Buenas Poringueras y Poringueros y !!
Luego de mucho ver fotos y de mucho leer relatos, me decidí a escribir el mío propio. Todo cuanto aquí relato es absolutamente verdad, salvo los nombres y algunas circunstancias.
Me calentó mucho recordar todas estas cosas que no hace mucho pasaron, y espero que Uds, Poringueras y Poringueros, lo aprovechen con buenas sesiones de sexo con sus parejas, y, los que no tienen, una buena sesión masturbatoria!!
A medida que vaya recordando situaciones las iré volcando en estas páginas.
Y ya basta de prólogos. Aquí la primera parte. Espero comentarios de todas las Poringueras y Poringueros, y, por qué no, alguna proposición no santa!
Me llamo Mario, vivo en Buenos Aires. Tengo 37 años, soy rubio rapado (rapado obligado), barba candado rubia, ojos entre verdes y azules. Algún día les voy a contar cómo la conocí a ella, a Delfina, mi pareja (entonces era mi pareja). Pero no es de ella, de Delfina, de quien quiero hablar. Quiero contarles la historia de Silvia, la hermana mayor de ella, de Delfina.
Aunque tengo que escribir algunas cosas antes. Delfina tiene 21 años, es bella, lindo cuerpo, y extremadamente simpática. No tenía, Delfina, casi nada de experiencia en el sexo cuando nos conocimos. Al principio, como en toda relación, nos matábamos: sexo de día, sexo de tarde, sexo de noche. No podía quejarme. Le enseñé, y se dejó enseñar. A veces, se mojaba hasta cuando hablábamos por teléfono.
Ella vivía conmigo y con mis hijas, pero aún yo no conocía a su familia directa, sólo a Perlita, su prima (ya hablaremos de Perlita). Hasta que la conocí a Silvia. Una tarde la conocí, al volver del trabajo. Estaban sentadas en la cocina, tomando mate y cuchicheando.
-Hola, mi amor! -me saludó Delfina, y me dio un piquito, medio sonrojada-. Ella es Silvia - me dijo.
La miré. Se levantó de la silla y me saludó.
-Hola Mario! Por fin nos conocemos!
-Hola Silvia! Qué bueno que hayas venido! -le dije mirándola a los ojos, mientras con el rabillo del ojo miraba el resto de su cuerpo. Los hombres somos así: vemos a una mujer y no podemos dejar de observar ciertos contornos, no porque siempre queramos tener sexo (no porque queramos tener sexo enseguida) con ellas, sino porque observar a una mujer siempre es grato.
Ojos chicos, oscuros, almendrados. Cabello lacio, largo, negro, con una colita de caballo y flequillo sobre la frente. Un poco más alta que Delfina, con sus tacos casi llegaba a mi estatura. Blusa suelta, y pantalón de jean ajustado.
Silvia es esposa de un muy conocido cirujano estético. Digo, conocido dentro de su ambiente. Eso les da a las mujeres algunas ventajas: tienen quién les haga las lolas al gusto de quien las va a disfrutar. Y eso estaba por hacer ella, Silvia. Como la Naturaleza no había sido demasiado generosa con sus pechos, estaba tratando de convencer a su esposo de que le hicies un par de tetas nuevas. De eso estaban hablando cuando yo había llegado.
Me fui a darme una ducha con un leve cosquilleo en el cuerpo. Tuve una erección al bañarme pero lo dejé pasar. Quería descansar un poco y fumarme mi porrito diario.
Cuando terminé de cambiarme fui a la cocina. Silvia se estaba yendo.
-¿Ya te vas? - le pregunté.
-Sí, Mario - respondió-. Ezequiel está esperándome en el consultorio, quiere que me vea el anestesista para preparar la operación. ¡Al fin lo convencí! ¿Delfina te contó que quiero hacerme las lolas? Son muy chiquitas, ¿no?
Como me sorprendió que apenas conocidos se tomara tanta confianza, creo que me ruboricé y apenas pude balbucear.
-Eh... Mmm... Bueno... No sé... -dije.
-Bueno, chau chicos, se me hace tarde! ¿Bajás a abrirme la puerta de calle, Delfina?
Nos dimos un beso en la mejilla y Delfina se fue con ella para abrirle la puerta. Al irse, pude observar su cola. Linda cola.
Se cerró la puerta del departamento.
Quedé unos instantes con la vista y la mente perdida, y luego dí la vuelta y me dirigí a mi habitación, a prepararme mi porrito. Delfina entró cuando ya casi estaba por encenderlo.
-¿Querés mate? -me preguntó.
-Dale -respondí. Cuando volvió, yo ya estaba fumando. Se sentó en el borde de la cama, dejó el termo y el mate sobre el piso y me pidió que le convidara. Al igual que con el sexo, yo le había enseñado, también, el placer de un buen churro.
Hablamos de las cosas que ella hizo durante el día, y de mi trabajo. El humo nos terminó de embriagar y nos pusimos mimosos. Tuvimos sexo. Como a mí no me gusta usar preservativos y ella por ese entonces no tomaba pastillas anticonceptivas le acabé largamente sobre su vientre.
Al volver del baño ya aseada (al volver del baño, ya gozada y gozosa), me preguntó:
-¿Qué cenamos, hoy?
-No sé -le dije. Y acoté-: vayamos a comer afuera con las nenas.
Se hizo de noche, salimos a cenar, volvimos y, ya derrotados por el cansancio, nos dormimos.
Por la mañana siguiente, de nuevo al trabajo, a la maldita rutina de las malditas estadísticas que me fastidiaban. Si bien yo estudié Sociología, las estadísticas eran lo menos que me importaban; y a pesar de que ese trabajo no tenía nada que ver con la Sociología, me dedicaba a obtener estadísticas y analizarlas, muy a pesar mío. Yo deseaba volver a la Fotografía, mi verdadera vocación. Durante mucho tiempo hice fotografía en Blanco y Negro, con cámaras analógicas. Tenía mi propio cuarto oscuro y revelaba yo mismo. No soy malo haciendo fotografías, lo sé. Tengo muy buen ojo, había escrito unos cuantos artículos en una revista especializada, participado de exposiciones aquí y en el extranjero y tenía un estilo que me era reconocido. En fin: yo nunca viví de la Fotografía, sino que ella siempre vivió de mí.
Trabajábamos solamente dos personas en mi oficina: Sergio y yo. Sergio es menor que yo. Sergio en ese entonces aún no estaba casado, pero hacía ya varios años que vivía con Adela. Pero así como amaba a Adela, así también no podía evitar acostarse con cuanta mujer se le cruzara por el camino. A menudo me confesaba cosas íntimas, de pareja. Una de esas confesiones era que hacía ya unos cuantos meses que Adela no se excitaba demasiado, que sólo tenían sexo no más de una vez por semana, y no del mejor. Más de una vez me había hablado de la historia sinuosa que tenía con su cuñada, Laura, la hermana de Adela. Es como que se tiraban onda, pero nunca habían llegado a concretar nada. En ocasiones los hombres somos fieles no por convicciones sino por falta de oportunidad, y esa, parece, era la cuestión entre Laura y Sergio. Aproveché esos temas de conversación entre nosotros para comentarle que había conocido a Silvia, la hermana de Delfina. Me escuchó interesado, pero más interesado se mostró cuando le confesé que en la apariencia física Silvia me gustaba más que Delfina. Ví en sus ojos ese brillo que se le formaba cuand hablaba de su propia cuñada.
-¿Y? -me preguntó.
-Nada -le dije-. Yo estoy bien con Delfina, tengo sexo con ella todos los días -le recordé con cierta maldad de mi parte-. Silvia es muy linda pero no me interesa nada con ella.
Yo sabía que le estaba mintiendo: la erección del día anterior, luego de conocerla, mientras me estaba bañando, había sido por ella, por Silvia, y la agitada y caliente sesión de sexo que luego tuve con Delfina se la dediqué a ella, a Silvia, y a ella, a Silvia, le había dedicado el estrepitoso chorro de semen conque había embadurnado el vientre de Delfina.
Luego la conversación derivó en otras cuestiones que no es conveniente revelar y seguimos con nuestro trabajo.
Esa misma noche, luego de cenar, ya acostados, mientras nos deleitábamos con la flor más dulce, entre una cosa y otra Delfina me preguntó:
-Mario, ayer me dio un poco de vergüenza preguntarte, pero ¿qué te pareció Silvia?
Casi me atraganto. Tosí, saqué el humo de mis pulmones y le pedí una aclaración:
-¿A qué te referís?
-A eso, a qué te pareció ella. Es la primera vez que te presento a alguien de mi familia directa.
Mientras pitaba nuevamente una buena cantidad de humo me dediqué a elaborar una respuesta de compromiso. Le respondí:
-Recién la conozco, pero me pareció macanuda.
-Qué bueno - me dijo-. Hoy hablé con ella por teléfono y me dijo que le caíste muy bien.
-¿En serio? Es por mi sex appeal -le dije bromeando, mientras le tocaba suavemente su sexo. No tardó mucho en reaccionar y mojarse. Apagué lo poco que quedaba del cigarrillo y le puse una mano sobre mi bulto.
-Mmm... ¡cómo estamos!- dijo. Su mano se metió dentro de mi slip y sacó de allí una generosa erección.
-Chupámela- le pedí. No se hizo desear. Tomó entre sus manos su objeto de deseo y luego de unos breves e intensos besos donde nuestras lenguas intercambiaron sabores se hincó de rodillas, agachó su cabeza y de a poco fue empapando con sus labios mi pene definitivamente duro. Su saliva, que caía de mi glande, hacía más sencilla la fricción de sus manos al bajar y subir a través del tronco de mi miembro. Sentí el calor de su boca, y el movimiento de su lengua hacían que mi placer fuera incrementándose más, cada vez más. Tomé mi pija con la mano, bajé toda la piel que pude al tiempo que empujaba la cabeza de Delfina hacia abajo, de modo que todo mi sexo quedó oculto dentro de su boca. Ella ya había aprendido qué cosas me gustaban. Mientras se tragaba mi sable corvo empezó a jugar con el escroto y con los testículos. Siguió más abajo y alcanzó el perineo, esa zona de nadie que separa el adelante del atrás. Extasiado como estaba de placer y embriagado por el cannabis, no sé cuánto tiempo pasó (quizás horas, probablemente segundos) hasta que un dedo de ella, húmedo aún, alcanzó mi ano. Empezó a dar vueltas por allí, y la erección llegaba a niveles inimaginables. Su dedo iba y venía, iva y venía, y su boca entraba y salía de mi juguete rabioso.
-Sacáme el dedo - le pedí. Obediente, hizo le que le solicité.- Pará, no me sigas chupando que todavía no quiero acabar.
De a poco fue retirando sus labios de mi glande, como un niño que, forzado, saca un chupetín de su boca.
-Me gusta el sabor de tu líquido- dijo ansisosa y haciendo puchero con la boca.
Yo le respondí:
-Más me gusta a mí el sabor del tuyo.
La recosté sobre la cama. Le puse un par de almohadas debajo de la espalda, con el Monte de Venus apuntando hacia mí, de forma que no tuviera que hacer ningún esfuerzo para ofrecerme sus bellos labios carnosos. Me recosté delicadamente entre sus piernas ya abiertas y empecé a lamer su tajo como si estuviera lamiendo un sabroso helado. Las rugosidades de mi lengua se entretenían en cada recoveco de su sexo depilado, mis manos abrían sus labios vaginales y mis dedos apuntaban a la entrada de su vagina. Besaba todo su sexo con fruición, embadurnándoselo con saliva. Mis bigotes y mi pequeña barba candado la hacían delirar. Con dos dedos me detuve en su clítoris, retirando de a poco el pequeño prepucio que lo recubría; mi lengua (la punta de mi lengua) la hizo estallar en un orgasmo de todos los colores, con movimientos tan bruscos que parecía poseída por el mismo demonio. Retiró bruscamente mi cabeza, y su cuerpo no cesaba en su frenesí. Cuando se hubo calmado, yo, con una excitación ya insostenible por el espectáculo que Delfina me había brindado, la dí vuelta, la puse en cuatro patas con las rodillas rozando el borde de la cama y, como un pequeño animalito indefenso, busqué su concha con mi pija. Su culo redondo me ofrecía una imagen privilegiada. Su ano se abría y se cerraba suavemente al movimiento de vaivén. Con el dedo pulgar fui acariciando el pequeño circulo carnoso. Cuando, de a poco, lo fui metiendo y scando, el movimiento que simultáneamente hacía con mi pija de adentro hacia afuera, no hicieron más que provocar que de su concha fuera cayendo un líquido viscoso, blancuzco, y, con un grito insoportablemente placentero, supe que, nuevamente, había ella acabado, gloriosamente. Saqué la pija de su concha y apuntando al culo de Delfina, rozando el ano con mi glande, pensaba, mientras la llenaba de leche, que ése era el culo de Silvia.
Luego de mucho ver fotos y de mucho leer relatos, me decidí a escribir el mío propio. Todo cuanto aquí relato es absolutamente verdad, salvo los nombres y algunas circunstancias.
Me calentó mucho recordar todas estas cosas que no hace mucho pasaron, y espero que Uds, Poringueras y Poringueros, lo aprovechen con buenas sesiones de sexo con sus parejas, y, los que no tienen, una buena sesión masturbatoria!!
A medida que vaya recordando situaciones las iré volcando en estas páginas.
Y ya basta de prólogos. Aquí la primera parte. Espero comentarios de todas las Poringueras y Poringueros, y, por qué no, alguna proposición no santa!
Me llamo Mario, vivo en Buenos Aires. Tengo 37 años, soy rubio rapado (rapado obligado), barba candado rubia, ojos entre verdes y azules. Algún día les voy a contar cómo la conocí a ella, a Delfina, mi pareja (entonces era mi pareja). Pero no es de ella, de Delfina, de quien quiero hablar. Quiero contarles la historia de Silvia, la hermana mayor de ella, de Delfina.
Aunque tengo que escribir algunas cosas antes. Delfina tiene 21 años, es bella, lindo cuerpo, y extremadamente simpática. No tenía, Delfina, casi nada de experiencia en el sexo cuando nos conocimos. Al principio, como en toda relación, nos matábamos: sexo de día, sexo de tarde, sexo de noche. No podía quejarme. Le enseñé, y se dejó enseñar. A veces, se mojaba hasta cuando hablábamos por teléfono.
Ella vivía conmigo y con mis hijas, pero aún yo no conocía a su familia directa, sólo a Perlita, su prima (ya hablaremos de Perlita). Hasta que la conocí a Silvia. Una tarde la conocí, al volver del trabajo. Estaban sentadas en la cocina, tomando mate y cuchicheando.
-Hola, mi amor! -me saludó Delfina, y me dio un piquito, medio sonrojada-. Ella es Silvia - me dijo.
La miré. Se levantó de la silla y me saludó.
-Hola Mario! Por fin nos conocemos!
-Hola Silvia! Qué bueno que hayas venido! -le dije mirándola a los ojos, mientras con el rabillo del ojo miraba el resto de su cuerpo. Los hombres somos así: vemos a una mujer y no podemos dejar de observar ciertos contornos, no porque siempre queramos tener sexo (no porque queramos tener sexo enseguida) con ellas, sino porque observar a una mujer siempre es grato.
Ojos chicos, oscuros, almendrados. Cabello lacio, largo, negro, con una colita de caballo y flequillo sobre la frente. Un poco más alta que Delfina, con sus tacos casi llegaba a mi estatura. Blusa suelta, y pantalón de jean ajustado.
Silvia es esposa de un muy conocido cirujano estético. Digo, conocido dentro de su ambiente. Eso les da a las mujeres algunas ventajas: tienen quién les haga las lolas al gusto de quien las va a disfrutar. Y eso estaba por hacer ella, Silvia. Como la Naturaleza no había sido demasiado generosa con sus pechos, estaba tratando de convencer a su esposo de que le hicies un par de tetas nuevas. De eso estaban hablando cuando yo había llegado.
Me fui a darme una ducha con un leve cosquilleo en el cuerpo. Tuve una erección al bañarme pero lo dejé pasar. Quería descansar un poco y fumarme mi porrito diario.
Cuando terminé de cambiarme fui a la cocina. Silvia se estaba yendo.
-¿Ya te vas? - le pregunté.
-Sí, Mario - respondió-. Ezequiel está esperándome en el consultorio, quiere que me vea el anestesista para preparar la operación. ¡Al fin lo convencí! ¿Delfina te contó que quiero hacerme las lolas? Son muy chiquitas, ¿no?
Como me sorprendió que apenas conocidos se tomara tanta confianza, creo que me ruboricé y apenas pude balbucear.
-Eh... Mmm... Bueno... No sé... -dije.
-Bueno, chau chicos, se me hace tarde! ¿Bajás a abrirme la puerta de calle, Delfina?
Nos dimos un beso en la mejilla y Delfina se fue con ella para abrirle la puerta. Al irse, pude observar su cola. Linda cola.
Se cerró la puerta del departamento.
Quedé unos instantes con la vista y la mente perdida, y luego dí la vuelta y me dirigí a mi habitación, a prepararme mi porrito. Delfina entró cuando ya casi estaba por encenderlo.
-¿Querés mate? -me preguntó.
-Dale -respondí. Cuando volvió, yo ya estaba fumando. Se sentó en el borde de la cama, dejó el termo y el mate sobre el piso y me pidió que le convidara. Al igual que con el sexo, yo le había enseñado, también, el placer de un buen churro.
Hablamos de las cosas que ella hizo durante el día, y de mi trabajo. El humo nos terminó de embriagar y nos pusimos mimosos. Tuvimos sexo. Como a mí no me gusta usar preservativos y ella por ese entonces no tomaba pastillas anticonceptivas le acabé largamente sobre su vientre.
Al volver del baño ya aseada (al volver del baño, ya gozada y gozosa), me preguntó:
-¿Qué cenamos, hoy?
-No sé -le dije. Y acoté-: vayamos a comer afuera con las nenas.
Se hizo de noche, salimos a cenar, volvimos y, ya derrotados por el cansancio, nos dormimos.
Por la mañana siguiente, de nuevo al trabajo, a la maldita rutina de las malditas estadísticas que me fastidiaban. Si bien yo estudié Sociología, las estadísticas eran lo menos que me importaban; y a pesar de que ese trabajo no tenía nada que ver con la Sociología, me dedicaba a obtener estadísticas y analizarlas, muy a pesar mío. Yo deseaba volver a la Fotografía, mi verdadera vocación. Durante mucho tiempo hice fotografía en Blanco y Negro, con cámaras analógicas. Tenía mi propio cuarto oscuro y revelaba yo mismo. No soy malo haciendo fotografías, lo sé. Tengo muy buen ojo, había escrito unos cuantos artículos en una revista especializada, participado de exposiciones aquí y en el extranjero y tenía un estilo que me era reconocido. En fin: yo nunca viví de la Fotografía, sino que ella siempre vivió de mí.
Trabajábamos solamente dos personas en mi oficina: Sergio y yo. Sergio es menor que yo. Sergio en ese entonces aún no estaba casado, pero hacía ya varios años que vivía con Adela. Pero así como amaba a Adela, así también no podía evitar acostarse con cuanta mujer se le cruzara por el camino. A menudo me confesaba cosas íntimas, de pareja. Una de esas confesiones era que hacía ya unos cuantos meses que Adela no se excitaba demasiado, que sólo tenían sexo no más de una vez por semana, y no del mejor. Más de una vez me había hablado de la historia sinuosa que tenía con su cuñada, Laura, la hermana de Adela. Es como que se tiraban onda, pero nunca habían llegado a concretar nada. En ocasiones los hombres somos fieles no por convicciones sino por falta de oportunidad, y esa, parece, era la cuestión entre Laura y Sergio. Aproveché esos temas de conversación entre nosotros para comentarle que había conocido a Silvia, la hermana de Delfina. Me escuchó interesado, pero más interesado se mostró cuando le confesé que en la apariencia física Silvia me gustaba más que Delfina. Ví en sus ojos ese brillo que se le formaba cuand hablaba de su propia cuñada.
-¿Y? -me preguntó.
-Nada -le dije-. Yo estoy bien con Delfina, tengo sexo con ella todos los días -le recordé con cierta maldad de mi parte-. Silvia es muy linda pero no me interesa nada con ella.
Yo sabía que le estaba mintiendo: la erección del día anterior, luego de conocerla, mientras me estaba bañando, había sido por ella, por Silvia, y la agitada y caliente sesión de sexo que luego tuve con Delfina se la dediqué a ella, a Silvia, y a ella, a Silvia, le había dedicado el estrepitoso chorro de semen conque había embadurnado el vientre de Delfina.
Luego la conversación derivó en otras cuestiones que no es conveniente revelar y seguimos con nuestro trabajo.
Esa misma noche, luego de cenar, ya acostados, mientras nos deleitábamos con la flor más dulce, entre una cosa y otra Delfina me preguntó:
-Mario, ayer me dio un poco de vergüenza preguntarte, pero ¿qué te pareció Silvia?
Casi me atraganto. Tosí, saqué el humo de mis pulmones y le pedí una aclaración:
-¿A qué te referís?
-A eso, a qué te pareció ella. Es la primera vez que te presento a alguien de mi familia directa.
Mientras pitaba nuevamente una buena cantidad de humo me dediqué a elaborar una respuesta de compromiso. Le respondí:
-Recién la conozco, pero me pareció macanuda.
-Qué bueno - me dijo-. Hoy hablé con ella por teléfono y me dijo que le caíste muy bien.
-¿En serio? Es por mi sex appeal -le dije bromeando, mientras le tocaba suavemente su sexo. No tardó mucho en reaccionar y mojarse. Apagué lo poco que quedaba del cigarrillo y le puse una mano sobre mi bulto.
-Mmm... ¡cómo estamos!- dijo. Su mano se metió dentro de mi slip y sacó de allí una generosa erección.
-Chupámela- le pedí. No se hizo desear. Tomó entre sus manos su objeto de deseo y luego de unos breves e intensos besos donde nuestras lenguas intercambiaron sabores se hincó de rodillas, agachó su cabeza y de a poco fue empapando con sus labios mi pene definitivamente duro. Su saliva, que caía de mi glande, hacía más sencilla la fricción de sus manos al bajar y subir a través del tronco de mi miembro. Sentí el calor de su boca, y el movimiento de su lengua hacían que mi placer fuera incrementándose más, cada vez más. Tomé mi pija con la mano, bajé toda la piel que pude al tiempo que empujaba la cabeza de Delfina hacia abajo, de modo que todo mi sexo quedó oculto dentro de su boca. Ella ya había aprendido qué cosas me gustaban. Mientras se tragaba mi sable corvo empezó a jugar con el escroto y con los testículos. Siguió más abajo y alcanzó el perineo, esa zona de nadie que separa el adelante del atrás. Extasiado como estaba de placer y embriagado por el cannabis, no sé cuánto tiempo pasó (quizás horas, probablemente segundos) hasta que un dedo de ella, húmedo aún, alcanzó mi ano. Empezó a dar vueltas por allí, y la erección llegaba a niveles inimaginables. Su dedo iba y venía, iva y venía, y su boca entraba y salía de mi juguete rabioso.
-Sacáme el dedo - le pedí. Obediente, hizo le que le solicité.- Pará, no me sigas chupando que todavía no quiero acabar.
De a poco fue retirando sus labios de mi glande, como un niño que, forzado, saca un chupetín de su boca.
-Me gusta el sabor de tu líquido- dijo ansisosa y haciendo puchero con la boca.
Yo le respondí:
-Más me gusta a mí el sabor del tuyo.
La recosté sobre la cama. Le puse un par de almohadas debajo de la espalda, con el Monte de Venus apuntando hacia mí, de forma que no tuviera que hacer ningún esfuerzo para ofrecerme sus bellos labios carnosos. Me recosté delicadamente entre sus piernas ya abiertas y empecé a lamer su tajo como si estuviera lamiendo un sabroso helado. Las rugosidades de mi lengua se entretenían en cada recoveco de su sexo depilado, mis manos abrían sus labios vaginales y mis dedos apuntaban a la entrada de su vagina. Besaba todo su sexo con fruición, embadurnándoselo con saliva. Mis bigotes y mi pequeña barba candado la hacían delirar. Con dos dedos me detuve en su clítoris, retirando de a poco el pequeño prepucio que lo recubría; mi lengua (la punta de mi lengua) la hizo estallar en un orgasmo de todos los colores, con movimientos tan bruscos que parecía poseída por el mismo demonio. Retiró bruscamente mi cabeza, y su cuerpo no cesaba en su frenesí. Cuando se hubo calmado, yo, con una excitación ya insostenible por el espectáculo que Delfina me había brindado, la dí vuelta, la puse en cuatro patas con las rodillas rozando el borde de la cama y, como un pequeño animalito indefenso, busqué su concha con mi pija. Su culo redondo me ofrecía una imagen privilegiada. Su ano se abría y se cerraba suavemente al movimiento de vaivén. Con el dedo pulgar fui acariciando el pequeño circulo carnoso. Cuando, de a poco, lo fui metiendo y scando, el movimiento que simultáneamente hacía con mi pija de adentro hacia afuera, no hicieron más que provocar que de su concha fuera cayendo un líquido viscoso, blancuzco, y, con un grito insoportablemente placentero, supe que, nuevamente, había ella acabado, gloriosamente. Saqué la pija de su concha y apuntando al culo de Delfina, rozando el ano con mi glande, pensaba, mientras la llenaba de leche, que ése era el culo de Silvia.
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