Solo los que han vivido la experiencia de convivir con la naturaleza, respirando un aire tan puro que te marea o enfrentar la briza y el sol galopando sobre un dócil caballo, quizás puedan entender de lo que estoy hablando.
Yo tenía quince años cuando falleció mi padre, y en mi caso fue un duelo difícil. Por esa razón mis tíos, literalmente, me secuestraron y me llevaron una temporada a la estancia familiar; quizás en ese entorno sano podría curar ese sufrido espíritu.
Vivir en el campo tenía sus ventajas; alimentación sana, pocas cosas para meterse en problemas y muchas para canalizar positivamente esas energías que afloraban. Oportunidades de trabajo rudo y satisfactorio no me faltaban, aunque solo los hiciera porque se me daba la gana y para pasar el tiempo.
La estancia era toda para mí; mis tíos raramente permanecían unos pocos días para supervisar trabajos y se marchaban. Es por eso que podía disfrutar de la casa familiar a mis anchas, sin preocuparme por presencias molestas.
Todo estaba a cargo de Arturo, una suerte de capataz que decidía sobre las cosas pequeñas o grandes con la autoridad indiscutible de un general prusiano. Con él vivían su esposa Lucía y sus hijas, Clara a quien habían apodado “chiquita” y Liliana a la que le decían solo “Lili”. Nunca había averiguado mucho sobre su historia familiar, pero lo cierto es que Arturo era el amo indiscutido en esa tierra, solo superado por sus patrones; su esposa, bastante menor, era la encargada de la cocina y de mimarme; y sus hijas una suerte de agregado, innecesario pero inevitable al parecer de Arturo, pero que ayudaban aquí y allá.
Una mañana desperté con antojo de las tortas que doña Margarita preparaba en la estancia vecina y decidí que una “visita social” no sería mala idea. Así que le dije a Arturo que me marcharía a la estancia vecina después del almuerzo y que me tuviera ensillado mi caballo.
Grande fue mi sorpresa fue cuando esa tarde apareció Chiquita con dos caballos preparados y me dijo que, ya que no tenía nada que hacer me acompañaría a la “escondida”, la estancia vecina.
El galopar usual se convirtió en un suave trote esa tarde, yo miraba a mi compañera de viaje de reojo, con el deseo y el miedo natural de un adolescente cachondo con hormonas y ganas saludables, que miran a una chica mayor. Chiquita era una mujer de veintidós años, bajita, aunque sus formas eran agradables y bien proporcionadas; era la típica muchachona de campo que podía hacer las tareas más rudas si eso era necesario.
Charlábamos de la vida en la ciudad, de las novias imaginarias que yo tenías y mis compañeras de escuela; algunas veces me tocaba para enseñarme una liebre que saltaba en el camino o señalarme un nido de ñandúes al costado del camino. Y así transcurrió el día con torta y charlas incluidas.
Ese día volví cansado y excitado; después de apurar la cena me fui a dormir. El dormir se tornó una tarea más que difícil. Todo se reducia a pensar en Chiquita sobre el caballo; sus pechos bamboleándose al cabalgar, su cola en un menearse frívolo al caminar apurada, todo me excitaba. La paja adolescente fue inevitable, el flujo vital de leche juvenil salpicó una cara imaginaria, cuando mi mano estrujaba mi pene. Solo entonces pude dormirme.
Pudieron pasar horas o minutos cuando me desperté. En la penumbra sentí unas manos temblorosas que me acariciaban ansiosas.
-has estado jugando solito. Ahora jugarás con Chiquita!!
Y entonces solo tardé un segundo en entender que mis fantasías se hacían realidad. Ahí estaba chiquita sacándome la ropa de dormir, mientras sus manos acariciaban mi cuerpo.
Ella fue la dueña y la maestra. Me desnudó como a una flor y con sus manos y su boca acarició todo mi cuerpo.
Yo solo atinaba a tratar de atrapar alguna parte de su cuerpo desnudo. Se me presentaba un bocado apetecible y desnudo como recién nacido. Su boca llegó a mi pene y cada lamida arrancó un doloroso gemido. Ella me dominaba y me tenía en sus manos. Cada vez que su lengua rozaba mi escroto arrancaba un doloroso gemido de mi carne. Era una suerte estar solos en la casa, porque no creo que los sonidos de mi garganta dejaran lugar a dudas de lo que estaba pasando.
Y así fue que esa sensual y enérgica mamada arrancó la eyaculación de mis fantasías; chorro tras chorro golpeaban en su boca. Chiquita se lo tragó todo.
Después que pude recuperar el aliento, Chiquita empezó a explicarme lo importante que era para un hombre saber besar una conchita. Me indicaba cuales eran los puntos más sensibles de la vagina y como lograr que una mujer gozara como Dios manda. Y siguiendo cada indicación comencé a lamer con la desesperación propia del recién iniciado. Su vientre no tardó mucho en comenzar a saltar; ella gemía y me pedía que metiera también los dedos. Poco a poco fue llegando a un explosivo orgasmo, mas producto de sus fantasías que a mi talento como lamedor, que culminó al tomarme de los pelos y enterrarme la cara en su vagina.
Sudados y agitados nos tomamos un rato, mientras abrazados nos besábamos y mimábamos. Todo fue muy dulce hasta que la naturaleza, y el divino tesoro de la juventud, se impusieron; otra gloriosa erección se regalaba para sus manos. Sin amilanarse, Chiquita lo tomo de la raíz y se subió cual habilidosa amazona; frotó una y otra vez el glande contra su clítoris y conseguida la máxima tensión, se deslizó sobre él mientras susurraba una sarta de incoherencias en las que solo entendía “coger”. No tardó mucho en comenzar a cabalgar como una posesa, mientras mis manos estrujaban sus respetables pechos.
La paja previa, y su deliciosa mamada, me dieron la resistencia justa para dejarla hacer sin sentir la necesidad de terminar mi placer apresuradamente. Chiquita se arrancaba gemidos y grititos de sorpresa y placer. Sus jugos fluían abrasadores, cual manantial caliente, regándome hasta los testículos. De pronto, con un estertor surgido de lo más profundo de su ser se derrumbó sobre mi cuerpo sacudiéndose convulsa una y otra vez. Con los años y la experiencia comprendería que Chiquita era multi orgásmica. Pero en ese momento no estaba para reflexiones, instintivamente abracé su cintura y moví rítmicamente mis caderas; chiquita hizo un movimiento desesperado por escapar, pero firmemente sujeta estalló en otro agónico orgasmo mientras mi pene derramaba su tercera eyaculación de la noche.
Otras tres veces hicimos el amor esa noche, y si no hubiera sido por la claridad que se insinuaba en el horizonte, hubiéramos empezado de nuevo. Cuando chiquita se despidió con un beso, tuve que admitir que me había llenado de satisfacción, como yo había llenado su vientre de leche.
Caí en un sueño profundo hasta bien pasado el mediodía; cuando terminé de bañarme me fui a la cocina donde Lucia servía sus ricos platos mientras Chiquita la ayudaba. Cada tanto la miraba de soslayo y en su rostro había una fina y enigmática sonrisa.
CONTINUARÁ
Yo tenía quince años cuando falleció mi padre, y en mi caso fue un duelo difícil. Por esa razón mis tíos, literalmente, me secuestraron y me llevaron una temporada a la estancia familiar; quizás en ese entorno sano podría curar ese sufrido espíritu.
Vivir en el campo tenía sus ventajas; alimentación sana, pocas cosas para meterse en problemas y muchas para canalizar positivamente esas energías que afloraban. Oportunidades de trabajo rudo y satisfactorio no me faltaban, aunque solo los hiciera porque se me daba la gana y para pasar el tiempo.
La estancia era toda para mí; mis tíos raramente permanecían unos pocos días para supervisar trabajos y se marchaban. Es por eso que podía disfrutar de la casa familiar a mis anchas, sin preocuparme por presencias molestas.
Todo estaba a cargo de Arturo, una suerte de capataz que decidía sobre las cosas pequeñas o grandes con la autoridad indiscutible de un general prusiano. Con él vivían su esposa Lucía y sus hijas, Clara a quien habían apodado “chiquita” y Liliana a la que le decían solo “Lili”. Nunca había averiguado mucho sobre su historia familiar, pero lo cierto es que Arturo era el amo indiscutido en esa tierra, solo superado por sus patrones; su esposa, bastante menor, era la encargada de la cocina y de mimarme; y sus hijas una suerte de agregado, innecesario pero inevitable al parecer de Arturo, pero que ayudaban aquí y allá.
Una mañana desperté con antojo de las tortas que doña Margarita preparaba en la estancia vecina y decidí que una “visita social” no sería mala idea. Así que le dije a Arturo que me marcharía a la estancia vecina después del almuerzo y que me tuviera ensillado mi caballo.
Grande fue mi sorpresa fue cuando esa tarde apareció Chiquita con dos caballos preparados y me dijo que, ya que no tenía nada que hacer me acompañaría a la “escondida”, la estancia vecina.
El galopar usual se convirtió en un suave trote esa tarde, yo miraba a mi compañera de viaje de reojo, con el deseo y el miedo natural de un adolescente cachondo con hormonas y ganas saludables, que miran a una chica mayor. Chiquita era una mujer de veintidós años, bajita, aunque sus formas eran agradables y bien proporcionadas; era la típica muchachona de campo que podía hacer las tareas más rudas si eso era necesario.
Charlábamos de la vida en la ciudad, de las novias imaginarias que yo tenías y mis compañeras de escuela; algunas veces me tocaba para enseñarme una liebre que saltaba en el camino o señalarme un nido de ñandúes al costado del camino. Y así transcurrió el día con torta y charlas incluidas.
Ese día volví cansado y excitado; después de apurar la cena me fui a dormir. El dormir se tornó una tarea más que difícil. Todo se reducia a pensar en Chiquita sobre el caballo; sus pechos bamboleándose al cabalgar, su cola en un menearse frívolo al caminar apurada, todo me excitaba. La paja adolescente fue inevitable, el flujo vital de leche juvenil salpicó una cara imaginaria, cuando mi mano estrujaba mi pene. Solo entonces pude dormirme.
Pudieron pasar horas o minutos cuando me desperté. En la penumbra sentí unas manos temblorosas que me acariciaban ansiosas.
-has estado jugando solito. Ahora jugarás con Chiquita!!
Y entonces solo tardé un segundo en entender que mis fantasías se hacían realidad. Ahí estaba chiquita sacándome la ropa de dormir, mientras sus manos acariciaban mi cuerpo.
Ella fue la dueña y la maestra. Me desnudó como a una flor y con sus manos y su boca acarició todo mi cuerpo.
Yo solo atinaba a tratar de atrapar alguna parte de su cuerpo desnudo. Se me presentaba un bocado apetecible y desnudo como recién nacido. Su boca llegó a mi pene y cada lamida arrancó un doloroso gemido. Ella me dominaba y me tenía en sus manos. Cada vez que su lengua rozaba mi escroto arrancaba un doloroso gemido de mi carne. Era una suerte estar solos en la casa, porque no creo que los sonidos de mi garganta dejaran lugar a dudas de lo que estaba pasando.
Y así fue que esa sensual y enérgica mamada arrancó la eyaculación de mis fantasías; chorro tras chorro golpeaban en su boca. Chiquita se lo tragó todo.
Después que pude recuperar el aliento, Chiquita empezó a explicarme lo importante que era para un hombre saber besar una conchita. Me indicaba cuales eran los puntos más sensibles de la vagina y como lograr que una mujer gozara como Dios manda. Y siguiendo cada indicación comencé a lamer con la desesperación propia del recién iniciado. Su vientre no tardó mucho en comenzar a saltar; ella gemía y me pedía que metiera también los dedos. Poco a poco fue llegando a un explosivo orgasmo, mas producto de sus fantasías que a mi talento como lamedor, que culminó al tomarme de los pelos y enterrarme la cara en su vagina.
Sudados y agitados nos tomamos un rato, mientras abrazados nos besábamos y mimábamos. Todo fue muy dulce hasta que la naturaleza, y el divino tesoro de la juventud, se impusieron; otra gloriosa erección se regalaba para sus manos. Sin amilanarse, Chiquita lo tomo de la raíz y se subió cual habilidosa amazona; frotó una y otra vez el glande contra su clítoris y conseguida la máxima tensión, se deslizó sobre él mientras susurraba una sarta de incoherencias en las que solo entendía “coger”. No tardó mucho en comenzar a cabalgar como una posesa, mientras mis manos estrujaban sus respetables pechos.
La paja previa, y su deliciosa mamada, me dieron la resistencia justa para dejarla hacer sin sentir la necesidad de terminar mi placer apresuradamente. Chiquita se arrancaba gemidos y grititos de sorpresa y placer. Sus jugos fluían abrasadores, cual manantial caliente, regándome hasta los testículos. De pronto, con un estertor surgido de lo más profundo de su ser se derrumbó sobre mi cuerpo sacudiéndose convulsa una y otra vez. Con los años y la experiencia comprendería que Chiquita era multi orgásmica. Pero en ese momento no estaba para reflexiones, instintivamente abracé su cintura y moví rítmicamente mis caderas; chiquita hizo un movimiento desesperado por escapar, pero firmemente sujeta estalló en otro agónico orgasmo mientras mi pene derramaba su tercera eyaculación de la noche.
Otras tres veces hicimos el amor esa noche, y si no hubiera sido por la claridad que se insinuaba en el horizonte, hubiéramos empezado de nuevo. Cuando chiquita se despidió con un beso, tuve que admitir que me había llenado de satisfacción, como yo había llenado su vientre de leche.
Caí en un sueño profundo hasta bien pasado el mediodía; cuando terminé de bañarme me fui a la cocina donde Lucia servía sus ricos platos mientras Chiquita la ayudaba. Cada tanto la miraba de soslayo y en su rostro había una fina y enigmática sonrisa.
CONTINUARÁ
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