Esta cuenta se trata de historias, de cuentos eróticos. Algo de verdad, algo de fantasía, cosas mías, de otra gente... Un mix de calentura, un mix para dejar volar la imaginación. Todo para el lector...
Una, dos, tres veces… la situación se estaba tornando rara. Y el error, de tanta repetición, tenía poco ya de casualidad, de equivocación.
Marcela había entrado a trabajar en casa hace dos meses. Desempleada, llegó por recomendación de una amiga de mi vieja: necesitaba un trabajo temporal mientras esperaba que le saliera otro laburo. Así, ocupó el lugar de la nueva chica de limpieza. Aunque de chica no tenía nada: con 43 años, Marcela es rubia, algo gordita, 1,70 metro, con dos tetas grandes y el culo bastante caído. Una señora, una ama de casa tradicional, madre de dos chicos con los lógicos desmejoramientos de la edad.
De a poco fui conociéndola y charlando con ella. Todo bien, siempre haciendo su trabajo a rajatabla, hasta que una equivocación llamó mi atención…
Una, dos, tres veces… Tres veces encontré en mi cajón de ropa interior tres bombachas distintas. Bombachas, nada de tanga ni de cola less, nada muy provocativo. Bombachas. Más tarde me di cuenta de que siempre era los jueves, justo el día donde sólo estábamos en casa Marcela y yo.
La primera vez la dejé pasar: regresé la bombacha al cesto de la ropa sucia. Ya en la segunda oportunidad le pregunté a Marcela qué hacía eso ahí.
-Ay, es mía, jaja- me contestó riendo, metiendo esa bombacha en su bolso, sosteniéndome la mirada. Y yo empecé a carburar…
Sin todavía estar decidido a encararla, tomé coraje con la tercera bombacha, con el tercer “descuido” de Marcela. No es que Marcela fuera un minón, pero a caballo regalado… Ese día, ella vestía una remera blanca, ajustada por el gran tamaño de sus tetas, y su típico jogging de trabajo, uno gris bastante suelto. Con la bombacha en la mano, encerrada en el puño, me dirigí hacia ella. Y comenzó el picante diálogo:
-¿Otra vez dejando tus cosas entre las mías?- le dije con una mirada pícara, con una sonrisa socarrona. Insinuante…
-Ay sí, jaja, ¿me perdonás?- me contestó haciendo pucherito, dejando de lado su tarea en el lavarropas.
-Sí, obvio, no pasa nada. Pero decime una cosa- le pregunté, con su prenda girando en mi dedo índice- ¿vos trabajás sin bombachita?
-Jaja, ¿querés averiguar?
Fue instantáneo: la tiré contra la pared, me arrodillé y le bajé de un tirón su pantalón gris. Tenía bombacha, una vieja bombacha blanca, pero no se interpuso en mi meta. Empecé a besarle los muslos, a morderla un poquito, a acariciarle las naglas y a hundir mi nariz en su concha, su olorosa concha, todo por sobre la bombacha.
-Mmm, sí, mmm- jadeaba, gemía, expresaba su placer Marcela.
La llevé a mi habitación, la tiré sobre la cama y la besé efusivamente, lengua con lengua, con fuerza, con pasión casi desesperada. Me sacó la remera, terminé de sacarle sus pantalones, ella me rasguñaba la espalda, yo jugaba con su culo, siempre besándonos. Le saqué su remera, me encontré con sus dos tetas caídas pero gigantes a punto de escaparse del corpiño. Desabroché su prenda íntima y me arrojé a sus gomas, a chuparlas, a morderlas, a manosearlas. Estaba como poseído y ella no se quedaba atrás: “Son tuyas bebé…”, me soltó con la respiración entrecortada.
Bajé de vuelta a su concha, le saqué la bombacha, chupé todo lo que estaba a mi alcance, me comí todo lo que encontré a mi paso. Ella gritaba, cada vez más, cada vez más fuerte. Me agarraba la cabeza, me empujaba hacia su concha, una concha inundada de placer, mientras yo también hacía presión con mis manos en su culo. Hasta que acabó, hasta que terminó con un grito de éxtasis total.
Subí, la besé, y fue ella la que tomó las riendas de la situación: “Date vuelta, ahora me toca a mí”. Conmigo boca arriba, bajó y me sacó mi pantalón y mi bóxer. “Mmm, ¡qué rica!”, soltó mientras le daba un piquito a mi pija.
Nunca me hicieron un pete igual. Comenzó pasándome la lengua, mordiéndome suavemente el glande, jugando con mis huevos. Se metió mi pija hasta el fondo, se la comió toda, una, dos, tres, incontables veces. Me lamió los huevos, también los introdujo en su boca, jugó con la lengua con ellos, todo mientras me pajeaba, todo mientras me hablaba: “Qué rico que sos, qué linda pija…”. Me hizo probar algo nuevo: con su índice derecho, mientras su boca se encargaba de mi pija y mis huevos, se ocupó de mi culo. Me rasgaba de a poquito, a veces lo metía un poco adentro, casi que me hacía cosquillas en mi agujero, sin dejar de chupar todo lo que tenía enfrente.
Yo gritaba de placer, gozaba como pocas veces, hasta que comenzó a meterle ritmo: sube y baja con su boca y mi pija adentro, rápido, veloz. Acabé llenándole la boca de leche, salpicándole mis fluidos en el pecho, en sus dos tetas. Ella los juntó con sus dedos, se los llevó a la boca, se los tragó con una sonrisa.
Duró dos meses más en el trabajo. Cogimos otras tres veces, sin la pasión de la primera, y el último jueves antes de irse me regaló otro de sus petes mágicos, otra vez se tragó todo, otra vez me dejó gritando de placer. Todo por una, dos, tres bombachas olvidadas en mi cajón…
Una, dos, tres veces… la situación se estaba tornando rara. Y el error, de tanta repetición, tenía poco ya de casualidad, de equivocación.
Marcela había entrado a trabajar en casa hace dos meses. Desempleada, llegó por recomendación de una amiga de mi vieja: necesitaba un trabajo temporal mientras esperaba que le saliera otro laburo. Así, ocupó el lugar de la nueva chica de limpieza. Aunque de chica no tenía nada: con 43 años, Marcela es rubia, algo gordita, 1,70 metro, con dos tetas grandes y el culo bastante caído. Una señora, una ama de casa tradicional, madre de dos chicos con los lógicos desmejoramientos de la edad.
De a poco fui conociéndola y charlando con ella. Todo bien, siempre haciendo su trabajo a rajatabla, hasta que una equivocación llamó mi atención…
Una, dos, tres veces… Tres veces encontré en mi cajón de ropa interior tres bombachas distintas. Bombachas, nada de tanga ni de cola less, nada muy provocativo. Bombachas. Más tarde me di cuenta de que siempre era los jueves, justo el día donde sólo estábamos en casa Marcela y yo.
La primera vez la dejé pasar: regresé la bombacha al cesto de la ropa sucia. Ya en la segunda oportunidad le pregunté a Marcela qué hacía eso ahí.
-Ay, es mía, jaja- me contestó riendo, metiendo esa bombacha en su bolso, sosteniéndome la mirada. Y yo empecé a carburar…
Sin todavía estar decidido a encararla, tomé coraje con la tercera bombacha, con el tercer “descuido” de Marcela. No es que Marcela fuera un minón, pero a caballo regalado… Ese día, ella vestía una remera blanca, ajustada por el gran tamaño de sus tetas, y su típico jogging de trabajo, uno gris bastante suelto. Con la bombacha en la mano, encerrada en el puño, me dirigí hacia ella. Y comenzó el picante diálogo:
-¿Otra vez dejando tus cosas entre las mías?- le dije con una mirada pícara, con una sonrisa socarrona. Insinuante…
-Ay sí, jaja, ¿me perdonás?- me contestó haciendo pucherito, dejando de lado su tarea en el lavarropas.
-Sí, obvio, no pasa nada. Pero decime una cosa- le pregunté, con su prenda girando en mi dedo índice- ¿vos trabajás sin bombachita?
-Jaja, ¿querés averiguar?
Fue instantáneo: la tiré contra la pared, me arrodillé y le bajé de un tirón su pantalón gris. Tenía bombacha, una vieja bombacha blanca, pero no se interpuso en mi meta. Empecé a besarle los muslos, a morderla un poquito, a acariciarle las naglas y a hundir mi nariz en su concha, su olorosa concha, todo por sobre la bombacha.
-Mmm, sí, mmm- jadeaba, gemía, expresaba su placer Marcela.
La llevé a mi habitación, la tiré sobre la cama y la besé efusivamente, lengua con lengua, con fuerza, con pasión casi desesperada. Me sacó la remera, terminé de sacarle sus pantalones, ella me rasguñaba la espalda, yo jugaba con su culo, siempre besándonos. Le saqué su remera, me encontré con sus dos tetas caídas pero gigantes a punto de escaparse del corpiño. Desabroché su prenda íntima y me arrojé a sus gomas, a chuparlas, a morderlas, a manosearlas. Estaba como poseído y ella no se quedaba atrás: “Son tuyas bebé…”, me soltó con la respiración entrecortada.
Bajé de vuelta a su concha, le saqué la bombacha, chupé todo lo que estaba a mi alcance, me comí todo lo que encontré a mi paso. Ella gritaba, cada vez más, cada vez más fuerte. Me agarraba la cabeza, me empujaba hacia su concha, una concha inundada de placer, mientras yo también hacía presión con mis manos en su culo. Hasta que acabó, hasta que terminó con un grito de éxtasis total.
Subí, la besé, y fue ella la que tomó las riendas de la situación: “Date vuelta, ahora me toca a mí”. Conmigo boca arriba, bajó y me sacó mi pantalón y mi bóxer. “Mmm, ¡qué rica!”, soltó mientras le daba un piquito a mi pija.
Nunca me hicieron un pete igual. Comenzó pasándome la lengua, mordiéndome suavemente el glande, jugando con mis huevos. Se metió mi pija hasta el fondo, se la comió toda, una, dos, tres, incontables veces. Me lamió los huevos, también los introdujo en su boca, jugó con la lengua con ellos, todo mientras me pajeaba, todo mientras me hablaba: “Qué rico que sos, qué linda pija…”. Me hizo probar algo nuevo: con su índice derecho, mientras su boca se encargaba de mi pija y mis huevos, se ocupó de mi culo. Me rasgaba de a poquito, a veces lo metía un poco adentro, casi que me hacía cosquillas en mi agujero, sin dejar de chupar todo lo que tenía enfrente.
Yo gritaba de placer, gozaba como pocas veces, hasta que comenzó a meterle ritmo: sube y baja con su boca y mi pija adentro, rápido, veloz. Acabé llenándole la boca de leche, salpicándole mis fluidos en el pecho, en sus dos tetas. Ella los juntó con sus dedos, se los llevó a la boca, se los tragó con una sonrisa.
Duró dos meses más en el trabajo. Cogimos otras tres veces, sin la pasión de la primera, y el último jueves antes de irse me regaló otro de sus petes mágicos, otra vez se tragó todo, otra vez me dejó gritando de placer. Todo por una, dos, tres bombachas olvidadas en mi cajón…
5 comentarios - Mi mucama y yo
Muy buen relato, gracias por compartir 😉
La voy a tener que llamar urgente!!! 😉
Buen relato man!