Creo que conviene aclarar que éste, mi primer relato, tendrá seguramente que dividirse en varios capítulos o episodios, ya que es necesario pormenorizar circunstancias importantes que fueron causales de la situación que cuento y que, por otra parte es absolutamente verdadera en los hechos, aunque absolutamente ficticios sean los nombres y los lugares. Además, me moviliza la intención de conocer opiniones sobre la cuestión, aunque no adjudicarme puntos o ascensos de categoría en este sitio. Por lo tanto esta primera entrega, solo tendrá el carácter de introducción al tema y servirá sin duda para ir entrando en un ambiente que en sucesivos capítulos, justificará haber sido posteada en esta página.
Es una historia que vengo guardando en mi intimidad desde hace casi nueve años. Me atrevo a contarla con nombres y lugares cambiados, con el obvio objetivo de preservar mi privacidad y la de quienes están involucrados y porque siento la necesidad de compartirla con alguien desde el anonimato ya que, como se verá, no se trata de un asunto digno de confesar ni siquiera a una amiga intima. Pero esta maravillosa página (a la que accedí por casualidad hace algún tiempo), me da la posibilidad de divulgar las experiencias que estoy viviendo y que me proveen de una extraña mezcla de culpas, excitación y placeres infinitos.
Vamos entonces al grano:
Era el invierno de 2002. Como todos los viernes, aprovechaba que mi salida de la facultad coincidía en horario con la entrada de mi compañera de departamento a su clase de yoga, para dirigirme a merendar con mi novio y sus padres a la casa donde vivían, a 12 cuadras de la mía, en lugar de hacerlo con mi amiga, como el resto de la semana. Mi visita se había hecho una costumbre y siempre me esperaban ansiosos y con ganas de comerse las facturitas que yo compraba la mayoría de las veces. Mi novio, al que voy a llamar Federico, estaba por esos días dedicado por completo a preparar la tesis que coronaría su carrera y que presentaría a fines de ese año. Vivía con sus padres y un hermano que cursaba el primer año de una carrera universitaria y que casi nunca estaba. También integraba la familia (aunque no vivía allí) una hermana mayor, casada y profesional prestigiosa, que estaba (está) radicada en otra provincia.
Al llegar a la casa, no abrió la puerta Blanquita (la mamá de Fede) como era habitual, sino que lo hizo Ángel (el papá), que muy pocas veces estaba a esa hora, ya que era (es) un ocupadísimo empresario acostumbrado a trabajar hasta muy tarde. Un hombre simpático, agradable, excelente presencia, muy buenas “pilchas”, deportista y apasionado de los autos, que a pesar de sus más de cinco décadas vividas y sus dos títulos universitarios, no aparenta haber sentido los almanaques sobre sus hombros.
El saludo de rigor parecía ser el de rutina: la sonrisa, el “hola, qué tal”, el beso de cortesía, etc. Pero hubo un detalle inesperado y, en aquel momento, gracioso: Al arrimar nuestras caras para la formalidad del beso, yo apunté con mi boca hacia su mejilla derecha, pero en esa fracción de segundo, él (sin querer) hizo lo mismo hacia mi mejilla izquierda. Nuestros labios colisionaron de frente y… -uy..! perdón..! –no… perdone usted..! Nos reímos espontáneamente mientras él me abrazaba poniendo mi cabeza contra su pecho adivinando mi vergüenza. Seguimos riéndonos mientras recorríamos el recibidor hacia la puerta que conduce al living de la paqueta casa.
–Ya le digo a tu “media naranja” que baje a recibirte, me dijo mientras aparecía Blanquita saludándome con la buena onda de siempre.
Para cualquier chica de mi edad (por entonces 19), lo que acabo de contar no hubiese tenido más trascendencia que la de una anécdota graciosa, algo incómoda o ruborizante, pero destinada a archivarse en algún oscuro rincón de la memoria. Pero en mi caso, aquel hecho constituiría el inicio de una etapa de mi vida (que no sé cuándo llegará a su fin) caracterizada, como ya mencioné, por esa rara sensación que no deja tranquila a mi conciencia, pero que a la vez deseo perpetuar mientras me sea posible, habida cuenta de la enorme felicidad que me produce.
Esa tarde transcurrió como cualquier otra, con las conversaciones de siempre, los comentarios sobre nuestros estudios y acerca de los trabajos de Ángel y Blanquita (ella docente de nivel medio), los chistes, los programas de la tele y cosas así. Solo después de dos o tres días, comenzó a perturbarme por las noches, una especie de “fantasía” un poco loca, que nos tenía como protagonistas a Ángel y a mí. Nada extraordinario. Únicamente me asaltaba la idea de que, en un eventual nuevo contacto con mi “suegro”, tuviese la duda de poner mi cara del lado izquierdo o del derecho en ese ínfimo instante en que nadie decide nada. Suena gracioso y hasta tonto, pero lo sería si no fuese que la duda, iba asociada a otra respecto de qué cosa deseaba en realidad que ocurriera. Y a decir verdad, creo que no es necesario aclarar que mi perturbación, mucho se relacionaba con lo que mi subconsciente había decidido desear.
Hubieron dos encuentros posteriores (uno en el fin de semana siguiente y otro bastante tiempo después), pero en razón de realizarse en presencia de otras personas, el saludo no tuvo particularidades para destacar. Mientras tanto y día tras día, yo me ocupaba de alimentar mi imaginación, recordando actitudes o palabras que él había tenido para conmigo en diversas oportunidades (hacía casi un año que lo conocía), tales como inocentes piropos o humorísticos elogios a mis piernas y a mis ojos. Dos años antes, yo había sido elegida en mi pueblo natal, reina nacional de la fiesta que allí se realiza, entonces me dedicaba a adjudicarle a dichas actitudes, aviesas y ocultas intenciones de su parte, cuando en realidad todo era nada más que el producto de mis propios “ratoneos”. No obstante, algo debo haber influido, tal vez con miradas o sonrisas o vaya saber con qué, para que en el tercer “recibimiento”, producido unos dos meses después, ocurriera lo que secretamente anhelaba, casi tal como esperaba que fuese: abrió la puerta, me sonrió, dijo hooola..!, tomó mi mano haciéndome pasar y mientras con su otra mano acariciaba mi cuello, inclinó su cabeza y apretó sus labios contra los míos.
Aunque todo haya durado entre tres y cuatro segundos, se me erizó la piel y disfruté del contacto tibio de su boca. Lo hicimos con extrema naturalidad como si fuese una práctica habitual y él notó mi satisfacción cuando, al hacerlo, entrecerré mis ojos y le sonreí con dulzura. Cuando cruzábamos el recibidor para ir al encuentro del resto de la familia, percibí con placer que iba deslizando su mano alrededor de mi espalda, hundió sus dedos cuando éstos sobrepasaron mi axila opuesta y alcanzaron el nacimiento de mi seno, en el único espacio de piel que me quedaba descubierto. Cuando abrió la puerta del living, ya habíamos vuelto a ser las personas de siempre.
Durante varias de las semanas siguientes, esta especie de “apasionada relación”, en la que casi no habíamos intercambiado palabras, pasó a ocupar la mayor parte de mis pensamientos, junto a tremendos ataques de culpabilidad, remordimientos y autorreproches, que yo lograba neutralizar parcialmente con frecuentes e intimas sesiones de masturbación, donde llegué incluso a utilizar a mi novio cuando salimos a disfrutar un finde de campamento, ya que en esa oportunidad, cada vez que hacíamos el amor, yo alimentaba mis ratones imaginando que era su padre, en lugar de él, quien me poseía.
La ansiada escena del recibimiento con beso, sólo se repitió en un par de oportunidades antes de llegar las fiestas de fin de año, época en la cual yo viajaba a mi pueblo para pasarlas con mi familia, pero como es lógico suponer, al no pasar de eso, llegó a impacientarme la repetición de un disco que tenía grabada una sola canción. Yo esperaba que el autor me mostrara qué otros temas era capaz de escribir.
Fede postergó la presentación de su tesis para febrero, viajé para las fiestas, me quedé durante enero recibiendo la visita de mi novio en mi pueblo durante una semana y pasé unas breves vacaciones estudiando un poco y haciéndome una gigantesca película el resto del tiempo. Volví a la ciudad para rendir dos materias pero aprobar una, Fede se recibió, hubo “gran fiesta gran” y hasta una idea de casamiento que preferimos posponer, ya que el ofrecimiento de participación en la empresa de su padre, aunque extraordinario en lo económico, fue descartado por Fede por no guardar relación con su título profesional recientemente conseguido. La postergación no me venía mal para ordenar mi cabeza.
Llegó el tiempo de iniciar un nuevo ciclo lectivo (el penúltimo) en mis estudios. A los pocos días, una sorpresa se me presentó en las primeras horas de una fresca y lluviosa mañana, cuando me disponía a afrontar la rutina de la espera del colectivo que me llevaba al campus donde cursaba: como jamás había ocurrido, el lujoso auto de mi “suegro” apareció por la avenida, me tocó bocina y se detuvo pasando unos diez metros el refugio donde yo aguardaba sola. Él había salido de su casa y se dirigía a la fábrica de su propiedad, cosa que hacía siempre en diferentes horarios dada su condición patronal, pero nunca había tenido la oportunidad de encontrarlo. Se inclinó, abrió la puerta y después de cerrar mi paraguas, subí. Tras el ruido que la puerta hizo al cerrarse, volví la cara para saludarlo y casi de inmediato tuve sus labios puestos sobre los míos, su brazo derecho pasando sobre mis hombros y su mano izquierda rodeando mi cuello con suavidad escalofriante. Luego despegó a duras penas su boca, vio mis ojos cerrados y dijo:
-¿Cómo estás, tesoro? Lo dijo con voz muy baja, como cuando no se quiere despertar a alguien que duerme.
- Bien… ¿y usted?, contesté con el mismo tono de voz.
- Bien, porque te encuentro… me voy a trabajar. ¿Vas a la facultad?
- Mhm?..
- Vamos… te llevo…
- Nooo! Acérqueme un poco nomás… A usted le queda lejos.
- ¡Ni loco! Yo te llevo de todas maneras.
Mientras hablábamos, no había sacado sus manos de donde las tenía y había levantado ligeramente la vista para mirar alrededor. No se veía gente; sólo algunos autos pasando rápidamente se advertían a través de los vidrios empañados. Entonces volví a cerrar los ojos y él aceptó la invitación, posando otra vez su boca sobre la mía, con más énfasis esta vez. Sentí su lengua recogiendo mi saliva y mojando luego mi mentón y mi cuello.
Quizá no hayan pasado dos minutos desde mi subida al auto, cuando se irguió, acomodó el cuello de su carísima camisa que había quedado atrapado bajo el fino chaleco de gamuza, abrochó la malla de su reloj Bulova que se había desprendido, puso la palanca de cambios en la opción automática y arrancó. Esto último, según supe enseguida, tenía el propósito de liberar su mano derecha, para tomar la izquierda mía y jugar con mis dedos entre los suyos, situación que se mantuvo durante varios minutos y en silencio. Al rato, descartó la mano y optó por mi muslo (yo llevaba una falda de jersey más liviana que lo conveniente), y mi piel estaba todavía algo erizada, un poco por la baja temperatura pero más por la excitación del momento.
- Tenés las piernitas heladas todavía, me dijo desplazando sus dedos hacia arriba y arrastrando con ellos la falda.
- Sí… pero aquí está re calentito, contesté.
- ¡Sí, ya lo creo!.. dijo lanzando una carcajada.
Tardé en entender el chiste, pero sobre todo teniendo en cuenta que no coincidía para nada con su refinado estilo. Él se arrepintió pero no se atrevió a disculparse, ya que hubiese quedado peor, de modo que siguió manejando. Hubo otro largo silencio, pero sus dedos ya incursionaban en mi zona inguinal.
Finalmente llegamos al campus, yo le indiqué cuál es el pabellón donde está mi facultad, la lluvia se intensificó un poco sin ser un aguacero, pero inesperadamente detuvo la marcha unos trescientos metros antes.
- Moni… quiero que me seas absolutamente sincera, me dijo rozando sus labios entre mi mejilla y mi nariz y con la voz tan bajita como venía siendo. Sólo se oía el sonido de la lluvia como fondo, ya que había detenido el motor del auto.
- Sí… ¿qué?, pregunté mientras sentía su atrevida mano derecha, otra vez deslizándose sobre mi hombro, bajar por la espalda y levantar al mismo tiempo la blusa, el suéter y la camperita de jean que llevaba puestos. Con eso, él alcanzaba nuevamente mi pecho pasando por debajo de la axila.
- ¿Es imprescindible que vayas hoy a clase?, me preguntó tapándome la boca con un nuevo beso que me impedía contestarle.
Acto seguido, hizo a un lado mi bombacha con su otra mano e introdujo sus dedos en mi vagina estremeciéndome al rozar el clítoris. Lancé un gemido muy próximo a un orgasmo y di un salto por el temor a que alguien nos viera. Él se sobresaltó.
- Sí… no puedo faltar… discúlpeme, le dije temblando.
- Tranquila (creo que agregó “muñequita” o “mi chiquita” o algo así). Todo va a estar bien, disculpame vos… ¿Estás bien? me preguntó asustado porque empecé a llorar.
En realidad le mentí al decirle que estaba obligada a ir a clase, pero la situación me había superado por completo; se me habían venido encima todos los fantasmas de la inquisición y me aterroricé. Era como si en el asiento de atrás, estuviesen su mujer, sus hijos (incluido mi novio) y hasta mis viejos. Al menos en ese momento, no lo pude soportar y tuve una crisis. Le insumió un rato tranquilizarme, lograr que hasta me riera con algún chiste y me bajara para ir a clase, no sin antes prometernos mutuamente nuevos encuentros, conversaciones maduras y silencio tan cómplice como sepulcral.
Pero esto no termina aquí. La verdad, es que aquí comienza…
Pido disculpas a los poringueros, si lo que hasta aquí han leído, no satisfizo suficientemente sus expectativas, pero ya había aclarado que necesito brindar ciertos detalles que ayuden a comprender mejor el devenir de los sucesos, en virtud de la dimensión que ellos alcanzaron y lo increíble que podría resultar la descripción lisa y llana de los hechos, por más excitantes que resulten.
Es una historia que vengo guardando en mi intimidad desde hace casi nueve años. Me atrevo a contarla con nombres y lugares cambiados, con el obvio objetivo de preservar mi privacidad y la de quienes están involucrados y porque siento la necesidad de compartirla con alguien desde el anonimato ya que, como se verá, no se trata de un asunto digno de confesar ni siquiera a una amiga intima. Pero esta maravillosa página (a la que accedí por casualidad hace algún tiempo), me da la posibilidad de divulgar las experiencias que estoy viviendo y que me proveen de una extraña mezcla de culpas, excitación y placeres infinitos.
Vamos entonces al grano:
Era el invierno de 2002. Como todos los viernes, aprovechaba que mi salida de la facultad coincidía en horario con la entrada de mi compañera de departamento a su clase de yoga, para dirigirme a merendar con mi novio y sus padres a la casa donde vivían, a 12 cuadras de la mía, en lugar de hacerlo con mi amiga, como el resto de la semana. Mi visita se había hecho una costumbre y siempre me esperaban ansiosos y con ganas de comerse las facturitas que yo compraba la mayoría de las veces. Mi novio, al que voy a llamar Federico, estaba por esos días dedicado por completo a preparar la tesis que coronaría su carrera y que presentaría a fines de ese año. Vivía con sus padres y un hermano que cursaba el primer año de una carrera universitaria y que casi nunca estaba. También integraba la familia (aunque no vivía allí) una hermana mayor, casada y profesional prestigiosa, que estaba (está) radicada en otra provincia.
Al llegar a la casa, no abrió la puerta Blanquita (la mamá de Fede) como era habitual, sino que lo hizo Ángel (el papá), que muy pocas veces estaba a esa hora, ya que era (es) un ocupadísimo empresario acostumbrado a trabajar hasta muy tarde. Un hombre simpático, agradable, excelente presencia, muy buenas “pilchas”, deportista y apasionado de los autos, que a pesar de sus más de cinco décadas vividas y sus dos títulos universitarios, no aparenta haber sentido los almanaques sobre sus hombros.
El saludo de rigor parecía ser el de rutina: la sonrisa, el “hola, qué tal”, el beso de cortesía, etc. Pero hubo un detalle inesperado y, en aquel momento, gracioso: Al arrimar nuestras caras para la formalidad del beso, yo apunté con mi boca hacia su mejilla derecha, pero en esa fracción de segundo, él (sin querer) hizo lo mismo hacia mi mejilla izquierda. Nuestros labios colisionaron de frente y… -uy..! perdón..! –no… perdone usted..! Nos reímos espontáneamente mientras él me abrazaba poniendo mi cabeza contra su pecho adivinando mi vergüenza. Seguimos riéndonos mientras recorríamos el recibidor hacia la puerta que conduce al living de la paqueta casa.
–Ya le digo a tu “media naranja” que baje a recibirte, me dijo mientras aparecía Blanquita saludándome con la buena onda de siempre.
Para cualquier chica de mi edad (por entonces 19), lo que acabo de contar no hubiese tenido más trascendencia que la de una anécdota graciosa, algo incómoda o ruborizante, pero destinada a archivarse en algún oscuro rincón de la memoria. Pero en mi caso, aquel hecho constituiría el inicio de una etapa de mi vida (que no sé cuándo llegará a su fin) caracterizada, como ya mencioné, por esa rara sensación que no deja tranquila a mi conciencia, pero que a la vez deseo perpetuar mientras me sea posible, habida cuenta de la enorme felicidad que me produce.
Esa tarde transcurrió como cualquier otra, con las conversaciones de siempre, los comentarios sobre nuestros estudios y acerca de los trabajos de Ángel y Blanquita (ella docente de nivel medio), los chistes, los programas de la tele y cosas así. Solo después de dos o tres días, comenzó a perturbarme por las noches, una especie de “fantasía” un poco loca, que nos tenía como protagonistas a Ángel y a mí. Nada extraordinario. Únicamente me asaltaba la idea de que, en un eventual nuevo contacto con mi “suegro”, tuviese la duda de poner mi cara del lado izquierdo o del derecho en ese ínfimo instante en que nadie decide nada. Suena gracioso y hasta tonto, pero lo sería si no fuese que la duda, iba asociada a otra respecto de qué cosa deseaba en realidad que ocurriera. Y a decir verdad, creo que no es necesario aclarar que mi perturbación, mucho se relacionaba con lo que mi subconsciente había decidido desear.
Hubieron dos encuentros posteriores (uno en el fin de semana siguiente y otro bastante tiempo después), pero en razón de realizarse en presencia de otras personas, el saludo no tuvo particularidades para destacar. Mientras tanto y día tras día, yo me ocupaba de alimentar mi imaginación, recordando actitudes o palabras que él había tenido para conmigo en diversas oportunidades (hacía casi un año que lo conocía), tales como inocentes piropos o humorísticos elogios a mis piernas y a mis ojos. Dos años antes, yo había sido elegida en mi pueblo natal, reina nacional de la fiesta que allí se realiza, entonces me dedicaba a adjudicarle a dichas actitudes, aviesas y ocultas intenciones de su parte, cuando en realidad todo era nada más que el producto de mis propios “ratoneos”. No obstante, algo debo haber influido, tal vez con miradas o sonrisas o vaya saber con qué, para que en el tercer “recibimiento”, producido unos dos meses después, ocurriera lo que secretamente anhelaba, casi tal como esperaba que fuese: abrió la puerta, me sonrió, dijo hooola..!, tomó mi mano haciéndome pasar y mientras con su otra mano acariciaba mi cuello, inclinó su cabeza y apretó sus labios contra los míos.
Aunque todo haya durado entre tres y cuatro segundos, se me erizó la piel y disfruté del contacto tibio de su boca. Lo hicimos con extrema naturalidad como si fuese una práctica habitual y él notó mi satisfacción cuando, al hacerlo, entrecerré mis ojos y le sonreí con dulzura. Cuando cruzábamos el recibidor para ir al encuentro del resto de la familia, percibí con placer que iba deslizando su mano alrededor de mi espalda, hundió sus dedos cuando éstos sobrepasaron mi axila opuesta y alcanzaron el nacimiento de mi seno, en el único espacio de piel que me quedaba descubierto. Cuando abrió la puerta del living, ya habíamos vuelto a ser las personas de siempre.
Durante varias de las semanas siguientes, esta especie de “apasionada relación”, en la que casi no habíamos intercambiado palabras, pasó a ocupar la mayor parte de mis pensamientos, junto a tremendos ataques de culpabilidad, remordimientos y autorreproches, que yo lograba neutralizar parcialmente con frecuentes e intimas sesiones de masturbación, donde llegué incluso a utilizar a mi novio cuando salimos a disfrutar un finde de campamento, ya que en esa oportunidad, cada vez que hacíamos el amor, yo alimentaba mis ratones imaginando que era su padre, en lugar de él, quien me poseía.
La ansiada escena del recibimiento con beso, sólo se repitió en un par de oportunidades antes de llegar las fiestas de fin de año, época en la cual yo viajaba a mi pueblo para pasarlas con mi familia, pero como es lógico suponer, al no pasar de eso, llegó a impacientarme la repetición de un disco que tenía grabada una sola canción. Yo esperaba que el autor me mostrara qué otros temas era capaz de escribir.
Fede postergó la presentación de su tesis para febrero, viajé para las fiestas, me quedé durante enero recibiendo la visita de mi novio en mi pueblo durante una semana y pasé unas breves vacaciones estudiando un poco y haciéndome una gigantesca película el resto del tiempo. Volví a la ciudad para rendir dos materias pero aprobar una, Fede se recibió, hubo “gran fiesta gran” y hasta una idea de casamiento que preferimos posponer, ya que el ofrecimiento de participación en la empresa de su padre, aunque extraordinario en lo económico, fue descartado por Fede por no guardar relación con su título profesional recientemente conseguido. La postergación no me venía mal para ordenar mi cabeza.
Llegó el tiempo de iniciar un nuevo ciclo lectivo (el penúltimo) en mis estudios. A los pocos días, una sorpresa se me presentó en las primeras horas de una fresca y lluviosa mañana, cuando me disponía a afrontar la rutina de la espera del colectivo que me llevaba al campus donde cursaba: como jamás había ocurrido, el lujoso auto de mi “suegro” apareció por la avenida, me tocó bocina y se detuvo pasando unos diez metros el refugio donde yo aguardaba sola. Él había salido de su casa y se dirigía a la fábrica de su propiedad, cosa que hacía siempre en diferentes horarios dada su condición patronal, pero nunca había tenido la oportunidad de encontrarlo. Se inclinó, abrió la puerta y después de cerrar mi paraguas, subí. Tras el ruido que la puerta hizo al cerrarse, volví la cara para saludarlo y casi de inmediato tuve sus labios puestos sobre los míos, su brazo derecho pasando sobre mis hombros y su mano izquierda rodeando mi cuello con suavidad escalofriante. Luego despegó a duras penas su boca, vio mis ojos cerrados y dijo:
-¿Cómo estás, tesoro? Lo dijo con voz muy baja, como cuando no se quiere despertar a alguien que duerme.
- Bien… ¿y usted?, contesté con el mismo tono de voz.
- Bien, porque te encuentro… me voy a trabajar. ¿Vas a la facultad?
- Mhm?..
- Vamos… te llevo…
- Nooo! Acérqueme un poco nomás… A usted le queda lejos.
- ¡Ni loco! Yo te llevo de todas maneras.
Mientras hablábamos, no había sacado sus manos de donde las tenía y había levantado ligeramente la vista para mirar alrededor. No se veía gente; sólo algunos autos pasando rápidamente se advertían a través de los vidrios empañados. Entonces volví a cerrar los ojos y él aceptó la invitación, posando otra vez su boca sobre la mía, con más énfasis esta vez. Sentí su lengua recogiendo mi saliva y mojando luego mi mentón y mi cuello.
Quizá no hayan pasado dos minutos desde mi subida al auto, cuando se irguió, acomodó el cuello de su carísima camisa que había quedado atrapado bajo el fino chaleco de gamuza, abrochó la malla de su reloj Bulova que se había desprendido, puso la palanca de cambios en la opción automática y arrancó. Esto último, según supe enseguida, tenía el propósito de liberar su mano derecha, para tomar la izquierda mía y jugar con mis dedos entre los suyos, situación que se mantuvo durante varios minutos y en silencio. Al rato, descartó la mano y optó por mi muslo (yo llevaba una falda de jersey más liviana que lo conveniente), y mi piel estaba todavía algo erizada, un poco por la baja temperatura pero más por la excitación del momento.
- Tenés las piernitas heladas todavía, me dijo desplazando sus dedos hacia arriba y arrastrando con ellos la falda.
- Sí… pero aquí está re calentito, contesté.
- ¡Sí, ya lo creo!.. dijo lanzando una carcajada.
Tardé en entender el chiste, pero sobre todo teniendo en cuenta que no coincidía para nada con su refinado estilo. Él se arrepintió pero no se atrevió a disculparse, ya que hubiese quedado peor, de modo que siguió manejando. Hubo otro largo silencio, pero sus dedos ya incursionaban en mi zona inguinal.
Finalmente llegamos al campus, yo le indiqué cuál es el pabellón donde está mi facultad, la lluvia se intensificó un poco sin ser un aguacero, pero inesperadamente detuvo la marcha unos trescientos metros antes.
- Moni… quiero que me seas absolutamente sincera, me dijo rozando sus labios entre mi mejilla y mi nariz y con la voz tan bajita como venía siendo. Sólo se oía el sonido de la lluvia como fondo, ya que había detenido el motor del auto.
- Sí… ¿qué?, pregunté mientras sentía su atrevida mano derecha, otra vez deslizándose sobre mi hombro, bajar por la espalda y levantar al mismo tiempo la blusa, el suéter y la camperita de jean que llevaba puestos. Con eso, él alcanzaba nuevamente mi pecho pasando por debajo de la axila.
- ¿Es imprescindible que vayas hoy a clase?, me preguntó tapándome la boca con un nuevo beso que me impedía contestarle.
Acto seguido, hizo a un lado mi bombacha con su otra mano e introdujo sus dedos en mi vagina estremeciéndome al rozar el clítoris. Lancé un gemido muy próximo a un orgasmo y di un salto por el temor a que alguien nos viera. Él se sobresaltó.
- Sí… no puedo faltar… discúlpeme, le dije temblando.
- Tranquila (creo que agregó “muñequita” o “mi chiquita” o algo así). Todo va a estar bien, disculpame vos… ¿Estás bien? me preguntó asustado porque empecé a llorar.
En realidad le mentí al decirle que estaba obligada a ir a clase, pero la situación me había superado por completo; se me habían venido encima todos los fantasmas de la inquisición y me aterroricé. Era como si en el asiento de atrás, estuviesen su mujer, sus hijos (incluido mi novio) y hasta mis viejos. Al menos en ese momento, no lo pude soportar y tuve una crisis. Le insumió un rato tranquilizarme, lograr que hasta me riera con algún chiste y me bajara para ir a clase, no sin antes prometernos mutuamente nuevos encuentros, conversaciones maduras y silencio tan cómplice como sepulcral.
Pero esto no termina aquí. La verdad, es que aquí comienza…
Pido disculpas a los poringueros, si lo que hasta aquí han leído, no satisfizo suficientemente sus expectativas, pero ya había aclarado que necesito brindar ciertos detalles que ayuden a comprender mejor el devenir de los sucesos, en virtud de la dimensión que ellos alcanzaron y lo increíble que podría resultar la descripción lisa y llana de los hechos, por más excitantes que resulten.
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