bueno, acá les dejo la primera parte de mi primer relato. espero que les guste lo suficiente como para esperar con ganas la continuación. y ojalá que sea el primer de muchos. disfrútenlo.
No soy un tipo dotado, pero tampoco doy lástima. Estoy en el promedio. En el gris promedio.
Conocí a varias mujeres. Nunca recibí quejas, como suele decirse. Al momento de ponerme en bolas, jamás noté una mueca de decepción ni nada parecido, aunque me hubiese gustado que alguna se quedara con la boca abierta y los ojos desorbitados por la sorpresa. En otra vida, quizás.
Con Tatiana creí que sería diferente. La primera vez que la vi, me fijé en sus manos, tan chiquitas. En realidad, toda ella estaba como hecha a escala, en miniatura. Supuse que, con su metro cincuenta y sus apenas 45 kilos, mi físico iba a impresionarla mínimamente. Una cuestión de contraste de proporciones.
Sin embargo, y a pesar de que la pasábamos muy bien en la cama, ella no dio nunca señales de que yo la intimidara.
Cuando no estábamos cogiendo, hablábamos de sexo con una frialdad analítica y casi científica, con un desapego tal que daba la sensación de que no estábamos hablando de nosotros mismos sino de algún tercero. Y eso era bastante positivo. Nos permitía ser más abiertos, más sinceros, y no sentirnos juzgados. Un día, me animé a compartirle mi preocupación. Ella, totalmente inexpresiva, me respondió que a ninguna mujer, mientras está caliente, se le ocurriría sacar una cinta métrica para medirle el miembro a su hombre.
Le dije que tenía razón. Tatiana siguió: dijo que el pene promedio, a nivel mundial, ronda los 13 centímetros. Dijo que sólo el 5% de la población está por debajo de ese número. Y que, en el peor de los casos, con la mitad de eso bastaba para satisfacer a una mujer, porque la mayor concentración de nervios sensibles se hallan en apenas los primeros 7 centímetros del interior de la vagina.
—Ok —le dije yo—. Eso según Wikipedia. Pero, ¿y vos?
Tatiana levantó los hombros. Dijo que no era lo único ni lo más importante. Las viejas que iban en el asiento de adelante nuestro nos miraban torcido, y nos siguieron con la mirada hasta que nos bajamos del colectivo. Siempre nos divertían las reacciones de la gente cuando tocábamos esos temas en lugares públicos.
Y pensé que, a lo mejor, nos hacía falta exactamente eso: la opinión de un tercero.
Decidí subir mis fotos a Internet, a una de esas redes sociales donde se comparten fotos amateur y caseras. No recibí ningún comentario femenino. La tribuna gay parecía más interesada, pero también menos exigente.
En cambio, a otros tipos les iba mucho mejor. Ellos tampoco recibían comentarios de parte ninguna mujer, pero sí de otros hombres. Muchísimos. Y no sólo de homosexuales, sino de unos cuantos que decían desear ver al usuario en cuestión con sus novias y esposas.
Me acordé de una ex que me había sido infiel. Nadie se salva de eso, después de todo. No fue una situación grata. Por eso no entendía cómo podía haber tipos que fantasearan con ser cornudos voluntariamente. Pero entonces me imaginé la expresión de Tatiana frente a una verga del mismo tamaño que su antebrazo; una expresión que sólo podía imaginarme, porque jamás se la había visto.
El sexo era muy bueno. Teníamos química. Había lugar para el romanticismo más cursi y para la brutalidad más sucia, en medidas bastante parejas. Tatiana me decía que era feliz conmigo. Y a mí no me quedaba otra que creerle. ¿Por qué otra razón se iba a quedar, entonces, noche por medio a dormir en mi departamento? Sí, ella estaba en lo cierto cuando me afirmaba y reafirmaba y recontra afirmaba que el tamaño no era "ni lo único ni lo más importante". Pero yo quería verla feliz, más que feliz: quería verla desbordada de emoción, extasiada, perdida.
Se lo conté una mañana, mientras desayunábamos. No pude seguir aguantándome. Ella tenía que cortar al medio las tostadas de pan lactal para que le entraran en la boca. Me imaginé esos mismos labios, carnosos pero tan pequeños, alrededor de un glande rojo y enorme como una manzana, y tuve una erección de aquellas.
Tatiana arqueó las cejas y siguió masticando como si nada. Me apuré a aclararle, por las dudas, que sólo era una fantasía.
—No te preocupes —dijo ella, y se levantó de la silla, sacudiéndose las migas de las manos.
Tenía puesta una camisa mía que, inevitablemente, le quedaba varios talles más grande. Vi su cintura a trasluz, estrecha y plana. Calculé, a ojo, la distancia entre su culotte de algodón y el ombligo, y me pregunté qué tan hondo llegaría una pija de 20 centímetros.
Tatiana no se había enojado ni ofendido. Si no volvió a sacar el tema, no fue porque se tratara de un secreto que convenía mantener oculto, sino porque –para ella– era un asunto tan irrelevante como cualquier otro.
Esa noche, sin embargo, a espaldas suyas, en vez de subir fotos mías (cosa que ya no me importaba en absoluto), subí fotos de ella, tan sólo para averiguar si alguno de esos pija de burro estaría interesado en taladrar a mi chica.
Mi chica no es mi chica
(1ª parte)
No soy un tipo dotado, pero tampoco doy lástima. Estoy en el promedio. En el gris promedio.
Conocí a varias mujeres. Nunca recibí quejas, como suele decirse. Al momento de ponerme en bolas, jamás noté una mueca de decepción ni nada parecido, aunque me hubiese gustado que alguna se quedara con la boca abierta y los ojos desorbitados por la sorpresa. En otra vida, quizás.
Con Tatiana creí que sería diferente. La primera vez que la vi, me fijé en sus manos, tan chiquitas. En realidad, toda ella estaba como hecha a escala, en miniatura. Supuse que, con su metro cincuenta y sus apenas 45 kilos, mi físico iba a impresionarla mínimamente. Una cuestión de contraste de proporciones.
Sin embargo, y a pesar de que la pasábamos muy bien en la cama, ella no dio nunca señales de que yo la intimidara.
Cuando no estábamos cogiendo, hablábamos de sexo con una frialdad analítica y casi científica, con un desapego tal que daba la sensación de que no estábamos hablando de nosotros mismos sino de algún tercero. Y eso era bastante positivo. Nos permitía ser más abiertos, más sinceros, y no sentirnos juzgados. Un día, me animé a compartirle mi preocupación. Ella, totalmente inexpresiva, me respondió que a ninguna mujer, mientras está caliente, se le ocurriría sacar una cinta métrica para medirle el miembro a su hombre.
Le dije que tenía razón. Tatiana siguió: dijo que el pene promedio, a nivel mundial, ronda los 13 centímetros. Dijo que sólo el 5% de la población está por debajo de ese número. Y que, en el peor de los casos, con la mitad de eso bastaba para satisfacer a una mujer, porque la mayor concentración de nervios sensibles se hallan en apenas los primeros 7 centímetros del interior de la vagina.
—Ok —le dije yo—. Eso según Wikipedia. Pero, ¿y vos?
Tatiana levantó los hombros. Dijo que no era lo único ni lo más importante. Las viejas que iban en el asiento de adelante nuestro nos miraban torcido, y nos siguieron con la mirada hasta que nos bajamos del colectivo. Siempre nos divertían las reacciones de la gente cuando tocábamos esos temas en lugares públicos.
Y pensé que, a lo mejor, nos hacía falta exactamente eso: la opinión de un tercero.
Decidí subir mis fotos a Internet, a una de esas redes sociales donde se comparten fotos amateur y caseras. No recibí ningún comentario femenino. La tribuna gay parecía más interesada, pero también menos exigente.
En cambio, a otros tipos les iba mucho mejor. Ellos tampoco recibían comentarios de parte ninguna mujer, pero sí de otros hombres. Muchísimos. Y no sólo de homosexuales, sino de unos cuantos que decían desear ver al usuario en cuestión con sus novias y esposas.
Me acordé de una ex que me había sido infiel. Nadie se salva de eso, después de todo. No fue una situación grata. Por eso no entendía cómo podía haber tipos que fantasearan con ser cornudos voluntariamente. Pero entonces me imaginé la expresión de Tatiana frente a una verga del mismo tamaño que su antebrazo; una expresión que sólo podía imaginarme, porque jamás se la había visto.
El sexo era muy bueno. Teníamos química. Había lugar para el romanticismo más cursi y para la brutalidad más sucia, en medidas bastante parejas. Tatiana me decía que era feliz conmigo. Y a mí no me quedaba otra que creerle. ¿Por qué otra razón se iba a quedar, entonces, noche por medio a dormir en mi departamento? Sí, ella estaba en lo cierto cuando me afirmaba y reafirmaba y recontra afirmaba que el tamaño no era "ni lo único ni lo más importante". Pero yo quería verla feliz, más que feliz: quería verla desbordada de emoción, extasiada, perdida.
Se lo conté una mañana, mientras desayunábamos. No pude seguir aguantándome. Ella tenía que cortar al medio las tostadas de pan lactal para que le entraran en la boca. Me imaginé esos mismos labios, carnosos pero tan pequeños, alrededor de un glande rojo y enorme como una manzana, y tuve una erección de aquellas.
Tatiana arqueó las cejas y siguió masticando como si nada. Me apuré a aclararle, por las dudas, que sólo era una fantasía.
—No te preocupes —dijo ella, y se levantó de la silla, sacudiéndose las migas de las manos.
Tenía puesta una camisa mía que, inevitablemente, le quedaba varios talles más grande. Vi su cintura a trasluz, estrecha y plana. Calculé, a ojo, la distancia entre su culotte de algodón y el ombligo, y me pregunté qué tan hondo llegaría una pija de 20 centímetros.
Tatiana no se había enojado ni ofendido. Si no volvió a sacar el tema, no fue porque se tratara de un secreto que convenía mantener oculto, sino porque –para ella– era un asunto tan irrelevante como cualquier otro.
Esa noche, sin embargo, a espaldas suyas, en vez de subir fotos mías (cosa que ya no me importaba en absoluto), subí fotos de ella, tan sólo para averiguar si alguno de esos pija de burro estaría interesado en taladrar a mi chica.
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