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Compendio I
Cuando llegué a casa, no quería más guerra. No importaba que Amelia me recibiera con un abrazo, vistiendo su uniforme escolar… ¡Como me encantan esas escuelas religiosas!¡Sus faldas escocesas y cortitas!; ¡Sus poleras blancas, de manga corta y veraniega!; sus chaquetas azules y lo que era mejor, ¡Los bamboleantes y suculentos pechos de mi cuñada!...¡Era divina!...
Pero mi cansancio físico era más fuerte. Verónica me vio y por primera vez, desde mi regreso, quiso hablarme, pero yo estaba tan cansado que le pedí que conversáramos después.
Con una mirada triste, pero comprensiva, me dijo que no importaba, que hablaríamos después, lo que agradecí con un beso en la mejilla.
Dormí unas 2 horas. Cuando desperté, estaban acabando de cenar. Amelia se puso contenta de verme y se apegó a mi lado, mientras que Verónica me servía la cena, con una cara de simpatía, en lugar que la de amor.
Algo extraño había en sus ojos y mi intuición me lo advertía…
Comí de buena gana y conversamos de todo un poco. Amelia subió a cambiarse, ya que iría en su trote vespertino.
“¿No vas a ir también?” me preguntó Verónica. Su mirada… era vacía… como si no hubiera sentimientos.
Tuve un leve escalofrió…
“Sí, me iré a cambiar”
“Pero mamá… ¡No es necesario!” dijo Amelia, cuando bajo vestida con sus calzas negras y una polera rosada, con ángeles en sus pechos “Marco está cansado… tal vez… no quiera ir a correr”.
“Él te quiere mucho… y le gusta andar contigo… deberías dejarlo que te acompañe…” le dijo, mirándola a los ojos, con el cariño de madre a hija. Sin embargo, podía ver señales de una tristeza oculta en el tono de tu voz.
Estaba complicado… por una parte, no quería ir a correr, ya que no lo encuentro placentero en lo absoluto; por otra parte, sí quería ir a correr, porque me preocupaba que Amelia se encontrara con el estúpido de Toño y por otra parte más, me preocupaba la mirada de Verónica.
Decidí seguir su consejo y me vestí para trotar. Mi suegro estaba dormitando en el living, con la tele encendida en un canal de futbol.
Mi intuición me decía que algo no andaba bien… que no debía irme de ahí…
Fue entonces cuando divisé el camión repartidor… ¡Era mi señal!
Tuve que decirle a Amelia que me sentía mal, que al parecer, había comido muy rápido y que necesitaba volver a casa. Ella gentilmente se ofreció a acompañarme, pero le pedí que no lo hiciera, que yo solo iría a casa y me acostaría. Le dije que no se preocupara por mí y que siguiera su recorrido habitual.
Apenas la perdí de vista, empecé a correr con desesperación de regreso a casa. Mi intuición movía mis piernas, mientras que mis entrañas revolvían mi estomago, ante la posibilidad de que Toño la encontrara… pero ni siquiera consideraba mi cansancio o mi pésima condición física… era imperioso que estuviera en casa cuanto antes.
Afortunadamente, llegué justo cuando Verónica les abría la puerta. Los hombres dieron una sonrisa maliciosa al verla e hicieron la actuación con la que habían engañado al cándido de mi suegro.
“¡Buenas tardes, señora! Le traemos el balón de gas complementario…” dijo el más viejo, que tenía unos 50 años.
Nuevamente, sus ojos estaban vacios… les pidió que pasaran.
“¡Que lo dejen en el patio!” ordenó mi suegro, aun sentado viendo la tele.
El muy imbécil ni siquiera vio cómo el mulato de 30 se llevaba el balón pequeño solo, mientras que su socio seguía a Verónica.
Los seguí discretamente, por el borde de la casa. Abrí la reja para el patio con mucho cuidado y presencié la entrega.
Los muy bastardos dejaron el balón al lado de la puerta y atacaron inmediatamente a Verónica. El más viejo, levantó el vestido hasta la altura del cuello, mientras que el mulato lamia sus muslos y bajaba sus bragas hasta la altura de sus rodillas.
“¡Al fin llegó el día! ¿Cierto, putita?” le dijo el más viejo, desabrochando su overol y sacando su miembro. Su compañero le imitaba el ejemplo.
Verónica lo chupaba, con esos ojos vacios, mientras que el mulato buscaba meterle la verga por su culito, agarrando con fuerza sus pechos, por encima del sujetador.
“¡Si que es una puta! ¿Cierto, compañero?” decía el más viejo, enterrando su verga en la dulce boca de Verónica.
Ella se entregaba, como si fuera una muñeca de trapo… y sus ojos… ¡Lo que más me dolía eran sus indolentes ojos!
Su compañero, por detrás de ella y más silencioso, se encargaba de embestir con violencia uno de sus agujeros…
El bizarro espectáculo me tenia perplejo… ¡No podía hacer nada al respecto!
Incluso si le avisaba a mi suegro, solo empeoraría las cosas. Por fortuna, había vuelto a dormirse al frente del televisor. Tampoco podía actuar en solitario, ya que eran 2 y muchísimo más fuertes que yo. Aguantar el castigo del profesor de Amelia y del “Mojón español” había sido una cosa, pero estos 2 juntos me matarían sin piedad.
“¡Lo que más me gusta es que esta perra se lo traga todo!” decía el más viejo, acabándole en la boca “¡No sé para que te habló! ¡Solo sabes culear y cargar el gas! ¡Eres un inútil de mierda!”
El mulato le rompía el culo sin misericordia, agarrando esas tetazas con violencia.
“¡No es mala idea, compañero!... ¡No es mala idea!” dijo el más viejo, metiendo su verga entre los pechos de Verónica “¡Apuesto que nunca te han hecho esto!”.
¡El muy maldito quería hacer un paizuri con las tetas de Verónica!... pero su mirada aun seguía siendo fría, sin emociones.
“¡Lo único malo de esta puta es que no grita!” decía el viejo.
En realidad, solamente notaba el dolor de Verónica en su incesante pestañeo. Finalmente, pude ver cómo el mulato se corría, cuando se detuvo. Los ojos de Verónica se cerraron, mientras que el negro le llenaba su carga. El otro no tardó en venirse…
“¡Mírate tú, putita, manchada en mi leche!... apuesto que te gusta, ¿Verdad?” le dijo el más viejo, que empezó a reírse “¡Sí que eres golosa, niña! ¡No paras de chuparme!... ¡Ah, compañero!... ¡Qué envidia!... ¡Si fuera más joven, no quedaría hoyo que no le metiera!... ¡Pero ya ves, como pasan los años!... ¡Te espero en el auto!... ¡No te demores mucho!”
El más viejo se llevó el mismo balón que había traído. Lo seguí para escuchar que le decía a mi suegro.
“¡Listo, señor! ¡Mi compañero le está ajustando el equipo!” dijo el desgraciado repartidor, burlándose de sus cuernos.
“¡Gracias! ¿Cuánto le debo?”
“¡Oh, no se moleste!... ¡Es un servicio de la compañía!...además, su señora ya me dio una buena propina…”
¡Hijo de puta!
“¡Oh, muy bien! ¡Entonces, buenas noches!”
“¡Buenas noches!... tal vez nos veamos… la próxima semana”
Quería agarrarle a palos, pero me preocupaba Verónica. Volví al patio y vi cómo el mulato se la estaba metiendo por la rajita, apretando violentamente con sus enormes manos sus hermosos pechos, que aun seguían cubiertos de semen de la contienda anterior.
El tipo no era muy escrupuloso, ya que no dudaba en morder los pezones manchados con el semen de su compañero, mientras que a ratos besaba sus jugosos labios.
El tipo del camión repartidor tocó un par de veces la bocina. Su compañero empezó a bombearla con más violencia… a Verónica, le dolía…
El mulato no tuvo misericordia en acabar dentro de ella y como si fuera una puta barata, la acostó en el suelo, se arregló el overol y se fue.
Yo lloraba… aun tenía esos ojos insensibles…
Me escabullí entre las plantas y fui corriendo por el camino de Amelia. Me aterraba la idea que esos bastardos la violaran también.
La encontré justo en la misma cuadra donde dos semanas atrás, me había encontrado su madre. Esos eran otros tiempos.
Le di la excusa de que me había torcido el pie corriendo y que necesitaba ayuda para caminar. Tenía que darle tiempo a Verónica para que se limpiara y se vistiera.
Cuando llegamos a casa, recién había salido de la ducha, mientras que Sergio continuaba dormido en el televisor.
Nos acostamos al poco rato. A medianoche, como esperaba, vino Amelia a verme, pero le dije que esa noche me disculpara, que necesitaba hablar con su madre.
Ella me sonrió, con dulzura, diciéndome que tenía razón: Amelia me había acaparado mucho estos días y que su madre también me había extrañado tanto como ella.
La besé profundamente y la acompañé hasta su habitación. Desde ahí, se escuchaba el ronquido de mi suegro y con muchísimo sigilo, me infiltré en la habitación.
Ahí estaba ella, tan hermosa como siempre, durmiendo al lado de ese alcornoque de mierda. Como no quería sobresaltarla, la desperté de la manera más discreta que pude pensar: con un beso.
“¡Marco! ¿Qué haces aquí?”
Mi suegro hizo un gruñido y le dije que mantuviera el silencio. Tomé su delicada mano y esta vez, fui yo, quien la llevó a mi habitación…
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