Y así fue.
Un día común de trabajo, nadie recuerda el día pero si la hora, fue poco después del mediodía. Fue hace mucho tiempo, más de diez años quizá.
Las imágenes que a él se le aparecían en la mente eran confusas y poco claras, pero había imágenes que valían más que mil palabras.
Daniel volvía a su escritorio pequeño, y a unos metros, la vio, a ella, a Liz, en su escri-torio, que miraba directamente a la pared.
Dani recordaba que a ella, a Liz, nunca le gustó trabajar mirando a la pared, pero al pa-recer fue la única solución de que no participara tanto en las conversaciones que se su-cedían casi todo el tiempo, y que con su voz gruesa de locutora la distinguía del resto y facilitaba la tarea de los jefes para llamarle la atención.
Así y todo, ella se las arreglaba para que su voz se escuche, ya sea porque tenía mucho trabajo, ya sea porque discutía con su hija adolescente por teléfono, o bien por las discu-siones que mantenía con su marido y que todos, o al menos varios de los chicos que trabajaban allí, estaban al tanto, aunque no quisieran.
Era verano, casi llegando a fin de año, aunque la verdad mucho no importa ese detalle, pero sí otros.
Dani volviendo de su almuerzo, vio que Liz seguía en su puesto de trabajo; fue cuando se acercó y le dijo
- Que pasa? Ya no comes? Y el posó su manos como si nada por los hombros de ella.
- No, porque me tengo que ir antes – contestó-
Dani muy lentamente comenzó haciéndole masajes como en muchas otras ocasiones le habían hecho, pero en realidad siempre lo hacía con la intención de que produzca cos-quillas y termine como una broma.
Pero justo ese día, esa semana, ese mes, ella dijo – Uy, dale, haceme unos masajes.
Dani accedió, y en unos minutos se dio cuenta que en la oficina donde ellos trabajaban, y donde había cerca de 10 puestos de trabajo, no había nadie.
Todos habían salido a almorzar fuera, o a hacer algún trámite, da lo mismo. El siguió con los masajes mientras se escuchaba el susurro de Liz agradeciendo semejante gesto mientras movía de un lado al otro su cabeza muy lentamente como queriendo despejar esos dolores que tanto –por momento- la aquejaban.
Liz tenía un vestido negro, zapatos negros también, era una mujer alta, de más de un metro setenta sin tacos. De voz gruesa, lindos ojos, hasta ese momento nadie lo había advertido, incluso Dani, pero desde su posición privilegiada, la vio a ella que cerraba los ojos, como disfrutando ese pequeño descanso y relax que le proporcionaban los dedos de Dani en sus hombros.
Y de repente algo sucedió, entre ellos, fue mágico, maravilloso, fue un silencio a gritos, como por arte de magia, ella levemente se movió hacia atrás, como queriendo apoyar toda su espalda en su silla y así estar más cómoda.
Fue en ese momento que él –en forma inconsciente- miro para abajo, y vio que el escote de Liz se movía en cada movimiento que hacían sus manos. Sus dedos sin querer co-menzaron a hacer movimientos circulares que relajaban mucho más a Liz, y así el tiempo se detuvo.
En cada movimiento, lento, circular, los centímetros se iban sumando, lo que producía que el escote de Liz dejara entrever lo que nadie se imaginaba. Pasaron los minutos y, mientras el pulgar seguía en los hombros, los dedos restantes de Dani comenzaron a recorrer el pecho de Liz.
Habrá sido en un segundo? En un minuto? Sabemos que fue lento y parsimonioso como disfrutando cada segundo de esa película genial que los dos sin querer, estaban protago-nizando.
Sucedió.
Las manos de Daniel comenzaron a recorrer sin prisa, pero sin pausa, los pechos de Liz. Fue increíble la sorpresa de Daniel al ver que sus manos no podían siquiera tomar por completo los enormes pechos de Liz, y fue en ese mismo momento que ella se volteó y lo miró con cara desencajada, mezcla de placer y odio.
Hasta que él pudo dar con sus pezones, y ella se rindió, ahogó su grito y su insulto, y lo cambio por un disparo a la boca de Daniel. Y allí las dos lenguas se encontraron. Fueron besos tímidos, claros, de adolescentes, calientes, porque ninguno de los dos podía creer lo que el otro pudo despertar en su propia piel.
Tocaron el timbre y pronto ambos se reincorporaron, Daniel fue a abrir la puerta, mien-tras Liz se fue al toilette.
La jornada en el call, siguió como de costumbre, llamados, charlas, griterío, lo de siem-pre. Pronto llegaría la hora, las 16, tiempo en que Liz debía irse a llevar a su hija al médico.
Daniel hacia rato que estaba en su puesto, haciendo los llamados de rutina, solicitando información comercial para sus análisis, de repente sintió un perfume pasar, cuando volteó, Liz ya había pasado, sin saludarlo.
Segundos después, él recibió un mensaje de texto que decía: “esto no va a quedar así”
Capitulo II
En pleno microcentro se ubicaba la oficina, uno podía llegar desde cualquier punto cardinal y podía cumplir el horario tranquilamente. Si, pleno microcentro, claro que era otra ciudad, menos gente, menos motos, menos todo.
Muchas horas sentado frente a la pantalla, la mayoría jóvenes, que iban desde los 25 a los 40 años, salvo la gerente.
Una señora muy aseñorada de la que se corría la voz que comenzó siendo secre-taria hace muchísimos años, y ahora devenía en gerente.
Si, esa gerente que una vez por semana hablaba con los verdaderos dueños de la compañía, que estaban en Connecticut, USA.
También decían que tenía la nariz operada, ojos claros, rubia, flaquita, de mas o menos un metro sesenta y cinco.
El esposo de Mara, lo había hecho entrar, o mejor dicho, me había recomendado, y el, sumiso como era, cumplió con los mínimos requisitos como para convencer a la jefa, de que podía funcionar.
Paso mucho tiempo, y el pibe ya tenía cierta cancha, y en más de una oportuni-dad había hecho notar su forma de ser y de pensar. A veces causaba gracia a to-dos y otras no. Bah, a una sola, no.
Fue cuando empezaron a pagar después del 30 y la cosa empezó a complicarse, muchos que alquilan debían dar explicaciones que incomodaban hasta el más santo.
Fue en aquella reunión dónde los juntaron a todos en la oficina de la gerente, de Mara, para explicar la situación, se calcula que eran como 16 personas en la ofi-cina, todos parados y ella sentada.
Cuando explicó todo lo que tenía para aburrir, consultó si alguien tenía alguna inquietud, y Marcos saltó, consultando si había algún problema ya que estaban cobrando el sueldo en los dos últimos meses los días 7 ù 8 del mes siguiente.
Y a ella se le desdibujó aquella sonrisa que había podido construir durante tantos años detrás de ese escritorio viejo de esos que tienen un vidrio grueso arriba y lleno de papeles y teléfonos debajo.
La explicación la dio y luego deshizo la reunión, cada uno a su trabajo, ya, rápi-do, menos vos Marcos, dijo ella, la gerente.
La reprimenda fue colosal, cuando él ya estaba a centímetros de tocar el picapor-te de la puerta para volver a su puesto, ella lo llama y le dice.
-Otra cosa, tengo problemas con el teclado de la máquina, porque no te fijas a ver si hay algún problema.?
Marcos, suspirando profesionalmente como para que no se note, volvió y le con-sultó, donde estaba la pc. Ella le dijo creo que las conexiones están de tu lado, fijate.
Era un escritorio viejo, con dos pequeños cajones laterales, alto, enorme, él sabía que el escritorio era pesado, las patas de hierro, y ya desde la puerta a escasos 4 o 5 metros, se podía ver la pc.
Disculpame que no pueda correrme más, tengo que terminar un informe para Miami le contestó ella.
Sutilmente una forma quizá de no colaborar, pensó Marcos.
La señora Gerente cuenta con su marido músico, que da clases en su propio de-partamento, y una hija adolescente experta en sacar de quicio a su madre, cuantas veces pueda hacerlo.
Si la antipatía era su costado más conocido, esto no quita en modo alguno su elegancia, aunque vestía como mujer adulta, a veces demasiado, en verano sor-prendía porque abusaba de las polleras, color verde oliva acompañada de alguna camisita bordada blanca, y zapatos haciendo juego.
Marcos, rendido en la alfombra esperando escuchar la voz de mando que diese fin a otro trabajo bien hecho, comenzó a verificar las diferentes conexiones de la pc.
Inconscientemente, ante cada respuesta de ella, el torcía la mirada como si tuvie-ra que mirar con los ojos para entender la respuesta de la gerente, hasta que en un momento reparó en las piernas de Mara, suaves, delgadas, y tostadas.
Ella comenzó a hablar en inglés, suficiente prueba para que Marcos siguiera solo haciendo el trabajo de mover un cable y voltear por arriba del escritorio para ve-rificar el resultado.
A la cuarta vez que volvía por debajo del escritorio, se habían cumplido casi 15 minutos de charla internacional, compenetrada en su discusión, negociación, va-ya uno a saber qué estaban diciéndose, a la vez que ella se mecía de izquierda a derecha jugando con su gran sillón.
En una de las veces que –equivocadamente- marcos giró en su intención de pre-guntarle a la tan ocupada gerente, vio sus piernas que, de a poco, se iban abrien-do. Quizá eso fue lo que lo descolocó, llamándole toda su atención; dejándolo paralizado observando esa escena dantesca.
Minutos antes, solo había reproches y amenazas disfrazadas de advertencias, y en un abrir y cerrar de ojos, después de las 18 horas, cuando todos ya se habían escapado como ratas, aprovechando que la puerta del despacho principal estaba cerrada, sucedió.
Marcos miraba ese vaivén, y quedó como abstraído en la que su mirada acompa-ñaba el movimiento lento y continuo de su jefa. Sus piernas, suaves, lisas y per-fumadas se abrían y se cerraban, en ese increíble juego de seducción, su ropa in-terior impecable, de encaje blanco, casi transparente era una invitación al pleno asalto.
Las gotas de sudor, nervios o transpiración dibujaban surcos brillantes en la sien de marcos, hasta que el teclado comenzó a funcionar luego de escuchar el tic ca-racterísticos de las buenas conexiones.
Colorado de vergüenza, dijo en voz baja, listo Mara, ya se arregló. Dio media vuelta y se fue.
Y allí se quedó ella, la gerente riéndose poco más que a carcajadas, cruzada de piernas, con el tubo en su mano derecha y en su otra mano mostrando a la nada, el otro extremo del cable telef
Un día común de trabajo, nadie recuerda el día pero si la hora, fue poco después del mediodía. Fue hace mucho tiempo, más de diez años quizá.
Las imágenes que a él se le aparecían en la mente eran confusas y poco claras, pero había imágenes que valían más que mil palabras.
Daniel volvía a su escritorio pequeño, y a unos metros, la vio, a ella, a Liz, en su escri-torio, que miraba directamente a la pared.
Dani recordaba que a ella, a Liz, nunca le gustó trabajar mirando a la pared, pero al pa-recer fue la única solución de que no participara tanto en las conversaciones que se su-cedían casi todo el tiempo, y que con su voz gruesa de locutora la distinguía del resto y facilitaba la tarea de los jefes para llamarle la atención.
Así y todo, ella se las arreglaba para que su voz se escuche, ya sea porque tenía mucho trabajo, ya sea porque discutía con su hija adolescente por teléfono, o bien por las discu-siones que mantenía con su marido y que todos, o al menos varios de los chicos que trabajaban allí, estaban al tanto, aunque no quisieran.
Era verano, casi llegando a fin de año, aunque la verdad mucho no importa ese detalle, pero sí otros.
Dani volviendo de su almuerzo, vio que Liz seguía en su puesto de trabajo; fue cuando se acercó y le dijo
- Que pasa? Ya no comes? Y el posó su manos como si nada por los hombros de ella.
- No, porque me tengo que ir antes – contestó-
Dani muy lentamente comenzó haciéndole masajes como en muchas otras ocasiones le habían hecho, pero en realidad siempre lo hacía con la intención de que produzca cos-quillas y termine como una broma.
Pero justo ese día, esa semana, ese mes, ella dijo – Uy, dale, haceme unos masajes.
Dani accedió, y en unos minutos se dio cuenta que en la oficina donde ellos trabajaban, y donde había cerca de 10 puestos de trabajo, no había nadie.
Todos habían salido a almorzar fuera, o a hacer algún trámite, da lo mismo. El siguió con los masajes mientras se escuchaba el susurro de Liz agradeciendo semejante gesto mientras movía de un lado al otro su cabeza muy lentamente como queriendo despejar esos dolores que tanto –por momento- la aquejaban.
Liz tenía un vestido negro, zapatos negros también, era una mujer alta, de más de un metro setenta sin tacos. De voz gruesa, lindos ojos, hasta ese momento nadie lo había advertido, incluso Dani, pero desde su posición privilegiada, la vio a ella que cerraba los ojos, como disfrutando ese pequeño descanso y relax que le proporcionaban los dedos de Dani en sus hombros.
Y de repente algo sucedió, entre ellos, fue mágico, maravilloso, fue un silencio a gritos, como por arte de magia, ella levemente se movió hacia atrás, como queriendo apoyar toda su espalda en su silla y así estar más cómoda.
Fue en ese momento que él –en forma inconsciente- miro para abajo, y vio que el escote de Liz se movía en cada movimiento que hacían sus manos. Sus dedos sin querer co-menzaron a hacer movimientos circulares que relajaban mucho más a Liz, y así el tiempo se detuvo.
En cada movimiento, lento, circular, los centímetros se iban sumando, lo que producía que el escote de Liz dejara entrever lo que nadie se imaginaba. Pasaron los minutos y, mientras el pulgar seguía en los hombros, los dedos restantes de Dani comenzaron a recorrer el pecho de Liz.
Habrá sido en un segundo? En un minuto? Sabemos que fue lento y parsimonioso como disfrutando cada segundo de esa película genial que los dos sin querer, estaban protago-nizando.
Sucedió.
Las manos de Daniel comenzaron a recorrer sin prisa, pero sin pausa, los pechos de Liz. Fue increíble la sorpresa de Daniel al ver que sus manos no podían siquiera tomar por completo los enormes pechos de Liz, y fue en ese mismo momento que ella se volteó y lo miró con cara desencajada, mezcla de placer y odio.
Hasta que él pudo dar con sus pezones, y ella se rindió, ahogó su grito y su insulto, y lo cambio por un disparo a la boca de Daniel. Y allí las dos lenguas se encontraron. Fueron besos tímidos, claros, de adolescentes, calientes, porque ninguno de los dos podía creer lo que el otro pudo despertar en su propia piel.
Tocaron el timbre y pronto ambos se reincorporaron, Daniel fue a abrir la puerta, mien-tras Liz se fue al toilette.
La jornada en el call, siguió como de costumbre, llamados, charlas, griterío, lo de siem-pre. Pronto llegaría la hora, las 16, tiempo en que Liz debía irse a llevar a su hija al médico.
Daniel hacia rato que estaba en su puesto, haciendo los llamados de rutina, solicitando información comercial para sus análisis, de repente sintió un perfume pasar, cuando volteó, Liz ya había pasado, sin saludarlo.
Segundos después, él recibió un mensaje de texto que decía: “esto no va a quedar así”
Capitulo II
En pleno microcentro se ubicaba la oficina, uno podía llegar desde cualquier punto cardinal y podía cumplir el horario tranquilamente. Si, pleno microcentro, claro que era otra ciudad, menos gente, menos motos, menos todo.
Muchas horas sentado frente a la pantalla, la mayoría jóvenes, que iban desde los 25 a los 40 años, salvo la gerente.
Una señora muy aseñorada de la que se corría la voz que comenzó siendo secre-taria hace muchísimos años, y ahora devenía en gerente.
Si, esa gerente que una vez por semana hablaba con los verdaderos dueños de la compañía, que estaban en Connecticut, USA.
También decían que tenía la nariz operada, ojos claros, rubia, flaquita, de mas o menos un metro sesenta y cinco.
El esposo de Mara, lo había hecho entrar, o mejor dicho, me había recomendado, y el, sumiso como era, cumplió con los mínimos requisitos como para convencer a la jefa, de que podía funcionar.
Paso mucho tiempo, y el pibe ya tenía cierta cancha, y en más de una oportuni-dad había hecho notar su forma de ser y de pensar. A veces causaba gracia a to-dos y otras no. Bah, a una sola, no.
Fue cuando empezaron a pagar después del 30 y la cosa empezó a complicarse, muchos que alquilan debían dar explicaciones que incomodaban hasta el más santo.
Fue en aquella reunión dónde los juntaron a todos en la oficina de la gerente, de Mara, para explicar la situación, se calcula que eran como 16 personas en la ofi-cina, todos parados y ella sentada.
Cuando explicó todo lo que tenía para aburrir, consultó si alguien tenía alguna inquietud, y Marcos saltó, consultando si había algún problema ya que estaban cobrando el sueldo en los dos últimos meses los días 7 ù 8 del mes siguiente.
Y a ella se le desdibujó aquella sonrisa que había podido construir durante tantos años detrás de ese escritorio viejo de esos que tienen un vidrio grueso arriba y lleno de papeles y teléfonos debajo.
La explicación la dio y luego deshizo la reunión, cada uno a su trabajo, ya, rápi-do, menos vos Marcos, dijo ella, la gerente.
La reprimenda fue colosal, cuando él ya estaba a centímetros de tocar el picapor-te de la puerta para volver a su puesto, ella lo llama y le dice.
-Otra cosa, tengo problemas con el teclado de la máquina, porque no te fijas a ver si hay algún problema.?
Marcos, suspirando profesionalmente como para que no se note, volvió y le con-sultó, donde estaba la pc. Ella le dijo creo que las conexiones están de tu lado, fijate.
Era un escritorio viejo, con dos pequeños cajones laterales, alto, enorme, él sabía que el escritorio era pesado, las patas de hierro, y ya desde la puerta a escasos 4 o 5 metros, se podía ver la pc.
Disculpame que no pueda correrme más, tengo que terminar un informe para Miami le contestó ella.
Sutilmente una forma quizá de no colaborar, pensó Marcos.
La señora Gerente cuenta con su marido músico, que da clases en su propio de-partamento, y una hija adolescente experta en sacar de quicio a su madre, cuantas veces pueda hacerlo.
Si la antipatía era su costado más conocido, esto no quita en modo alguno su elegancia, aunque vestía como mujer adulta, a veces demasiado, en verano sor-prendía porque abusaba de las polleras, color verde oliva acompañada de alguna camisita bordada blanca, y zapatos haciendo juego.
Marcos, rendido en la alfombra esperando escuchar la voz de mando que diese fin a otro trabajo bien hecho, comenzó a verificar las diferentes conexiones de la pc.
Inconscientemente, ante cada respuesta de ella, el torcía la mirada como si tuvie-ra que mirar con los ojos para entender la respuesta de la gerente, hasta que en un momento reparó en las piernas de Mara, suaves, delgadas, y tostadas.
Ella comenzó a hablar en inglés, suficiente prueba para que Marcos siguiera solo haciendo el trabajo de mover un cable y voltear por arriba del escritorio para ve-rificar el resultado.
A la cuarta vez que volvía por debajo del escritorio, se habían cumplido casi 15 minutos de charla internacional, compenetrada en su discusión, negociación, va-ya uno a saber qué estaban diciéndose, a la vez que ella se mecía de izquierda a derecha jugando con su gran sillón.
En una de las veces que –equivocadamente- marcos giró en su intención de pre-guntarle a la tan ocupada gerente, vio sus piernas que, de a poco, se iban abrien-do. Quizá eso fue lo que lo descolocó, llamándole toda su atención; dejándolo paralizado observando esa escena dantesca.
Minutos antes, solo había reproches y amenazas disfrazadas de advertencias, y en un abrir y cerrar de ojos, después de las 18 horas, cuando todos ya se habían escapado como ratas, aprovechando que la puerta del despacho principal estaba cerrada, sucedió.
Marcos miraba ese vaivén, y quedó como abstraído en la que su mirada acompa-ñaba el movimiento lento y continuo de su jefa. Sus piernas, suaves, lisas y per-fumadas se abrían y se cerraban, en ese increíble juego de seducción, su ropa in-terior impecable, de encaje blanco, casi transparente era una invitación al pleno asalto.
Las gotas de sudor, nervios o transpiración dibujaban surcos brillantes en la sien de marcos, hasta que el teclado comenzó a funcionar luego de escuchar el tic ca-racterísticos de las buenas conexiones.
Colorado de vergüenza, dijo en voz baja, listo Mara, ya se arregló. Dio media vuelta y se fue.
Y allí se quedó ella, la gerente riéndose poco más que a carcajadas, cruzada de piernas, con el tubo en su mano derecha y en su otra mano mostrando a la nada, el otro extremo del cable telef
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