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Compendio I
Esa noche, estuve mirando esa puerta más de 5 minutos. Era la primera vez, durante mis casi 7 meses viviendo en esa casa, que la encontraba tan grande.
Sabía perfectamente que había detrás de ella, pero aun así, tenía mis dudas para abrirla…
Sólo bastó un aroma, para hacerme desistir.
Esa tarde, le comenté a Marisol sobre la reunión con mi jefe y lo emocionado que estaba por haber sacado ese conejo del sombrero, ya que significaba que daba un respiro a más de 150 personas.
Incluso Pamela estaba emocionada por lo ocurrido, pero quien más quería que se pusiera contenta, solamente me daba sonrisas de cortesía durante la cena.
Pamela le increpó, diciendo que al momento de recibir sus puntajes, ella nos inundó con su alegría, pero cuando era yo el que estaba contento, se mantenía imparcial.
La detuve. Conozco bien a Marisol y sé que cuando algo le preocupa demasiado, no desea afligir al resto.
Me quedé viendo televisión un rato, para poder despejarme. Ellas se fueron a acostar.
No había nada interesante para quitarme la molestia de mi cabeza…
Mientras contemplaba esa puerta, pensaba en lo fácil que sería estar enamorado de Pamela: aunque tiene su carácter, sabe ser dulce, es valiente y tiene su propia opinión sobre las cosas. Además, tiene un cuerpo perfecto…
Puede que Amelia tenga unos pechos grandes, que Verónica tenga su atractivo de mujer madura, que la cola de Sonia sea irresistible e incluso, que Marisol tenga unos pechos firmes y figura más deportiva.
Pero el cuerpo de Pamela parece ser copiado de la misma Afrodita: una mirada sensual, un buen culo y su buen par de tetas, equilibrado de tal manera, que aunque la folles, la desmontas y se vuelve a parar el pajarote.
No quisiera pensar en cuántas pajas le habrá sacado a otros muchachos que la hayan visto. Incluso, al momento de follarla, el hecho de que sus orgasmos sean múltiples la hacen más deseable todavía…
¡Ese culo! ¡Esas tetas! ¡Esa personalidad tan altanera y seductora!
Lo que la hacía peor era que, sin importar sus protestas y reclamos, podía hacer lo que me diera la gana con ella y le encantaría.
Entonces… ¿Por qué carajos no abría a hachazos la condenada puerta?
No sé cómo llegó ese aroma a mi nariz. Hacía mucho tiempo que no lo sentía y me llenaba de recuerdos y me obligaba a detenerme. Sencillamente, no podía.
Fui a la puerta con los posters de cantantes de rock. Siempre me llamó la atención que no me parecía a ninguno de ellos. Golpeé y me permitieron pasar.
“¡Marco!” me dijo Marisol, sorprendida al verme.
“¡Hace tiempo que no venía por acá!” le dije, con algo de nostalgia.
Ella sólo sonrió. Sabía que no me lo diría, pero había otra cosa que necesitaba saber…
“¿Te sientes mejor?” le pregunté.
“No. Aun tengo calambres.” Me mintió. Hasta en eso la conocía.
“¿Te molesto si te acompaño un rato?”
“No, para nada.” Me dijo ella, pero aun sentía que se defendía de mí.
Contemplaba la habitación, llena de recuerdos. El aroma estaba ahí. No lo íbamos a hablar, al menos, no en ese momento, pero tenía que crear el ambiente, si quería consultar lo que más quería saber.
Entonces, vi los tres tomos del “Conde de Montecristo” y pude encontrar un piso para conversar.
“Nunca me dijiste que lo habías leído.”
“Fue en primero de secundaria. Nuestro profesor nos hizo leer el primer tomo, pero lo encontré tan interesante, que le pedí a mamá que me lo comprara.”
“¿Sabes tú… que es mi libro favorito?”
Sus ojos se dilataron…
“¡Marco, estoy cansada y tengo que levantarme temprano! ¡Por favor, quiero dormir!”
Podía ver el temor en sus ojos, pero no era cómo el que había visto en Amelia o en Pamela. Era como si me tuviera miedo… a mí.
“Al menos, déjame contarte una historia. Sé que te gustan mis historias…”
“¡No, Marco! ¡Por favor, no lo hagas!” empezaba a llorar.
La acaricié, mientras escondía su cabeza en la almohada. Tomé la silla de su escritorio y me senté a su lado, arrullándola con mi voz.
Quería contarle nuestra historia…
Siempre fui un chico bien disciplinado. Aunque me costaba rendir en la universidad, no tenía una vida social ni nada por el estilo. Aun recuerdo cuando mamá me quería mandar al psicólogo, porque ya tenía más de 25 años y no me había conocido novia.
Aunque en mi juventud, me gustaban las mujeres, por ser un nerd, casi siempre me repelían o jugaban con mis sentimientos. Cuando ingresé a la universidad, encontré que tener una novia era una limitante, ya que en cualquier momento podían darte las ganas de casarte y truncar de alguna manera cualquier posibilidad de salir al extranjero, que siempre fue mi gran anhelo.
Pero el destino me dio una tremenda bofetada, con el nombre de Marisol en el guante. Era una chiquilla normal, no muy llamativa. Cómo yo estaba acostumbrado a estar solo, no me fijaba cuando las mujeres me miraban, pero cuando la divisaba a mi regreso de la universidad, siempre la notaba pendiente de mí.
Vivía en una casa medianamente humilde. Sus padres parecían buenas personas y tenía dos hermanas, una de ellas, casi de la misma edad, pero más gordita y algo creída, porque nunca me saludó.
Pero el día que empecé a ver a Marisol diferente fue un día que volvió del colegio con varias chapitas de series de animación japonesa. Como buen otaku, quise revisarlas y me puse a hablar con ella. Resultó ser una muchacha muy simpática y bien madura.
Aunque estaba cansada por regresar de la escuela, tenía ganas de conversar conmigo y resultó ser muy entretenida. Me contaba que le habían hablado mucho de mí, que sabía que estudiaba ingeniería y me preguntaba lo difícil que era. Yo le decía que era muy complicado, pero cada semestre era una victoria, si lograba el aprobado.
Ella se reía, porque encontraba que parecía un “personaje de anime con espíritu de lucha”. Ese comentario me quedó dando vuelta en la cabeza y me encontré pensando más y más en ella.
Mis padres me seguían protestando sobre mi falta de interés por conseguirme una novia de mi edad y Marisol se empezaba a convertir en una especie de confidente, que no me juzgaba ni nada por el estilo.
Ella creía que al momento en que me empezara a gustar alguien, probablemente equilibraría mis sentimientos con mis anhelos y que en el fondo, yo mismo decidiría qué sería lo más importante.
Esa idea desbalanceó todo mi sistema de creencias y me veía cada vez más atraído por esta simpática niña otaku.
Ese año, egresé de la universidad y para celebrarlo, quise invitarla al cine, ya que francamente no me importaba la ceremonia de graduación. Fue mi primera cita con una chica y la primera vez que alguien me agarraba la mano durante una película de miedo. Fue una sensación inolvidable…
A los pocos meses, encontré un trabajo en una minera y mis visitas con Marisol eran más escasas. El mundo laboral era muy competitivo y a pesar de que una linda chica llamada Sonia me estaba enseñando mi trabajo, no me miraba con otros intereses.
Fue una noche en que Marisol apareció por mi casa. Aunque le quedaban 2 años para rendirla, me dijo que quería dar la prueba para ingresar a la universidad y estaba muy complicada con física y matemáticas, lo que hacía, según ella “ que me salieran llamas de los ojos” y que quería pedirme si le podía enseñar.
Acordamos juntarnos los días sábado, puesto que trabajaba. Sus padres no tenían mucho problema en que estudiáramos a solas en su habitación. Yo disfrutaba esas clases, porque los problemas se veían tan sencillos, que era una delicia resolverlos.
Además, Marisol siempre me agradecía por las clases, aunque su madre me daba algo de dinero por las molestias. En realidad, nunca se lo acepté, porque no lo hacía por necesidad, sino que por simpatía con su hija.
Cada vez, Marisol usaba un vestido llamativo y me preguntaba qué tal le quedaba. Por complacerla, le decía que todos les quedaban bien, pero que en el fondo, su mayor belleza era su manera particular de ver la vida. Para ella, los mangas y animes no se quedaban solo en dibujos, sino que se respiraban y se veían. Los héroes y heroínas, según ella, estaban a la vuelta de la esquina y uno nunca sabía cuándo realmente cruzaba esa frontera entre el dibujo y la realidad.
El primer beso que me dio fue sorpresivo. Me abrazó y me besó, de la nada, recién llegando a enseñarle. Me dijo que quería probarlo conmigo, para ver que se sentía y que como era un “tipo bueno”, creía que no habría problemas.
Me preguntó qué me había parecido y le dije que era imposible que sus labios tuvieran sabor a limón. Tuve que besarla para confirmar que, efectivamente, sus labios sabían a limón y ella no sabía por qué. Era un sabor agradable, dulzón y algo amargo. Recordé mis clases de química del colegio, donde me enseñaban que el sabor de los besos se coordinaba con los niveles de acidez de la sangre, que era una forma del organismo para decir lo compatible que eran dos personas.
Cada clase, le pedía si me dejaba repetir el experimento y cada vez, era el mismo resultado.
Pasábamos tardes enteras besándonos, solo por sentir el sabor a limón de esos ricos y tiernos labios.
Fue en una de esas tardes que mi mano se deslizó, accidentalmente, sobre uno de sus pequeños pechos. Aunque se sobresaltó, me dijo que se había sentido rico. Si lo deseaba, podía volver a hacerlo y así fui yo aprendiendo a acariciar una mujer.
Ella decía que sentía un calorcillo en su cuerpo y creía que si la tocaba, se le pasaría un poco más. Pero el calorcillo se expandía más y más en su cuerpo y también empezaba a sentirlo yo, a medida que nos abrazábamos.
Una tarde, llegamos a un punto en donde el calor era inaguantable y estábamos en ropa interior. Una fuerza mayor en nuestros cuerpos quería que nos desvistiéramos, pero nos atrevíamos, por respeto del uno al otro.
Fue ella la que decidió que nos sacáramos la ropa, ya que éramos amigos y no nos reiríamos el uno del otro. Fue impresionante ver a mi primera mujer desnuda en vivo. Aunque había visto videos, nunca había visto una en persona.
Mientras yo estaba intrigado por el liquido que parecía salir de su rajita, a ella le interesaba el tamaño de mi pene y lo acariciaba suavemente.
En esa época, ambos creíamos que el “hentai” era asqueroso y aunque yo veía pornografía de vez en cuando, no era muy fanático. Sin embargo, encontré una buena oportunidad para usar el condón que me había regalado mi hermano mayor. Como era de látex, pensé que no le dolería si se lo metía, ya que ella me lo había pedido, puesto que el calor se había refugiado dentro de su vagina.
Me acosté en su cama y le pedí a ella que se fuera acomodando. Me daba lástima, porque parecía dolerle mucho y era algo gorda para su vagina. Pero Marisol era tenaz y me dijo que seguiría intentándolo, porque quería sentirme qué tan adentro podía llegar en ella.
Muy preocupado, se fue ajustando y sentía bastante rico cómo ella se meneaba. A ella también parecía gustarle y a ratos, saltaba sobre mi pene. Pero de repente, sentí cómo que se rompía algo en ella y preocupado, vi unas gotas de sangre.
Ella me dijo que se sentía raro, pero que no me preocupara, porque se sentía bastante rico y si me movía, no lo podría disfrutar.
Sentía como si su vagina empezara a chuparme y le dije que también se sentía rico. Tuvo la genial idea de que nos besáramos. Ese sabor a limón, junto con su cuerpo saltando sobre el mío era una sensación deliciosa.
De repente, sentí unas ganas tremendas de orinar y ella también, pero decía que aguantáramos, que se sentía demasiado bien.
No supe exactamente por qué le hice caso. Si nos meábamos, dejaríamos la cama toda mojada, pero no podía negar que la sensación era demasiado agradable.
Finalmente, le tuve que decir a Marisol que no podía aguantar más y que me mearía ahí mismo.
Sorpresivamente, me dijo lo mismo y nos meamos, uno encima del otro, abrazados y acalorados.
Inesperadamente, fue una sensación agradable, aunque habíamos quedado todo pegajosos con lo que parecía ser otra cosa completamente distinta a la orina y lo que era peor, que no nos podíamos despegar.
Sin embargo, ella me dijo que fue muy rico mearse encima de mí y que si no me molestaba, le gustaría volver a hacerlo. Me reí, porque en el fondo, me di cuenta lo cochinos que éramos, disfrutando de orinarnos uno en el otro y decidimos que si se podía, lo volveríamos a hacer.
Cuando terminé mi relato, Marisol tenía algunas lágrimas en sus mejillas, pero sonreía recordando.
La besé en el lunar que siempre me gustó y me puse de pie.
“Marco, yo…” dijo ella, pero yo la interrumpí.
No me lo diría esa noche. Eso yo ya lo sabía de antemano, pero en el fondo, le respondí seguro de que mi gran duda había sido respondida.
“Sí, Marisol. Sé que en el fondo, aún me amas.”
Y diciendo eso, cerré la puerta y decidí dormir en el living.
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0 comentarios - Seis por ocho (46): Mi primera vez con Marisol.