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Seis por ocho (38): Desayuno de campeones





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Compendio I


Antes, creía que la infidelidad era una cosa cruel, ya que siempre me proyectaba en la persona engañada, que quería sinceramente y no ponía en duda el afecto del otro.

También sentía lástima por Sergio, porque no tiene mucho atractivo ni inteligencia, es medio calvo (y el pelo que tiene no le ayuda), gordito y muy trabajador y por eso no me fijaba demasiado en Verónica, ya que la veía como su único respiro en su patética vida.

Pero cuando empecé a tener sexo con Verónica, todo eso se vino al suelo. Es cierto. Hay tipos buenos que son cruelmente engañados, pero también hay tipos malos que merecen que los engañen y Sergio no era uno de esos. Mi suegro es uno de los que deben ser engañados, por ser pedantes, tontos, egocéntricos, desconsiderados y no apreciar las cosas buenas de la vida.

Desde que empecé a cortejar a Marisol, Sergio siempre me lloró por no tener suficiente dinero, de tener una vida tan mala y de no poder dar lo que su familia necesitaba. Sin embargo, nunca estimó la lealtad, paciencia y empuje de su señora, que a pesar de contar con recursos limitados, se las arreglaba para salir de los problemas.

Peor aún, menospreciaba todos sus esfuerzos y descargaba sus frustraciones personales en ella y sus hijas, amparándose en que “Él era el único que traía plata al hogar”.

Ni siquiera su argumento de no dar lo que su familia necesitaba se aplicaba, ya que Marisol, Amelia y Violeta lo obtenían por la sola astucia y determinación de Verónica.

Por esa razón, Marisol disfruta compartir más con mi familia, al igual que yo prefiero compartir más con la de ella.

No me refiero al aspecto sexual, que es un bono aparte. En mi casa, se mantienen los buenos valores del respeto, la cooperación en familia, la lealtad, el apoyo y el afecto emocional, cosa que Marisol no había conocido en su casa. A ella la adoran, no porque sea mi primera novia, sino porque es una chica dulce, necesitada de afecto.

Por mi parte, yo veo la familia de Marisol como todo lo contrario y por eso me siento más cómodo, ya que cualquier muestra de afecto o cooperación es recibida con sorpresa, mientras que en mi casa, pasa a ser pan de cada día.

Pero esa noche, descubrimos que era todo muchísimo mejor si pensábamos que engañábamos a Sergio. Aunque debíamos mantener la apariencia de una relación normal entre suegra-yerno, de a poco habíamos ido desafiando esa barrera, ya fuera mediante roces discretos, caricias e incluso algunos agarrones.

Y esa mañana, alzaríamos un poco más la barra…

Como debo estar en el terminal a las 7 de la mañana, las pocas noches en donde no me acuesto con Amelia o su madre, por lo general me baño, me visto y me como un desayuno o me lo preparó para llevar.

Habíamos despertado un poco más temprano de lo habitual, porque como lo mencioné, debíamos mantener las apariencias y Verónica tenía que fingir que pasó la noche con su marido.

Puesto que la noche anterior le había roto el culo a mi suegra, preferí no hacer nada esa mañana, por asuntos de higiene. Mientras yo me bañaba, Verónica preparaba el desayuno: el aroma a tostadas inundó la casa.

Seis por ocho (38): Desayuno de campeones

Cuando terminé de vestirme, Amelia también había despertado y como era habitual, se sentó a mi lado, siempre bajo la mirada afectuosa de su madre. Me puse unas sandalias, porque los pies se me hinchan un poco con las botas de seguridad.

Fue entonces en que apareció Sergio.

“¿Qué es ese olor? ¡El segundo piso está lleno de humo!” dijo, muy malhumorado.

Verónica y yo nos dimos una mirada. Realmente, era muy molesto.

“¿Y tú? ¿Qué haces ahí sentada?” reprendió a Amelia.

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“Yo…”

“Ella se sentó conmigo, porque está regalona. Extraña a su hermana y como yo le habló de ella, quiso acompañarme.” le dije, acurrucándola afectuosamente bajo mi hombro.

“¡Ah! ¡Ya veo!” dijo Sergio, cambiando de humor drásticamente. Conmigo, él no se enoja, ya que le doy su dinerito de vez en cuando.

“¿Y dónde está el café?” le preguntó enojado a Verónica.

“Debe estar guardado en la alacena.” Le respondió.

“¡Maldición! ¡Sabes bien que me gusta el café por las mañanas!” protestó, buscando en los estantes.

Entonces, Verónica me hizo un gesto con los ojos. Me dijo algo con Amelia y puso su cara de lascivia. No eran necesarias las palabras…

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“¡Marco! ¿Qué haces?” me susurró Amelia al oído, sorprendida por tener mi mano en su conejito.
“Sólo te hago un cariñito, antes de irme a trabajar.” le dije yo.

“Pero… Marco…” empezaba a gemir.

“¿Dónde está el jodido café? ¡No lo encuentro por ninguna parte!” le interrumpió su padre “¡Nunca encuentro nada en esta casa!”

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Verónica me sonrió levemente, al haber entendido su mensaje. Luego se puso de pie.

“¡A ver! ¡Déjame buscarlo!” le dijo Verónica.

“¡Es el colmo! ¡Todas las mañanas, la misma cosa! ¡Buscar el café, buscar la azúcar! ¡Nunca haces nada!”

“¡Marco, por favor, para!... ¡Si me ve mi papá…!” me decía Amelia, empezando a agitarse con mis caricias.

“¡Vamos, juega un poco conmigo! ¡Sé que me extrañaste anoche!”

Mis dedos ya empezaban a agarrar el ritmo dentro de su conejito, mientras que ella daba gemidos como un cachorrito triste. En unos minutos más, cruzaría el “Horizonte de sucesos”, en donde ella misma me pediría que no la dejara de tocar, hasta que la hiciera acabar.

Sólo teníamos que ser discretos…

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“¡Te dije que estaba en la alacena!” dijo Verónica, pasándole el tarro.

“¡Esto no pasaría si fueras más ordenada con las cosas!” le dijo él, abriendo el refrigerador.

Verónica se sentó y dio una sonrisa de complacencia al ver a su hija muy arrimada a mi hombro, tratando de no llamar la atención.

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Pero como les dije, esa mañana alzaríamos la barra… y un otaku siempre recuerda muy bien los manga hentai…

“¡Ah!” exclamó Verónica.

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“¿Y qué te pasa ahora?” preguntó Sergio.

“¡Nada!... me dio un escalofrio…” dijo ella, enrojeciendo levemente.

Debía agradecérselo a Amelia y al tacaño de mi suegro. A Amelia, por fortalecer los músculos de mi pierna. A mi suegro, por ser tan tacaño de comprar una mesa tan pequeña. Gracias a ellos, podía disfrutar de la peluda y viscosa cueva de mi suegra, con el dedo gordo del pie.

“Y cuéntame, Marco… ¿Cómo te ha ido en el trabajo?” preguntó mi suegro “¡Niña! ¿Qué estás haciendo?”

Amelia no podía hablar. Aferraba sus pechos en mi costado, cerrando los ojos para no gemir. Había cruzado la frontera…

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“¡Déjela, don Sergio! La pobre está cansada y solamente se está apoyando…”

“¿Y tú? ¿No le vas a decir nada?” le preguntó a Verónica, pero ella no estaba en mejores condiciones de responder.

“Ella es… grande… y puede hacer… lo que quiera.” Trataba de hablar normal, pero al parecer, mi “Síndrome de la pierna loca” era bastante bueno para complacer sexualmente.

“¿Y a ti…?”

“¡Don Sergio! ¿Me preguntaba?” le interrumpí, desviando la bala.

“¡Ah, cierto! ¿Cómo te ha ido en el trabajo?”

“Bastante bien” le dije, tomando un poco de té, mientras sentía Amelia correrse en mi brazo y que las caderas de Verónica empezaban discretamente a arrastrarse a mis pies “no puedo quejarme…”
Le dije, sonriendo a Verónica, pero sus ojos estaban llenos de lujuria.

“¿Y qué tal tu amiga? ¿Cómo se llama?”

“Sonia.”

“¡Sí, Sonia! ¿Se acostumbra por acá?”

“No mucho.” Verónica empezaba a correrse, mientras que Amelia iba por su cuarto orgasmo “Dice que se aburre por las tardes, que no hay mucho que hacer.”

Seis por ocho (38): Desayuno de campeones

Los ojos de mi suegro se avivaban.

“Si se siente aburrida, dile que me llame. Sé de algunos lugares donde puede divertirse.”

“¡Créame, yo también!” estaba acariciando 2 de ellos… “Pero no sé si le interesará. Por ahora, está preocupada del trabajo.”

“Sí, tiene esa apariencia… ¿Qué es eso?” dijo de repente.

“¿Qué cosa?” pregunté yo, aunque ya sabía de lo que hablaba.

“¡Ese olor!...”

¡Era olor a sexo! ¡El de su hija y el de su mujer! No sé cómo no me reí…

“¿De qué olor me habla? ¿El olor a pan tostado?” le dije yo.

“¡No!... huele a…” y luego miró a su esposa. “¿No sientes ese olor nauseabundo?”

“¡No!” decía ella, al borde de su tercer orgasmo “Yo no huelo… a nada.”

“¡A lo mejor se manchó con algo, don Sergio! O puede ser peor, tal vez tenga un problema al cerebro.”
La idea lo aterró.

“¡Creo que iré a ver si lo encuentro!”

“Bueno, entonces me despido… ya me tengo que ir.”

Pero él no me escuchó. Tomé un par de panes, me coloqué las sandalias y me fui a poner las botas de seguridad. Cuando volví a la cocina, madre e hija aun seguían reponiéndose de sus orgasmos y ni siquiera se levantaron al verme, por lo que abrí la puerta y me fui.

Mientras masticaba el pan, pensaba que los jugos de Amelia realmente aderezaban la mantequilla…


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