El bufón del tiempo
“Por que no hay nada más malo,
que un payaso malo”.
Un viejo amigo
que un payaso malo”.
Un viejo amigo
El enorme charco rojo y espeso, oscurecía coagulando sobre la baldosa fría, bordó ahora y pestilente. Las partes del cuerpo mutilado, habían sido esparcidas por toda la habitación; moscas; más allá vieron sus tripas en montañas y junto a ellas: las pisadas del asesino inhumano, por lo que había hecho… y por su talla. ¿Quién puede calzar tanto?, es casi el doble de un pie normal, ¿y quién, ¡por Dios!, pudo haber cometido una aberración así? Registraron todo el lugar en busca de otras pistas, huellas digitales… no hallaron ninguna.
Entró extasiado, feliz y sorprendido miraba, con su nuca casi tocándole la espalda, las luces tenues… y multicolores; con su brazo extendido hacia arriba, tomaba la gran mano de su abuelo, y esto le distorsionaba el abanico de sonidos provenientes de todas direcciones, el rugir de fieras, bullicio de gente, bombo platillo y redoblante le vibraban en el codo a la altura de su pequeño oído derecho. Risas y malabares, dulces y caballos desfilaron ante sus pupilas dilatadas que intentaban absorberlo todo. Se encontraba fascinado con toda aquella novedad de exquisitos rojos y algodón de azúcar, hasta que el redoblante se hizo sentir; se apagaron todas las luces; sólo un foco apunta ahora, directo al telón caído, que lentamente, comienza a abrirse en dos; cesó el redoblante. Salió un payaso y el niño clavó sus ojos en él, quedó helado y sin respirar; mientras todos reían, él, se encontró de pronto apretando fuertemente la gran mano de su abuelo, y con la otra, dejó caer el frágil palito de madera, de su algodón de azúcar, y echó a llorar. Media hora duró el suplicio del niño: a las once en punto, terminó la función.
-Tranquilo Rudy… calma
En brazos de su abuelo, ya no lloraba. Al salir de la inmensa carpa, se encontraron con una hilera de blancas estatuas humanas a cada lado del camino. Una de ellas, tenía un termo rojo bajo su brazo izquierdo, y un mate llevado a la boca por su mano derecha. El abuelo, escogió al instante dejando caer una moneda en la canasta que estaba a sus pies; con un movimiento mecánico la estatua cebó y quedó en pose de ofrecer, poniendo esa espumosa infusión delante del anciano rostro. El viejo bebió y al devolverlo, la empolvada estatua recuperó su original postura. Continuaron su camino a casa, sin darse cuenta, que la estatua de enfrente ofrecía leer una poesía, del negro libro abierto elevado al cielo por su mano izquierda, y ademán con la derecha. Calmado llego el chico a casa y subió a su dormitorio; era tarde, ya casi las doce y el payaso, en su camerino, se quitaba la nariz, la peluca, y frente al espejo veía como su rostro se transformaba: (una buena función), pensaba… (pero alguien no quedó conforme), sentía una voz algo distinta en su interior, más grave y profunda, (no todos te quieren no… no todos); se despintaba la gran sonrisa de su rostro, y el espejo, le devolvía una cara extraña… feroz: (¡cuídate!, alguien muy cercano a ti… te odia), seguía pensando… (y de ti se quiere vengar. Tú lo conoces, no lo dejes, actúa ya). Y se dispuso a salir del remolque, arrojando su camisa multicolor sobre la cama y quitándose el ancho pantalón, tan ancho, que se lo sacó con los zapatos puestos y salió, apurado caminó a campo traviesa hasta el remolque de su mejor amigo: el domador de fieras, y de golpe abrió la puerta cuando el niño, en su cuarto, observó el reloj de su mesita de cama: las doce en punto y apagó la luz. Pero un haz brillante se colaba por su ventana, y cual foco, apuntaba directo, a la puerta doble hoja del ropero; en su mente comenzó a sonar el redoblante… y sintió miedo.
Doce treinta. El bufón trastornado sale del trailler de su mejor amigo; vuelve a su casa rodante; termina de desvestirse en su cama… y duerme. El niño no puede dormir.
Su abuelo, dado lo ocurrido la noche anterior en el circo, comentó delante de los padres sobre el miedo irracional del chico a los payasos; éstos no le dieron demasiada importancia, ya que nunca se enteraron, que el domador de fieras había amanecido: “brutalmente asesinado”, según decía el periódico de hoy; “son cosas de chicos”. Pero el abuelo, dispuesto a terminar con lo que él creía una cobardía, compró dos entradas para la función del día de mañana.
Al payaso ni bien despertó, le dieron la trágica noticia; se mostró sorprendido pero más que nada: asustado. Otra muerte de alguien cercano a él. Afligido fue a hablar con el director:
-Estoy muy deprimido, le voy a pedir suspender por duelo la función de hoy
-Imposible, tenemos todas las localidades ya vendidas
-Pero yo estoy destrozado, no sé si podré hacer mi actuación
-Usted es un profesional… hará su acto con los ojos cerrados
Con esas palabras en sus oídos, abandonó abatido el despacho del director y por primera vez en mucho tiempo, concurrió al bar.
Al final el director tuvo razón, el payaso, incluso borracho, ejecutó esa noche su acto a la perfección; el público que no lo conocía, fue incapaz de adivinar el dolor que ocultaba bajo su sonrisa. La función terminó como siempre, a las once en punto; el payaso se retiró a su camerino, y sentado frente al espejo, comenzó a cambiar: se quitó la nariz… y la peluca; mientras que el niño, en su casa, tapado hasta los ojos, miraba la puerta de doble hoja del ropero, y hasta le parecía que… lentamente, se estaba comenzando a abrir. A las doce en punto, el payaso mostró ante el espejo su rostro más feroz y desquiciado; así salió corriendo a matar a la persona más cercana a él; luego volvió a su camerino, y se durmió.
El abuelo despertó temprano, tomó las dos entradas y fue a darle la noticia a su nieto, de que esta noche; irían al circo nuevamente. El chico se negó durante todo el día a querer asistir, pero la tenacidad de su abuelo se impuso. Nadie en la casa sabía lo ocurrido en el circo; pero lo que sí todos sabían, era que hoy, tendrían que atrasar todos los relojes, pues comienza el verano y con él, el cambio de horario: a las doce, serán las once, nuevamente.
En el circo esa noche, el payaso ofreció su más divertida función, pero el chico no lo podía resistir, y aunque en un intento por mostrarse valiente, no lloro, apretaba fuertemente la rodilla de su abuelo ocultando su rostro tras el muslo, no quería verlo más. La función terminó y dos inspectores de la policía, acudieron a hablar con el director del circo, mientras el público se retiraba y el payaso, once treinta, comenzó a cambiarse frente al espejo. A las doce en punto la transformación fue total:
-Te odia, te odia, véngate de él
Y se hicieron las once, nuevamente
-¿De quién, de que hablás, quién sos?
-Mátalo, mátalo
-Soltá ese cuchillo, soltalo…
Cuando los inspectores entraron a su remolque y vieron: el enorme charco de sangre, las pisadas de zapatos gigantes y las tripas entre el mosquerío… concluyeron.
Entró extasiado, feliz y sorprendido miraba, con su nuca casi tocándole la espalda, las luces tenues… y multicolores; con su brazo extendido hacia arriba, tomaba la gran mano de su abuelo, y esto le distorsionaba el abanico de sonidos provenientes de todas direcciones, el rugir de fieras, bullicio de gente, bombo platillo y redoblante le vibraban en el codo a la altura de su pequeño oído derecho. Risas y malabares, dulces y caballos desfilaron ante sus pupilas dilatadas que intentaban absorberlo todo. Se encontraba fascinado con toda aquella novedad de exquisitos rojos y algodón de azúcar, hasta que el redoblante se hizo sentir; se apagaron todas las luces; sólo un foco apunta ahora, directo al telón caído, que lentamente, comienza a abrirse en dos; cesó el redoblante. Salió un payaso y el niño clavó sus ojos en él, quedó helado y sin respirar; mientras todos reían, él, se encontró de pronto apretando fuertemente la gran mano de su abuelo, y con la otra, dejó caer el frágil palito de madera, de su algodón de azúcar, y echó a llorar. Media hora duró el suplicio del niño: a las once en punto, terminó la función.
-Tranquilo Rudy… calma
En brazos de su abuelo, ya no lloraba. Al salir de la inmensa carpa, se encontraron con una hilera de blancas estatuas humanas a cada lado del camino. Una de ellas, tenía un termo rojo bajo su brazo izquierdo, y un mate llevado a la boca por su mano derecha. El abuelo, escogió al instante dejando caer una moneda en la canasta que estaba a sus pies; con un movimiento mecánico la estatua cebó y quedó en pose de ofrecer, poniendo esa espumosa infusión delante del anciano rostro. El viejo bebió y al devolverlo, la empolvada estatua recuperó su original postura. Continuaron su camino a casa, sin darse cuenta, que la estatua de enfrente ofrecía leer una poesía, del negro libro abierto elevado al cielo por su mano izquierda, y ademán con la derecha. Calmado llego el chico a casa y subió a su dormitorio; era tarde, ya casi las doce y el payaso, en su camerino, se quitaba la nariz, la peluca, y frente al espejo veía como su rostro se transformaba: (una buena función), pensaba… (pero alguien no quedó conforme), sentía una voz algo distinta en su interior, más grave y profunda, (no todos te quieren no… no todos); se despintaba la gran sonrisa de su rostro, y el espejo, le devolvía una cara extraña… feroz: (¡cuídate!, alguien muy cercano a ti… te odia), seguía pensando… (y de ti se quiere vengar. Tú lo conoces, no lo dejes, actúa ya). Y se dispuso a salir del remolque, arrojando su camisa multicolor sobre la cama y quitándose el ancho pantalón, tan ancho, que se lo sacó con los zapatos puestos y salió, apurado caminó a campo traviesa hasta el remolque de su mejor amigo: el domador de fieras, y de golpe abrió la puerta cuando el niño, en su cuarto, observó el reloj de su mesita de cama: las doce en punto y apagó la luz. Pero un haz brillante se colaba por su ventana, y cual foco, apuntaba directo, a la puerta doble hoja del ropero; en su mente comenzó a sonar el redoblante… y sintió miedo.
Doce treinta. El bufón trastornado sale del trailler de su mejor amigo; vuelve a su casa rodante; termina de desvestirse en su cama… y duerme. El niño no puede dormir.
Su abuelo, dado lo ocurrido la noche anterior en el circo, comentó delante de los padres sobre el miedo irracional del chico a los payasos; éstos no le dieron demasiada importancia, ya que nunca se enteraron, que el domador de fieras había amanecido: “brutalmente asesinado”, según decía el periódico de hoy; “son cosas de chicos”. Pero el abuelo, dispuesto a terminar con lo que él creía una cobardía, compró dos entradas para la función del día de mañana.
Al payaso ni bien despertó, le dieron la trágica noticia; se mostró sorprendido pero más que nada: asustado. Otra muerte de alguien cercano a él. Afligido fue a hablar con el director:
-Estoy muy deprimido, le voy a pedir suspender por duelo la función de hoy
-Imposible, tenemos todas las localidades ya vendidas
-Pero yo estoy destrozado, no sé si podré hacer mi actuación
-Usted es un profesional… hará su acto con los ojos cerrados
Con esas palabras en sus oídos, abandonó abatido el despacho del director y por primera vez en mucho tiempo, concurrió al bar.
Al final el director tuvo razón, el payaso, incluso borracho, ejecutó esa noche su acto a la perfección; el público que no lo conocía, fue incapaz de adivinar el dolor que ocultaba bajo su sonrisa. La función terminó como siempre, a las once en punto; el payaso se retiró a su camerino, y sentado frente al espejo, comenzó a cambiar: se quitó la nariz… y la peluca; mientras que el niño, en su casa, tapado hasta los ojos, miraba la puerta de doble hoja del ropero, y hasta le parecía que… lentamente, se estaba comenzando a abrir. A las doce en punto, el payaso mostró ante el espejo su rostro más feroz y desquiciado; así salió corriendo a matar a la persona más cercana a él; luego volvió a su camerino, y se durmió.
El abuelo despertó temprano, tomó las dos entradas y fue a darle la noticia a su nieto, de que esta noche; irían al circo nuevamente. El chico se negó durante todo el día a querer asistir, pero la tenacidad de su abuelo se impuso. Nadie en la casa sabía lo ocurrido en el circo; pero lo que sí todos sabían, era que hoy, tendrían que atrasar todos los relojes, pues comienza el verano y con él, el cambio de horario: a las doce, serán las once, nuevamente.
En el circo esa noche, el payaso ofreció su más divertida función, pero el chico no lo podía resistir, y aunque en un intento por mostrarse valiente, no lloro, apretaba fuertemente la rodilla de su abuelo ocultando su rostro tras el muslo, no quería verlo más. La función terminó y dos inspectores de la policía, acudieron a hablar con el director del circo, mientras el público se retiraba y el payaso, once treinta, comenzó a cambiarse frente al espejo. A las doce en punto la transformación fue total:
-Te odia, te odia, véngate de él
Y se hicieron las once, nuevamente
-¿De quién, de que hablás, quién sos?
-Mátalo, mátalo
-Soltá ese cuchillo, soltalo…
Cuando los inspectores entraron a su remolque y vieron: el enorme charco de sangre, las pisadas de zapatos gigantes y las tripas entre el mosquerío… concluyeron.
Cuentista: DCF
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