ¡Eso está muy bien!... entonces, ¿Tú quieres…?” me dijo, mientras se descubría sus pechos.
“¿Y no quieres escuchar cómo la descubrí?” le dije, sin prestarle demasiada atención.
“¡No estoy muy interesada!” dijo, mientras se trataba de desabrochar el sostén.
“¿De veras?...Antes, recuerdo que te interesaba bastante mi trabajo.” Le dije, impidiéndoselo.
Tenía que obligarla a escucharme, sino cambiaría para siempre…
Ese día, Amelia no fue la única con “ley seca”. Sonia también había sido castigada, por su “obra teatral”.
Me suplicó, me pidió perdón e intentó convencerme, pero aunque fue agradable, pudo ser peligroso. La radio es el único medio de información en caso de accidente en una mina.
Pasó la mañana masturbándose y gimiendo y aunque yo estaba con una tremenda erección y todo pegajoso, no le di el gusto. Traté de avanzar en los equipos que quedaban, pero no eran muy prometedores.
“¡Qué raro!” dije, cuando revisé el mapa. “Según el plano, una de las antenas retransmisoras debería estar afuera de la oficinas, pero no he visto ninguna.”
“¡Ah!... ¡Ah!... ¡Ah!” me respondió Sonia, metiéndose un tremendo consolador en el culo. Me enojé y decidí salir.
Salí y divisé la cúpula, con el faro del casco. No se veía nada anormal.
“¡Sonia, sector 4, Sonia, sector 4, ¿Podrías decirme cuántos metros hay entre la antena y la oficina?” pregunté.
“¿Por qué… debería… ¡Ah!... decirte?” trataba de responder, manteniendo una voz normal. Probablemente se estaba metiendo otro aparato en alguno de sus agujeros.
“Porque pensé que eras mi compañera… ¡Ay!...” dije, al tropezarme con la piedra.
No me había ajustado el casco y salió rodando, perdiéndose entre la oscuridad.
“¡Marco!” exclamó preocupada por el radio.
“¡Estoy bien… pero me caí y veo casi nada!”
La luz del radio no era demasiado brillante. Decidí tantear el cable de las baterías del faro.
“¡Carajo!... ¡Sonia, encontré mi casco, pero se rompió la ampolleta!... ¡Necesito que me vengas a buscar, por favor!...”
“Pero Marco…Yo…” me dijo, aun preocupada.
“¡Sonia, no puedo ver nada y hay piedras!... ¡Me puedo lastimar de verdad y eres la que está más cerca!”
Era una decisión difícil para ella. Sé que se recuperó del miedo al encierro, pero como les mencioné, también le teme a lo desconocido e internarse en medio de la oscuridad no era una idea que le simpatizara.
“¡Marco… me da miedo!” confesó por el transmisor.
“¡Señorita, tiene que hacerlo!” dijo uno de los mineros. “¡Yo entiendo que debe sentirse muy asustada, pero nosotros contamos con nuestros compañeros si algo nos pasa!”
“¡Así es, señorita Sonia!” dijo otro. “¡Yo estoy en el sector 7 y tardaría unos 10 minutos en llegar, pero es algo muy sencillo como para sacrificar el tiempo!”
“¡Por eso no me gustan las mujeres en la mina! ¡Este lugar no es para las faldas!” dijo un tercer minero, algo más viejo.
Empezaron a discutir entre ellos, mientras que mi ayuda no llegaba. Aproveché un instante entre la discusión, para mandar un simple mensaje.
“¡Sonia, en la única que puedo confiar eres tú! ¡Por favor, ven a buscarme!”
Pasó un rato, mientras que los mineros discutían, cuando escuché un tímido…
“¡Está bien! ¡Iré!”
Como era un rescate, los mineros guardaron silencio. Podía divisar la luz de Sonia.
“¡Marco, no te veo!” decía ella, empezando a llorar.
“¡Yo sí!… ¡Sigue avanzando!... ¡Dobla un poco hacia tu izquierda!”
“¡Marco!... ¿Dónde estás?” lloraba ella muy asustada “¡Ay, no!... ¿Qué es ese ruido?”
Creyó que era un derrumbe…
“¡Soy yo, golpeando el casco! ¡Trata de seguir el ruido! ¡Aquí estoy!” le dije por el radio.
Se aproximaba más y más.
“¡Sonia, detente! ¡Alumbra un poco más a tu derecha!... ¡Un poco más!...” le indiqué.
“¡Marco!” dijo ella, al distinguirme entre la oscuridad.
“¡Bravo, señorita! ¡Lo logró!” dijo un minero.
“¡Buena, Marco!... ¡Aprovecha lo oscurito!” dijo otro, bromeando.
Se arrodilló al lado mío, me abrazó y me besó.
“¡Marco, lo siento! ¡Fue sin querer!” decía ella, llorando de felicidad al verme.
“¡Ya, cálmate! ¡No ha pasado nada! ¡Fuiste muy valiente!”
“¡Es que… no podía dejarte solo!” me decía, gimoteando muy nerviosa.
Ni qué decir que en agradecimiento, hicimos el amor… pero cuando tomé su casco para guiarla de retorno, encontré la dichosa caja de la antena retransmisora, en la cúpula. A algún genio se le ocurrió pintarla de negro, por lo que ubicarla en la oscuridad no sería menos que un milagro.
Sonreí. Alguien, arriba, me estaba jugando una broma bien, bien pesada…
Salimos de la mina a almorzar y le conté a Sonia que sospechaba que esa antena era la maquina “Amelia”.
“Pero… ¿Cómo podrás saberlo? Con lo que pasó ayer, no creo que se atrevan a desconectar las transmisiones.” Dijo ella, muchísimo más consciente de la utilidad de la radio.
Tenía razón. Podía jugar con los generadores y esperar de desconectar el correcto, pero ¿A qué costo?
Por lo tanto, me quedé mirando el radio una media hora después, sin encontrar la respuesta.
“¡Vamos, Marco!... ¡Relájate!... ¡Se te ocurrirá algo!..” me dijo Sonia, masajeando mis hombros.
“¡Sí, eso lo sé!... ¡Es que me molesta ese ruido!...” le respondí.
Y entonces, ¡Se me prendió el foco!...
Tomé mi terminal computacional, anoté unos algoritmos y esperé, pacientemente, a que alguien hablara…
“¡Patricio, ven al área de mantención!... ¡Patricio, anda a mantención!” se escuchó claramente.
“¿Qué pasó?... ¡Se escucha claro!...” dijo otro minero.
“¡Sí, no hay interferencia!” dijo otro más.
En la oficina, me puse de pie, besé a Sonia e hicimos el amor bien rico, con mis “Ojos de ingeniero”… ¡Acababa de demostrar que era la maquina “Amelia”!
“¡Supervisor de faena, supervisor de faena! ¡Marco reportando que encontré la falla en el sistema!” le dije, muy feliz.
“Pero… ¿Cómo supiste que era esa máquina?” preguntó Amelia.
“¡Por esto!” dije, tomando el pliego de sus calzas. “¡Era del mismo color que tus calzas y por eso quería que vinieras aquí, para decirte que tan feliz me haces!”
Ella sonrió, empezando a desnudarse nuevamente.
“¡Eso ya lo sabía de antes!” me dijo ella, muy alegre.
“Sí, pero no sabes cuánto extraño a esa “Amelia”…” le dije, con tono de nostalgia.
Me miró, confundida.
“¿Por qué?”
“Porque esa Amelia me recordaba a una niña muy dulce que amaba bastante…”
“Pero… pensé que le habías puesto Amelia por mí…” dijo muy nerviosa.
“Así fue. Pero no eres la misma… has cambiado bastante…”
“¡No es verdad!... ¡Yo no he hecho nada!”
“¿En serio?” pregunté “Entonces, ¿Por qué desde que llegamos a acá, lo único que has tratado de hacer es sacarte la ropa?”
Y ahí comprendió…
“Pues… porque me gustas mucho…” respondió muy nerviosa
“¡No lo sé!... creo que te gusta más mi pene que yo mismo.”
“¡Eso no es verdad!... Yo te amo y me da pena que… te cases con mi hermana.” Me dijo ella, escondiendo su cara en vergüenza.
“¡Esa es la Amelia que yo amo!... ¡La que le gusta correr!” le dije, acariciando su cabeza. “¡Te has vuelto muy buena en todo y lo disfruto mucho!... ¡De verdad!... Pero extraño tu ternura e inocencia. Ya no me ves de esa manera. Me ves porque te doy placer y me preocupo que te olvides quién soy yo y quién eres tú.”
“Pero… el tiempo… “gemía ella, como una niñita, recordando las palabras de su mamá “Si no aprovecho… tú…”
“¡Yo siempre te amaré por cómo eres!” le dije.
Sé que suena raro, pero es cierto. Esa semana, descubrí que no podría ser fiel a Marisol porque cada una de ellas me necesitaba y las amaba. Sin embargo, aunque me atraían todas, no era mi intención que solamente pensaran en mí para coger.
“¡Amigo! ¿Estás loco? ¡Las tienes comiendo de tu mano!... ¡Puedes decirle cualquier fantasía y probablemente, ellas la hagan realidad!”
Es cierto, ¿Pero a qué costo? Porque digamos que no le hubiera dicho a Amelia. Sus ojos ya no eran los mismos. Empezaba a parecer una viciosa insaciable… lo cual no es malo, pero si uno lo piensa: ¿Qué es mejor? ¿Follar con una puta o con alguien que te quiera?
Había jugado demasiado con sus emociones esa semana, pero debía hacer lo correcto.
“¡Marco… yo te quiero… porque me haces feliz!” me decía ella, entre lagrimas. “¡Me haces sentir muy rico… pero yo te quiero, porque siempre me cuidas y tratas de defenderme y ves cosas… que nadie más lo hace!... ¡Es por eso que te amo tanto!”
“Es por eso que te lo digo. Encuentro que estás cambiando y aunque comprendo que te estés convirtiendo en una mujer, que estás aprendiendo cosas nuevas y que te gusta acostarte conmigo, siento que te estás enviciando y no es bueno. Hay otras cosas en la vida, aparte del sexo y no debes olvidarlo.”
Amelia lloraba.
“¡Sí, Marco!... pero mañana, tú te irás y no tendremos quién nos ayude… estoy muy asustada… ¿Por qué no me haces sentir rico, una vez más, para no preocuparme?” me dijo, con esos intensos ojos verdes, con lágrimas en las mejillas.
La abracé y respiré en sus cabellos, acariciándola. Me encanta el olor de su shampoo y la suavidad de su pelo.
“¡No te asustes! ¡Todo saldrá bien!... ¡Además, te dije que irías a vivir con nosotros!” le dije.
“¡Sí, Marco, lo sé! … Pero mamá y Violeta… ¿Qué pasará con ellas?” me dijo, sollozando preocupada.
“¡Cálmate! ¡Tampoco me he olvidado de ellas!” le dije, besando su frente.
Pensé que lo había entendido la otra vez. Se llevaría una agradable sorpresa al día siguiente…
Nos quedamos un rato ahí sentados, abrazados, mirando cómo aparecían las primeras estrellas. Aunque no era lo que deseaba, lo disfrutó. Le dije que cosas como esas hacen los novios de verdad…
Luego volvimos a casa y cenamos. Verónica también estaba muy preocupada, mientras que Violeta… estaba más preocupada del perrito que iba viajando por la jungla, aprendiendo las vocales.
Esa noche, deseaba dormir entre ellas y Amelia me apoyaba.
“¡Mamá, él tiene razón! ¡Estamos cambiando muy rápido!”
“¡Lo sé, Amelia!... ¡Pero estoy muy asustada!... ¡Marco, sé bien que me dijiste que no temiera, pero no sé que pasara cuando tú no estés y eso me pone nerviosa!” dijo ella, empezando a llorar.
No podía rehusarme, pero de verdad no quería que se volvieran unas golosas…
“¡Está bien! Lo haremos una sola vez más, para que se sientan mejor…” dije, sin parar de pensar lo raro que se había vuelto todo.
Mientras Amelia me lamía la verga y yo besaba los labios de su madre, mientras acariciaba sus sensibles pechos, pensaba que podría haberles dicho de los 3 boletos. Incluso pensé que a esas alturas, ellas ya habrían deducido lo que iba a hacer. Pero vivir con Sergio tanto tiempo les había quitado la capacidad de soñar y al día siguiente, ellas verían que incluso lo impensable podía hacerse realidad.
Además, creía yo que sería la última vez que haría algo así con ellas, por lo que tenía aprovechar. En casa (esperaba yo), no podríamos hacer este tipo de cosas, por estar tan cerca unas de otras, pero Marisol frustraría mis planes nuevamente… no debo adelantar más detalles.
Le hice por detrás a Verónica, mientras que su hija le comía los pechos; luego le hice el amor a su hija, mientras que la madre colocaba su intimidad en mi cara, mientras ellas se besaban. Por último, le rompí el trasero a Amelia, mientras su madre la penetraba con el consolador doble por delante, sin parar de besarse.
Al final, ellas se acurrucaban en mis brazos, satisfechas y felices. Las había unido… demasiado bien (comparándolo con esos días en que casi no se hablaban), pero en el fondo, lo hacían porque yo las hacía sentir bien y yo les había dado alegrías al mismo tiempo.
Acabamos como a las 2. Pero cuando sonó el despertador, yo desperté con muchas energías. En unas horas más, me desquitaría del tacaño de mi suegro… y se las cobraría bien caro.
Post siguiente
2 comentarios - Seis por ocho (64): La Amelia que yo amo, corre…
pa lante y pa tras tambien