Había sido un día muy largo, demasiado tal vez para ella. Había caminado prácticamente todo el día y los bonitos zapatos, la estaban matando. Sentía como si llevara encima el polvo de toda la ciudad y también todo el sudor. Para colmo su pequeño depto, hervía. Abrió las ventanas para que entrara algo de aire. Muy cerca suyo, alguien tenía idéntica opinión del día. También acababa de llegar a su depto, y había abierto sus ventanas. Era alguien que ella no conocía, pero que vivía justo enfrente. Cuando el abrió su ventana, la vio haciendo lo propio en su departamento. El permaneció en la oscura intimidad de su departamento. En tanto que ella, ignorante de lo que sucedía calle por medio, decidió quitarse la ropa que había soportado todo el maldito día.
Pero, seguro que ella no se sabía observada? Cuando comenzó a desembarazarse de la molesta ropa, vio en un flash, algo difuso en la ventana del edificio de enfrente. Cuando ella había abierto su ventana, aquella estaba cerrada, ahora no.
Una sonrisa morbosa se dibujó en su rostro, acaso un voyeur estaba desnudándola con los ojos? Y cómo sería? Tal vez un viejo asqueroso? Y por qué no, un flaco de 25, de esos que suelen andar en esas motos grandes por las calles de la ciudad, con el pelo suelto y lentes oscuros. Sí, uno de esos que raspan la piel con solo mirar. Definitivamente para ella era alguien así. Y pensando en él, improvisó un show desnudista. Frente a la ventana, y con música ahora, con la lentitud propia de las gatas, fue sacándose una a una sus ropas. Fue demorando hasta lo imposible aquello que normalmente le tomaba un par de minutos. Sí, la camisa blanca e inmaculada, se deslizó por sus brazos y espalda, mientras su cuerpo se enlazaba con la música en una danza que despertaba en su cabeza, reminiscencias africanas. Ella era la favorita del rey, la elegida para ser ofrecida en sacrificio, la elegida para ser entregada a los conquistadores blancos. Y para ella, el conquistador blanco estaba en aquella anónima y oscura ventana, para él había sido preparada. Pero debía ser complaciente en extremo, y por ello, nada debía ocultar, nada podía evitar. Con sutileza exasperante, se fue bajando la pollera de color negro, siempre sin dejar de bailar al imaginario ritmo de una desconocida danza ritual.
Sabía perfectamente que llegado ese momento, en que la mujer se acerca lentamente a correr los velos del prejuicio, un hombre se excita. Ella no necesitaba verlo, solo su intuición alcanzaba para saber que un hombre desespera al ver una mujer desnudándose sin pudor alguno. Y ella? Ella ya no era ella. Era la elegida y como tal debía comportarse. No dejaba de mover sus caderas en círculo, como si fuera una promesa de placeres lascivos. Así fue dejando sus tetas libres de ataduras y rigideces. Sí, ellas acompañaban el plástico movimiento de las caderas. Endurecidos pezones apuntaban lejos; se erguían señalando el lugar de donde provienen los sueños más calientes. Ella imaginaba a su desconocido curioso, lo veía enloquecido y excitado. Lo imaginaba sin pantalones, totalmente transpirado, con la respiración escapándosele de los pulmones, con una parte de su cuerpo apuntando en la misma dirección que sus gruesos pezones. Sabía ella, que su cuerpo estaba destinado al placer de aquel miembro agitado y tenso, sabía que con cada movimiento, producía en aquel distante cuerpo masculino, una reacción directamente proporcional a su ritmo ascendente.
Al quitarse las medias, las arrojó por el balcón, a modo de aperitivo para los “leones”; sí, ella sabía muy bien eso, conocía a la perfección la mente, el alma del hombre como para saber las exactas reacciones de un hombre al ver volar por el aire un par de medias negras, aun tibias.
Era imposible detenerse, lo sabía, solo faltaba una pequeña prenda que la separaba del reino al cual pertenecen las hembras. El sudor corría sobre su cuerpo humedeciendo su piel erizada. Sus dedos precisos fueron derribando la última frontera. Sintió sobre sus piernas, la suave y humedecida seda blanca; finalmente arrojó aquel trofeo a su imaginado admirador.
Ahora su cuerpo estaba como había sido concebido, libre. Sentía como por la ventana abierta entraba en oleadas el aliento de la ciudad. Sentía sobre su piel cientos de lenguas masculinas, tratando de calmar el fuego que subía por su vientre. Sentía correr por sus piernas una cascada caliente, nunca le había sucedido y eso la excitó más todavía. Sus manos se buscaron humedades ancestrales, para untar su flamígero cuerpo. Sus dedos recorrieron en soledad, la extensión de su piel, buscando un sentido a todo aquel caos de sensaciones prohibidas. Sentía un inmensurable hueco entre las piernas, creyó poder albergar en su calentura sin control, tantas otras excitadas y masculinas soledades. Sus manos no alcanzaban a desahogar la tremenda tensión que abrigaba en su cuerpo. Era demasiada, o demasiado chicas sus manos. Lo cierto es que girando quedó de espaldas a aquella ventana oscura, de espaldas y abiertas sus piernas al regocijo de esa mirada que atravesaba la creciente oscuridad de la calle. Se apoyó como pudo contra la baranda del balcón, señalando con insistencia su total entrega a esa mirada, que ya no era capaz de liberarla de aquel terrible castigo.
Frotó con ansiedad animal, su enrojecida carne, contra la indiferente barra de metal. A la vez que imaginaba a su desconocido voyeur, jugueteando con su sexo enrojecido, navegando en sus propias y torcidas fantasías. No era suficiente, ella necesitaba una tangible prueba. Necesitaba que esa “tangible prueba” se metiera entre sus piernas. Y lo necesitaba ya.
Un placer inusitado la sofocó, y la liberó, y la azotó. Un extraño orgasmo la había levantado y derribado sobre el piso del balcón. Creyó morir. Prefirió morir de ese modo y no de otro, porque después de aquello, nada se le parecería.
Arrastrándose entró al living, tratando de volver de “aquel viaje”. Tambaleándose llegó hasta el baño, llenó la bañadera y en ella se sumergió, tratando de relajarse.
Sin que ella lo supiera, alguien en el edificio de enfrente, cerró su ventana, también como pudo.
Pero, seguro que ella no se sabía observada? Cuando comenzó a desembarazarse de la molesta ropa, vio en un flash, algo difuso en la ventana del edificio de enfrente. Cuando ella había abierto su ventana, aquella estaba cerrada, ahora no.
Una sonrisa morbosa se dibujó en su rostro, acaso un voyeur estaba desnudándola con los ojos? Y cómo sería? Tal vez un viejo asqueroso? Y por qué no, un flaco de 25, de esos que suelen andar en esas motos grandes por las calles de la ciudad, con el pelo suelto y lentes oscuros. Sí, uno de esos que raspan la piel con solo mirar. Definitivamente para ella era alguien así. Y pensando en él, improvisó un show desnudista. Frente a la ventana, y con música ahora, con la lentitud propia de las gatas, fue sacándose una a una sus ropas. Fue demorando hasta lo imposible aquello que normalmente le tomaba un par de minutos. Sí, la camisa blanca e inmaculada, se deslizó por sus brazos y espalda, mientras su cuerpo se enlazaba con la música en una danza que despertaba en su cabeza, reminiscencias africanas. Ella era la favorita del rey, la elegida para ser ofrecida en sacrificio, la elegida para ser entregada a los conquistadores blancos. Y para ella, el conquistador blanco estaba en aquella anónima y oscura ventana, para él había sido preparada. Pero debía ser complaciente en extremo, y por ello, nada debía ocultar, nada podía evitar. Con sutileza exasperante, se fue bajando la pollera de color negro, siempre sin dejar de bailar al imaginario ritmo de una desconocida danza ritual.
Sabía perfectamente que llegado ese momento, en que la mujer se acerca lentamente a correr los velos del prejuicio, un hombre se excita. Ella no necesitaba verlo, solo su intuición alcanzaba para saber que un hombre desespera al ver una mujer desnudándose sin pudor alguno. Y ella? Ella ya no era ella. Era la elegida y como tal debía comportarse. No dejaba de mover sus caderas en círculo, como si fuera una promesa de placeres lascivos. Así fue dejando sus tetas libres de ataduras y rigideces. Sí, ellas acompañaban el plástico movimiento de las caderas. Endurecidos pezones apuntaban lejos; se erguían señalando el lugar de donde provienen los sueños más calientes. Ella imaginaba a su desconocido curioso, lo veía enloquecido y excitado. Lo imaginaba sin pantalones, totalmente transpirado, con la respiración escapándosele de los pulmones, con una parte de su cuerpo apuntando en la misma dirección que sus gruesos pezones. Sabía ella, que su cuerpo estaba destinado al placer de aquel miembro agitado y tenso, sabía que con cada movimiento, producía en aquel distante cuerpo masculino, una reacción directamente proporcional a su ritmo ascendente.
Al quitarse las medias, las arrojó por el balcón, a modo de aperitivo para los “leones”; sí, ella sabía muy bien eso, conocía a la perfección la mente, el alma del hombre como para saber las exactas reacciones de un hombre al ver volar por el aire un par de medias negras, aun tibias.
Era imposible detenerse, lo sabía, solo faltaba una pequeña prenda que la separaba del reino al cual pertenecen las hembras. El sudor corría sobre su cuerpo humedeciendo su piel erizada. Sus dedos precisos fueron derribando la última frontera. Sintió sobre sus piernas, la suave y humedecida seda blanca; finalmente arrojó aquel trofeo a su imaginado admirador.
Ahora su cuerpo estaba como había sido concebido, libre. Sentía como por la ventana abierta entraba en oleadas el aliento de la ciudad. Sentía sobre su piel cientos de lenguas masculinas, tratando de calmar el fuego que subía por su vientre. Sentía correr por sus piernas una cascada caliente, nunca le había sucedido y eso la excitó más todavía. Sus manos se buscaron humedades ancestrales, para untar su flamígero cuerpo. Sus dedos recorrieron en soledad, la extensión de su piel, buscando un sentido a todo aquel caos de sensaciones prohibidas. Sentía un inmensurable hueco entre las piernas, creyó poder albergar en su calentura sin control, tantas otras excitadas y masculinas soledades. Sus manos no alcanzaban a desahogar la tremenda tensión que abrigaba en su cuerpo. Era demasiada, o demasiado chicas sus manos. Lo cierto es que girando quedó de espaldas a aquella ventana oscura, de espaldas y abiertas sus piernas al regocijo de esa mirada que atravesaba la creciente oscuridad de la calle. Se apoyó como pudo contra la baranda del balcón, señalando con insistencia su total entrega a esa mirada, que ya no era capaz de liberarla de aquel terrible castigo.
Frotó con ansiedad animal, su enrojecida carne, contra la indiferente barra de metal. A la vez que imaginaba a su desconocido voyeur, jugueteando con su sexo enrojecido, navegando en sus propias y torcidas fantasías. No era suficiente, ella necesitaba una tangible prueba. Necesitaba que esa “tangible prueba” se metiera entre sus piernas. Y lo necesitaba ya.
Un placer inusitado la sofocó, y la liberó, y la azotó. Un extraño orgasmo la había levantado y derribado sobre el piso del balcón. Creyó morir. Prefirió morir de ese modo y no de otro, porque después de aquello, nada se le parecería.
Arrastrándose entró al living, tratando de volver de “aquel viaje”. Tambaleándose llegó hasta el baño, llenó la bañadera y en ella se sumergió, tratando de relajarse.
Sin que ella lo supiera, alguien en el edificio de enfrente, cerró su ventana, también como pudo.
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