¿A quién no le pasó alguna vez de ir leyendo algo en el colectivo y que el de al lado estire el cuello para pescar al menos alguna letra? O viceversa: tratar de saber algo más del otro por lo que está leyendo. Esto que les voy a contar es parecido, pero no en un colectivo sino en un bar. Yo estaba sentado, con mi compu, escribiendo un laburo que tenía que entregar al otro día. Hasta que por el espejo frente a mí, noté que había una chica de unos 25, con unos apuntes de la facu. No creí que fuera interesante lo que yo escribía, pero ella no pudo disimular que, desde lo alto de su banqueta, miraba mi pantalla y no sus apuntes.
Aprovechando que ahora ella miraba hacia otro lado, la miré bien: morocha, con unos rulitos que caían perfectos sobre su mejilla, ojos negros, pícaros. Hasta ese momento no le había podido ver el cuerpo, pero si tenía la misma picardía que sus ojos, yo estaba condenado al hipnotismo. Ella volvió la vista a la espera de ver la pantalla, pero en cambio se encontró con mis ojos. En el juego de quién sostiene más la mirada yo nunca gano. Pero esa vez estaba dispuesto a intentarlo. Pum: sus ojos negros fueron un camión de frente. Ella no se movía ni un centímetro, nada. Yo sí: hacía rebotar mi pie, me tocaba el pelo, pasaba la mano por el teclado, todo, todo para dejar mis ojos quietos. Y ella, nada. O sí: pestañeó, y fue como si el camión me hiciera luces, que me enceguecieron. Después aceleró: entrecerró los ojos, que quedaron como los de un gato, y el camión me pasó por encima. Perdí.
Bajé la vista al teclado y pensé otra vez en ella, en su vista en la pantalla. Entonces se me ocurrió. Abrir un documento nuevo. Letra tamaño 30. Imposible no ver. “Hola”. “¿Interesante lo que escribo?”. Y por el espejo, bajo la mirada-camión, apareció una sonrisa tímida. Si antes había perdido, ahora no sólo le quería ganar, quería golear y que el equipo rival aplaudiese de pie. “No está bien mirar… podes encontrarte con cosas prohibidas”. Y en el espejo su mirada bajó. “Salvo que las quieras ver”. La mirada me hizo luces. “¿Y si no hubiera estado escribiendo? ¿Y si hubiera estado mirando alguna página?”. Sus ojos fueron de inquietud. “Mails. O noticias. O fotos. Fotos…”. La inquietud se convirtió en sonrisa.
Despacio, para tantear la situación, giré mi cuerpo para intentar encontrármela de frente. Para hablar, para acelerar las cosas, para hacerlo fácil. No. Y esta vez no fue su mirada, fue un gesto claro, con la cabeza. Así que seguí por donde venía. “¿Fotos?”. Ella no respondió, pero sacó su teléfono, aunque yo no escuché que hubiera sonado. Saludó, habló dos pavadas y dijo “qué tenés para mí”. Se lo decía a alguien más, pero yo me apropié de esa pregunta y escribí “mi cuerpo”. No sé qué le habrán respondido, pero lo que ella dijo fue “mmmmm”. Entonces escribí “mi sexo”. Ella preguntó “qué talle es”. Y yo, sin ponerme colorado, escribí “16 cm”. Ella dijo “no sé, quizás me queda chico”. Yo escribí “Por qué no te lo probas”. Ella dijo “debería verlo”. Cuando la busqué en el espejo, ella tenía el celular en una mano, muy lejos de su oído. “Debería verlo”, repitió. Y su mirada bajó a través del espejo hasta mi jean, en el que se amontonaban los 16 cm. No sé si será mucho, poco o promedio, pero en ese momento sentí como si cada centímetro se estirara un kilómetro.
“¿Acá?”, escribí. Y de inmediato me sentí un tarado, eso no se pregunta. Me bajé el cierre. Permití que asomara la cabeza, no mucho más: habían mozos, clientes, mesas alrededor. Escribí: “mostrame algo”. Y en el espejo su mirada pícara analizó el lugar mientras sus dedos desabrocharon los primeros botones de su camisa. No los había visto antes, tenía lindos pechos. Chiquitos, aunque turgentes. Ella no me lo pidió, pero yo no lo pude evitar: bajé la mano hasta el jean y me agarré la pija por fuera. La cabeza salía y entraba del pantalón. Yo ya estaba empezando a gemir. “Mostrame más”, escribí. Entonces apareció su pezón: un círculo rosado perfecto, un timbre erecto sobre el que ella apoyó la punta de su dedo mojado de saliva. Dibujó círculos ahí, que a mí me hicieron escribir: “Dibujalos sobre tu conchita”. Su mano desapareció, su pantalón se movía.
Sonó su celular. Ella dijo “ahora no, después te llamo”. Lo dijo agitada, y la imaginé repitiendo por lo bajo “ahora no, ahora no”. “Sacala”, dijo. Y la saqué. Inconsciente, loco, imbécil, calentón. ¿Cómo la voy a sacar? Estaba un bar, había gente y yo tenía la pija parada afuera. Miraba a una chica por el espejo y me pajeaba, y quizás alguien me miraba desde otra mesa. Escribí bien grande: “vení”. Ella, con la cabeza, dijo que no. Después abrió la boca como si dijera “ooooo” y su cachete se infló con una pija imaginaria, que ella chupaba con su mejor cara de puta. Yo ya no daba más. Necesitaba acabar. Le escribí que fuéramos al baño, y otra vez ella hizo que no. “Pero voy a acabar”. Y ella sonrió. Se inclinó en su banqueta para ver como, sentado ahí, mi pija escupía todo el semen bajo la mesa y yo agitado ya no podía ni escribir. Un hilo de semen todavía colgaba de la cabeza mi pija cuando la vi pararse de la mesa y agacharse hasta mí. Pasó rápido su mano por mi pija y me la limpió. Se llevó su mano, ahora húmeda, a su boca y tragó los restos. Me dijo suave al oído “fue un placer leerte” y se fue.
Por la puerta de ese bar vi desaparecer esa figura que se contorneaba con la elegancia de una gacela y la seguridad de un camión. Al lado mío, una mesa con el vino más caro, un almuerzo, y la cuenta sin pagar.
Aprovechando que ahora ella miraba hacia otro lado, la miré bien: morocha, con unos rulitos que caían perfectos sobre su mejilla, ojos negros, pícaros. Hasta ese momento no le había podido ver el cuerpo, pero si tenía la misma picardía que sus ojos, yo estaba condenado al hipnotismo. Ella volvió la vista a la espera de ver la pantalla, pero en cambio se encontró con mis ojos. En el juego de quién sostiene más la mirada yo nunca gano. Pero esa vez estaba dispuesto a intentarlo. Pum: sus ojos negros fueron un camión de frente. Ella no se movía ni un centímetro, nada. Yo sí: hacía rebotar mi pie, me tocaba el pelo, pasaba la mano por el teclado, todo, todo para dejar mis ojos quietos. Y ella, nada. O sí: pestañeó, y fue como si el camión me hiciera luces, que me enceguecieron. Después aceleró: entrecerró los ojos, que quedaron como los de un gato, y el camión me pasó por encima. Perdí.
Bajé la vista al teclado y pensé otra vez en ella, en su vista en la pantalla. Entonces se me ocurrió. Abrir un documento nuevo. Letra tamaño 30. Imposible no ver. “Hola”. “¿Interesante lo que escribo?”. Y por el espejo, bajo la mirada-camión, apareció una sonrisa tímida. Si antes había perdido, ahora no sólo le quería ganar, quería golear y que el equipo rival aplaudiese de pie. “No está bien mirar… podes encontrarte con cosas prohibidas”. Y en el espejo su mirada bajó. “Salvo que las quieras ver”. La mirada me hizo luces. “¿Y si no hubiera estado escribiendo? ¿Y si hubiera estado mirando alguna página?”. Sus ojos fueron de inquietud. “Mails. O noticias. O fotos. Fotos…”. La inquietud se convirtió en sonrisa.
Despacio, para tantear la situación, giré mi cuerpo para intentar encontrármela de frente. Para hablar, para acelerar las cosas, para hacerlo fácil. No. Y esta vez no fue su mirada, fue un gesto claro, con la cabeza. Así que seguí por donde venía. “¿Fotos?”. Ella no respondió, pero sacó su teléfono, aunque yo no escuché que hubiera sonado. Saludó, habló dos pavadas y dijo “qué tenés para mí”. Se lo decía a alguien más, pero yo me apropié de esa pregunta y escribí “mi cuerpo”. No sé qué le habrán respondido, pero lo que ella dijo fue “mmmmm”. Entonces escribí “mi sexo”. Ella preguntó “qué talle es”. Y yo, sin ponerme colorado, escribí “16 cm”. Ella dijo “no sé, quizás me queda chico”. Yo escribí “Por qué no te lo probas”. Ella dijo “debería verlo”. Cuando la busqué en el espejo, ella tenía el celular en una mano, muy lejos de su oído. “Debería verlo”, repitió. Y su mirada bajó a través del espejo hasta mi jean, en el que se amontonaban los 16 cm. No sé si será mucho, poco o promedio, pero en ese momento sentí como si cada centímetro se estirara un kilómetro.
“¿Acá?”, escribí. Y de inmediato me sentí un tarado, eso no se pregunta. Me bajé el cierre. Permití que asomara la cabeza, no mucho más: habían mozos, clientes, mesas alrededor. Escribí: “mostrame algo”. Y en el espejo su mirada pícara analizó el lugar mientras sus dedos desabrocharon los primeros botones de su camisa. No los había visto antes, tenía lindos pechos. Chiquitos, aunque turgentes. Ella no me lo pidió, pero yo no lo pude evitar: bajé la mano hasta el jean y me agarré la pija por fuera. La cabeza salía y entraba del pantalón. Yo ya estaba empezando a gemir. “Mostrame más”, escribí. Entonces apareció su pezón: un círculo rosado perfecto, un timbre erecto sobre el que ella apoyó la punta de su dedo mojado de saliva. Dibujó círculos ahí, que a mí me hicieron escribir: “Dibujalos sobre tu conchita”. Su mano desapareció, su pantalón se movía.
Sonó su celular. Ella dijo “ahora no, después te llamo”. Lo dijo agitada, y la imaginé repitiendo por lo bajo “ahora no, ahora no”. “Sacala”, dijo. Y la saqué. Inconsciente, loco, imbécil, calentón. ¿Cómo la voy a sacar? Estaba un bar, había gente y yo tenía la pija parada afuera. Miraba a una chica por el espejo y me pajeaba, y quizás alguien me miraba desde otra mesa. Escribí bien grande: “vení”. Ella, con la cabeza, dijo que no. Después abrió la boca como si dijera “ooooo” y su cachete se infló con una pija imaginaria, que ella chupaba con su mejor cara de puta. Yo ya no daba más. Necesitaba acabar. Le escribí que fuéramos al baño, y otra vez ella hizo que no. “Pero voy a acabar”. Y ella sonrió. Se inclinó en su banqueta para ver como, sentado ahí, mi pija escupía todo el semen bajo la mesa y yo agitado ya no podía ni escribir. Un hilo de semen todavía colgaba de la cabeza mi pija cuando la vi pararse de la mesa y agacharse hasta mí. Pasó rápido su mano por mi pija y me la limpió. Se llevó su mano, ahora húmeda, a su boca y tragó los restos. Me dijo suave al oído “fue un placer leerte” y se fue.
Por la puerta de ese bar vi desaparecer esa figura que se contorneaba con la elegancia de una gacela y la seguridad de un camión. Al lado mío, una mesa con el vino más caro, un almuerzo, y la cuenta sin pagar.
5 comentarios - Su mirada sobre mi pija
:buenpost:
Me gustó imaginar la tensión del momento. Lástima que no se hayan ido para algún lado. Y que haya sido tan turra de dejarle la cuenta sin pagar.
🤤 🤤
Espectacular relato, magnificamente narrado, un lujo, gracias por compartirlo, te dejo unos puntos y toda mi admiración.