Hola mis Poringueras y Poringueros. Sin más preámbulos, les obsequio la tercera parte de mi relato. ¡Qué lo disfruten!
Luego de aquella fantástica e inesperada experiencia viendo cómo Silvia se masturbaba mientras Delfina, su hermana, me succionaba hasta la última gota de semen, Silvia se arregló con su esposo, ultimando los detalles para la tan ansiada para ella (ahora también lo era para mí) operación de implante de siliconas en sus pechos. Por un tiempo no volví a saber de ella más que lo que Delfina me contaba.
Me enfrasqué entonces en mi trabajo y en la Fotografía, dos cosas que nunca pude unir. Mientras la obtención de estadísticas y el análisis de las mismas me agotaban y me desesperaban, sólo con la Fotogtrafía podía obtener alguna satisfacción personal. En esa época estaba obsesionado con tomar fotos de las casas y sus árboles en Buenos Aires; creía que, al igual que los matrimonios ya entrados en años en donde el esposo y la esposa van adquiriendo características comunes (no sólo modales y expresiones, sino también características físicas comunes), las casas y sus árboles se merecían unos a otros; es decir: con el correr de los tiempos ambos se mimetizaban y correspondían, y cada casa y cada árbol tenían el árbol y la casa que se merecían. Cuando podía, en lugar de almorzar en mi hora libre me iba con la mochila y mi antigua pero siempre fiel Bessamatic a caminar por los barrios de los alrededores. Me gustaba observar, en esa Primavera, cómo iban naciendo los retoños en las ramas de los árboles, y conforme pasaban los meses, de qué manera las copas se iban llenando de hojas tiernas. Mirar por el visor, ir presionando de a poco el botón de disparo hasta que la tensión puesta en el dedo provocaba el disparo. En cierto sentido, un orgasmo. Me fascinaba (me fascina) revelarlas, ver cómo algo va surgiendo desde la nada. Uno es, en ese momento, Dios.
Mi departamento de entonces era lo suficientemente grande cómo para que yo pudiera disponer de una habitación sólo para mí, a la que había convertido en cuarto oscuro. Esa habitación daba al espacio de aire y luz del edificio, que, en general, son bastante oscuras porque nunca llega la luz del sol en forma directa y porque normalmente -por la forma en que se construyen los edificios aquí- frente a esas ventanas hay otra ventana, a unos tres metros, pero que corresponde al departamento de enfrente, los que se llaman "departamentos internos". Allí, en ese cuarto oscuro y casi en la penumbra, revelaba yo mis negativos y allí hacía yo las copias en blanco y negro. Pasaba horas mirando fotograma a fotograma esas fotos de los troncos de los árboles y sus copas llenas de hojas imaginando cómo iba a ser la imagen final, y descubriendo que si uno mira los árboles boca abajo, el tronco se convierte en un pene y la copa en los testículos. Tanto tiempo pasaba que a veces ni cuenta me daba de que anochecía, salvo porque la vecina de la ventana de enfrente (sí mis amigos: siempre hay una vecina) volvía y encendía la luz de su habitación.
"La vecina de enfrente" eran "las vecinas de enfrente", una señora algo mayor, y su hija adolescente. La señora era propietaria de una mercería, esos negocios donde venden cierres de pantalón, agujas, hilos y otras cosas por el estilo que, por ignorancia, no me atrevo a mencionar. Su hija -a quien llamaremos Roxi- la ayudaba en el negocio al salir de la escuela. Roxi tenía 17 años, Roxi era morocha, Roxi tenía el pelo corto, Roxi era alta, Roxi no era excesivamente flaca y Roxi no era precisamente una "carilinda" pero Roxi tenía un aplomo al hablar y una sencillez al vestir que la hacían sumamente interesante.
Roxi se había hecho muy amiga de Delfina, quien la invitaba con frecuencia a casa, harta -me lo confesó una vez- a veces Roxi de su mamá porque casi todo el tiempo estaba con ella, en el negocio, y en el departamento. (Los adolescentes son así, necesitan una habitación sólo para ellos, donde puedan tener su universo en completo desorden. Ése era el punto: el departamento de Roxi y su mamá era muy pequeño: una kitchenette, un baño, y la habitación cuya ventana estaba frente a mi cuarto oscuro, y que me sacaba de mi mundo personal cuando encendían la luz). Delfina y Roxi tomaban mate juntas, a veces hacían torta juntas, y escuchaban música juntas. A mí me divertía mucho Roxi, pero su presencia a veces me incomodaba. Ahora, tiempo después de todo lo que sucedió entre ella y Delfina, encuentro una palabra más justa y equilibrada: Roxi me inquietaba.
A ambos nos servía que Roxi vienera de vez en cuando: a Delfina y a mí porque cuando queríamos salir por la noche teníamos con quien dejar a las nenas, y a Roxi porque se liberaba de su mamá. Además, le pagábamos por cuidarlas. Cuando Roxi se quedaba a cuidar a las nenas y Delfina y yo volvíamos de alguna salida, ya era tarde como para despertarla y que fuera a su casa, por más cerca -¡sólo algunos metros!- que estuviera, así que la dejábamos dormir y ella sola se despertaba por la mañana, y ya vestida, iba a la escuela.
Pero el clima de Buenos Aires es implacable, aún templado como es. Cierta noche de Primavera en que abundaban el calor y la humedad, (esa misma Primavera cuando yo fotografiaba árboles que parecían penes) Delfina y yo nos aburrimos de la película que habíamos ido a ver y nos fuimos del cine, directamente para la casa. Durante la cena previa ya ella me hacía alusiones sexuales, y en la sala fue más directa aún: no paraba de apoyar su mano sobre mi bragueta, al punto tal que, con un movimiento brusco, quiso bajar el cierre y se le rompió.
-Vas a tener que comprar un cierre nuevo - me susurró al oído-. ¿Sabés dónde se compran? En la mercería, en la mercería de la mamá de Roxi. Vas a tener que decirle que se me rompió cuando yo intentaba meter una mano dentro de tu pantalón.
Poco interesado en la película, la miré y le dije:
-¿A cuál de las dos?
-A la que vos quieras- contestó.
No pude (no quise) reprimir una erección, pero al mismo tiempo me avergonzaba: no me imaginaba diciéndole eso a la mamá de Roxi sino, precisamente a Roxi, pero Roxi era menor, y sé que las insinuaciones pedófilas no son correctas. Pero me calentó. Delfina estaba metiendo mano ya dentro de mi calzoncillo.
-Vámonos a casa, que te voy a cojer toda- le dije desesperado.
Nos levantamos. Con el cierre de mi pantalón roto, como pude disimulé mi erección . Salimos y nos metimos dentro del auto. Ambos estábamos muy excitados. Mientras yo manejaba, Delfina sacó sin pudores mi instrumento y comenzó a acariciarlo con suavidad. Tan intensa era mi erección que mi líquido preseminal ayudaba en su tarea. Mientras tanto, yo le devolvia gentilezas: manejando sólo con la mano izquierda, mi mano derecha iba a través de sus piernas desnudas hasta alcanzar una conchita que descubrí jugosa, mojada, muy mojada. Me miré los dedos embadurnados y ví como ese líquido pegajoso se estiraba del dedo índice al dedo mayor; me acerqué la mano a la nariz y olí. ¡Qué delicioso era el olor a sexo de Delfina! Me chupé los dedos, hice que me los chupara ella, y luego nuevamente a buscar su tesoro. Mi mano iba directamente a su clítoris. Delfina tiró un poco para atrás el respaldo de su asiento y se dejó gozar. Poco antes de llegar a casa, y cuando el auto marchaba por una calle adoquinada, mis masajes y el traqueteo lograron que explotara en ella un orgasmo intenso.
-Menos mal que tenemos vidrios polarizados- le dije sonriendo. No me contestó; no hacía falta. Yo tenía el semen urgente.
Subimos al departamento. El pequeño velador de la biblioteca estaba encendido, como siempre. Pero no todo estaba como siempre; Roxi no estaba acostada durmiendo. Estaba sentada con los pies cruzados sobre un sillón, leyendo un libro que buscó en mi bibilioteca, y escuchando un CD de jazz que sacó de mi colección. Me acerqué; le dije:
-Vos deberías estar durmiendo, mañana tenés que ir a la escuela.
-Sí, lo sé, pero tenía calor y me desvelé.
-¿Y por qué no encendiste el aire acondicionado?
-Está encendido -replicó-, pero igual me desvelé. ¿Qué hay de malo? -Luego reparó en mi bragueta rota, y con una sonrisa dijo-: creo que voy a tener que conseguirte un cierre.
Mi excitación decayó y me sonrojé de vergüenza.
-Voy a la cocina a servirme jugo.- me dijo sin dejar de mirarme a los ojos, dejando caer el libro que tenía en las manos. Intuí una provocación.
La ví levantarse. La ví ir a la cocina. La ví caminando. Tenía puesto una remera blanca, larga, que le llegaba casi a las rodillas; larga pero ajustada al cuerpo. Con luz mortecina ví cómo se le marcaba la cola, y en seguida intuí, también, dónde se le marcaba la tanga. En el equipo de música sonaba Birth of the Cool, de Miles Davis. Me acerqué al sillón y levanté el libro que ella, Roxi, estaba leyendo cuando nosotros llegamos: Justine, del Marqués de Sade.
Me dí la vuelta para preguntarle acerca del libro, pero ya había entrado en la cocina. El cuchicheo de Roxi con Delfina se mezclaba con la trompeta de Davis.
Me quedé releyendo unas páginas. Cuando terminó el tema, me dí cuenta de que de la cocina ya no salían voces. Me acerqué y no las ví. No podían haber salido porque la puerta de la cocina da al living y al cuarto oscuro. Ahí estaban; con la luz de la ampliadora encendida Delfina le mostraba la proyección de los negativos de las fotos que esa Primavera yo había estado sacando. Roxi estaba inmediatamente delante de la ampliadora, y Delfina detrás de Roxi. Delfina me vio, y le dijo:
-Vamos a poner estas fotos al revés, y decime si los árboles no parecen penes y las copas, testículos.
Delfina, casi abrazando a Roxi desde atrás y con su cuerpo muy pegado al de ella, dió vuelta el negativo como yo le enseñé a hacer
-¡Es verdad! -descubrió Roxi.
-¿Ves? - le señaló Delfina-. Este es el cuerpo del pene, y estos son los testículos.
Casi le susurraba al oido, pero lo suficientemente alto como para que yo puediera oir.
-Vos sos virgen -le dijo Delfina.
-Delfina, sabés que no lo soy.
-Digo, de mujeres -. Delfina le mordisqueó la oreja, y le soplaba el cuello.
-Delfi...
Delfina la tomó por la cintura y la dio vuelta, de forma que quedaron cara a cara.
Se miraron en silencio. Luego, ambas con los ojos entrecerrados, se fundieron en un beso de lengua interminable. Casi no respiraban. La lengua puntiaguda de Roxi buscaba con desesperación la de Delfina. Más se negaba Delfina a darle su lengua, más caliente parecía ponerse Roxi, hasta que tomó la cara de Delfina con las dos manos y prácticamente se la engulló. Delfina tomó los senos de Roxi, amasándolos; con el calor de los cuerpos y del cuarto, con la humedad extrema de Buenos Aires, (con el sudor propio de la excitación descontrolada), se le comenzaron a transparentar a través de la fina tela de algodón dejando ver sus aureolas bien marcadas. Suavemente, Delfina le subió la remera y aparecieron unos pechos redondos, duros, generosos.
Roxi tenía 17 años, yo no iba a intervenir, sólo podía a mirar. Pero lo que no podía hacer era conformarme con eso; con la bragueta definitivamente abierta, un pequeño gesto de mis manos fue suficiente para sacar mi pija a punto de estallar. Ambas estaban desnudas ya de la cintura para arriba; Delfina, sólo con su pollera, y Roxi con la tanguita de color negro. No pasó mucho tiempo para que Delfina comenzara a besuquear las tetas de Roxi, y bajando por el ombligo, llegó hasta el monte de venus de nuestra vecina. Tomó la tanguita por el borde con los dientes y con un movimiento de vaivén insinuaba quitársela y la miraba a los ojos, provocándola . Por momentos se olvidaba de ese juego y arremetía con toda su cara por la concha de Roxi. En el aire se respiraba sexo. Hasta que quedó desnuda, irremediablemente desnuda. Totalmente depilada, salvo un pequeño triángulo por encima de su clítoris, su concha se ofrecía a todo tipo de toqueteos. Dándole pequeños besitos, Delfina le dijo:
-Ahora vas a saber cuál es la diferencia entre que te chupe la concha un hombre y que te la chupe una mujer.
No terminó de decir la frase que ya Roxi le ofreció su conchita virgen de mujeres. Mientras la punta de la lengua de Delfina se entretenía con el pequeño botoncito clitoridiano, un dedo de Delfina entraba y salía del conducto vaginal. Su lengua no cesaba de dar círculos puntiagudos alrededor de su vello púbico. Hubo un momento en que no supe si Delfina le comía la concha a Roxi, o si la concha de Roxi le comía la boca a Delfina. El espectáculo era embriagador. Yo subía y bajaba mi mano por mi pija, me acariciaba el glande, y cuando veía que estaba a punto de acabar, cesaba todo movimiento durante un minuto, Y así volvía a empezar. Tan enfrascado estaba yo en mi placer que no me dí cuenta cuándo habían cambiado de posición: ahora era Roxi quien sobaba la concha de Delfina, ya sin pollera, ya sin tanga.
-¿Y? -dijo Roxi.- ¿Aprendí rápido? ¿Te gusta?
-Casi tan buena como él -resondió Delfina. "Él" era yo. La lengua de Roxi hacía estragos.
Los quejidos de placer de Delfina aumentaban. Yo seguía con mi movimiento manual, hasta que, cuando ví que las dos se volvían a besar y cada una le tocaba la concha a la otra con pasión y abandono total, no me aguanté más (no quise aguantar más) y acabé sobre mi mano.
Mi situación era grotesca: extenuado, con la pija parada por fuera de la bragueta del pantalón, y con mi mano llena de semen.
Salieron del cuarto oscuro; una pierna de Roxi rozó mi pija.
-Vamos a la habitación -me dijo Delfina-, quiero sentir tu verga, quiero que me garches.
Y Roxi terminó:
-En dos meses y medio cumplo 18 años.
Luego de aquella fantástica e inesperada experiencia viendo cómo Silvia se masturbaba mientras Delfina, su hermana, me succionaba hasta la última gota de semen, Silvia se arregló con su esposo, ultimando los detalles para la tan ansiada para ella (ahora también lo era para mí) operación de implante de siliconas en sus pechos. Por un tiempo no volví a saber de ella más que lo que Delfina me contaba.
Me enfrasqué entonces en mi trabajo y en la Fotografía, dos cosas que nunca pude unir. Mientras la obtención de estadísticas y el análisis de las mismas me agotaban y me desesperaban, sólo con la Fotogtrafía podía obtener alguna satisfacción personal. En esa época estaba obsesionado con tomar fotos de las casas y sus árboles en Buenos Aires; creía que, al igual que los matrimonios ya entrados en años en donde el esposo y la esposa van adquiriendo características comunes (no sólo modales y expresiones, sino también características físicas comunes), las casas y sus árboles se merecían unos a otros; es decir: con el correr de los tiempos ambos se mimetizaban y correspondían, y cada casa y cada árbol tenían el árbol y la casa que se merecían. Cuando podía, en lugar de almorzar en mi hora libre me iba con la mochila y mi antigua pero siempre fiel Bessamatic a caminar por los barrios de los alrededores. Me gustaba observar, en esa Primavera, cómo iban naciendo los retoños en las ramas de los árboles, y conforme pasaban los meses, de qué manera las copas se iban llenando de hojas tiernas. Mirar por el visor, ir presionando de a poco el botón de disparo hasta que la tensión puesta en el dedo provocaba el disparo. En cierto sentido, un orgasmo. Me fascinaba (me fascina) revelarlas, ver cómo algo va surgiendo desde la nada. Uno es, en ese momento, Dios.
Mi departamento de entonces era lo suficientemente grande cómo para que yo pudiera disponer de una habitación sólo para mí, a la que había convertido en cuarto oscuro. Esa habitación daba al espacio de aire y luz del edificio, que, en general, son bastante oscuras porque nunca llega la luz del sol en forma directa y porque normalmente -por la forma en que se construyen los edificios aquí- frente a esas ventanas hay otra ventana, a unos tres metros, pero que corresponde al departamento de enfrente, los que se llaman "departamentos internos". Allí, en ese cuarto oscuro y casi en la penumbra, revelaba yo mis negativos y allí hacía yo las copias en blanco y negro. Pasaba horas mirando fotograma a fotograma esas fotos de los troncos de los árboles y sus copas llenas de hojas imaginando cómo iba a ser la imagen final, y descubriendo que si uno mira los árboles boca abajo, el tronco se convierte en un pene y la copa en los testículos. Tanto tiempo pasaba que a veces ni cuenta me daba de que anochecía, salvo porque la vecina de la ventana de enfrente (sí mis amigos: siempre hay una vecina) volvía y encendía la luz de su habitación.
"La vecina de enfrente" eran "las vecinas de enfrente", una señora algo mayor, y su hija adolescente. La señora era propietaria de una mercería, esos negocios donde venden cierres de pantalón, agujas, hilos y otras cosas por el estilo que, por ignorancia, no me atrevo a mencionar. Su hija -a quien llamaremos Roxi- la ayudaba en el negocio al salir de la escuela. Roxi tenía 17 años, Roxi era morocha, Roxi tenía el pelo corto, Roxi era alta, Roxi no era excesivamente flaca y Roxi no era precisamente una "carilinda" pero Roxi tenía un aplomo al hablar y una sencillez al vestir que la hacían sumamente interesante.
Roxi se había hecho muy amiga de Delfina, quien la invitaba con frecuencia a casa, harta -me lo confesó una vez- a veces Roxi de su mamá porque casi todo el tiempo estaba con ella, en el negocio, y en el departamento. (Los adolescentes son así, necesitan una habitación sólo para ellos, donde puedan tener su universo en completo desorden. Ése era el punto: el departamento de Roxi y su mamá era muy pequeño: una kitchenette, un baño, y la habitación cuya ventana estaba frente a mi cuarto oscuro, y que me sacaba de mi mundo personal cuando encendían la luz). Delfina y Roxi tomaban mate juntas, a veces hacían torta juntas, y escuchaban música juntas. A mí me divertía mucho Roxi, pero su presencia a veces me incomodaba. Ahora, tiempo después de todo lo que sucedió entre ella y Delfina, encuentro una palabra más justa y equilibrada: Roxi me inquietaba.
A ambos nos servía que Roxi vienera de vez en cuando: a Delfina y a mí porque cuando queríamos salir por la noche teníamos con quien dejar a las nenas, y a Roxi porque se liberaba de su mamá. Además, le pagábamos por cuidarlas. Cuando Roxi se quedaba a cuidar a las nenas y Delfina y yo volvíamos de alguna salida, ya era tarde como para despertarla y que fuera a su casa, por más cerca -¡sólo algunos metros!- que estuviera, así que la dejábamos dormir y ella sola se despertaba por la mañana, y ya vestida, iba a la escuela.
Pero el clima de Buenos Aires es implacable, aún templado como es. Cierta noche de Primavera en que abundaban el calor y la humedad, (esa misma Primavera cuando yo fotografiaba árboles que parecían penes) Delfina y yo nos aburrimos de la película que habíamos ido a ver y nos fuimos del cine, directamente para la casa. Durante la cena previa ya ella me hacía alusiones sexuales, y en la sala fue más directa aún: no paraba de apoyar su mano sobre mi bragueta, al punto tal que, con un movimiento brusco, quiso bajar el cierre y se le rompió.
-Vas a tener que comprar un cierre nuevo - me susurró al oído-. ¿Sabés dónde se compran? En la mercería, en la mercería de la mamá de Roxi. Vas a tener que decirle que se me rompió cuando yo intentaba meter una mano dentro de tu pantalón.
Poco interesado en la película, la miré y le dije:
-¿A cuál de las dos?
-A la que vos quieras- contestó.
No pude (no quise) reprimir una erección, pero al mismo tiempo me avergonzaba: no me imaginaba diciéndole eso a la mamá de Roxi sino, precisamente a Roxi, pero Roxi era menor, y sé que las insinuaciones pedófilas no son correctas. Pero me calentó. Delfina estaba metiendo mano ya dentro de mi calzoncillo.
-Vámonos a casa, que te voy a cojer toda- le dije desesperado.
Nos levantamos. Con el cierre de mi pantalón roto, como pude disimulé mi erección . Salimos y nos metimos dentro del auto. Ambos estábamos muy excitados. Mientras yo manejaba, Delfina sacó sin pudores mi instrumento y comenzó a acariciarlo con suavidad. Tan intensa era mi erección que mi líquido preseminal ayudaba en su tarea. Mientras tanto, yo le devolvia gentilezas: manejando sólo con la mano izquierda, mi mano derecha iba a través de sus piernas desnudas hasta alcanzar una conchita que descubrí jugosa, mojada, muy mojada. Me miré los dedos embadurnados y ví como ese líquido pegajoso se estiraba del dedo índice al dedo mayor; me acerqué la mano a la nariz y olí. ¡Qué delicioso era el olor a sexo de Delfina! Me chupé los dedos, hice que me los chupara ella, y luego nuevamente a buscar su tesoro. Mi mano iba directamente a su clítoris. Delfina tiró un poco para atrás el respaldo de su asiento y se dejó gozar. Poco antes de llegar a casa, y cuando el auto marchaba por una calle adoquinada, mis masajes y el traqueteo lograron que explotara en ella un orgasmo intenso.
-Menos mal que tenemos vidrios polarizados- le dije sonriendo. No me contestó; no hacía falta. Yo tenía el semen urgente.
Subimos al departamento. El pequeño velador de la biblioteca estaba encendido, como siempre. Pero no todo estaba como siempre; Roxi no estaba acostada durmiendo. Estaba sentada con los pies cruzados sobre un sillón, leyendo un libro que buscó en mi bibilioteca, y escuchando un CD de jazz que sacó de mi colección. Me acerqué; le dije:
-Vos deberías estar durmiendo, mañana tenés que ir a la escuela.
-Sí, lo sé, pero tenía calor y me desvelé.
-¿Y por qué no encendiste el aire acondicionado?
-Está encendido -replicó-, pero igual me desvelé. ¿Qué hay de malo? -Luego reparó en mi bragueta rota, y con una sonrisa dijo-: creo que voy a tener que conseguirte un cierre.
Mi excitación decayó y me sonrojé de vergüenza.
-Voy a la cocina a servirme jugo.- me dijo sin dejar de mirarme a los ojos, dejando caer el libro que tenía en las manos. Intuí una provocación.
La ví levantarse. La ví ir a la cocina. La ví caminando. Tenía puesto una remera blanca, larga, que le llegaba casi a las rodillas; larga pero ajustada al cuerpo. Con luz mortecina ví cómo se le marcaba la cola, y en seguida intuí, también, dónde se le marcaba la tanga. En el equipo de música sonaba Birth of the Cool, de Miles Davis. Me acerqué al sillón y levanté el libro que ella, Roxi, estaba leyendo cuando nosotros llegamos: Justine, del Marqués de Sade.
Me dí la vuelta para preguntarle acerca del libro, pero ya había entrado en la cocina. El cuchicheo de Roxi con Delfina se mezclaba con la trompeta de Davis.
Me quedé releyendo unas páginas. Cuando terminó el tema, me dí cuenta de que de la cocina ya no salían voces. Me acerqué y no las ví. No podían haber salido porque la puerta de la cocina da al living y al cuarto oscuro. Ahí estaban; con la luz de la ampliadora encendida Delfina le mostraba la proyección de los negativos de las fotos que esa Primavera yo había estado sacando. Roxi estaba inmediatamente delante de la ampliadora, y Delfina detrás de Roxi. Delfina me vio, y le dijo:
-Vamos a poner estas fotos al revés, y decime si los árboles no parecen penes y las copas, testículos.
Delfina, casi abrazando a Roxi desde atrás y con su cuerpo muy pegado al de ella, dió vuelta el negativo como yo le enseñé a hacer
-¡Es verdad! -descubrió Roxi.
-¿Ves? - le señaló Delfina-. Este es el cuerpo del pene, y estos son los testículos.
Casi le susurraba al oido, pero lo suficientemente alto como para que yo puediera oir.
-Vos sos virgen -le dijo Delfina.
-Delfina, sabés que no lo soy.
-Digo, de mujeres -. Delfina le mordisqueó la oreja, y le soplaba el cuello.
-Delfi...
Delfina la tomó por la cintura y la dio vuelta, de forma que quedaron cara a cara.
Se miraron en silencio. Luego, ambas con los ojos entrecerrados, se fundieron en un beso de lengua interminable. Casi no respiraban. La lengua puntiaguda de Roxi buscaba con desesperación la de Delfina. Más se negaba Delfina a darle su lengua, más caliente parecía ponerse Roxi, hasta que tomó la cara de Delfina con las dos manos y prácticamente se la engulló. Delfina tomó los senos de Roxi, amasándolos; con el calor de los cuerpos y del cuarto, con la humedad extrema de Buenos Aires, (con el sudor propio de la excitación descontrolada), se le comenzaron a transparentar a través de la fina tela de algodón dejando ver sus aureolas bien marcadas. Suavemente, Delfina le subió la remera y aparecieron unos pechos redondos, duros, generosos.
Roxi tenía 17 años, yo no iba a intervenir, sólo podía a mirar. Pero lo que no podía hacer era conformarme con eso; con la bragueta definitivamente abierta, un pequeño gesto de mis manos fue suficiente para sacar mi pija a punto de estallar. Ambas estaban desnudas ya de la cintura para arriba; Delfina, sólo con su pollera, y Roxi con la tanguita de color negro. No pasó mucho tiempo para que Delfina comenzara a besuquear las tetas de Roxi, y bajando por el ombligo, llegó hasta el monte de venus de nuestra vecina. Tomó la tanguita por el borde con los dientes y con un movimiento de vaivén insinuaba quitársela y la miraba a los ojos, provocándola . Por momentos se olvidaba de ese juego y arremetía con toda su cara por la concha de Roxi. En el aire se respiraba sexo. Hasta que quedó desnuda, irremediablemente desnuda. Totalmente depilada, salvo un pequeño triángulo por encima de su clítoris, su concha se ofrecía a todo tipo de toqueteos. Dándole pequeños besitos, Delfina le dijo:
-Ahora vas a saber cuál es la diferencia entre que te chupe la concha un hombre y que te la chupe una mujer.
No terminó de decir la frase que ya Roxi le ofreció su conchita virgen de mujeres. Mientras la punta de la lengua de Delfina se entretenía con el pequeño botoncito clitoridiano, un dedo de Delfina entraba y salía del conducto vaginal. Su lengua no cesaba de dar círculos puntiagudos alrededor de su vello púbico. Hubo un momento en que no supe si Delfina le comía la concha a Roxi, o si la concha de Roxi le comía la boca a Delfina. El espectáculo era embriagador. Yo subía y bajaba mi mano por mi pija, me acariciaba el glande, y cuando veía que estaba a punto de acabar, cesaba todo movimiento durante un minuto, Y así volvía a empezar. Tan enfrascado estaba yo en mi placer que no me dí cuenta cuándo habían cambiado de posición: ahora era Roxi quien sobaba la concha de Delfina, ya sin pollera, ya sin tanga.
-¿Y? -dijo Roxi.- ¿Aprendí rápido? ¿Te gusta?
-Casi tan buena como él -resondió Delfina. "Él" era yo. La lengua de Roxi hacía estragos.
Los quejidos de placer de Delfina aumentaban. Yo seguía con mi movimiento manual, hasta que, cuando ví que las dos se volvían a besar y cada una le tocaba la concha a la otra con pasión y abandono total, no me aguanté más (no quise aguantar más) y acabé sobre mi mano.
Mi situación era grotesca: extenuado, con la pija parada por fuera de la bragueta del pantalón, y con mi mano llena de semen.
Salieron del cuarto oscuro; una pierna de Roxi rozó mi pija.
-Vamos a la habitación -me dijo Delfina-, quiero sentir tu verga, quiero que me garches.
Y Roxi terminó:
-En dos meses y medio cumplo 18 años.
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